En las dos horas que duró el vuelo de regreso a Heathrow, Ryan se tomó tres minibotellas de whisky de malta, más que nada porque era el único licor disponible en el avión. De algún modo, su miedo a volar pasó a un segundo plano, a lo que contribuyó el hecho de que el vuelo fuera tan suave como si el aparato no hubiera despegado, aunque Ryan tenía también otro montón de cosas en la cabeza.
—¿Qué ha fallado, Mick? —preguntó Ryan cuando volaban sobre los Alpes.
—Lo que ha fallado es que nuestro amigo Strokov no tenía intención de llevar a cabo el asesinato personalmente. Disponía de otro hombre para efectuar los disparos.
—Entonces, ¿por qué llevaba una pistola con silenciador?
—¿Quieres una hipótesis? Apostaría a que se proponía eliminar personalmente al asesino, para luego mezclarse con la muchedumbre y huir. No es posible leerle la mente a todo el mundo, Jack —agregó King.
—Por tanto, hemos fracasado —concluyó Ryan.
—Tal vez. Depende de dónde hayan ido a parar las balas. John ha dicho que había recibido un impacto en el cuerpo, otro tal vez en el brazo o en la mano y con el otro disparo no había acertado, o a lo sumo lo había rozado. De modo que su supervivencia ahora depende del cirujano que lo esté operando —respondió King encogiéndose de hombros—. No está en nuestras manos, amigo.
—Joder —masculló Ryan entre dientes.
—¿Has hecho cuanto has podido, sir John?
—Sí, claro, naturalmente. Todos lo hemos hecho.
—¿Y no es eso cuanto uno puede hacer? Jack, trabajo en el campo desde hace… doce años. A veces las cosas salen como está previsto; otras, no. Dada la información que poseíamos y el personal disponible, no veo cómo podríamos haberlo hecho mejor. Tú eres analista, ¿no es cierto?
—Efectivamente.
—Pues te has portado muy bien para ser oficinista y ahora sabes mucho más sobre las operaciones de campo. No hay garantías en este tipo de trabajo —dijo King antes de tomar otro trago—. Tampoco puedo decir que me guste. Perdí a un agente en Moscú hace dos años. Era un joven capitán en el ejército soviético. Parecía una buena persona. Tenía esposa y un hijo pequeño. Lo fusilaron, evidentemente. Sólo Dios sabe lo que le habrá ocurrido a su familia. Puede que ella esté en un campo de trabajo o en algún pueblo perdido de Siberia. Uno nunca llega a averiguarlo. Víctimas anónimas y sin rostro, pero víctimas, a pesar de todo.
—El presidente está furioso —dijo Moore a sus altos ejecutivos, con la oreja derecha todavía ardiendo de su conversación anterior, hacía diez minutos.
—¿Tan grave es? —preguntó Greer.
—Tan grave —confirmó el director—. Quiere saber quién lo hizo y por qué, y preferiría saberlo antes del almuerzo.
—Eso es imposible —dijo Ritter.
—Ahí está el teléfono, Bob. Llámalo y díselo —sugirió el juez.
Ninguno de ellos había visto jamás al presidente enojado. En general, era algo que la gente procuraba evitar.
—¿De modo que Jack tenía razón? —preguntó Greer.
—Puede que tuviera una buena intuición. Pero tampoco evitó que sucediera —observó Ritter.
—Eso es algo que puedes decirle, Arthur —sugirió Greer con cierta esperanza en el tono de su voz.
—Tal vez. Me pregunto lo buenos que son los médicos italianos.
—¿Qué sabemos? —preguntó Greer—. ¿Tenemos alguna noticia?
—Un impacto grave en el pecho. Al presidente debería de resultarle fácil identificarse con eso —reflexionó Moore en voz alta—. Otros dos impactos, pero no graves.
—Entonces llama a Charlie Weathers en Harvard y pregúntale cuál es el pronóstico —sugirió Ritter.
—El presidente ya ha hablado con los cirujanos en Walter Reed. Tienen esperanza pero no se comprometen.
—Estoy seguro de que todos dicen: «Si estuviera en mis manos, lo resolvería».
Greer tenía experiencia con médicos militares. Los pilotos de caza eran penosamente tímidos comparados con los cirujanos de campaña.
—Voy a llamar a Basil y a traer aquí a Rabbit, tan pronto como las fuerzas aéreas tengan listo un avión. Si Ryan está disponible, que conociendo a Basil debe de estar regresando de Roma en estos momentos, quiero que también venga en el mismo avión.
—¿Por qué? —preguntó Ritter.
—Para que pueda informarnos, y tal vez también al presidente, sobre su análisis de la amenaza con anterioridad al incidente.
—Maldita sea, Arthur. —Greer estuvo a punto de estallar—. Nos hablaron de la amenaza hace cuatro o cinco días.
—Pero nosotros queríamos interrogar personalmente a ese individuo —reconoció Moore—. Lo sé, James, lo sé.
Ryan salió del avión detrás de Mick King. Al pie de la escalera había alguien que debía de pertenecer a Century House. Ryan se percató de que lo miraba fijamente.
—Doctor Ryan, ¿tendría la bondad de acompañarme? Mandaremos a alguien a por su equipaje —prometió aquel individuo.
—¿Dónde vamos?
—Tenemos un helicóptero para llevarlo a la base de la RAF en Mildenhall y…
—Y una mierda. No me subo a un helicóptero desde que estuve a punto de morir en uno. ¿A qué distancia está?
—Una hora y media en coche.
—Bien. Consiga un coche —ordenó Jack antes de volver la cabeza Gracias por intentarlo, muchachos.
Sparrow, King y los demás le estrecharon la mano. Efectivamente, todos lo habían intentado, aunque nadie reconocería jamás su esfuerzo. Entonces Jack se preguntó qué haría Tom Sharp con Strokov y decidió que Mick King tenía razón. Realmente no quería saberlo.
Mildenhall está justo al norte de Cambridge, sede de una de las mejores universidades del mundo, y al conductor del Jaguar en el que viajaba Ryan no le importaban los límites de velocidad que pudiera haber en las carreteras británicas. Después de cruzar el control de seguridad del regimiento de defensa de la RAF, el coche no se dirigió al avión que esperaba junto a la pista, sino a un edificio que parecía y era la terminal de ejecutivos. Allí alguien le entregó a Ryan un télex, que leyó en veinte segundos.
—Estupendo —susurró antes de dirigirse a un teléfono para llamar a su casa.
—¡Jack! —exclamó su esposa al reconocer su voz—. ¿Dónde diablos estás?
Debía de estar preocupada; Cathy Ryan no solía hablar de ese modo.
—En la base de la RAF en Mildenhall. Debo ir a Washington.
—¿Por qué?
—Deja que te pregunte algo, cariño: ¿Son buenos los médicos italianos?
—¿Lo dices por lo del Papa?
—Sí —respondió escuetamente, sin que su esposa pudiera ver cómo asentía.
—En todos los países hay buenos cirujanos, Jack. ¿Qué ocurre? ¿Estabas tú allí?
—Cath, estaba a unos quince metros de distancia, pero eso es todo lo que puedo decirte y no se lo repitas a nadie, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió su esposa con asombro y frustración en el tono de su voz—. ¿Cuándo volverás a casa?
—Probablemente dentro de un par de días. Debo hablar con ciertas personas en la central y probablemente me mandarán de vuelta inmediatamente. Lo siento, cariño, gajes del oficio. Pero dime, ¿son buenos los médicos en Italia?
—Me sentiría mejor si estuviera en manos de Jack Cammer, pero deben de tener algunos buenos. En todas las grandes ciudades los hay. La Universidad de Padua tiene la Facultad de Medicina más antigua del mundo. Sus oftalmólogos son tan buenos como los del Hopkins. Deben de disponer de buenos especialistas en cirugía general, pero de los que yo conozco, el mejor sería Jack.
John Michael Cammer era el director del Departamento de Cirugía del Hopkins, titular de la prestigiosa cátedra de Halstead y excelente con el bisturí. Cathy lo conocía bien. Jack había hablado con él en un par de ocasiones, en recepciones para recaudar fondos, y le había impresionado favorablemente, pero él no era médico ni podía valorar su capacidad profesional.
Suele ser bastante sencillo tratar una herida de bala, a no ser que haya alcanzado el hígado o el bazo. El mayor problema es la hemorragia. Es como cuando Sally tuvo el accidente conmigo en el coche. Si se llega pronto al hospital y el cirujano es competente, existe una buena posibilidad de sobrevivir, a no ser que el bazo esté roto o el hígado gravemente dañado. He visto la noticia por televisión. La bala no ha alcanzado su corazón, el ángulo no era el adecuado. Apostaría más del cincuenta por ciento a que se recupera. No es joven y eso no ayuda, pero un buen equipo de cirujanos puede hacer milagros si llega con suficiente rapidez a sus manos.
No mencionó las horribles variantes de la cirugía traumática. Las balas podían rebotar las costillas, e ir en las direcciones más imprevisibles. También podían fragmentarse y producir daños en lugares muy diversos. Esencialmente no era posible diagnosticar ni mucho menos tratar una herida de bala a partir de cinco minutos de filmación. Por consiguiente, las posibilidades de sobrevivir del Papa superaban el cincuenta por ciento, pero muchos caballos a los que se apostaba cinco contra uno habían derrotado al favorito y ganado el Derby de Kentucky.
—Gracias, cariño. Probablemente podré contarte más cosas cuando vuelva a casa. Dales un abrazo a los niños de mi parte, ¿de acuerdo?
—Pareces cansado —dijo Cathy.
—Lo estoy, cariño. Han sido un par de días muy intensos —respondió Jack, consciente de que seguirían siéndolo—. Ahora debo dejarte.
—Te quiero, Jack.
—Yo también, cariño. Gracias por recordármelo.
Ryan esperó más de una hora la llegada de la familia Zaitzev. Por consiguiente, de haber aceptado la oferta del helicóptero, sólo habría servido para prolongar la espera; típico del ejército norteamericano. Ryan se instaló en un cómodo sofá y se quedó dormido durante quizá media hora.
La familia Rabbit llegó en coche. Un sargento de las fuerzas aéreas norteamericanas despertó a Jack y le indicó el camino al KC-135 que esperaba. Básicamente era un Boeing 707 sin ventanas, equipado también para abastecer de carburante a otros aviones. La falta de ventanas no suponía ningún aliciente para Jack, pero las órdenes eran órdenes; subió por la escalera y encontró una cómoda butaca de cuero, justo delante de las alas. Apenas acababa de despegar el avión cuando Oleg se dejó caer en el asiento adjunto.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Zaitzev.
—Hemos capturado a Strokov. Lo he hecho yo personalmente y tenía una pistola en la mano —respondió Ryan—. Pero había otro pistolero.
—¿Strokov? ¿Lo han detenido?
—No exactamente detenido, pero decidió acompañarme a la embajada británica. Ahora está en manos del servicio secreto de Inteligencia.
—Espero que maten a ese zvoloch —refunfuñó Zaitzev.
Ryan no respondió, pero se preguntó si eso realmente sucedería. ¿Jugaban tan duro los británicos? Había cometido un horrible asesinato en su país; maldita sea, a la vista de Century House.
—¿Sobrevivirá el Papa? —preguntó Rabbit.
A Ryan le sorprendió que tuviera tanto interés. Puede que, después de todo, fuera realmente un desertor de conciencia.
—No lo sé, Oleg. He hablado con mi esposa, que es cirujana, y dice que tiene más del cincuenta por ciento de posibilidades.
—Algo es algo —reflexionó Zaitzev en voz alta.
—¿Y bien? —preguntó Andrópov.
El coronel Rozhdiéstvensky se irguió un poco más.
—Camarada director, en este momento sabemos poca cosa. El hombre de Strokov efectuó el disparo, como ya sabe, y alcanzó su objetivo en una zona mortal. Strokov no consiguió eliminarlo como estaba previsto, por razones desconocidas. Nuestra delegación en Roma trabaja cautelosamente para descubrir lo ocurrido. El coronel Goderenko dirige personalmente la investigación. Tendremos más información cuando el coronel Strokov regrese a Sofía. Tiene una reserva en un vuelo regular a las 19.00 horas. Por consiguiente, en este momento parece que hemos obtenido un éxito parcial.
—¡No existe tal cosa, coronel! —señaló Andrópov, furioso.
—Camarada director, le dije hace varias semanas que esta posibilidad existía; seguro que lo recuerda. Y aunque ese sacerdote sobreviva, no se apresurará en regresar a Polonia, ¿no le parece?
—Supongo que no —refunfuñó Yuri Vladimirovich.
—¿Y no era ésa la verdadera misión?
—Da —reconoció el director. ¿Ningún mensaje todavía?
—No, camarada director. Hemos tenido que dar instrucciones a un nuevo oficial de guardia en Comunicaciones y…
—¿Qué me cuenta?
—El comandante Zaitzev, Oleg Ivanovich, y su familia han fallecido en el incendio de un hotel en Budapest. Él era nuestro comunicador para la misión seis, seis, seis.
—¿Por qué no se me había informado?
—Camarada director —respondió sosegadamente Rozhdiéstvensky—, se investigó el caso a fondo. Se devolvieron los cadáveres a Moscú y fueron debidamente enterrados. Todos fallecieron por inhalación de humo. La autopsia fue supervisada personalmente por un médico soviético.
—¿Está usted seguro, coronel?
—Puedo conseguirle el informe oficial si lo desea —respondió Rozhdiéstvensky, seguro de sí mismo—. Lo he leído personalmente.
Andrópov hizo un ademán de desdén.
—Muy bien. Manténgame informado cuando llegue algo. Y quiero que se me comunique inmediatamente el estado de ese problemático polaco.
—A sus órdenes, camarada director.
Rozhdiéstvensky se retiró y el director se concentró en otros asuntos. La salud de Brézhnev se había deteriorado notablemente. Muy pronto, Andrópov debería separarse del KGB para proteger su ascenso a la cabeza de la mesa y eso era lo que más le interesaba en ese momento. Además, Rozhdiéstvensky tenía razón: el cura polaco dejaría de ser un problema durante algunos meses, aunque sobreviviera, y eso bastaba por el momento.
—¿Y bien, Arthur? —preguntó Ritter.
—Se ha tranquilizado un poco. Le he hablado de la operación Beatrix. Le he dicho que nosotros y los británicos teníamos personal allí presente. Quiere conocer personalmente a la liebre que acabamos de sacar. Sigue bastante furioso, pero por lo menos no con nosotros —explicó Moore a su regreso de la Casa Blanca.
—Los británicos tienen a ese tal Strokov bajo custodia —dijo Greer, que acababa de recibir información de Londres—. ¿Sabes que fue precisamente Ryan quien lo capturó? Los británicos lo tienen actualmente en su embajada de Roma. Basil intenta decidir qué hacer con él. Parece que lo más probable es que Strokov dirigiera la operación y reclutara a ese matón turco para efectuar el disparo. Los británicos dicen que, cuando lo capturaron, tenía una pistola con silenciador en la mano. Parece que se proponía eliminar al pistolero, como en aquel caso de la mafia hace algún tiempo en Nueva York, con el fin de desentenderse por completo del atentado.
—¿Tu chico lo ha capturado? —preguntó el director de la CIA, un tanto sorprendido.
—Estaba allí con un equipo de experimentados espías de campo británicos y puede que su entrenamiento en los marines lo ayudara —respondió Ritter—. De modo que tu favorito, James, se lleva otra palmada en la espalda.
No te muerdas la lengua cuando firmes la carta de recomendación, Robert, pensó Greer.
—¿Dónde están todos ahora?
—Probablemente a mitad de camino. Las fuerzas aéreas los traen de vuelta a casa —respondió Ritter—. Dicen que la hora estimada de llegada a Andrews es a las once cuarenta.
Ryan descubrió que había ventanas en la parte delantera y la tripulación era bastante cordial. Incluso logró hablar un poco de béisbol. A los Orioles sólo les faltaba ganar un partido para acabar con los Phillies, se sorprendió de descubrir. A los tripulantes ni siquiera se les ocurrió preguntarle por qué lo trasladaban de regreso a Norteamérica. Lo habían hecho demasiadas veces y, además, nunca recibían una respuesta satisfactoria. A popa, la familia Rabbit dormía profundamente, cosa que Ryan todavía no había logrado.
—¿Cuánto falta? —preguntó al piloto.
—Eso de ahí es Labrador —señaló—. Dentro de otras tres horas ya casi habremos llegado. ¿Por qué no duerme un poco, señor?
—No duermo en los aviones —reconoció Jack.
—No se preocupe, señor. Yo tampoco —dijo el copiloto. Y eso, para Jack, pensándolo bien era una buena noticia.
Sir Basil Charleston celebraba su propia reunión con su jefa de gobierno en aquel momento. Ni en Norteamérica ni en el Reino Unido los periódicos publicaban cuándo ni por qué los jefes de sus diversos servicios secretos se reunían con sus dirigentes políticos.
—Bien, hábleme de ese tal Strokov —ordenó la primera ministra.
—No es un personaje muy agradable —respondió Charleston—. Deducimos que estaba allí para matar al pistolero que cometió el atentado. Tenía una pistola con silenciador para no hacer ruido. Parece, por consiguiente, que el propósito era matar a Su Santidad y dejar el cadáver del asesino. Comprenda, señora, que los muertos no hablan. Pero puede que éste lo haga, después de todo. Imagino que la policía italiana debe de estar hablando con él en estos momentos. Es de nacionalidad turca y apuesto a que tiene antecedentes penales, además de experiencia como contrabandista en Bulgaria.
—¿De modo que detrás de todo esto se encuentran los rusos? —preguntó.
—Sí, señora. Eso parece casi seguro. Tom Sharp está hablando con Strokov en Roma. Comprobaremos su lealtad hacia sus superiores.
—¿Qué haremos con él? —preguntó la primera ministra.
La respuesta fue en forma de otra pregunta que ella debía responder y lo hizo.
No se le ocurrió a Strokov que, cuando Sharp invocó los nombres de Aleksey Nikolay'ch Rozhdiéstvensky e Ilya Fiódorovich Bubovoy, su propio destino estaba sellado. Le dejó sencillamente atónito que el servicio secreto de Inteligencia británico estuviera tan infiltrado en el KGB. Sharp no vio ninguna razón para disuadirlo de dicha idea. Alterado más allá de su capacidad de reacción inteligente, Strokov olvidó toda su formación y empezó a cantar. Su dúo con Sharp duró dos horas y media, todo grabado.
Ryan funcionaba más por piloto automático que el propio Boeing cuando el avión tocó tierra en la pista cero uno de la base aérea de Andrews. ¿Cuánto hacía que no dormía? ¿Veintidós horas? Algo por el estilo. Eso era más fácil de soportar como alférez de los marines, a los veintidós años, que siendo un hombre casado de treinta y dos con dos hijos. Además, sentía un poco los efectos del alcohol.
Dos coches esperaban al pie de la escalera; en Andrews no habían instalado todavía túneles de embarque. El y Zaitzev subieron al primero; la señora Rabbit y la conejita, al segundo. A los dos minutos circulaban por Suitland Parkway, en dirección a Washington. Ryan decidió explicarle lo que veían por el camino. Al contrario de lo que pensó a su llegada a Inglaterra, Zaitzev no tenía ahora la impresión de que eso pudiera ser un maskirovka. Y la vista del edificio del Capitolio disipó cualquier duda al respecto que aún pudiera albergar. George Lucas, en su momento de mayor inspiración, no podría haber falsificado aquel paisaje. Los coches cruzaron el Potomac y siguieron hacia el norte por George Washington Parkway, hasta llegar finalmente a la salida de Langley.
—De modo que ésta es la sede del enemigo principal —comentó Rabbit.
—Para mí es sólo el lugar donde solía trabajar.
—¿Solía?
—¿No lo sabía? Ahora trabajo en Inglaterra —respondió Jack.
Todo el equipo de interrogación esperaba bajo la marquesina de la entrada principal. Ryan sólo conocía a uno de ellos, Mark Radner, un especialista en cultura rusa de Dartmouth, a quien habían llamado para un trabajo especial y al que le gustaba trabajar para la CIA, pero no exclusivamente. Ahora Ryan era capaz de comprenderlo. Cuando se detuvo el coche, fue el primero en apearse, y fue a hablar con James Greer.
—Ha tenido un par de días muy ajetreados, muchacho.
—Y que lo diga, almirante.
—¿Cómo le fue en Roma?
—Antes hábleme del Papa —replicó Jack.
—Ha superado satisfactoriamente la operación. Permanece en estado crítico, pero se lo hemos consultado a Charlie Weathers en Harvard y nos ha dicho que no nos preocupáramos. Las personas de su edad, después de una operación, se catalogan siempre en estado crítico, probablemente sólo para incrementar la factura. Si no surge ninguna complicación, seguramente se recuperará. Charlie dice que hay buenos cirujanos en Roma. Según él, Su Santidad estará en casa dentro de tres o cuatro semanas. Se tomarán su tiempo con una persona de su edad.
—Gracias a Dios. Cuando atrapé a ese cabrón de Strokov, señor, creí que lo habíamos resuelto. Luego oí los disparos. Maldita sea, almirante, fue un momento horrible.
Greer asintió.
—Me lo imagino. Pero en esta ocasión han ganado los buenos. Por cierto, los Orioles han ganado la serie a los Phillies. El partido acabó hace sólo veinte minutos. Ese nuevo parador en corto de vuestro equipo, Ripken, parece tener futuro.
—Ryan —dijo entonces el juez Moore—. Felicidades, hijo —agregó, estrechándole la mano.
—Gracias, señor director.
—Muy bien, Ryan —añadió a continuación Ritter—. ¿Seguro que no le gustaría probar nuestro curso de entrenamiento en La Granja?
El apretón de manos fue sorprendentemente cordial y Jack dedujo que Ritter debía de haberse tomado un par de copas en el despacho.
—En este momento, señor, no me importaría volver a dar clases de historia.
—Es más divertido fraguarla, muchacho. No lo olvide.
Entraron todos en el edificio después de pasar frente a la placa que había en la pared de la derecha en memoria de los caídos, muchos de cuyos nombres eran todavía secretos, y se dirigieron al ascensor para ejecutivos. La familia Rabbit se dirigió a los alojamientos, parecidos a los de un hotel, situados en la sexta planta para huéspedes importantes y oficiales de campo llegados del extranjero, donde evidentemente iban a hospedarse. Jack siguió a los altos ejecutivos al despacho del juez.
—¿Es bueno nuestro nuevo Rabbit? —preguntó Moore.
—Sin duda nos facilitó buena información respecto al Papa —respondió Ryan, un tanto sorprendido—. Y los británicos parecen bastante satisfechos con lo que les ha contado sobre ese agente Minister. Siento cierta curiosidad por saber quién es ese tal Cassius.
—Y Neptune —agregó Greer.
La armada necesitaba comunicaciones seguras para sobrevivir en el mundo moderno y James Greer todavía guardaba uniformes de color azul marino en el armario.
—¿Alguna otra idea? —preguntó Moore.
—¿Ha pensado alguien en lo desesperados que están los rusos? Me refiero a que, aunque el Papa supusiera, e imagino que todavía supone, algún tipo de amenaza para ellos, maldita sea, ¿puede considerarse la suya como una operación racional? —preguntó Jack—. Me da la impresión de que están mucho más desesperados de lo que solemos pensar. Ese es un aspecto que deberíamos poder explotar.
Gracias a la mezcla de alcohol y cansancio, Ryan expresaba lo que pensaba con mayor soltura que de costumbre. Además, hacía unas doce horas que esa idea le daba vueltas en la cabeza.
—¿Cómo? —preguntó Ritter al recordar que Ryan era una especie de genio de la economía.
—Puedo asegurarles una cosa: la Iglesia católica no se sentirá muy satisfecha. Hay muchos católicos en Europa oriental. Esa es una capacidad que debemos pensar en utilizar. Si nos acercamos con inteligencia a la Iglesia, puede que coopere con nosotros. La Iglesia es partidaria del perdón, sin lugar a dudas, pero antes uno debe confesarse.
Moore arqueó las cejas.
—La otra cuestión es que he estado estudiando su economía. Es muy precaria, mucho más de lo que nuestro personal imagina, almirante —dijo Jack dirigiéndose a su jefe inmediato.
—¿A saber?
—¿No es cierto que lo que nuestro personal examina, señor, son los informes oficiales procedentes de Moscú?
—Y nos cuesta lo nuestro conseguirlos —confirmó Moore.
—¿Y por qué creemos que son ciertos, señor director? —preguntó Ryan—. ¿Porque son los que recibe el Politburó? Sabemos que nos mienten a nosotros y a su propio pueblo. ¿Y si fueran puras mentiras? Si yo fuera un inspector de la comisión gubernamental de seguridades e intercambios, muchos de ellos acabarían en la prisión federal de Allenwood. Lo que dicen tener no corresponde con lo que podemos identificar. Su economía se tambalea y, si se hunde, aunque sólo sea un poco, se les irá todo el tinglado a la porra.
—¿Cómo podemos sacarle provecho a esta situación? —preguntó Ritter.
Su propio equipo de analistas especializados había dicho algo parecido hacía cuatro días, pero ni siquiera el juez Moore lo sabía.
—¿Dónde consiguen su divisa extranjera? Es decir, ¿a cambio de qué la consiguen?
—Petróleo —respondió Greer.
Rusia exportaba tanto petróleo como Arabia Saudí.
—¿Y quién controla los precios mundiales del crudo?
—¿La OPEP?
—¿Y quién controla la OPEP? —prosiguió Ryan.
—Los saudíes.
—¿No son nuestros amigos? —concluyó Ryan—. Pensemos en la URSS como en un objetivo económico que hay que conquistar, al igual que lo hacíamos en Merrill Lynch. Sus bienes tienen un valor muy superior al de la corporación que los posee, debido a su mala administración. No es tan difícil de calcular. —Incluso para alguien agotado después de un largo día, ocho mil kilómetros de vuelo y de haber abusado un poco del alcohol, pensó, consciente de que había muchas personas inteligentes que trabajaban en la CIA, pero con una mentalidad demasiado burocrática y no suficientemente patriótica—. ¿No tenemos a nadie cuya mente vuele más allá de los límites establecidos?
—¿Bob? —preguntó Moore.
Ritter empezaba a apreciar al joven analista del momento.
—Ryan, ¿has leído a Edgar Allan Poe?
—En el instituto —respondió Ryan, ligeramente confuso.
—¿Conoces la historia titulada La máscara de la muerte roja?
—¿No es algo relacionado con una plaga que estropea la fiesta?
—Vete a descansar. Antes de regresar mañana a Londres, se te facilitará cierta información.
—Parece que hasta el sueño esté planeado, caballeros. ¿Dónde duermo esta noche? —respondió Ryan, indicando al mismo tiempo que estaba agotado, por si no se habían dado cuenta.
—Te hemos reservado una habitación en el Marriott, a la vuelta de la esquina. Un coche te está esperando en la puerta. Adelante —dijo Moore.
—Puede que no sea tan bobo, después de todo —especuló Ritter.
—Robert, es agradable comprobar que tienes la fuerza suficiente para cambiar —observó sonriente Greer mientras extendía el brazo para coger la botella de bourbon selecto, que Moore guardaba en su despacho.
Había llegado el momento de la celebración.
Al día siguiente, en Il Tempo, un periódico matutino de Roma, apareció un artículo sobre un hombre que había sido encontrado muerto en un coche, aparentemente a causa de un ataque cardíaco. Se tardó algún tiempo en identificar el cuerpo, que resultó ser el de un turista búlgaro fallecido evidentemente de forma inesperada. El examen físico no había revelado lo tranquila que podía estar su conciencia.
FIN