La residencia oficial de Sharp era tan impresionante a su manera como la casa segura a las afueras de Manchester. No cabía imaginar para qué o para quién se había construido y Ryan, en cualquier caso, estaba harto de formular esa clase de preguntas. Disponía de una habitación con un baño para él solo y eso le bastaba. Los techos eran altos en todas las habitaciones, seguramente para protegerse de los cálidos veranos por los que Roma se caracterizaba. Habían alcanzado los veintisiete grados cuando viajaban por la tarde en coche, algo caluroso, pero nada excesivo para alguien de la región de Baltimore/Washington, aunque a un inglés debía de parecerle como un horno en el mismísimo infierno. En Londres, la gente empezaba a caer muerta por la calle cuando alcanzaban los veinticuatro grados. El que escribió aquello de los perros locos y los ingleses debió de vivir en otra época, pensó Jack. Tal como estaban las cosas, creía disponer de tres días para preocuparse y de uno para ejecutar el plan que él y Sharp lograran elaborar, con la esperanza de que no ocurriera nada y de que la CIA encontrara la forma de advertir a las fuerzas de seguridad de Su Santidad que precisaban aumentar las medidas de protección del sumo pontífice. Maldita sea, incluso vestía de blanco para facilitarle el disparo a quien se dispusiera a atacarlo, como una enorme diana a la que el malo pudiera apuntar. No era peor el entorno táctico en el que se había situado George Armstrong Custer, pero por lo menos él lo había hecho con los ojos abiertos, aunque cegado por un orgullo fatal y una fe en su propia suerte. El Papa no vivía bajo dicha ilusión. Él creía que Dios lo llevaría consigo cuando decidiera que había llegado su momento, y no había vuelta de hoja. Las creencias personales de Ryan no se diferenciaban en mucho de las del cura polaco, pero consideraba que Dios lo había dotado de un cerebro y del libre albedrío por alguna razón; ¿lo convertía eso en un instrumento de la voluntad divina? Era una pregunta demasiado profunda para aquel momento y, además, Ryan no era un sacerdote capaz de dilucidarla. Quizá no tuviera suficiente fe. Tal vez creía demasiado en el mundo real. La profesión de su esposa consistía en reparar problemas de la salud, ¿y era el propio Dios quien infligía dichos problemas a la gente? Algunos lo creían. ¿O eran sencillamente cosas que permitía que sucedieran para que luego personas como Cathy pudieran repararlas y hacer así su trabajo? Ryan se inclinaba por este último punto de vista, y la Iglesia debía de estar de acuerdo, puesto que había construido numerosos hospitales en el mundo entero.
Pero con toda seguridad, el Todopoderoso condenaba el asesinato, y ahora la misión de Jack consistía en evitar que se perpetrara uno. Indudablemente, él no permanecería impasible, sin hacer nada. Un sacerdote debería limitarse a la persuasión o, a lo sumo, a la intervención pasiva. Ryan sabía que si un criminal se dispusiera a dispararle al Papa, o para el caso a cualquier otra persona, y él tuviera una pistola en la mano, no dudaría un instante en utilizarla para impedir el asesinato. Puede que ésa fuera sencillamente su forma de ser, o lo que había aprendido de su padre, o tal vez el producto de su formación en las fuerzas armadas, pero fuera cual fuese la razón, el uso de la fuerza bruta no le provocaría náuseas, por lo menos hasta después de haber actuado. Algunos habitantes del infierno podían atestiguarlo. Por consiguiente, Jack empezó a mentalizarse acerca de lo que tal vez debería hacer si los malos estaban en la ciudad y se tropezaba con ellos. Luego se le ocurrió que ni siquiera debería rendir cuentas de sus actos, debido a su categoría como diplomático. El Departamento de Estado tenía derecho a retirarle dicha protección, en términos de la convención de Viena, pero estaba seguro de que no lo harían en un caso como ése. Por tanto, hiciera lo que hiciese, no pagaría las consecuencias. Evidentemente, no podía quejarse.
Los Sharp lo invitaron a cenar en un pequeño restaurante del barrio. La comida era excelente, lo que demostraba una vez más que los mejores restaurantes italianos suelen ser los familiares. Evidentemente, los Sharp comían allí a menudo y el personal era muy amable con ellos.
—Tom, ¿qué diablos vamos a hacer? —preguntó Jack abiertamente, convencido de que Annie debía saber lo que hacía para ganarse la vida.
—Churchill lo llamaba SJ: seguir jodiendo —respondió, encogiéndose de hombros—. Hacemos todo lo que podemos, Jack.
—Supongo que me sentiría mucho mejor con un pelotón de marines que me apoyara.
—También yo, amigo mío, pero uno procura desenvolverse con lo que tiene.
—Tommy —dijo de pronto la señora Sharp—. ¿De qué habláis exactamente?
—No puedo decírtelo, cariño.
—Pero tú perteneces a la CIA —dijo a continuación mirando a Jack.
—Sí, señora —respondió Ryan—. Antes era profesor de historia en la academia naval de Annapolis, y anteriormente corredor de Bolsa, después de haber servido en los marines.
—Sir John, tú eres aquel que…
¿Por qué diablos no dejó a su esposa y a su hija tras aquel árbol en el centro comercial de Londres y permitió que Sean Miller cumpliera con su cometido?, se preguntó Jack. Cathy habría obtenido algunas fotografías y eso, después de todo, habría ayudado a la policía. Era de suponer que todo lo bueno, o lo estúpido, recibía su castigo.
—Y nunca lo superaré. Además, déjate de sir John y de bobadas. No tengo caballo, ni uso mallas.
Y su único sable era el de los mamelucos, que el cuerpo de marines entregaba a sus oficiales cuando se graduaban en Quantico.
—Jack, ceremonialmente, un caballero es aquel que recurre a las armas para proteger a su soberano. Y tú lo has hecho en un par de ocasiones, si no me falla la memoria. Por consiguiente, tienes derecho a dicho honor —señaló Sharp.
—Por lo que parece, vosotros nunca olvidáis.
—No algo como esto, sir John. El valor ante el fuego es algo que vale la pena recordar.
—Especialmente en las pesadillas, pero entonces la pistola nunca funciona y sí, a veces las tengo —reconoció Jack por primera vez en su vida—. ¿Qué haces mañana, Tom?
—Por la mañana tengo trabajo en la embajada. ¿Por qué no examinas un poco más la zona?; yo me reuniré contigo para almorzar.
—De acuerdo. ¿Dónde nos vemos?
—Junto a la entrada de la basílica, a la derecha, se encuentra La Pietá de Miguel Angel. Allí, a la una y cuarto en punto.
—Muy bien —respondió Ryan.
—¿Dónde está Ryan? —preguntó Rabbit.
—En Roma —respondió Alan Kingshot—. Investiga lo que nos ha contado.
Habían pasado todo el día descubriendo lo que sabía sobre operaciones del KGB en el Reino Unido. Resultó ser bastante, suficiente para que a los tres miembros del servicio de seguridad que tomaban nota se les cayera la baba. Ryan se equivocaba, pensó Kingshot durante la cena. Aquel individuo no era una mina de oro, sino Kimberly, y los diamantes brotaban de su boca. Zaitzev estaba un poco más relajado y disfrutaba del respeto que recibía. Con razón, pensaba Alan. Al igual que el inventor del chip informático, esta liebre tenía la vida completamente resuelta, con todas las zanahorias que fuera capaz de comer y hombres armados que protegerían su madriguera de todos los osos.
El conejito, como él llamaba a su hijita, hoy había descubierto los dibujos animados occidentales. Le había gustado particularmente el Correcaminos, y se había percatado de la semejanza con el ruso («¡Eh, espera un momento!»), y no había dejado de reírse durante un buen rato.
Irina, por otra parte, volvía a descubrir su amor por el piano con el gran Bósendorfer en la sala de música de la casa, cometiendo errores pero aprendiendo de los mismos y empezando a recuperar sus antiguas habilidades, ante la admiración de la señora Thompson, que nunca había aprendido a tocar, pero había encontrado montones de partituras en la casa para que la señora Zaitzev practicara.
Esta familia se desenvolverá bien en Occidente, pensó Kingshot. La niña era una niña. El padre poseía toneladas de información valiosa. La mujer respiraría libertad, e interpretaría música hasta saciarse. Disfrutarían de su recién hallada libertad como de un traje a medida. Eran, como se diría en ruso, kulturniy, o personas cultas, dignos representantes de la rica cultura que había precedido desde hacía mucho al comunismo. Era agradable comprobar que no todos los desertores eran unos rufianes borrachos.
—Como un canario bajo los efectos de las anfetaminas, según Basil —dijo Moore a sus altos mandos en el estudio de su casa—. Dice que ese individuo nos facilitará más información de la que podemos llegar a utilizar.
—¿Eso cree? Ya lo veremos —reflexionó Ritter en voz alta.
—Eso digo yo, Bob. ¿Cuándo lo tendremos aquí? —preguntó el almirante Greer.
—Basil ha pedido otros dos días antes de mandarlo. Digamos el jueves por la tarde. He ordenado a las fuerzas aéreas que manden un VC-137. Vale la pena lucirse —declaró generosamente el juez, que en cualquier caso no era su propio dinero el que gastaba—. Por cierto, Basil ha puesto sobre aviso a su personal en Roma, por si el KGB acelera su operación para eliminar al Papa.
—No son tan eficientes —dijo Ritter con bastante seguridad en sí mismo.
—Yo sería más cauteloso en este sentido, Bob —reflexionó el subdirector de inteligencia en voz alta—. Yuri Vladimirovich no se caracteriza precisamente por su paciencia.
Greer no era el primero en hacer dicha observación.
—Lo sé, pero su aparato es más lento que el nuestro.
—¿Qué me decís de los búlgaros? —preguntó Moore—. Creen que el autor es un individuo llamado Strokov, Boris Strokov. Probablemente fue él quien asesinó a Georgi Markov en el puente de Westminster. Un experto asesino, cree Basil.
—Es lógico que utilicen a los búlgaros —observó Ritter—. Son los Asesinos del este, Sociedad Anónima, pero siguen siendo comunistas y no son matones de rodeos, sino jugadores de ajedrez. Pero todavía no hemos descubierto cómo avisar al Vaticano. ¿Podríamos hablar de ello con el nuncio?
Reflexionaron todos unos instantes sobre la cuestión y ahora se disponían a enfrentarse a ella. El nuncio papal, el cardenal Giovanni Sabatino, era el embajador del Vaticano en Estados Unidos. Sabatino pertenecía al servicio diplomático del Vaticano desde hacía mucho tiempo y gozaba de muy buena reputación entre los altos funcionarios del Departamento de Estado, tanto por su sagacidad como por su discreción.
—¿Podemos hacerlo de forma que no comprometa a la fuente? —preguntó Greer.
—Podemos decir que cierto búlgaro ha hablado demasiado…
—Elige cuidadosamente esa fuente ficticia, juez —advirtió Ritter—. No olvides esa subunidad especial del DS, que responde directamente ante su Politburó, y según nuestras escasas fuentes en esa región, no suelen dejar constancia escrita de sus actuaciones. Es como la versión comunista de Albert Anastasia. Ese tal Strokov es uno de ellos, por lo que hemos oído.
—Podríamos decir que el presidente de su partido se ha ido de la lengua con una de las varias amantes que tiene —sugirió Greer.
El director de Inteligencia tenía toda clase de información sobre las costumbres íntimas de los líderes mundiales y al jefe del partido búlgaro le gustaba alternar con el pueblo, en el sentido más literal. Claro que si eso se divulgaba, la vida podría ponerse difícil para las mujeres involucradas, pero el adulterio tenía un precio y el presidente del partido búlgaro era tan dado a la bebida que posiblemente no recordara a quién (no) le había revelado lo que se le atribuía. Eso podría contribuir a aliviar ligeramente sus conciencias.
—Parece factible —opinó Ritter.
—¿Cuándo podríamos ver al nuncio? —preguntó Moore—. ¿A mediados de semana, tal vez? —sugirió nuevamente Ritter.
Tenían una semana entera por delante. El juez estaría en el Capitolio hasta el miércoles por la mañana, ocupándose de asuntos del presupuesto.
—¿Dónde?
No podían llevarlo allí. El clérigo no acudiría. Habría demasiados conflictos potenciales si alguien lo detectaba. Y el juez Moore tampoco podía acudir al nuncio. Su cara también era demasiado conocida en los círculos gubernamentales de Washington.
—El Fondo Tenebroso —pensó Greer en voz alta.
Moore acudía allí con bastante frecuencia para visitar al secretario de Estado, y el nuncio tampoco era un desconocido en el ministerio.
—Funcionará —decidió el director de la CIA—. Hagamos los preparativos.
Moore se desperezó. Detestaba tener que trabajar los domingos. Incluso los jueces del tribunal de apelaciones tenían los fines de semana libres.
—Todavía está pendiente la cuestión de lo que pueden hacer realmente con la información —advirtió Ritter—. ¿Qué hace Basil?
—Ha ordenado a su delegación en Roma que investigue. Son sólo cinco, pero mañana va a mandar más personal de Londres, por si deciden perpetrar el atentado el miércoles, que es cuando Su Santidad aparece en público. Apuesto a que también tiene una agenda bastante apretada.
—Lástima que no pueda anular el paseo por la plaza, pero no creo que escuchara a nadie que se lo propusiera.
—Claro que no —afirmó Moore.
No mencionó la información de sir Basil acerca de que había mandado a Ryan a Roma. A Ritter le daría otro ataque de histeria y Moore no estaba para esos trotes un domingo.
Ryan se levantó temprano, como de costumbre, desayunó y cogió un taxi a San Pedro. Era agradable pasear alrededor de la plaza, casi completamente redonda, sólo para estirar las piernas. Parecía extraño que allí, en el seno de la capital de la república italiana, existiera un Estado soberano cuyo idioma oficial era el latín. Se preguntó si a los césares les habría gustado o no que el último reducto de su lengua fuera también el de la organización que había provocado la caída de su vasto imperio, pero no podía acudir al foro para preguntárselo a los fantasmas que tal vez deambularan todavía por allí.
La iglesia le llamó la atención. No había palabras para describir algo tan inmenso. Con el fin de recaudar los fondos para su construcción, había sido necesaria la venta de indulgencias, lo cual había impulsado a Martín Lutero a colocar su nota de protesta en la puerta de la catedral, iniciando así la Reforma, que las monjas de Saint Matthew condenaban, pero que los jesuitas con los que había tratado más adelante miraban con una mentalidad bastante más abierta. La Compañía de Jesús también debía su existencia a la Reforma; se había fundado para luchar contra la misma.
Pero eso no importaba mucho en ese momento. La basílica era indescriptible y parecía un cuartel general idóneo para la Iglesia católica, apostólica y romana. Cuando entró tuvo la sensación de que el interior era incluso más vasto que el exterior. Había suficiente espacio para jugar al fútbol americano. A unos cien metros estaba el altar principal, reservado para el propio Papa, bajo el cual se encontraba la cripta donde estaban enterrados los Papas anteriores, incluido, según la tradición, el propio san Pedro. «Tú eres Pedro —dijo Jesús, según el evangelio —y sobre esta piedra construiré mi iglesia».
Con la ayuda de algunos arquitectos y lo que debió de ser un ejército de obreros, construyeron una iglesia en aquel lugar. Jack se sintió atraído hacia su interior, como si fuera la residencia personal de Dios. La catedral de Baltimore parecía una casucha comparada con ella. Al mirar a su alrededor vio a algunos turistas, que también contemplaban el techo boquiabiertos. ¿Cómo habían levantado semejante edificio sin una estructura metálica?, se preguntó Jack. Estaba hecha enteramente de piedra sobre piedra. Esos personajes de antaño conocían realmente su oficio, se dijo. Los descendientes de aquellos ingenieros trabajaban hoy para la Boeing o la NASA. Paseó durante unos veinte minutos antes de recordarse a sí mismo que, después de todo, él no era un turista.
Ese había sido el emplazamiento del circus maximus romano original, donde se celebraban las carreras de cuádrigas como en la película Ben-Hur, derribado para construir la primera iglesia de San Pedro. Pero después del deterioro sufrido con el transcurso del tiempo, emprendieron otro proyecto de más de un siglo de duración para la construcción de la actual basílica, finalizada, si Ryan no recordaba mal, en el siglo XVI. Salió para examinar de nuevo el entorno. Por muchas alternativas que se planteara, parecía que su primera impresión había sido la correcta. El Papa subía a su coche aquí, circulaba por ahí y el lugar más vulnerable era… más o menos allí. El problema era que allí era un espacio semicircular de unos doscientos metros de longitud.
Bien, había llegado el momento de analizar la situación, se dijo Ryan. El asesino sería un profesional, y a un profesional le preocuparían dos cosas: la primera, conseguir un buen disparo, y la segunda, escapar con vida.
Entonces se concentró en las rutas potenciales para huir. A la izquierda, junto a la fachada de la iglesia, la gente se amontonaría para ser los primeros en ver al Papa a su salida del templo. Más adelante, el camino por el que circularía el vehículo descapotado se ensanchaba un poco, aumentando la distancia a la que habría que disparar, y era preferible evitarlo. Pero el asesino debería huir de aquella situación de peligro y el mejor camino era hacia el callejón lateral, donde Sharp había aparcado el día anterior. Allí probablemente podría estacionarse un coche, que si lograba alcanzarlo lo utilizaría para llegar hasta otro coche de apoyo, porque con toda seguridad la policía buscaría el primer vehículo y Roma estaba plagada de agentes, que no dudarían en cruzar un incendio para atrapar a quien hubiera disparado contra el Papa.
De regreso al lugar del atentado. El asesino no querría estar donde la multitud se aglomeraba y, por consiguiente, evitaría la proximidad de la iglesia. Pero querría huir por ese arco. Puede que a sesenta o setenta metros. ¿Unos diez segundos? Sí, más o menos, con el camino libre. El doble para mayor seguridad. Probablemente gritaría algo como «¡ahí va!» para distraer la atención del público. Quizá eso facilitara su identificación más adelante, pero el coronel Strokov se propondría dormir en Sofía el miércoles por la noche. Comprobar el horario de vuelos —se dijo Jack—. Si efectuaba el disparo y lograba escapar, evidentemente no regresaría nadando a su casa. Lo haría por el método más rápido, a no ser que dispusiera de un lugar excelente donde ocultarse en Roma.
Existía dicha posibilidad. El problema era que se trataba de un experto espía de campo que podía haber planeado muchas cosas. Pero en realidad eso no era una película y los profesionales hacían las cosas de una forma sencilla, porque en el mundo real incluso lo más simple podía irse a la mierda.
Por lo menos tendría un plan alternativo. Puede que más, pero uno con toda seguridad.
¿Tal vez vestirse de sacerdote? Estaban por todas partes, al igual que las monjas, más de las que Ryan había visto en la vida. ¿Cuánto medía Strokov? Más de metro setenta y cinco, y eso sería demasiado para una monja. Pero si se vestía de cura, podría ocultar una maldita metralleta bajo la sotana. Parecía una buena idea. ¿Pero sería fácil correr con sotana? He ahí un posible inconveniente.
Había que suponer que llevaría pistola, probablemente con silenciador; no un rifle, cuyas desventajas superaban las ventajas. Por su longitud, no podría apuntar debidamente entre la multitud, y probablemente erraría el disparo. ¿Tal vez un AK-47? Pero no, sólo en las películas se disparaban metralletas apoyadas en la cadera. Ryan lo había intentado con su M-16 en Quantico. Hacía que uno se sintiera como John Wayne, pero disparando de ese modo no acertaba un carajo. El punto de mira, como les habían recordado todos sus sargentos armeros en las clases de entrenamiento, tenía su razón de ser. Desenfundar y disparar desde la cadera, como hacía Wyatt Earp por televisión, sólo funcionaba si uno tenía la otra mano sobre el hombro del objetivo. La mira sirve para saber en qué dirección apunta el arma, porque la bala que se dispara mide menos de un centímetro de diámetro, el objetivo es también muy pequeño y basta un poco de hipo para errar el disparo, además de que la tensión dificulta también la puntería, a no ser que uno esté acostumbrado a matar personas. Como Boris Strokov, coronel del Dirzhavna Sugurnost. ¿Y si era uno de esos que no se alteran, como Audie Murphy, de la tercera división de infantería durante la segunda guerra mundial? ¿Pero cuántos había como él? Murphy fue uno entre ocho millones de soldados norteamericanos y nadie había detectado su habilidad mortífera hasta que ésta se manifestó en el campo de batalla, probablemente sorprendiéndolo incluso a él. Con toda seguridad, el propio Murphy nunca se percató de lo diferente que era de todos los demás.
Strokov es un profesional —se recordó Jack a sí mismo—, y por consiguiente actuará como tal. Planeará hasta el último detalle, especialmente la huida.
—Tú debes de ser Ryan —dijo una voz discreta con acento británico.
Jack volvió la cabeza y vio a un pelirrojo de tez pálida.
—¿Quién eres tú?
—Mick King —respondió—. Sir Basil ha mandado a cuatro de nosotros. ¿Inspeccionando la zona?
—¿Tanto llamo la atención? —preguntó Ryan, de pronto preocupado.
—Podrías pasar perfectamente por un estudiante de arquitectura —respondió cortésmente King—. ¿Qué te parece?
—Creo que el asesino se situará más o menos por aquí, e intentará huir en esa dirección —dijo Jack señalando el camino. King miró a su alrededor antes de responder.
—Es una propuesta arriesgada, por muy bien que se planee, entre tanta gente como habrá con toda seguridad, pero estoy de acuerdo, parece la opción más prometedora —afirmó el espía.
—Si fuera yo quien lo planeara, preferiría utilizar un rifle desde ahí arriba. Deberemos colocar a alguien en el tejado para cubrir dicha posibilidad.
—Estoy de acuerdo. Mandaré a John Sparrow. Es el del pelo corto que está ahí. Ha traído consigo un montón de cámaras.
—Un fotógrafo más en la calle. Nuestro pájaro probablemente dispondrá de un coche para salir de la ciudad y ahí es donde yo lo aparcaría.
—Demasiado conveniente, ¿no te parece?
—Oye, soy un ex marine, no un maestro de ajedrez —repuso Ryan.
Pero era útil tener a alguien con quien contrastar sus opiniones. Había muchas posibilidades tácticas y cada uno leía el mapa de un modo ligeramente distinto. Además, puede que los búlgaros estudiaran otro texto completamente diferente.
—Es una misión muy ingrata la que nos han asignado. Lo mejor que podría pasar sería que ese tal Strokov no se presentara. Por cierto, aquí lo tienes —dijo King entregándole un sobre a Ryan.
Estaba lleno de fotos de veinticinco por veinte, en realidad de bastante buena calidad.
—Nick Thompson dice que tiene la mirada apagada —dijo Ryan mientras examinaba una de las fotografías.
—Parece un individuo bastante frío, ¿no crees?
—Cuando vengamos aquí el miércoles, ¿iremos armados?
—Yo lo haré —afirmó categóricamente King—. Una Browning de nueve milímetros. Debe de haber más en la embajada. Sé que puedes disparar con precisión bajo presión, sir John —agregó con cortesía y respeto.
—Eso no significa que me guste hacerlo, amigo.
La mejor distancia para un enfrentamiento con pistola era la de contacto, apoyar el cañón contra la víctima. Así era difícil errar el disparo. Incluso disminuía el ruido. Además, era una forma muy eficaz de decirle a alguien que no cometiera ninguna tontería.
Durante las dos horas siguientes, los cinco pasearon por la plaza, pero volvían al mismo lugar una y otra vez.
—No podemos cubrirla toda, no sin un centenar de hombres —dijo finalmente Mick King—. Y si no puedes hacerte fuerte en todas partes, es preferible elegir un lugar y hacerte fuerte en el mismo.
Jack asintió mientras recordaba la ocasión en que Napoleón había ordenado a sus generales que elaborasen un plan para proteger Francia de una invasión, y cuando uno de los altos mandos distribuyó las tropas uniformemente a lo largo de las fronteras, el emperador le preguntó sin contemplaciones si pretendía luchar contra el contrabando. Sí, efectivamente, si uno no podía hacerse fuerte en todas partes, era preferible hacerse fuerte en algún lugar y rezar para que la elección fuera correcta. La clave, como siempre, consistía en meterse en la cabeza del oponente, como se lo habían enseñado en su calidad de analista de Inteligencia. Pensar como el adversario y detenerlo de ese modo. Sonaba bien y muy fácil en teoría, pero era bastante diferente en la práctica.
Encontraron a Tom Sharp cuando entraba en la basílica y se fueron juntos a almorzar a un restaurante para charlar un poco.
—Sir John tiene razón —dijo King—. El mejor lugar está a la izquierda. Tenemos fotos de ese cabrón. A ti, John —dijo dirigiéndose a Sparrow—, te colocaremos sobre la columnata con tus cámaras. Tu trabajo consistirá en escudriñar la multitud, intentar localizar a ese hijo de puta y comunicárnoslo por radio.
Sparrow asintió, pero su expresión reflejaba lo que pensaba del encargo cuando llegaron las cervezas.
—Mick, tenías razón desde el primer momento —comentó Sparrow—. Es un trabajo imposible. Necesitaríamos el maldito regimiento completo del SAS, e incluso así no sería suficiente. —El Regimiento Aéreo de Servicios Especiales número 22 en realidad estaba formado sólo por una o dos compañías, pero de tropas excepcionales.
—No somos nosotros quienes debemos decidir el por qué —dijo Sharp dirigiéndose a todos—. Es tranquilizante saber que Basil es un buen conocedor de Tennyson.
El murmullo alrededor de la mesa habló por sí mismo.
—¿Utilizaremos radios? —preguntó Jack.
—Las trae un mensajero que ya está en camino —respondió Sharp—. Son pequeñas, caben en un bolsillo y tienen auriculares, pero lamentablemente no disponen de micrófonos de pequeño tamaño.
—Mierda —exclamó Ryan.
El servicio secreto tendría exactamente lo que necesitaban para esa misión, pero no era cuestión de llamarlos para que lo mandaran.
—¿Qué me dices de la escolta de la reina? ¿Quién se ocupa de eso?
—Creo que es la policía metropolitana. ¿Por qué…?
—Micrófonos de solapa —respondió Ryan—. Son los que el servicio secreto utiliza en mi país.
—Puedo informarme —dijo Sharp—. Buena idea, Jack. Puede que tengan lo que necesitamos.
—Deberían estar dispuestos a cooperar —reflexionó Mick King en voz alta.
—Me ocuparé de ello esta tarde —prometió Sharp.
—Sí —pensó Ryan— seremos el grupo mejor equipado que echa a perder una misión.
—¿A esto lo llaman cerveza? —comentó Sparrow después de su primer trago.
—Es mejor que la orina embotellada de los norteamericanos —comentó otro de los recién llegados.
Jack no mordió el anzuelo. Además, uno iba a Italia por el vino, no por la cerveza.
—¿Qué sabemos de Strokov? —preguntó Ryan.
—Me han mandado por fax su ficha de la policía —respondió Sharp. La he leído esta mañana. Mide uno ochenta y pesa unos noventa y cinco kilos. Evidentemente, le gusta comer en exceso. Por tanto, no es un atleta, no puede correr demasiado. Cabello castaño bastante espeso. Dotado para los idiomas. Habla el inglés con acento extranjero, pero según dicen, el francés y el italiano como un nativo. Se le cree un experto en armas cortas. Tiene unos cuarenta y tres años y hace veinte que trabaja en este negocio. Hace aproximadamente quince años fue seleccionado para la unidad especial de asesinatos del DS y se le atribuyen ocho atentados letales, puede que más, porque no disponemos de muy buena información al respecto.
—Parece un tipo encantador —pensó Sparrow en voz alta mientras extendía el brazo para examinar una foto—. No debería ser difícil de localizar. Será mejor reducir estas fotos para que quepan en el bolsillo, con el fin de que todos podamos llevarlas.
—Eso está hecho —prometió Sharp.
En la embajada tenían un pequeño laboratorio fotográfico, especialmente para casos como ése.
Ryan miró a su alrededor. Al menos era agradable estar rodeado de profesionales. Dada la oportunidad de entrar en acción, probablemente no meterían la pata, como un buen grupo de marines. No era mucho, pero merecía la pena.
—¿Y las pistolas? —preguntó nuevamente Ryan.
—Todas las Browning de nueve milímetros que necesitemos —aseguró Tom Sharp.
Ryan quería preguntar si tenían munición de punta hueca, pero probablemente sólo disponían de las balas duras reglamentarias. Esa mierda de la Convención de Ginebra. Los europeos consideraban que las balas Parabellum de nueve milímetros eran potentes, pero comparadas con las Colt.45 con las que Jack se había entrenado, eran como bolas de cojinete. ¿Entonces por qué su propia pistola era una Browning Hi-Power?, se preguntó. Pero la que tenía en casa estaba cargada con munición federal ciento cuarenta y siete de punta hueca, que el FBI consideraba como única bala útil para aquella pistola, por su capacidad de penetración y por expandirse en el interior del cuerpo de la víctima hasta el diámetro de diez centavos, provocando así una intensa hemorragia.
—Mejor que esté muy cerca —declaró Mick King—. Hace años que no disparo uno de esos artilugios.
Eso le recordó a Jack que Inglaterra no tenía la cultura armamentista de Norteamérica, ni siquiera en sus servicios de seguridad. No convenía olvidar que James Bond era un personaje ficticio de las películas. Probablemente, el propio Ryan era el mejor tirador entre todos los presentes y estaba lejos de ser un experto. Las pistolas que Sharp distribuiría eran las reglamentarias de las fuerzas armadas, con miras invisibles y una porquería de empuñaduras. La que poseía Ryan tenía una empuñadura Pachmayar, que se ajustaba a la mano como un guante hecho a medida. Maldita sea, nada relacionado con este trabajo sería fácil.
—Bien. Tú, John, te situarás sobre la columnata. Averigua cómo llegar hasta allí y haz los preparativos necesarios para estar en posición el miércoles a primera hora de la mañana.
Disponía de credenciales periodísticas que le facilitarían la labor.
—De acuerdo. También comprobaré de nuevo el horario general.
—Estupendo —respondió Sharp—. Dedicaremos la tarde a inspeccionar más a fondo el terreno, en busca de algo que pueda habérsenos pasado por alto. Estoy pensando en colocar a un hombre en la calle lateral para que intente detectar a nuestro amigo Strokov a su llegada. Si lo detectamos, lo seguiremos en todo momento.
—¿No sería mejor detenerlo? —preguntó Ryan.
—Es preferible dejar que se acerque —reflexionó Sharp en voz alta—. Entonces habrá más de los nuestros y tendrá menos oportunidades de huir. Cuando lo hayamos descubierto, Jack, no cometerá ninguna fechoría. Estaremos ahí para evitarlo.
—¿Será tan previsible? —preguntó Jack, preocupado.
—Indudablemente ya ha estado aquí. Incluso cabe la posibilidad de que lo localicemos hoy o mañana.
—No apostaría mi rancho —replicó Ryan.
—Jugamos con las cartas que tenemos, sir John —respondió King—. Y confiamos en que nos sonría la suerte.
Ryan se percató de que eso era indiscutible.
—Si yo planeara esta operación, intentaría por todos los medios evitar complicaciones. La preparación más importante que habrá realizado está aquí —dijo Sharp dándose unos golpecitos con el índice en la sien—. Él también estará un poco tenso, por mucha experiencia que tenga en el oficio. No cabe duda de que es un cabrón inteligente, pero tampoco es Superman. La clave de su éxito radica en la sorpresa y eso es algo que, en realidad, ya no tiene. Perder el elemento sorpresa es la peor pesadilla de un agente de campo. Una vez perdida, todo se desmorona como un castillo de naipes. No olvidéis que, si ve algo que no le gusta, probablemente dará media vuelta y planeará volver en otra ocasión. Desde su punto de vista, esta operación no tiene límite temporal.
—¿Tú crees? —preguntó Ryan, que no estaba seguro.
—Sí, lo creo. Si lo tuviera, desde un punto de vista operativo, ya habrían ejecutado la misión y el Papa ya estaría hablando directamente con Dios. A juzgar por lo que he oído en Londres, esta misión se planea desde hace más de seis semanas. Está claro que se toma su tiempo. Me sorprendería enormemente que ocurriera pasado mañana, pero debemos actuar como si éste fuera el caso.
—Ojalá confiara tanto como tú, amigo.
—Sir John, los oficiales de campo piensan y actúan como oficiales de campo, independientemente de su nacionalidad —respondió Sharp muy seguro de sí mismo—. Nuestra misión es ciertamente difícil, pero hablamos su mismo idioma, por así decirlo. Si se tratara de una misión desesperada, ya se habría ejecutado. ¿Estáis de acuerdo, caballeros?
Todos los presentes asintieron, salvo el norteamericano.
—¿Y si se nos pasa algo por alto? —preguntó Ryan.
—Es posible —reconoció Sharp—, pero es una posibilidad que debemos aceptar y descartar al mismo tiempo. Sólo disponemos de cierta información, y el diseño de nuestro plan debe ajustarse a la misma.
—No tenemos otra alternativa, ¿no te parece, sir John? —dijo Sparrow—. Sólo sabemos lo que sabemos.
—Cierto —reconoció tristemente Ryan.
De pronto se le había ocurrido que también podrían estar sucediendo otras cosas. ¿Y si había una distracción? ¿Y si alguien tiraba unos petardos para que el ruido desviara la atención del atentado? Eso, pensó, era posible.
Maldita sea.
—¿Qué es eso sobre Ryan? —preguntó Ritter después de irrumpir en el despacho del juez Moore.
—Basil ha considerado que, dado que Beatrix es desde el primer momento una operación de la CIA, ¿por qué no permitir la presencia de uno de nuestros oficiales para que vea cómo se desenvuelve la situación? No veo ningún mal en ello —explicó Moore a su subdirector de Operaciones.
—¿Para quién diablos cree que trabaja Ryan?
—Bob, ¿por qué no te tranquilizas? ¿Qué diablos puede hacer para estropear las cosas?
—Maldita sea, Arthur…
—Cálmate, Robert —ordenó Moore en el tono de un juez acostumbrado a imponer su voluntad en todo, empezando por el clima.
—Arthur —respondió Ritter algo más tranquilo—, no está en el lugar que le corresponde.
—No veo ninguna razón para objetar, Bob. Después de todo, ¿alguno de nosotros cree que vaya a suceder algo?
—Bueno… no, supongo que no —reconoció el subdirector de Operaciones.
—Por tanto, lo único que hace es ampliar sus horizontes y, con lo que aprenda, ¿no crees que será mejor analista?
—Tal vez, pero no me gusta que un oficinista esté jugando a ser espía de campo. No está entrenado para eso.
—No olvides que estaba en los marines, Bob —recordó Moore a su subordinado. El cuerpo de marines tenía su propio prestigio, independiente de la CIA—. Estoy seguro de que no se va a mear en los pantalones.
—Supongo que no.
—Además, lo único que hará será observar mientras no ocurre nada y el contacto con oficiales de campo no perjudicará su formación.
—Son británicos —protestó moderadamente Ritter—, no de los nuestros.
—Los mismos que han sacado a Rabbit para nosotros.
—De acuerdo, Arthur, tienes razón.
—Te pones hecho una furia, Bob, ¿por qué no utilizas esa energía para algo más importante?
—Sí, juez, pero mi responsabilidad es dirigir el Departamento de Operaciones. ¿Quieres que llame a Rick Nolfi?
—¿Lo consideras necesario?
—No, supongo que no —respondió Ritter negando con la cabeza.
—Entonces dejemos que los británicos se ocupen de esta pequeña operación y conservemos la calma aquí, en Langley, hasta que podamos hablar con Rabbit y evaluar el peligro respecto al Papa, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Arthur —respondió el subdirector de Operaciones de la CIA antes de regresar a su despacho.
La comida fue agradable. Los británicos eran buena compañía, especialmente cuando hablaban de asuntos no relacionados con la misión. Estaban todos casados. Tres de ellos tenían hijos y otro esperaba el primero en breve.
—Tú tienes dos, si mal no recuerdo —comentó Mick King dirigiéndose a Jack.
—Sí, y el segundo llegó en una noche ajetreada.
—¡Y que lo digas! —exclamó Ray Stones, uno de los recién llegados, con una carcajada—. ¿Cómo se lo tomó tu esposa?
—No demasiado mal, después de la llegada del pequeño Jack, pero el resto de la velada fue fatal.
—Estoy seguro —comentó King.
—¿Quién nos ha dicho que los búlgaros quisieran matar al Papa? —preguntó Sparrow.
—Es el KGB quien quiere eliminarlo —respondió Jack—. Nosotros acabamos de sacar a un desertor. Está en una casa de seguridad y canta como la niña de Aida. Esto es lo más importante, de momento.
—¿La información es fiable? —preguntó King.
—Nos parece chapada en oro y con fondo de cobre. Sir Basil está convencido de ello. Ésa es la razón por la que os ha mandado —dijo Jack, por si todavía no lo sabían—. He hablado personalmente con Rabbit y me parece auténtico.
—¿Una operación de la CIA? —preguntó Sharp.
—Efectivamente —asintió Jack—. Teníamos un problema operativo y vosotros habéis tenido la amabilidad de ayudarnos. Lo siento, pero no estoy autorizado a decir mucho más.
Todos lo comprendían. Nadie quería buscarse problemas, charlando alegremente de una operación clandestina.
—Esto debe de llegar hasta el propio Andrópov. ¿No es cierto que el Papa les está creando problemas en Polonia?
—Eso parece. Puede que disponga de más divisiones de las que ellos creen.
—Aun así, esto parece un poco extremo. ¿Cómo reaccionará el mundo ante el asesinato de Su Santidad? —reflexionó King.
—Evidentemente, no les preocupa tanto como un colapso político total en Polonia, Mick —respondió Stones—. Y temen que pueda lograrlo. La espada y el espíritu, Mick, como dijo Napoleón. El espíritu siempre acaba por vencer.
—Sí, supongo, y aquí estamos, en el epicentro del mundo espiritual.
—Es mi primera visita —dijo Stones—. Cojonudamente impresionante. Algún día debo volver con mi familia.
—Son expertos en comida y vino —comentó Sparrow mientras saboreaba su ternera—. ¿Qué hay de la policía local?
—En realidad es bastante buena —respondió Sharp—. Lástima que no podamos pedirles ayuda. Conocen el terreno; después de todo, es su campo.
Pero esos muchachos son los profesionales de Dover, pensó Ryan con ciertas esperanzas. Sólo que eran pocos.
—Tom, ¿has hablado con Londres de las radios?
—Sí, Jack. Nos mandan diez, con auriculares y micrófonos de solapa. De frecuencia modulada, parecidas a las del ejército. No sé si están codificadas, pero en cualquier caso son bastante seguras y las utilizaremos con la debida disciplina radiofónica. De modo que por lo menos podremos comunicarnos con claridad. Mañana por la tarde practicaremos.
—¿Y el miércoles?
—Llegaremos a eso de las nueve de la mañana, nos situaremos en nuestras zonas respectivas de vigilancia y nos mezclaremos con el público conforme vaya llegando.
—Esto no es para lo que me entrenaron en los marines —reflexionó Ryan en voz alta.
—Sir John —repuso Mick King—, esto no es para lo que nos han entrenado a ninguno de nosotros. Es cierto que todos somos oficiales de Inteligencia experimentados, pero éste es realmente un trabajo para los servicios de protección, como la brigada de la policía que escolta a su majestad y a la primera ministra, o como vuestros agentes del servicio secreto. Una puñetera manera de ganarse la vida.
—Efectivamente, Mick, espero que todos los apreciemos un poco más después de esto —observó Ray Stones mientras todos los demás asentían.
—John —dijo Ryan dirigiéndose a Sparrow—, tú tienes el trabajo más importante, localizar a ese hijo de puta para el resto de nosotros.
—Estupendo —respondió Sparrow—. Lo único que debo hacer es examinar cinco mil rostros en busca de uno que puede o no estar entre ellos. Estupendo —repitió el espía.
—¿Qué utilizarás?
—Tengo tres cámaras Nikon y un buen surtido de objetivos. Creo que mañana me compraré también unos prismáticos de siete por cincuenta. Confío en poder encontrar una buena percha desde donde otear. La altura del parapeto me preocupa. Hay un espacio muerto desde la base de las columnas que se extiende unos treinta metros y en el que no puedo ver en absoluto. Eso limita mis posibilidades, muchachos.
—No hay otra alternativa —dijo Jack—. Desde el suelo no se ve una mierda.
—Ese es nuestro problema —aseveró Sparrow—. Nuestra mejor opción sería disponer de dos hombres, uno o más de uno en cada extremo, con unos buenos prismáticos. Pero nos falta personal y necesitaríamos la autorización del propio personal de seguridad del Papa que, por lo que tengo entendido, nos denegarían.
—Sería útil que participaran, pero…
—Pero no podemos divulgar a los cuatro vientos la existencia de Rabbit. Sí, lo sé. La vida del Papa es secundaria. ¿No es maravilloso? —refunfuñó Ryan.
—¿Qué valor tiene la seguridad de tu país, sir John, y también la del nuestro? —preguntó retóricamente King.
—Más que el de su vida —respondió Ryan—. Sí, lo sé, pero eso no significa que deba gustarme.
—¿Ha sido asesinado algún Papa? —preguntó Sharp. Nadie conocía la respuesta.
—Alguien lo intentó en una ocasión —dijo Ryan, recordando un cuento que había leído en Saint Matthew, cuando estaba tal vez en cuarto grado—. La guardia suiza formó un muro para proteger su retirada. Muchos de ellos cayeron, pero el Papa se salvó.
—Me pregunto lo buenos que pueden ser esos suizos… —musitó Stones.
—Están muy guapos con sus uniformes de rayas. Probablemente no les falta motivación. Pero la cuestión realmente es el entrenamiento —observó Sharp—. Esa es la diferencia entre un civil y un soldado: el entrenamiento. Los de paisano probablemente estén bien informados, ¿pero llevan pistola, están autorizados a llevarla? Después de todo, trabajan para una iglesia. Probablemente no se los entrena para disparar contra otras personas.
—Vosotros tuvisteis el caso de aquel individuo que apareció entre la muchedumbre y disparó una pistola de fogueo contra la reina, si mal no recuerdo, de camino al Parlamento —dijo Ryan—. Allí había un oficial de caballería sobre su caballo. Me sorprende que no cortara por la mitad a aquel cretino con su sable, ése habría sido mi instinto, pero él no lo hizo.
—Es un sable de gala, sólo para ceremonias. Seguramente no sirve ni para cortar mantequilla —respondió Sparrow—. Pero casi pisoteó a aquel cabrón con el caballo.
—El servicio secreto lo habría aniquilado al instante. Ya sé que sólo llevaba balas de fogueo —dijo Ryan—, pero tenía el aspecto y hacía el ruido de una arma de verdad. Su majestad conservó muy bien la serenidad. Yo me habría cagado.
—Estoy seguro de que su majestad acudió al servicio correspondiente en el palacio de Westminster. Allí dispone de su propio retrete —explicó King al norteamericano.
—Resultó ser un perturbado mental, que ahora está indudablemente en algún manicomio, recortando muñecos de papel —agregó Sharp, cuyo corazón, como el de todos los demás británicos, dejó de latir cuando presenció el incidente por televisión, y también le sorprendía que aquel lunático hubiera sobrevivido.
De haber estado presente algún alabardero de la Torre con su lanza ceremonial, conocida como «partidora», seguro que lo habría clavado contra el suelo como una mariposa en una caja de coleccionista. Tal vez, después de todo, Dios protegiera a los bobos, a los borrachos y a los menores.
—Y si Strokov aparece y efectúa su disparo, ¿crees que los italianos darán cuenta de él?
—Esperemos que lo hagan —respondió King.
Lo que faltaba —pensó Jack—. Los profesionales son incapaces de proteger al Papa, pero los camareros y los tenderos locales le pegan al cabrón una paliza de muerte. Menuda noticia para la NBC.
En Manchester, Rabbit y su familia acababan de degustar otra excelente comida preparada por la señora Thompson.
—¿Qué come un obrero inglés corriente? —preguntó Zaitzev.
—No tan bien como acabamos de comer nosotros —reconoció Kingshot, lo cual era indudablemente cierto—. Pero procuramos complacer a nuestros huéspedes, Oleg.
—¿Les he hablado lo suficiente de Minister? —preguntó a continuación—. Es todo lo que sé.
El servicio de seguridad lo había interrogado bastante a fondo por la tarde, repasando todos y cada uno de los detalles por lo menos cinco veces.
—Ha sido usted muy amable, Oleg Ivan'ch. Gracias.
En realidad había facilitado bastante información al servicio de seguridad. A menudo, la forma de atrapar a esos agentes infiltrados consistía en identificar la información que habían facilitado. Sólo un limitado número de personas tendrían acceso a la misma y pondrían a los «cinco» bajo vigilancia hasta que uno de ellos hiciera algo de difícil explicación. Luego esperarían para comprobar quién recogía el paquete y de ese modo identificarían, como bonificación, a su oficial de control del KGB y matarían dos pájaros de un tiro, o puede que incluso más, porque el oficial de campo trabajaría también con otros agentes y los descubrimientos podían multiplicarse como las ramas de un árbol. Luego se intentaba detener a un agente periférico, antes de dirigirse contra el objetivo principal, para evitar que el KGB supiera cómo habían descubierto a su agente infiltrado y proteger de ese modo a Oleg Zaitzev: su fuente principal. La práctica de la contrainteligencia era tan barroca como las intrigas de las cortes medievales, simultáneamente querida y odiada por sus participantes por su complejidad, pero eso convertía la captura del malo en algo mucho más gratificante.
—¿Y qué me dice del Papa?
—Como ya le dije el otro día, en estos momentos tenemos un equipo en Roma que se ocupa de ese asunto —respondió Kingshot—. No hay mucho que decir, ni en realidad que hacer, pero estamos actuando de acuerdo con la información que nos ha facilitado, Oleg.
—Eso está bien —reflexionó en voz alta el desertor, con la esperanza de que no todo hubiera sido en vano.
En realidad no le emocionaba la idea de exponer agentes soviéticos a lo largo y ancho de Occidente. Lo hacía para salvaguardar su propia posición en su nuevo hogar, evidentemente, y por el dinero que recibiría por traicionar a su patria, pero su preocupación principal consistía en salvar aquella vida.
El martes por la mañana Ryan durmió más que de costumbre y se levantó poco después de las ocho, con la idea de estar bien descansado para el día siguiente. Sin duda, lo necesitaría.
Sharp y el resto del equipo ya estaban levantados.
—¿Alguna novedad? —preguntó Jack al entrar en el comedor.
—Hemos recibido las radios —respondió Sharp, que ya las había distribuido alrededor de la mesa—. Son excelentes, exactamente como las que usa vuestro servicio secreto, la misma marca: Motorola. Completamente nuevas y están codificadas. Micrófonos de solapa y auriculares.
Ryan examinó la suya. El auricular era de plástico transparente, rizado como el cable de un teléfono y casi invisible. Era una buena noticia.
—¿Pilas?
—Completamente nuevas, con dos juegos de repuesto para cada unidad. Es agradable comprobar que cuidan bien de su majestad.
—Esto significa que nadie puede oírnos y podemos intercambiar información —dijo Ryan ante aquella buena noticia, junto a un montón de las otras. ¿Qué plan tenemos para hoy?
Volveremos a la plaza para mirar un poco más y con la esperanza de ver a nuestro amigo Strokov.
—¿Y si lo vemos? —preguntó Ryan.
—Lo seguiremos hasta su alojamiento y veremos si hay forma de hablar con él esta noche.
—Si llegamos a ese punto, ¿nos limitaremos a hablar con él?
—¿Tú qué crees, sir John? —respondió Sharp con una fría mirada.
¿Realmente estás dispuesto a llegar tan lejos, señor Sharp?, se preguntó Jack. El caso es que ese cabrón era un asesino múltiple y, por muy civilizados que fueran los británicos, tras sus buenos modales y su famosa hospitalidad sabían cómo hacer el trabajo, y si bien Jack no estaba seguro de que fuera capaz de ir tan lejos, esos muchachos probablemente no tenían las mismas reservas. Ryan no creía que eso le quitara el sueño, con la condición de que no fuese él personalmente quien apretara el gatillo. Además, probablemente le brindarían antes la oportunidad de cambiar de patria. Más valía un desertor parlante que un cadáver silencioso.
—¿Revelaría esto alguna información?
Sharp negó con la cabeza.
—No. Recuerda que fue él quien mató a Georgi Markov. Siempre podemos decir que es la aplicación de la justicia de su majestad a alguien que necesitaba descubrirla.
—En nuestro país reprobamos el asesinato, Jack —declaró Sparrow—. Sería realmente un placer darle su merecido.
—De acuerdo —respondió Ryan.
Esto tampoco le quitaría el sueño. Estaba seguro de que merecería la aprobación de su padre.
Sí, señor.
Durante el resto del día actuaron como turistas y probaron sus radios. Resultó que funcionaban tanto dentro como fuera de la basílica y, mejor todavía, de un lado a otro de los inmensos muros de piedra. Cada uno de ellos utilizaría su propio nombre como identificador. Tenía más sentido que emplear números o inventar nombres en clave que deberían recordar, agregando confusión innecesaria si las cosas se ponían feas. De vez en cuando escudriñaban el entorno en busca del rostro de Boris Strokov, con la esperanza de que se produjera un milagro y con la confianza de que, de vez en cuando, sucedía. Alguien ganaba realmente en la lotería, que también existía en Italia, y en las quinielas todas las semanas, por lo que era posible, aunque sumamente improbable; pero aquel día no sucedió.
Tampoco descubrieron un lugar mejor desde donde dispararle a un hombre en un vehículo que se desplazara lentamente. Consideraron que las primeras impresiones de Ryan sobre las realidades tácticas del lugar eran correctas. Eso hizo que Jack se sintiera satisfecho, hasta que se percató de que, si había metido la pata, sería culpa suya y no de los demás.
—Ten en cuenta —dijo Ryan dirigiéndose a Mick King mientras Sharp desempeñaba su labor como subjefe de la misión en representación del embajador británico que más de la mitad de la muchedumbre se concentrará ahí, en el centro.
—Eso nos favorece, Jack. Sólo un demente dispararía desde allí, a no ser que tuviera previsto que Scotty lo teletransportara a la nave estelar Enterprise. Desde allí no hay escapatoria posible.
—Cierto —reconoció Jack—. ¿Qué me dices desde algún lugar del interior antes de que el Papa llegue al coche?
—Es posible —asintió Mick—. Pero eso significaría que Strokov, o alguien que estuviera bajo su control, se habría infiltrado ya en la administración o casa del Papa, o como lo llamen, y por tanto podría cometer el atentado cuando lo deseara. No creo que sea fácil infiltrarse en esa organización. Eso significaría mantener un disfraz psicológicamente difícil durante un período prolongado. No —insistió, meneando la cabeza—. Yo descartaría esa posibilidad.
—Espero que estés en lo cierto.
—También yo, Jack.
Todos se marcharon alrededor de las cuatro, cada uno en su propio taxi hasta las cercanías de la embajada británica y anduvieron el resto del camino.
La cena fue tranquila aquella noche. Cada uno tenía sus propias preocupaciones y todos confiaban en que la locura que el coronel Strokov del DS tuviera prevista no fuera para esa semana y que pudieran regresar todos a Londres al día siguiente, sin haber sufrido ningún percance. Si había algo que Ryan había aprendido era que, por muy experimentados que fueran aquellos espías de campo, se sentían tan incómodos como él respecto a esa misión. Era reconfortante no ser el único angustiado. ¿O era sólo la emoción del peligro inminente? ¿Sería así como se habían sentido la noche anterior al día D? No, allí no los esperaba ningún ejército alemán. Su trabajo consistía en evitar un posible asesinato y ni siquiera eran ellos quienes corrían peligro. Era otro que no lo sabía o a quien no le preocupaba estar en peligro, y ellos se habían responsabilizado de su vida. Mick King estaba en lo cierto desde sus primeras impresiones el día anterior. Era una misión imposible.
—Más novedades de Rabbit —declaró Moore en la reunión habitual de la tarde.
—¿De qué se trata?
—Basil dice que hay un agente profundamente infiltrado en el Ministerio de Asuntos Exteriores y Rabbit les ha facilitado suficiente información para reducirlo a cuatro individuos potenciales. El servicio ya los vigila. También les ha facilitado más datos sobre Cassius, que trabaja para ellos desde hace poco más de diez años. Definitivamente, un ayudante ejecutivo de un senador de la Junta de Inteligencia; un asesor político, por lo que parece. Por consiguiente, se trata con toda probabilidad de alguien que ha prestado juramento y tiene acceso a información reservada. Eso lo reduce a dieciocho personas, que el FBI debe investigar.
—¿Qué les entrega, Arthur? —preguntó Greer.
—Parece que todo lo que comunicamos al Capitolio sobre operaciones del KGB llega a la plaza Dzerzhinskiy en menos de una semana.
—Quiero a ese hijo de puta —declaró Ritter—. Si eso es cierto, significa que por su culpa hemos perdido agentes.
Y Bob Ritter, a pesar de todos sus defectos, cuidaba de sus agentes como una osa de sus cachorros.
—Después de tanto tiempo, probablemente se siente bastante cómodo con lo que hace.
—Nos habló de alguien en la armada, un tal Neptune, si mal no recuerdo —dijo Greer.
—Eso no es ninguna novedad, pero indudablemente se lo preguntaremos. Podría ser cualquiera. ¿Qué precauciones toma la marina con su información codificada?
Greer se encogió de hombros.
—Todos los barcos disponen de personal de Comunicaciones: un contramaestre y un oficial. Se supone que deben destruir los originales y arrojarlos por la borda todos los días. Se supone que no sólo una sino dos personas deben presenciarlo. Y todos han prestado juramento…
—Pero sólo los que han prestado juramento pueden jodernos —recordó Ritter.
—Sólo la persona a quien confías tu dinero puede robarte —matizó el juez Moore, que había conocido suficientes casos a lo largo de su carrera—. Ése es el problema. Imaginaos cómo se sentirán los rusos si averiguan lo de la Rabbit.
—Eso es distinto —repuso Ritter.
—Muy bien, Bob —respondió el director de la CIA con una carcajada—. Mi esposa siempre me dice lo mismo; debe de ser el grito de guerra femenino en el mundo entero: «Eso es distinto». No olvidéis que el otro lado también se considera la fuerza de la verdad y la belleza.
—De acuerdo, juez, pero vamos a darles una paliza. Era agradable ver tanta seguridad, especialmente en alguien como Bob Ritter, pensó Moore.
—¿Sigues pensando en «La máscara de la muerte roja», Robert?
—Voy reuniendo algunas ideas. Dame unas semanas.
—De acuerdo.
Era sólo la una de la madrugada en Washington cuando Ryan se despertó en Italia. La ducha lo ayudó a despabilarse y su cutis quedó suave después del afeitado. A las siete y media bajaba a desayunar. La señora Sharp preparó un café al estilo italiano, que sabía como si alguien hubiera vaciado el cenicero en la cafetera. Jack lo atribuyó a los diferentes gustos nacionales. Los huevos y el beicon inglés estaban buenos, así como las tostadas con mantequilla. Alguien había decidido que los hombres debían llenar el estómago antes de entrar en acción. Lástima que los británicos no conocieran el puré de patatas asadas, lo que más llenaba de los desayunos poco sanos.
—¿Listo? —preguntó Sharp a su llegada.
—Supongo que sí. ¿Dónde están los demás?
—Nos reuniremos delante de la basílica dentro de treinta minutos. —Estaba a sólo cinco minutos en coche—. Aquí tienes un amigo para que te acompañe —agregó, entregándole una pistola.
Jack la cogió, abrió el cargador y comprobó que afortunadamente no estaba cargada.
—Puede que también necesites esto —dijo Sharp al tiempo que le ofrecía dos cargadores.
Eran evidentemente balas de punta dura, que atravesarían el objetivo perforando sólo un agujero de nueve milímetros. Pero los europeos creían que con eso podían derribar un elefante. Sí, claro, pensó Jack, que deseaba poder usar su Colt 45 M1911A1, mucho más útil para derribar a alguien y asegurarse de que no se levantara hasta la llegada de la ambulancia. Aunque nunca había llegado a dominar del todo su gran Colt, a pesar de haber logrado pasar la prueba por los pelos. Ryan era realmente un buen tirador con un rifle, pero casi todo el mundo lo era. Sharp no le facilitó ninguna pistolera. Debería colocarse la Browning de alta potencia en el cinturón y mantener la chaqueta abrochada para ocultarla. Lo engorroso de llevar pistola era lo mucho que pesaban, y sin una pistolera adecuada tendría que ajustarla constantemente para asegurarse de que no se cayera, ni se deslizara por sus pantalones. Era absurdo. Además, le molestaría muchísimo para sentarse, aunque hoy eso no ocurriría con frecuencia. Guardó el cargador de repuesto en el bolsillo de la chaqueta. Abrió el cerrojo, introdujo el cargador en la culata y levantó el percutor. La pistola estaba ahora cargada y «en batería», es decir, lista para disparar. Entonces reflexionó y bajó cuidadosamente el percutor. Puede que bastara con el seguro, pero le habían enseñado a no confiar en el mismo. Antes de disparar, debería acordarse de levantar el percutor, cosa que afortunadamente olvidó con Sean Miller. Pero en esta ocasión, y en el peor de los casos, no lo olvidaría.
—¿Hora de moverse? —preguntó Jack.
—¿Quiere eso decir que si nos vamos? —preguntó el jefe de la delegación romana—. Quería preguntártelo cuando lo dijiste por primera vez.
—Sí, como moverse de un lado para otro de la calle. Es un americanismo. Creo que antes lo utilizaban para referirse al baile.
—Aquí tienes la radio —señaló Sharp—. Se sujeta al cinturón sobre el bolsillo de la cartera. Apagado y encendido; el auricular se sujeta al cuello y el micrófono a la solapa. Es un aparato muy ingenioso.
Ryan se lo colocó todo debidamente, pero dejó la radio apagada. Luego guardó las pilas de repuesto en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. No esperaba necesitarlas, pero más vale prevenir que curar. Se llevó la mano al dorso para encontrar el interruptor de la radio y lo probó.
—Bien. ¿Qué alcance tienen estas radios?
—Según el manual, cinco kilómetros. Más de lo que necesitamos. ¿Listo?
—Sí.
Jack se puso en pie, se ajustó la pistola en el lado izquierdo de su cinturón y siguió a Sharp de camino al coche.
El tráfico era agradablemente moderado aquella mañana. Los conductores italianos, por lo que había visto hasta el momento, no eran los locos del volante que se decía. Pero los que circulaban ahora debían de ser personas sobrias que se dirigían al trabajo, ya fuera en una inmobiliaria o de mozo en un almacén. Lo difícil para un turista era recordar que una ciudad era una ciudad y no un parque temático para su diversión personal.
E indudablemente esa mañana Roma no se le parecía ni de lejos, se recordó Jack fríamente.
Sharp aparcó su Bentley oficial aproximadamente en el lugar donde esperaban que lo hiciera Strokov. Allí había otros coches, pertenecientes a los que trabajaban en el puñado de tiendas del barrio, o tal vez a personas que esperaban realizar sus compras antes del caos habitual de los miércoles.
En cualquier caso, aquel lujoso coche británico tenía matrícula diplomática y a nadie se le ocurriría tocarlo. Después de apearse, siguió a Sharp a la plaza y se llevó la mano derecha a la espalda para conectar la radio sin exponer la pistola.
—Bien —dijo, hablando en dirección a su solapa—. Ryan está aquí. ¿Hay alguien más?
—Sparrow, en su puesto en la columnata —respondió inmediatamente una voz.
—King, en su lugar.
—Ray Stones, en su lugar.
—Parker, en su lugar.
Phil Parker, el último en llegar de Londres, estaba en la calle lateral.
—Aquí, Tom Sharp con Ryan. Haremos una comprobación por radio cada quince minutos. Comunicadlo inmediatamente si veis algo que tenga el menor interés. Cierro —dijo antes de dirigirse a Ryan—. Esto ya está hecho.
—Efectivamente —respondió Ryan consultando su reloj.
Debían transcurrir varias horas antes de que apareciera el Papa. ¿Qué estaría haciendo ahora? Se suponía que se levantaba muy temprano. Indudablemente, lo primero importante que hacía todos los días era decir misa, como todos los curas católicos en el mundo entero, y ésa era probablemente la parte más importante de su programa matinal, que servía para recordarle exactamente quién era, un sacerdote al servicio de Dios, realidad conocida y probablemente celebrada en su propia mente durante cuarenta años de opresión nazi y comunista, al servicio de su rebaño. Pero ahora su rebaño, su parroquia, alcanzaba el mundo entero, al igual que su responsabilidad hacia ellos.
Jack recordó su época en el cuerpo de marines. Cruzando el Atlántico en el buque portahelicópteros, sin sospechar que tendría un accidente que pondría en peligro su vida; los domingos se celebraban los servicios religiosos y entonces se izaba la bandera de la Iglesia, por encima de la nacional, como reconocimiento por parte de la armada estadounidense de que había una lealtad superior a la de la patria. Era la lealtad al propio Dios, un poder superior al de los Estados Unidos de América y su país lo reconocía. Jack, con su pistola en la cintura, sentía dicha lealtad aquí y ahora. Era como algo físico sobre sus espaldas. Alguien quería matar al Papa, al vicario de Jesucristo en la tierra. Y eso, de pronto, le resultaba terriblemente ofensivo. El peor de los delincuentes callejeros pasaba por alto a los sacerdotes, los pastores o los rabinos, porque ahí arriba podría haber realmente un dios, y no parecía una buena idea maltratar a su representante personal entre los hombres. ¿No se molestaría Dios mucho más si asesinaban a su primer representante en la tierra? El Papa era un hombre que con toda probabilidad no había perjudicado nunca a nadie en su vida. La Iglesia católica no era una institución perfecta; nada humano lo era, ni podría serlo jamás. Pero emanaba de la fe en el Todopoderoso y su política raramente se separaba, si es que alguna vez llegaba a hacerlo, del amor y la caridad.
Pero esas doctrinas se interpretaban como una amenaza en la Unión Soviética. ¿Qué mejor prueba de quiénes eran los malos en el mundo? Ryan había jurado como marine luchar contra los enemigos de su patria. Pero aquí y ahora juró hacerlo contra los enemigos de Dios. El KGB no reconocía ningún poder superior al del partido al que servía. Y de ese modo se proclamaban enemigos de toda la humanidad, ¿acaso no había sido el hombre creado a imagen y semejanza de Dios? No de Lenin, ni de Stalin, sino de Dios.
El caso es que llevaba una pistola diseñada por John Moses Browning, un norteamericano, tal vez mormón, porque Browning era de Utah, aunque Jack no sabía a qué fe pertenecía.
El tiempo transcurría lentamente para Ryan. De nada servía consultar frecuentemente su reloj. Iba llegando gente. No en grandes cantidades, sino más bien como los espectadores de un partido de baloncesto, uno a uno, por parejas, o en pequeños grupos familiares.
Muchos niños y bebés en brazos de sus madres, algunos acompañados de monjas, con toda probabilidad excursiones escolares para ver al sumo pontífice. Aquel también era un término romano, que con una claridad asombrosa comparaba al sacerdote con un pontifex, un constructor de puentes entre los hombres y el más allá.
«Vicario de Jesucristo en la tierra», era lo que se repetía en la mente de Jack. Ese cabrón de Strokov habría sido capaz de matar al propio Jesucristo. Un nuevo Poncio Pilatos, que si no era un opresor en sí mismo, ciertamente representaba a los opresores aquí para escupirle a Dios en la cara. Evidentemente no podía dañar a Dios. Nadie era tan poderoso, pero atacar una de sus instituciones o a uno de sus representantes ya era suficientemente grave. Se suponía que Dios castigaría a dichas personas a su debido tiempo y puede que el Señor eligiera sus propios instrumentos para el castigo, incluso tal vez ex marines estadounidenses…
Mediodía. Sería un día caluroso. ¿Cómo habría sido la vida aquí en la época de los romanos sin aire acondicionado? Bueno, no conocían otra alternativa y el cuerpo se adaptaba al medio ambiente gracias a algo medular, por lo que Cathy le había dicho en una ocasión. Le habría resultado más cómodo quitarse la chaqueta, pero no con la pistola en su cintura… Circulaban vendedores ambulantes con refrescos y helados. ¿Cómo los negociantes en el templo? —se preguntó Jack—. Probablemente, no. Los curas presentes no les llamaban la atención. Vaya, ¿sería ésa una buena forma para el malo de acercarse con su arma?, pensó. Pero estaban bastante lejos y ya era demasiado tarde para preocuparse de dicha posibilidad. Además, ninguno de ellos se parecía al de las fotos. Jack tenía una pequeña fotografía de Strokov en su mano izquierda y de vez en cuando la examinaba. Evidentemente, ese cabrón podría haberse disfrazado. Sería estúpido no hacerlo y con toda probabilidad Strokov no era imbécil. No en esa profesión. Los disfraces no lo ocultaban todo. Indudablemente, la longitud y el color del pelo sí, pero no la altura. Para eso sería preciso recurrir a la cirugía. Uno podía parecer más pesado, pero no más ligero. ¿Pelo facial? Bien, busquemos a alguien con barba o bigote. Ryan volvió la cabeza para escudriñar el entorno. Nada. Por lo menos, nada evidente.
Faltaba media hora. Ahora bullía la multitud, que por lo menos hablaba una docena de idiomas diferentes. Había turistas y fieles de muchos lugares del mundo. Cabezas rubias de Escandinavia, negros africanos, asiáticos. Algunos, evidentemente, norteamericanos… pero ninguno claramente búlgaro. Por cierto, ¿qué aspecto tenían los búlgaros? El problema consistía en que la Iglesia católica era supuestamente universal y eso significaba personas de todos los aspectos físicos imaginables. Multitud de posibles disfraces.
—Sparrow, aquí Ryan. ¿Ves algo dudoso? —preguntó Jack a su solapa.
—Negativo —respondió una voz por el auricular—. Examino la multitud a tu alrededor. Nada que informar.
—Corto —dijo Jack.
—Si está aquí, parece invisible —declaró Sharp junto a Ryan.
Estaban a ocho o diez metros de las vallas de contención, que colocaban para la comparecencia semanal del Papa. Parecían pesadas. Jack se preguntó si se precisarían dos o cuatro hombres para subirlas a un camión. Descubrió que, en momentos como ése, la mente tenía tendencia a divagar y debía evitarlo. Sigue escudriñando la multitud, se dijo.
¡Demasiadas caras! —se respondió a sí mismo, enojado—. Y cuando ese cabrón ocupe su lugar, mirará en otra dirección.
—Tom, ¿qué te parece si nos desplazamos al borde de la multitud y seguimos por las vallas?
—Buena idea —respondió inmediatamente Sharp.
Abrirse paso entre la muchedumbre era difícil, pero no imposible. Ryan consultó su reloj. Quince minutos. El público se apretujaba cada vez más contra las vallas para estar más cerca. Había una creencia de la época medieval, según la cual el mero roce de un rey podía curar una enfermedad o traer buena suerte, que evidentemente perduraba. ¿Y no sería mucho más cierto si en lugar de un rey era el Pontifex Maximus? Algunos de los presentes eran víctimas del cáncer, que le pedían a Dios un milagro. Puede que algunos milagros realmente se produjeran. Los médicos lo denominaban remisión espontánea y lo descartaban como proceso biológico que eran incapaces de comprender. Pero tal vez existían verdaderamente los milagros, y para los beneficiados ciertamente lo eran. He ahí algo más que Ryan no alcanzaba a comprender.
La gente se inclinaba hacia adelante y volvía la cabeza en dirección a la iglesia.
—Sharp, Ryan, Sparrow. Posible objetivo veinte pasos a vuestra izquierda, en tercera fila a partir de las vallas. Chaqueta azul —oyó Jack por su auricular.
Empezó a avanzar sin esperar a Sharp. Era difícil abrirse paso entre la muchedumbre, pero no como en el metro de Nueva York. Nadie lo imprecó. Ryan miraba hacia adelante…
Sí… ahí estaba. Volvió la cabeza para mirar a Sharp y se dio un par de golpecitos en la nariz.
—Ryan, cerca del objetivo —dijo por el micrófono de su solapa—. Dirígeme, John.
—Diez pasos al frente, Jack, inmediatamente a la izquierda de una mujer de aspecto italiano, con un vestido color castaño. Nuestro amigo tiene el pelo castaño claro. Mira a la izquierda.
Aleluya —dijo Jack para sus adentros. Tardó otros dos minutos en situarse a la espalda de ese cabrón—. Hola, coronel Strokov.
Oculto entre la tupida muchedumbre, Jack se desabrochó la chaqueta.
El individuo en cuestión estaba más atrás de lo normal, pensó Jack. La gente a su alrededor limitaba su campo de tiro, pero la mujer que tenía delante era suficientemente baja para disparar por encima de su cabeza y su campo de visión era bastante amplio.
Muy bien, Boris Andreievich, si quieres jugar, esta partida va a sorprenderte un poco. Si el ejército y la armada algún día quieren examinar los caminos del Señor, descubrirán que las calles están protegidas por los marines norteamericanos, hijo de puta.
Tom Sharp aprovechó la oportunidad para deslizarse entre la multitud frente a Strokov, y lo rozó ligeramente a su paso. A continuación se volvió hacia Ryan y levantó un puño al aire. Strokov iba armado.
Creció el ruido de la muchedumbre y todos los idiomas se mezclaron en un murmullo, que de pronto se convirtió en silencio absoluto. Acababa de abrirse una puerta de bronce fuera del campo de visión de Ryan.
Sharp estaba a cuatro pasos, con sólo un adolescente entre él y Strokov… podía lanzarse fácilmente sobre él.
Entonces empezó el griterío. Ryan retrocedió ligeramente, sacó su pistola y levantó el percutor, de modo que estuviera lista para disparar. Tenía la mirada fija en Strokov.
—King, ¡el Papa sale ahora! Ya se ve el vehículo.
Pero Ryan no podía contestar. Tampoco alcanzaba a ver el coche del Papa.
—Sparrow, ya lo veo. Ryan/Sharp, entrará en vuestro campo de visión en pocos segundos.
Sin poder decir palabra, ni ver cómo se acercaba Su Santidad, Jack mantenía la mirada fija en los hombros del objetivo. No se puede mover el brazo sin mover también los hombros y, cuando lo hiciera…
Dispararle a alguien por la espalda es un asesinato, Jack…
De reojo, Ryan alcanzaba a ver la parte frontal izquierda del pequeño jeep blanco que avanzaba lentamente de izquierda a derecha. El hombre que tenía delante miraba vagamente en esa dirección… pero no exactamente… ¿por qué?
Entonces se movieron ligeramente sus hombros… En la parte inferior del campo de visión de Ryan apareció su codo derecho, indicando que el antebrazo estaba ahora paralelo al suelo.
A continuación retrocedió ligeramente su pie derecho. Aquel hombre se disponía a…
Ryan apoyó el cañón de su pistola en la base de su espina dorsal. Percibía las vértebras con su Browning. Jack se percató de que movía la cabeza, apenas unos milímetros, se inclinó hacia adelante y le susurró al oído:
—Si esa pistola que tiene en la mano se dispara, usará pañales para el resto de su vida. Ahora deslice suavemente los dedos y entréguemela, o le dispararé sin contemplaciones.
Misión cumplida —declaró el cerebro de Ryan—. Este cabrón no va a matar a nadie. Adelante, resístete si te apetece. No hay nadie tan rápido. Tenía el dedo tan cerca del gatillo que si Strokov hacía algún movimiento brusco la pistola se dispararía por cuenta propia y le seccionaría irreversiblemente la columna. El individuo titubeó, e indudablemente su cerebro examinaba diversas alternativas a la velocidad de la luz. Había formas de reaccionar cuando alguien te apoyaba una pistola en la espalda, e incluso las había practicado en la academia, pero aquí y ahora, después de veinte años, con una pistola de verdad apoyada en la columna vertebral, aquellas lecciones con pistolas de juguete parecían algo muy lejano. ¿Lograría obligar al agresor a apartar la pistola sin que le destruyera un riñón? Probablemente, no. Por consiguiente, su mano derecha se levantó tal como le había ordenado…
Ryan se sobresaltó al oír el ruido de uno, dos, tres disparos de pistola a menos de cinco metros. Fue uno de esos momentos en los que el mundo deja de girar, el corazón y los pulmones dejan de funcionar, y en todas las mentes se produce un instante de claridad absoluta. La mirada de Jack se dirigió al ruido. Ahí estaba el Santo Padre y en su sotana blanca había una mancha roja, del tamaño de medio dólar, en el pecho, y en su hermoso rostro se reflejaba el sobresalto de algo tan rápido que todavía no le dolía, pero ya se le desplomaba el cuerpo y giraba hacia la izquierda, doblándose sobre sí mismo.
Ryan tuvo que apelar a toda su disciplina para no apretar el gatillo. Con la mano izquierda le quitó la pistola al sujeto.
—No te muevas, hijo de puta. No des un solo paso, no vuelvas la cabeza, no hagas nada. ¡Tom! —chilló.
—Sparrow, lo han cogido, tienen al pistolero. Está en el suelo; debe de haber unas diez personas encima de él. El Papa ha recibido dos, tal vez tres impactos.
La reacción de la multitud tuvo un carácter casi binario. Los que se encontraban más cerca del pistolero, se abalanzaron como gatos sobre un desgraciado ratón, y quienquiera que fuese el pistolero, había pasado a ser invisible bajo un montón de turistas, a unos tres metros de donde se encontraban Ryan, Sharp y Strokov. La gente alrededor de Ryan se retiraba, en realidad con bastante lentitud…
—Jack, vamos a sacar de aquí a nuestro amigo, ¿vale? Y los tres se desplazaron hacia el arco de escape, como Ryan había llegado a imaginarlo.
—Sharp a todos: tenemos a Strokov. Abandonad la zona por separado y nos reuniremos en la embajada.
Al cabo de un minuto estaban en el Bentley oficial de Sharp. Ryan se colocó detrás con el búlgaro.
Strokov se sentía claramente mejor ahora respecto a la situación.
—¿Qué ocurre? Soy miembro de la embajada búlgara y…
—Recordaremos sus palabras, viejo. Por ahora es usted huésped del gobierno de su majestad británica. Pórtese bien o, de lo contrario, mi amigo lo matará.
—Ésta es una herramienta muy interesante de la diplomacia —dijo Ryan mientras examinaba la pistola de Strokov, reglamentaría en el bloque oriental, con un enorme y engorroso silenciador atornillado al cañón. Indudablemente se proponía dispararle a alguien.
¿Pero a quién? De pronto Ryan no estaba seguro.
—¿Tom?
—Dime, Jack.
—Había algo peor de lo que creíamos.
—Creo que tienes razón —reconoció Sharp—. Pero tenemos a alguien que nos lo aclarará.
El viaje de regreso a la embajada le reveló a Ryan lo que había sido para él un talento escondido. El Bentley tenía un motor inmensamente potente y Sharp sabía cómo utilizarlo, saliendo disparado del Vaticano como un bólido de fórmula uno. El coche se detuvo en un pequeño parque de estacionamiento junto a la embajada y los tres entraron por una puerta lateral y de allí se dirigieron al sótano. Cubierto por Ryan, Sharp esposó al búlgaro y lo sentó en una silla de madera.
—Coronel Strokov, debe usted responder por el asesinato de Georgi Markov —dijo Sharp—. Lo buscamos desde hace varios años.
Strokov abrió enormemente los ojos. A pesar de la rapidez con que se había desplazado el Bentley, la mente de Tom Sharp había funcionado todavía a mayor velocidad.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que tenemos unas fotos suyas cuando salía del aeropuerto de Heathrow después de matar a nuestro buen amigo en el puente de Westminster. Scotland Yard lo vigilaba, amigo, pero usted se marchó unos minutos antes de que recibieran la autorización para detenerlo. He ahí su mala suerte. Por consiguiente, nuestra misión ahora es detenerlo. Comprobará, coronel, que somos bastante menos civilizados que Scotland Yard. Usted asesinó a un hombre en territorio británico. Su majestad la reina no aprueba esa clase de actos, coronel.
—Pero…
—¿Por qué nos molestamos en hablar con este cabrón, Tom? —preguntó Ryan siguiéndole la corriente—. ¿No tenemos nuestras órdenes?
—Paciencia, Jack, paciencia. De momento no va a ninguna parte.
—Quiero llamar por teléfono a mi embajada —dijo Strokov con muy poco entusiasmo, según el parecer de Ryan.
—A continuación nos pedirá un abogado —bromeó Sharp—. En Londres podría disponer de la ayuda de un abogado, pero no estamos en Londres.
—Ni nosotros somos Scotland Yard —agregó Jack en el mismo tono que Sharp—. Debería habérmelo cargado en la iglesia, Tom.
Sharp negó con la cabeza.
—Demasiado ruido. Es preferible dejar simplemente que… desaparezca, Jack. Estoy seguro de que Georgie lo comprendería.
Estaba claro por la expresión del rostro de Strokov que no estaba acostumbrado a que otros hablaran ante él de su destino, como tantas veces había hecho él respecto a otros. Comprobaba que era más fácil ser valiente cuando era él quien tenía la pistola en la mano.
—En realidad no iba a matarlo, Tom, sólo a partirle la médula por debajo de la cintura. Ya sabes, condenarlo a ir en silla de ruedas el resto de su vida y con la incontinencia de un bebé. ¿Qué lealtad crees que le tendrá su gobierno?
Sharp casi se atragantó sólo de pensarlo.
—¿Lealtad, el Dirzhavna Sugurnost? Por favor, Jack, habla en serio. Se limitarán a ingresarlo en un hospital, probablemente en un psiquiátrico, y le limpiarán el culo una o dos veces al día si tiene suerte.
Ryan se percató de que habían dado en el clavo. Ninguno de los servicios orientales se distinguía por su lealtad hacia abajo, ni siquiera para los que habían demostrado gran lealtad hacia arriba. Y Strokov lo sabía. No, cuando alguien metía la pata se encontraba en un pozo de mierda y sus amigos desaparecían como la bruma matutina. Además, a Ryan no le parecía que Strokov tuviera muchos amigos. Incluso en su propio servicio debía de ser como un perro de presa, tal vez valioso, pero no apreciado como para confiarle los hijos.
—En cualquier caso, mientras Boris y yo hablamos del futuro, tú tienes que coger un avión —dijo Sharp, de lo cual Ryan se alegró, porque empezaba a no saber qué decir—. Dale recuerdos a sir Basil, ¿de acuerdo?
—No te quepa la menor duda, Tommy.
Ryan salió de la habitación y respiró hondo. Mick King y los demás lo estaban esperando. Alguien en la residencia oficial de Sharp le había hecho las maletas y un minibús de la embajada aguardaba para llevarlos al aeropuerto. Subieron a un Boeing 737 de British Airways en el último momento, todos con billetes de primera clase. Ryan se sentó junto a King.
—¿Qué diablos vamos a hacer con él? —preguntó Jack—. ¿Con Strokov? Buena pregunta —contestó Mick—. ¿Seguro que quieres conocer la respuesta?