—¿Ryan? ¿De verdad? —gruñó Bob Ritter.
—¿Quieres tranquilizarte, Bob? No hay razón para ponerse nervioso —dijo amablemente James Greer, pero también con un reto indirecto en el terreno de juego del poder interior de la CIA, mientras el juez Moore miraba, entretenido—. Jack estuvo en el campo como observador en una operación para la cual no teníamos a ningún oficial de campo disponible. No ha metido la pata, el desertor se encuentra en una casa segura en la región central de Inglaterra y, por lo que he oído, está cantando como un canario.
—Bien, ¿y qué nos está contando?
—Para empezar —respondió el juez Moore—, parece que nuestro amigo Andrópov quiere asesinar al Papa.
—¿Qué seguridad tenemos? —preguntó Ritter después de volver la cabeza.
—Es lo que impulsó a Rabbit a huir —respondió el director de la CIA—. Es un desertor por motivos de conciencia.
—Muy bien. ¿Qué está haciendo ahora? —preguntó el subdirector de Operaciones.
—Parece que ese desertor, que por cierto se llama Oleg Ivanovich Zaitzev, era un oficial de vigilancia de alto rango de las Comunicaciones del Centro, la versión soviética de nuestro Mercury.
—Mierda —exclamó Ritter al cabo de un momento—. ¿De veras?
—Algunas veces uno mete una moneda en la ranura, tira de la palanca y le toca un premio —dijo Moore a su subordinado.
—¡Vaya!
—No creía que tuvieras ninguna objeción. La parte buena —prosiguió el director de la CIA— es que los rusos aún no saben que se ha fugado.
—¿Cómo lo hemos hecho?
—Fueron Ed y Mary Pat quienes se dieron cuenta de esa posibilidad —respondió el juez Moore antes de explicar cómo se había llevado a cabo la operación—. Ambos se merecen una palmadita en la espalda, Bob.
—Y todo mientras yo estaba fuera de la ciudad —suspiró Ritter—. ¡Maldita sea!
—¡Vamos! Hay un montón de cartas que preparar —dijo Greer a continuación—. Incluida una para Jack.
—Ya lo supongo —concedió el subdirector de Operaciones antes de permanecer callado unos instantes, mientras pensaba en las posibilidades de la operación Beatrix—. ¿Algo interesante hasta el momento?
—¿Aparte del complot contra el Papa? Dos nombres en clave de agentes infiltrados: Neptune, parece alguien que trabaja en la armada, y Cassius. Este probablemente está en el Capitolio. Habrá más información, espero.
—He hablado con Ryan hace unos minutos. Está entusiasmado con ese individuo; dice que su conocimiento es enciclopédico, que hay oro en esas colinas, citando sus propias palabras.
—Ryan sabe algo sobre el oro —pensó en voz alta Moore.
—Estupendo, le confiaremos nuestras carteras, pero no es un oficial de campo —refunfuñó Ritter.
—Bob, ha tenido éxito. No castigamos a la gente por eso, ¿no es cierto? —preguntó el director de la CIA.
Aquello había ido demasiado lejos. Ya era hora de que Moore actuara como el juez del tribunal de apelaciones que había sido hasta hacía dos años: la voz de Dios.
—Bien, Arthur. ¿Quieres que firme la carta de recomendación? —preguntó Ritter, que veía venir el tren de mercancías y pensaba que no tenía sentido quedarse de pie en su camino.
¿Qué importaba? De todas formas acabaría en el archivo. Las recomendaciones de la CIA casi nunca veían la luz del día. La organización incluso trataba confidencialmente los nombres de los oficiales de campo que habían muerto heroicamente treinta años atrás. Era como la puerta trasera del cielo, al estilo de la CIA.
—Bien, caballeros, ahora que hemos tratado acerca de los temas administrativos, ¿qué os parece lo del complot para matar al Papa? —preguntó Greer, tratando de imponer de nuevo el orden en la reunión de los supuestamente sobrios ejecutivos de alto rango.
—¿Qué nivel de fiabilidad tiene la información? —quiso saber Ritter.
Hace unos minutos he hablado con Basil. Piensa que debemos tomárnoslo en serio, pero creo que tenemos que hablar con esa liebre personalmente para calcular el peligro que corre nuestro amigo polaco.
—¿Se lo decimos al presidente?
Moore negó con la cabeza.
—Hoy estará todo el día ocupado con tareas legislativas y al final de la tarde se va a California. El domingo y el lunes tiene que dar unas conferencias en Oregón y en Colorado. Lo veré el martes por la tarde hacia las cuatro.
Moore podía haber solicitado una reunión urgente, interrumpir la agenda del presidente para asuntos realmente vitales, pero hasta que ellos tuvieran la oportunidad de hablar cara a cara con Rabbit, eso estaba descartado. Quizá incluso el presidente querría hablar personalmente con ese individuo. Él era así
—¿Qué tipo de delegación tenemos en Roma? —preguntó Greer a Ritter.
—El jefe de delegación es Rick Nolfi. Buen tipo, pero dentro de tres meses se jubila. Roma es su último destino. El lo solicitó. A su esposa, Anne, le gusta Italia. Tenemos tres oficiales allí que trabajan principalmente en temas de la OTAN, dos de ellos con mucha experiencia y cuatro son novatos —respondió Ritter—. Pero antes de alertarlos debemos pensarlo bien, y un poco de orientación presidencial no nos vendría mal. ¿Pero cómo demonios se lo decimos a la gente sin poner a la fuente en peligro? Amigos —señaló—, si nos hemos tomado tantas molestias para ocultar la deserción, no tiene sentido que divulguemos a los cuatro vientos la información que le saquemos.
—Ese es el problema —se vio forzado a admitir Moore.
—Indudablemente, el Papa tiene una escolta para protegerlo —prosiguió Ritter—. Pero ésta no puede gozar del mismo margen de flexibilidad que tiene el servicio secreto, ni tampoco sabemos lo segura que es.
—Es lo de siempre —decía en aquel mismo momento Ryan en Manchester—. Si usamos la información con demasiada libertad, ponemos en peligro la fuente y pierde toda su utilidad. Pero si no la usamos por temor de comprometerla, entonces de nada nos sirve disponer de la maldita fuente —agregó después de vaciar su copa de vino y volver a llenarla—. Hay un libro sobre este tema.
—¿Cuál es?
—Secretos de doble filo, escrito por un tal Jasper Holmes. Fue criptógrafo de la armada de Estados Unidos durante la segunda guerra mundial y trabajó en la Unidad de Comunicaciones Secretas de la flota del Pacífico, con Joe Rochefort y su grupo. Es un libro bastante bueno sobre cómo funciona el mundo de la información secreta, allí donde ésta se encuentra con la realidad cotidiana.
Kingshot tomó nota mentalmente para leerlo. Zaitzev había salido con su esposa y su hija a dar un paseo por el jardín, sobre el mullido césped. La señora Thompson quería llevárselos a todos de compras. También necesitaban tener su tiempo de intimidad, aunque por supuesto sus habitaciones estaban llenas de micrófonos ocultos, incluido un filtro de ruidos blancos en el cuarto de baño, y era crucial para la operación mantener contentas a la esposa y a la niña.
—Bueno, Jack, sea lo que sea que haya planeado la oposición, les llevará tiempo ponerlo en marcha. Sus burocracias son incluso más engorrosas que las nuestras.
—¿También el KGB, Al? —preguntó Ryan—. Creo que ésa es una de las partes de su sistema que realmente funciona y Yuri Andrópov no es conocido precisamente por su paciencia. Maldita sea, era su embajador en Budapest en 1956, no lo olvides. Los rusos actuaron con mucha decisión en aquella situación.
—Aquello supuso una seria amenaza política para su entero sistema —señaló Kingshot.
—¿Y el Papa no lo es? —replicó Ryan.
—Ahí me has pillado —reconoció el espía de campo.
—El miércoles. Eso es lo que me ha dicho Dan. Los miércoles suele aparecer en público. De acuerdo, el Papa puede salir en ese porche que usa para ofrecer su bendición y un hombre medianamente bueno con un rifle podría alcanzarlo, pero es demasiado visible incluso para un observador casual y un rifle significa «ejército», y «ejército» significa «gobierno» para cualquiera. Pero esas ocasiones no se programan con mucha antelación, son como mínimo irregulares; sin embargo, cada maldito miércoles por la tarde se pasea con su jeep alrededor de la plaza de San Pedro en medio de la multitud congregada, Al, y eso está al alcance de una pistola.
Ryan se acomodó en su silla y tomó otro sorbo de vino blanco francés.
—No estoy seguro de que yo quisiera disparar una pistola a una distancia tan corta.
—Al, en una ocasión mandaron a un tipo para matar a Leon Trotski con un piolet; la distancia de ataque fue de medio metro —le recordó Ryan a su compañero—. De acuerdo que la situación actual es diferente, pero ¿desde cuándo los rusos han sido reticentes en cuanto a arriesgar a sus tropas? Además, en esta ocasión, no olvides que se trata de ese bastardo búlgaro. Según tu personal, es un experto asesino. Te sorprendería de lo que puede ser capaz un verdadero experto. En una ocasión vi a un sargento de artillería en Quantico capaz de escribir su nombre con una pistola del cuarenta y cinco a quince metros de distancia. Se lo vi hacer una vez —agregó Jack, que nunca había dominado esa gran Colt automática.
—Probablemente te preocupas demasiado.
—Quizá —admitió Ryan—. Pero me sentiría muchísimo mejor si Su Santidad se pusiera un chaleco antibalas debajo de su vestimenta. —Seguro que no querría. La gente como él no se asustaban como los demás. No es que se sintiera invencible, como algunos de los soldados profesionales; sencillamente era que para ellos la muerte no era algo que hubiera que temer. Se suponía que cualquier católico de verdad tenía que sentir de la misma manera, pero Jack no era uno de ésos. Más bien, no.
—En la práctica, ¿qué se puede hacer? ¿Buscar una cara entre la multitud?, ¿y quién sabe cuál es la cara correcta? —preguntó Kingshot—. ¿Quién puede asegurar que Strokov no ha contratado a otra persona para efectuar el disparo? Yo podría dispararle a alguien, pero no en medio de una muchedumbre.
—Puedes utilizar una arma con silenciador. Reduces el ruido y eliminas gran parte del peligro de que te identifiquen. No olvides que todas las miradas se dirigirán al objetivo, sin prestar atención a los lados en medio del gentío.
—Cierto —admitió Al.
—¿Sabes?, es muy fácil encontrar motivos para no hacer nada. ¿No dijo el doctor Johnson que el no hacer nada está al alcance de todo el mundo? —preguntó Ryan con tristeza—. Eso es lo que estamos haciendo, Al, buscando razones para no mover un dedo. ¿Podemos dejar que ese individuo muera? ¿Podemos permanecer sencillamente aquí sentados, con nuestra copa de vino, y dejar que los rusos maten a ese hombre?
—No, Jack, pero tampoco podemos salir a contraatacar irreflexivamente. Las operaciones de campo tienen que planearse. Necesitas a profesionales que piensen en todas las cosas. Es mucho lo que pueden hacer, pero antes deben recibir las órdenes apropiadas.
Pero eso se estaba decidiendo en otro lugar.
—Señora primera ministra, tenemos razones para creer que el KGB tiene una operación en marcha para asesinar al Papa de Roma —informó Charleston, que se había presentado casi sin previo aviso, interrumpiendo sus gestiones políticas de la tarde.
—¿De veras? —preguntó escuetamente la primera ministra—. ¿Cuál es la fuente de esa información?
Estaba acostumbrada a oír las cosas más raras procedentes de su jefe de Inteligencia y había cultivado el hábito de no responder a las mismas con demasiada violencia.
—Como recordará, hace unos días le hablé de la operación Beatrix. Pues bien, nosotros, junto con los norteamericanos, la hemos llevado a cabo con éxito. Incluso pudimos hacerlo de manera que los soviéticos crean que ha muerto. El desertor está ahora mismo en una casa segura a las afueras de Manchester —explicó Charleston a su jefa de gobierno.
—¿Se lo hemos comunicado a los norteamericanos?
—Sí, primera ministra —asintió Basil—. Después de todo, es su zorro. La semana próxima lo dejaremos ir a Norteamérica, pero he discutido el caso brevemente hoy temprano con el juez Arthur Moore, el director de la CIA. Espero que informe al presidente a principios de la próxima semana.
—¿Qué acción cree que van a tomar ellos?
—Es difícil de decir, señora. Realmente es una proposición arriesgada. El desertor, cuyo nombre es Oleg, es un bien muy importante y tenemos que trabajar duro para proteger su identidad y a la vez reconocer el hecho de que ahora está a nuestro lado del Telón. En cuanto a cómo podemos advertir al Vaticano del peligro potencial, es un asunto complejo, como mínimo.
—¿Es ésta una operación real que los soviéticos están llevando a cabo? —preguntó de nuevo la primera ministra.
Era bastante difícil de digerir, incluso tratándose de los rusos, a quienes ella creía capaces de cualquier cosa.
—Sí, eso parece —confirmó sir Basil—. Pero no sabemos la prioridad y, por supuesto, tampoco sabemos para cuándo está programada.
—Comprendo —dijo la primera ministra y se quedó callada unos instantes—. Nuestras relaciones con el Vaticano son cordiales, pero no muy estrechas.
Esa realidad se remontaba a la época de Enrique VIII, aunque la Iglesia católica romana había aceptado gradualmente que lo pasado, pasado está.
—Lamentablemente, así es —reconoció Charleston.
—Comprendo —repitió la primera ministra antes de reflexionar unos instantes, e inclinarse hacia adelante para proseguir con fuerza y dignidad—: Sir Basil, no es la política del gobierno de su majestad permanecer impasible mientras un jefe de Estado amigo es asesinado por nuestros adversarios. Debe encontrar los medios necesarios para impedir esa eventualidad.
Algunas personas no tenían pelos en la lengua —pensó sir Basil—. Otras disparaban desde el corazón. Debido a su dureza exterior, la jefa de gobierno del Reino Unido era una de las últimas.
—Sí, primera ministra.
El problema era que ella no le dijo cómo se suponía que debía hacerlo. Bueno, lo coordinaría con Arthur en Langley. Pero por el momento tenía una misión que, como mucho, sería difícil. ¿Qué se suponía que tenía que hacer exactamente, desplegar un escuadrón del servicio aéreo especial en la plaza de San Pedro?
Pero a esa primera ministra no se la contradecía, por lo menos no en la sala de juntas del número diez de Downing Street.
—¿Algo más que nos haya contado ese desertor?
—Sí, señora. Ha identificado con el nombre en clave a un agente soviético infiltrado, probablemente en Whitehall. Su nombre en clave es Minister. Cuando obtengamos más información del hombre en cuestión, daremos instrucciones al servicio secreto para su captura.
—¿Qué les ofrece?
—Información política y diplomática, señora. Según Oleg, es material de alto nivel, pero aún no nos ha facilitado suficiente información para identificarlo.
—Interesante.
No era nada nuevo. Éste podía ser uno del grupo de Cambridge que había sido tan valioso para la URSS desde los años de guerra hasta los años sesenta, o quizá una persona reclutada por ellos. Charleston había jugado un papel decisivo desterrándolos del servicio secreto de Inteligencia, pero Whitehall no era su territorio.
—Manténgame informada sobre eso.
Una orden ocasional procedente de ella tenía la fuerza de un bloque de granito entregado en mano desde el monte Sinaí.
—Desde luego, primera ministra.
—¿Sería de alguna ayuda si hablara con el presidente norteamericano sobre este asunto del Papa?
—Creo que es preferible dejar que antes le informe la CIA. No me parece aconsejable crear un cortocircuito. Después de todo, ese desertor es principalmente una operación norteamericana y le corresponde a Arthur hablarle en primer lugar.
—Supongo que sí. Pero cuando hable con él, quiero dejarle claro que nos lo tomamos con la mayor seriedad y que esperamos que actúe con suma diligencia.
—Primera ministra, dudo de que se lo tome a la ligera, por así decirlo.
—Estoy de acuerdo. Es un tipo excelente.
La historia completa de la ayuda norteamericana encubierta en la guerra de las islas Malvinas no vería la luz en muchos años. Después de todo, Norteamérica tenía que mejorar sus relaciones con Sudamérica. Pero la primera ministra no era de las que olvidan esa ayuda, encubierta o no.
—¿Se ejecutó bien esta operación Beatrix? —preguntó a Charleston.
—Impecablemente, señora —aseguró Charleston—. Nuestra gente lo hizo todo al pie de la letra.
—Confío en que cuidará a esos que la llevaron a cabo.
—Por supuesto, señora —aseguró Charleston.
—Bien. Gracias por venir, sir Basil.
—Siempre es un placer, primera ministra.
Charleston se levantó, pensando que ese tal Ryan la habría considerado grosera, como en efecto lo era. Pero en el trayecto de regreso a Century House empezó a preocuparse por el nuevo proyecto que ahora tenía que llevar a cabo. ¿Qué podía hacer exactamente? Era precisamente para resolver ese tipo de problemas por lo que le pagaban tan generosamente.
—Hola, cariño —dijo Ryan.
—¿Dónde estás? —preguntó Cathy en seguida.
—No puedo decírtelo exactamente, pero estoy de nuevo en Inglaterra. Lo que tuve que hacer en el continente, bueno, se ha convertido en algo de lo que debo ocuparme aquí.
—¿Puedes venir a casa a vernos?
—Me temo que no.
El problema era que, aunque su casa de Chatham realmente estaba a una distancia apropiada para ir en coche, él aún no confiaba en sí mismo lo suficiente para conducir tan lejos sin estrellarse en una cuneta.
—¿Estáis todos bien?
—Estamos bien, salvo por tu ausencia —respondió Cathy con voz algo enojada o decepcionada.
De una cosa estaba completamente segura: dondequiera que hubiera estado Jack, con toda seguridad no había sido en Alemania. Pero no podía decirlo por teléfono; eso lo comprendía.
—Lo siento, cariño. Sólo puedo decirte que lo que estoy haciendo es muy importante.
—Estoy segura —admitió ella.
Sabía que Jack prefería estar en casa con su familia. No era de los que se iban de la ciudad por puro placer.
—¿Cómo va el trabajo?
—He pasado el día recetando gafas. Pero mañana por la mañana tengo algunas intervenciones quirúrgicas. Espera un momento, aquí está Sally.
—Hola, Sally, ¿cómo estás?
—Bien —respondió, como dicen siempre los niños.
—¿Qué has hecho hoy?
—La señorita Margaret y yo hemos estado pintando.
—¿Algo bonito?
—¡Sí, vacas y caballos! —exclamó con mucho entusiasmo. A Sally le gustaban especialmente los pelícanos y las vacas.
—Bueno, necesito hablar con mamá.
—De acuerdo.
Sally regresó a la sala de estar para seguir viendo el vídeo del Mago de Oz, después de lo que para ella había sido una conversación grave y profunda.
—¿Y cómo está nuestro pequeño? —preguntó Jack a su esposa.
—Mordiéndose las manos casi siempre. Ahora mismo está en el parque viendo la televisión.
—Es más fácil que Sally a su edad —observó Jack con una sonrisa.
—No le dan muchos cólicos, gracias a Dios —reconoció la doctora Ryan.
—Te echo de menos —dijo Jack con tristeza.
Era cierto. La echaba de menos.
—Yo también te echo de menos.
—Tengo que volver al trabajo —dijo a continuación.
—¿Cuándo estarás en casa?
—Dentro de un par de días, creo.
—De acuerdo —respondió, resignada ante lo inevitable—. Llámame.
—Lo haré, cariño.
—Adiós.
—Hasta pronto. Te quiero.
—Yo también te quiero.
—Adiós.
—Adiós, Jack.
Ryan colgó el teléfono y se dijo a sí mismo que no estaba hecho para esa clase de vida. Igual que su padre, quería dormir en la misma cama que su esposa. ¿Había dormido su padre alguna vez lejos de casa?, se preguntó Jack. No recordaba que eso hubiera sucedido jamás. Pero Jack había elegido un tipo de trabajo en el que eso no siempre era posible. Se suponía que tenía que serlo. Era un analista que trabajaba frente a un escritorio y que dormía en casa, pero por alguna razón no era así como funcionaba, maldita sea.
Para cenar había ternera Wellington y pudín de Yorkshire. La señora Thompson podría perfectamente haber sido jefa de cocina en un buen restaurante. Jack desconocía la procedencia de la ternera, pero parecía más suculenta que la especie habitual británica alimentada en los prados. O la compraba en un sitio especial, aquí aún existían carnicerías especializadas, o realmente sabía cómo ablandarla, y el pudín de Yorkshire era celestial. Acompañada de vino francés, la cena era sencillamente brillante, como se decía corrientemente en el Reino Unido.
Los rusos atacaron la comida con tanto entusiasmo como Georgi Zhukov había atacado Berlín.
—Oleg Ivanovich, debo reconocer que en Norteamérica la comida no siempre es de tan buena calidad —admitió Ryan en un arranque de honestidad, coincidiendo premeditadamente con la aparición de la señora Thompson por la puerta del comedor—. Señora, si alguna vez necesita una recomendación como jefa de cocina, dígamelo, ¿de acuerdo? —agregó.
—Gracias, sir John —sonrió cordialmente Emma.
—En serio, señora, esto es maravilloso.
—Es usted muy amable.
Jack se preguntó si le gustarían su bistec a la parrilla y la ensalada de espinacas de Cathy. La clave estaba en conseguir ternera bien alimentada con maíz de Iowa, lo cual allí no era fácil, aunque podía intentarlo en el economato de las fuerzas aéreas en Greenham Commons…
La cena duró casi una hora y las bebidas de la sobremesa fueron excelentes. Incluso sirvieron vodka Starka, en un gesto adicional de hospitalidad hacia los invitados rusos. Jack se percató de que Oleg se tomaba la copa de un trago.
—Ni en el Politburó comen tan bien —observó Rabbit, cuando se terminó la cena.
—Bueno, criamos buena ternera en Escocia. Esto era Angus de Aberdeen —explicó Nick Thompson mientras recogía los platos.
—¿Alimentada con maíz? —preguntó Ryan.
Allí no abundaba el maíz.
—No lo sé. Los japoneses dan cerveza a su ternera de Kobe —observó el ex policía—. Puede que hagan lo mismo en Escocia.
—Eso explicaría la calidad —respondió Jack riendo entre dientes—. Oleg Ivanovich, tiene que probar la cerveza británica. Es la mejor del mundo.
—¿No es la norteamericana? —preguntó el ruso.
—No —respondió Ryan negando con la cabeza—. Ésa es una de las cosas que hacen mejor que nosotros.
—¿De veras?
—Sin lugar a dudas —confirmó Kingshot—. Pero la irlandesa también es muy buena. Me encanta la Guinness, aunque es mejor la de Dublín que la de Londres.
—¿Por qué desperdiciar el buen género con vosotros? —preguntó Jack.
—Cuando uno es irlandés, maldita sea, nunca deja de serlo —observó Kingshot.
—¿Entonces, Oleg —preguntó Ryan, encendiendo un cigarrillo de sobremesa—, hay alguna otra cosa que podríamos hacer para que se sienta cómodo?
—No tengo quejas, pero supongo que la CIA no me albergará en una casa tan maravillosa como ésta…
—Oleg, yo soy millonario y no vivo en una casa tan bonita —confirmó Ryan con una carcajada—. Pero su hogar en Norteamérica será más confortable que su apartamento en Moscú.
—¿Me darán un coche?
—Claro que sí.
—¿Tendré que esperar mucho? —preguntó Zaitzev.
—¿Esperar para qué? ¿Para comprar un coche?
Zaitzev asintió.
—Oleg, puede seleccionar cualquiera de los cientos de concesionarios de automóviles, elegir el coche que le guste, pagarlo y llevárselo a casa. Nosotros solemos dejar que nuestras esposas elijan el color —agregó Jack.
—¿Así de fácil? —preguntó con incredulidad Rabbit.
—Sí, yo tenía un Volkswagen Rabbit, pero ahora me gustan los Jaguar. Quizá compre uno cuando vuelva a casa. Buen motor. A Cathy le gusta, pero ella tal vez vuelva al Porsche. Es lo que siempre ha tenido desde que era una adolescente. Desde luego, no es práctico con dos hijos —añadió Ryan, esperanzado.
A él no le gustaba particularmente el dos plazas alemán. Le parecía que el Mercedes tenía un diseño más seguro.
—¿Y comprar una casa también es fácil?
—Depende. Si compra una casa nueva, sí, es bastante fácil. Ahora bien, para comprar una casa que ya tiene un propietario, primero deberá negociar con él y hacerle una oferta, pero la agencia probablemente le ayudará con eso.
—¿Dónde viviremos?
—Donde les apetezca —respondió Ryan, pero pensó: Después de que te limpiemos el cerebro—. Hay un dicho en Norteamérica: «Es un país libre». También es un país grande. Podrán encontrar un lugar que les guste y trasladarse allí. Muchos desertores viven en la zona de Washington. No sé por qué. A mí no me gusta mucho; los veranos pueden ser deprimentes.
—Muy calurosos —confirmó Kingshot—. Y la humedad es horrible.
—Si eso te parece excesivo, deberías probar Florida —sugirió Jack—. A mucha gente le encanta.
—¿Y para viajar de un lugar a otro se necesitan papeles? —preguntó Zaitzev.
Para ser un miembro del KGB, este tipo no sabía una mierda, pensó Jack.
—No se necesitan papeles —aseguró Ryan—. Le conseguiremos una tarjeta de crédito de American Express para facilitárselo.
Entonces tuvo que explicarle a Rabbit lo que eran las tarjetas de crédito. Le llevó diez minutos, ya que para los ciudadanos soviéticos era un concepto extraño. Al final resultaba evidente que a Zaitzev le daba vueltas la cabeza.
—Hay que pagar la factura a fin de mes —advirtió Kingshot—. Algunos lo olvidan y pueden meterse en graves problemas financieros debido a ello.
Charleston estaba en su casa en Belgravia, sorbiendo un coñac Louis XIII y charlando con un amigo. Sir George Hendley era un colega desde hacía treinta años. De profesión abogado, había trabajado estrechamente con el gobierno británico la mayor parte de su vida, a menudo consultando silenciosamente con el servicio de seguridad y el Ministerio de Asuntos Exteriores. Tenía autorización de acceso a «altos secretos», así como a la información compartimentada. Durante años había sido confidente de varios primeros ministros y se lo consideraba tan digno de confianza como la propia reina. Para él era lo propio de un ex alumno de la escuela de Winchester.
—El Papa, ¿eh?
—Sí, George —confirmó Charleston—. La primera ministra quiere que lo protejamos. El problema es que, por el momento, no sé cómo. No podemos contactar directamente con el Vaticano para ello.
—Claro, Basil. Uno puede confiar en su lealtad, pero no en su política. Dime, ¿crees que es bueno su servicio de Inteligencia?
—Debo reconocer que en varias áreas es la flor y nata. Después de todo, ¿qué mejor confidente que un cura y qué mejor manera de transferir información que dentro de un confesonario? Aparte de todas las demás técnicas que uno puede usar… Su inteligencia política probablemente es tan buena como la nuestra, quizá incluso mejor. Por ejemplo, puedo imaginar que saben todo lo que ocurre en Polonia, y Europa oriental probablemente tampoco tenga muchos secretos para ellos. Después de todo, uno no puede subestimar su habilidad para apelar a la más alta lealtad humana. Durante décadas hemos escuchado sus comunicaciones.
—¿De veras? —preguntó Hendley.
—Por supuesto. Durante la segunda guerra mundial nos fueron de mucha utilidad. Por aquel entonces había un cardenal alemán en el Vaticano, un individuo llamado Mansdorf, ¿suena raro, no? Parece un apellido judío. De nombre, Dieter, arzobispo de Mannheim, que luego ascendió al servicio diplomático del Vaticano. Viajaba mucho. Nos mantuvo informados de los secretos internos del partido nazi desde 1938 hasta el final de la guerra. No le preocupaba mucho Hitler, ¿sabes?
—¿Y sus comunicaciones?
—En realidad, Mansdorf nos permitió copiar su propio libro de claves. Después de la guerra lo cambiaron, evidentemente, por lo que a partir de entonces obtuvimos poco más de su correo privado, pero nunca cambiaron el sistema de codificación y nuestra gente en la Jefatura Central de Comunicaciones Gubernamentales ocasionalmente tiene éxito en sus escuchas. Buen hombre, el cardenal Dieter Mansdorf. Desde luego, nunca reconocieron su servicio. Creo que murió en el cincuenta y nueve.
—¿Y cómo sabemos que los romanos aún no saben nada acerca de esta operación?
No era una mala pregunta, pensó Charleston, que ya se la había planteado.
—La llevan a cabo con mucho sigilo, por lo que nos ha contado nuestro desertor. Entregan los mensajes en mano, sin pasar por máquinas codificadoras ni nada por el estilo. Y sólo hay un puñado de personas involucradas. El único nombre importante que conocemos es el del oficial de campo búlgaro Boris Strokov, coronel del DS. Sospechamos que es el tipo que mató a Georgi Markov, un poco más arriba en la calle de mi oficina.
Que Charleston consideraba un caso de lesa majestad, quizá incluso ejecutado como reto directo al servicio secreto de Inteligencia. La CIA y el KGB tenían un pacto informal: ninguno de los servicios mataba en la capital del otro. El servicio secreto de Inteligencia no tenía ningún acuerdo de este tipo con ninguno de ellos, y seguramente este hecho le costó la vida a Georgi Markov.
—Entonces, ¿crees que puede tratarse del asesino en perspectiva?
—Es todo lo que tenemos, George —dijo Charleston agitando las manos.
—No es mucho —observó Hendley.
—Muy poco, pero es mejor que nada. Tenemos muchas fotografías de ese tal Strokov. Scotland Yard estaba a punto de detenerlo cuando abandonó el país desde Heathrow para dirigirse en primer lugar a París, y luego desde allí hasta Sofía.
—Quizá tenía prisa por salir —sugirió Hendley.
—Es un profesional, George. ¿Cuántos riesgos corre esta gente? Retrospectivamente, lo sorprendente es que Scotland Yard no le siguiera la pista.
—Entonces, crees que puede que esté en Italia.
Más que una pregunta, era una afirmación.
—Existe esa posibilidad, pero ¿a quién podemos contárselo? —preguntó Charleston—. Los italianos tienen jurisdicción criminal hasta cierto punto. El Tratado de Letran les otorga jurisdicción discrecional, sujeta al veto del Vaticano —explicó después de haber investigado la situación legal—. El Vaticano tiene su propio servicio de seguridad, la guardia suiza, pero aunque son buenos, no se puede confiar en ellos, con las restricciones que les imponen desde arriba. Y los italianos no pueden inundar la zona con sus propias fuerzas de seguridad por razones obvias.
—Por consiguiente, la primera ministra te ha encargado una tarea imposible.
—Sí, una vez más, George —tuvo que reconocer sir Basil.
—Entonces, ¿qué puedes hacer?
—Lo único que se me ocurre es poner algunos oficiales en medio de la multitud para que busquen a ese tal Strokov.
—¿Y si lo encuentran?
—¿Pedirle cortésmente que abandone la zona? —se preguntó en voz alta Basil. Probablemente funcionaría. Es un profesional y, al ser descubierto, supongo que tomaríamos fotografías de él ostentosamente, le daría que pensar, quizá lo suficiente como para abandonar la misión.
—Pobre —dijo Hendley.
—Sí, lo es —tuvo que reconocer Charleston.
Pero al menos tendría algo para contar a la primera ministra.
—¿A quién enviarías?
—Tenemos un buen jefe de delegación en Roma, Tom Sharp. Tiene cuatro oficiales en su operación y podríamos enviar algunos más desde Century House, supongo.
—Parece razonable, Basil. ¿Por qué me has hecho venir?
—Esperaba que tuvieras alguna idea que a mí no se me hubiera ocurrido, George.
Un último sorbo de coñac. Por mucho que le apeteciera tomarse otra copa antes de acostarse, decidió no hacerlo.
—Quien hace todo lo que puede no está obligado a más —afirmó compasivamente Hendley.
—Es un hombre demasiado bueno para que se lo carguen de esa manera, a manos de los malditos rusos. ¿Y por qué? Por defender a su propio pueblo. Se supone que esa clase de lealtad merece una recompensa, no ser asesinado públicamente.
—La primera ministra lo ve del mismo modo.
—Se siente cómoda adoptando una posición firme. Por lo que la primera ministra era famosa en todo el mundo.
—¿Y los norteamericanos? —preguntó Hendley.
Charleston se encogió de hombros.
—Aún no han tenido oportunidad de hablar con el desertor. Confían en nosotros, George, pero no hasta ese punto.
—Bien, haz lo que puedas. De todas formas, esta operación del KGB quizá no se ejecute en un futuro inmediato. ¿Hasta dónde llega, en realidad, la eficacia de los soviéticos?
—Ya veremos —fue todo cuanto pudo decir Charleston.
Allí se estaba más tranquilo que en su propia casa, a pesar de la autopista cercana, pensó Ryan, levantándose de la cama a las seis cincuenta. El lavabo seguía siendo al excéntrico estilo británico, con dos grifos, uno para el agua caliente y otro para la fría, asegurándose de que tu mano izquierda hervía mientras tu derecha se congelaba al lavártelas. Como de costumbre, era agradable afeitarse, peinarse y prepararse para el día, aunque tuviera que iniciarlo con una tanda de Taster's Choice.
Kingshot ya estaba en la cocina cuando Jack llegó. Era normal que la gente durmiera hasta tarde el domingo, pero frecuentemente no el sábado.
—Mensaje de Londres —dijo Al a modo de saludo.
—¿De qué se trata?
—Una pregunta. ¿Qué te parecería un viaje en avión a Roma para esta tarde?
—¿Qué ocurre?
—Sir Basil envía a alguna gente al Vaticano para comprobar la situación. Desea saber si tú quieres ir. Después de todo, es una operación de la CIA.
—Dile que sí —respondió Jack sin pensarlo un momento—. ¿Cuándo?
Entonces se percató de que una vez más actuaba impetuosamente. Maldita sea.
—El vuelo del mediodía desde Heathrow. Deberías tener tiempo de ir a casa y cambiarte de ropa.
—¿Dispongo de coche?
—Nick te llevará —respondió Kingshot.
—¿Qué le dirás a Oleg?
—La verdad. Eso debería hacer que se sintiera más importante —pensó en voz alta Al.
Eso siempre era algo bueno para los desertores.
Al cabo de una hora, Ryan y Thompson se habían ido, con el equipaje de Jack en el maletero.
—Ese tal Zaitzev parece un desertor importante —dijo Nick en la autopista.
—Puedes apostar el trasero, Nick. Tiene todo tipo de información peligrosa entre sus orejas. Vamos a tratarlo como si fuera un capacho lleno de ladrillos de oro.
—Buen detalle por parte de la CIA dejarnos hablar con él.
—Habría sido una grosería negarse. Vosotros lo sacasteis para nosotros y la cobertura de la deserción fue muy ingeniosa. Jack no podía decir mucho más. Por mucha confianza que le inspirara Nick Thompson, Jack no podía saber hasta qué nivel estaba autorizado.
La buena noticia fue que Thompson sabía lo que no debía preguntar.
—Así que tu padre fue agente de policía…
—Sí, detective. Principalmente en homicidios. Ejerció durante más de veinte años. Se detuvo al llegar a teniente. Decía que los capitanes no hacían nada más que trabajo administrativo y eso no le gustaba. Le gustaba trincar a los malos y mandarlos a la trena.
—¿A la qué?
—La cárcel. La prisión estatal de Maryland, en Baltimore, es una estructura de aspecto funesto, construida por Jones Falls. Es parecida a una fortaleza medieval, pero más intimidante. Los reclusos la llaman el «castillo de Frankenstein».
—Yo no tengo nada que objetar, sir John. Nunca he tenido demasiada simpatía por los asesinos.
—Mi padre no hablaba mucho de ellos. No se traía el trabajo a casa. A mi madre no le gustaba oír nada acerca de ello. Salvo en una ocasión, cuando un padre mató a su hijo por un pastel de cangrejo —explicó Jack—. Mi padre decía que parecía una causa de mierda por la que morir. El padre, el asesino, se desmoronó por completo. Pero eso no le sirvió de nada a su hijo.
—Es asombroso que muchos asesinos reaccionen de esa manera. Reúnen la furia necesaria para quitar una vida y luego les consume el remordimiento.
—«Prematuramente viejos, tardíamente listos» —citó Jack del viejo Oeste.
—Ya lo creo. Puede ser todo tan triste.
—¿Y qué hay de ese tal Strokov?
—Harina de otro costal —respondió Thompson—. No se ven muchos como él. Para ellos, acabar con una vida es parte de su trabajo. No tienen motivo alguno en el sentido usual y dejan muy pocas pruebas físicas. Pueden ser muy difíciles de encontrar, pero generalmente lo conseguimos. Tenemos el tiempo a nuestro favor y tarde o temprano alguien habla y llega a nuestros oídos. La mayoría de los delincuentes acaban en la cárcel por hablar demasiado —explicó Nick—. Sin embargo, las personas como ese tal Strokov no hablan, salvo cuando regresan a su país y escriben su informe oficial. Pero nunca vemos esos informes. Poder seguirle la pista fue puramente cuestión de suerte. El señor Markov se acordó de que le habían atizado con el paraguas y del color del traje que llevaba el hombre. Uno de nuestros agentes de policía lo vio vistiendo el mismo traje y pensó que había algo raro en él; en vez de volar en seguida hacia casa, esperó para asegurarse de que Markov había muerto. Habían metido la pata en dos intentos anteriores y por eso lo llamaron a él debido a su pericia. Strokov es un buen profesional. Quería estar completamente seguro y esperó a leer la noticia de la muerte en los periódicos. En ese momento hablamos con el personal de su hotel y comenzamos a reunir información. El servicio de seguridad se vio implicado y, aunque fueron de ayuda en algunas cosas, en otras no, y el gobierno también se vio involucrado. Al gobierno le preocupaba provocar un incidente internacional y eso nos retrasó; calculo que perdimos un par de días. El primero de esos dos días, Strokov cogió un taxi para Heathrow y se fue a París. Yo estaba en el equipo de vigilancia. Estuve a cinco metros de él. Teníamos a dos detectives con cámaras que tomaron muchas instantáneas. La última era de Strokov caminando por la pista hacia el Boeing. Al día siguiente, el gobierno nos dio permiso para detenerlo e interrogarlo.
—Un día de retraso y un dólar menos en el bolsillo, ¿no es cierto?
Thompson asintió.
—Sí. Me habría gustado sentarlo en el banquillo en Old Bailey, pero ese pez se nos escapó. Los franceses lo siguieron de cerca en el aeropuerto international De Gaulle, pero nunca salió de la terminal ni habló con nadie. El hijo de puta no tenía ningún remordimiento. Supongo que para él era como cortar leña para el fuego —dijo el ex detective.
—Sí. En las películas liquidas a alguien y tomas un martini, agitado, no removido. Pero es diferente cuando matas a un buen tipo.
—Todo cuanto había hecho Markov era transmitir por el servicio internacional de la BBC —dijo Nick, agarrando el volante con más fuerza—. Imagino que la gente de Sofía estaría algo molesta con lo que decía.
—La gente del otro lado del Telón no es muy partidaria de la libertad de expresión —le recordó Ryan a su compañero.
—Malditos bárbaros. ¿Y ahora ese tipo está planeando matar al Papa? Yo no soy católico, pero él es un hombre de Dios y parece un buen tipo. Incluso los criminales más despiadados dudan antes de jugar con un hombre del clero.
—Sí, lo sé. No es aconsejable enemistarse con Dios. Pero ellos no creen en Dios, Nick.
—Tienen suerte de que yo no sea Dios.
—Sí, sería agradable tener el poder para corregir todo el mal del mundo. El problema es que eso es lo que los jefes de Strokov piensan que están haciendo.
—Por esa razón tenemos leyes, Jack. Sí, ya sé, ellos hacen las suyas propias.
—Ése es el problema —respondió Jack mientras entraban en Chatham.
—Ésta es una zona agradable —dijo Thompson, girando hacia la colina de City Way.
—No es un mal vecindario. A Cathy le gusta. Yo habría preferido estar más cerca de Londres, pero, bueno, ella se salió con la suya.
—Las mujeres normalmente lo hacen.
Thompson se rió entre dientes, cuando giraba a la derecha por Fristow Way y luego hacia la izquierda en Grizedale Close. Y allí estaba la casa. Ryan salió del coche y cogió sus maletas.
—¡Papi! —gritó Sally al verlo entrar por la puerta.
Ryan soltó las maletas y la levantó en brazos. Las niñas —hacía tiempo que lo sabía— daban los mejores abrazos, aunque sus besos tenían tendencia a ser algo babosos.
—¿Cómo está mi pequeña Sally?
—Bien —respondió la pequeña en un tono parecido curiosamente al de un gato.
—Ah, hola, doctor Ryan —dijo la señorita Margaret—. No lo esperaba.
—Sólo es una visita rápida. Tengo que cambiar la ropa sucia por limpia y marcharme en seguida.
—¿Vuelves a marcharte? —preguntó Sally con una voz que denotaba una desilusión aplastante.
—Lo siento, Sally. Papi tiene trabajo.
Sally se escabulló de sus manos y se fue a ver la televisión, poniendo firmemente a su padre en su lugar.
Jack captó la indirecta y subió a su habitación. Tres… no, cuatro camisas limpias… cinco juegos de ropa interior… cuatro nuevas corbatas y… sí, también algo informal. Dos nuevas chaquetas, dos pares de pantalones. Su aguja de corbata de la marina. Eso era todo. Dejó el montón de ropa sucia sobre la cama y, una vez hecha la maleta, se dirigió hacia abajo. ¡Uy! Dejó el equipaje y subió a buscar su pasaporte. Ya no tenía sentido usar el británico falso.
—Adiós, Sally.
—Adiós, papi.
Luego lo pensó mejor, se incorporó de un brinco y fue a darle otro abrazo. No crecería para romper corazones, sino para arrancarlos y cocinarlos con carbón. Pero eso estaba aún muy lejos y por ahora su padre tenía la oportunidad de disfrutar de ella. El pequeño Jack estaba dormido de espaldas en el parque y su padre decidió no molestarlo.
—Hasta luego, amigo —dijo Ryan cuando se dirigía hacia la puerta.
—¿Dónde va? —preguntó la señorita Margaret.
—Salgo del país. Por negocios —explicó Jack—. Llamaré a Cathy desde el aeropuerto.
—Buen viaje, doctor Ryan.
—Gracias, Margaret —respondió cuando salía.
—¿Cómo vamos de tiempo? —preguntó Ryan de regreso en el coche.
—Ningún problema —pensó Thompson en voz alta.
Si llegaban tarde, ese avión también tendría un pequeño problema mecánico.
—Bien.
Jack ajustó su asiento para echarse un poco hacia atrás y dar una cabezada.
Se despertó justo delante de la terminal número tres de Heathrow. Thompson se acercó con el coche hasta un hombre vestido de paisano. Parecía algún tipo de funcionario.
Lo era. Tan pronto como Ryan se apeó del coche, el hombre se le acercó con un sobre que contenía los billetes.
—Señor, su vuelo sale dentro de cuarenta minutos, puerta doce —dijo aquel hombre—. En Roma se encontrará con Tom Sharp.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Jack.
—Él lo reconocerá, señor.
—Está bien.
Ryan se guardó los billetes antes de dirigirse a la parte trasera del coche para coger sus maletas.
—Yo me ocuparé del equipaje, señor.
Esa forma de viajar tenía sus ventajas, pensó Jack. Agitó la mano para despedirse de Thompson y se dirigió hacia la terminal, en busca de la puerta doce. Eso resultó bastante fácil. Ryan se sentó cerca de la puerta y comprobó su billete 1-A de nuevo, un billete de primera clase. El servicio secreto de Inteligencia debía de tener un buen acuerdo con British Airways. Ahora todo cuanto tenía que hacer era sobrevivir al vuelo.
Veinte minutos más tarde embarcó, se sentó, se abrochó el cinturón de seguridad y adelantó una hora su reloj de pulsera. Soportó la inútil monserga sobre seguridad y las instrucciones para abrocharse el cinturón, que en su caso ya estaba abrochado y ajustado.
El vuelo duró dos horas, y dejó a Jack en el aeropuerto Leonardo da Vinci a las tres y nueve, hora local. Jack salió del avión y buscó el canal azul donde, después de una espera de cinco segundos, le sellaron su pasaporte diplomático; otro diplomático se le había adelantado y el estúpido había olvidado en qué bolsillo llevaba el pasaporte.
Después de eso recuperó sus maletas de la cinta transportadora y se dirigió hacia afuera. Había un hombre de barba canosa que parecía observarlo.
—¿Es usted Jack Ryan?
—Usted debe de ser Tom Sharp.
—Correcto. Permítame que lo ayude con las maletas.
Ryan no sabía por qué la gente hacía eso, aunque después de reflexionar se dio cuenta de que él mismo lo había hecho a menudo, y los británicos eran los campeones mundiales de los buenos modales.
—¿Y usted es? —preguntó Ryan.
—El jefe de delegación de Roma —respondió Sharp—. Charleston me llamó para anunciarme su llegada, sir John, y pensé que debería encontrarme con usted personalmente.
—Buen detalle por parte de Basil —pensó Jack en voz alta.
El coche de Sharp era, en esta ocasión, un sedán Bentley, color bronce, con el volante a la izquierda por deferencia al hecho de encontrarse en un país bárbaro.
—Bonito coche, amigo.
—Mi tapadera es subjefe de la legación —explicó Sharp—. Podía haber tenido un Ferrari, pero parece un poco demasiado ostentoso. Hago poco trabajo de campo, sólo cosas administrativas. En realidad soy el subjefe de la legación de la embajada. Demasiado trabajo diplomático, eso puede volverte loco.
—¿Cómo es Italia?
—Es un lugar precioso con gente encantadora, aunque no muy bien organizada. Dicen que los británicos lo desordenan todo, pero nosotros somos prusianos comparados con esta gente.
—¿Y sus policías?
—Muy buenos, realmente. Hay varias fuerzas policiales diferentes. Los mejores de todos son los carabinieri, la policía paramilitar del gobierno central. Algunos de ellos son excelentes. En Sicilia están tratando de encontrarle el truco a la mafia, maldito trabajo ese, pero ¿sabe?, creo que con el tiempo tendrán éxito.
—¿Le han informado de por qué me han enviado aquí?
—Algunas personas creen que Yuri Vladimirovich quiere matar al Papa. Eso es lo que decía mi télex.
—Sí, eso dice un desertor al que acabamos de ayudar a salir, y creemos que no nos miente.
—¿Algunos detalles?
—Me temo que no. Creo que me han mandado aquí para trabajar con usted hasta que alguien decida la acción apropiada. Me parece que el miércoles puede haber una tentativa.
—¿Durante la aparición semanal en la plaza?
—Sí —asintió Jack.
Circulaban por la autopista del aeropuerto en dirección a Roma. El país le parecía raro a Ryan, pero tardó un minuto en comprender por qué; luego se dio cuenta. La inclinación de los tejados era diferente, tenían menos pendiente de lo que estaba acostumbrado. Seguramente allí no nevaba mucho en invierno. De lo contrario, las casas parecerían terrones de azúcar; estaban pintadas de blanco para repeler el calor del sol italiano. Bueno, cada país tiene su propia arquitectura.
—El miércoles, ¿eh?
—Sí. También buscamos a un tipo llamado Boris Strokov, coronel del DS búlgaro. Parece que es un asesino profesional. Sharp estaba concentrado en la carretera.
—He oído el nombre. ¿No era sospechoso del asesinato de Georgi Markov?
—Ése es el tipo. Mandarán algunas fotos de él.
—Un mensajero en su vuelo —declaró Sharp. Ha cogido otro camino hacia la ciudad.
—¿Alguna idea sobre qué hacer?
—Lo instalaremos en la embajada, en realidad mi casa está a dos manzanas. Es bastante bonita. Después iremos en coche hasta San Pedro a echar un vistazo para familiarizarnos con el terreno. He estado allí para ver las obras de arte; la colección de arte del Vaticano está al mismo nivel que la de la reina, pero nunca he trabajado realmente allí. ¿Había estado alguna vez en Roma?
—Nunca.
—Muy bien, circularemos un poco para que obtenga una impresión rápida del lugar.
Roma parecía un lugar muy desordenado, pero también lo parecía un mapa de las calles de Londres, cuyos padres de la ciudad evidentemente no estaban casados con las madres de la ciudad. Y Roma tenía unos mil años más, construida cuando la cosa más rápida que había era un caballo, y eran más lentos en la vida real que en las películas de John Ford. Pocas líneas rectas para las calles y un río serpenteante en el centro. A Ryan todo le parecía viejo; no, no viejo, sino antiguo, como si en otra época los dinosaurios hubieran deambulado por sus calles. Eso era un poco difícil de conciliar con el tráfico automovilístico, desde luego.
—Eso es el anfiteatro Flavio. Lo llamaban el Coliseo porque el emperador Nerón había construido una gran estatua suya en ese mismo lugar —señaló Sharp—, y el pueblo llamó al estadio por ese nombre, para enojo de la familia flavia, que había edificado el lugar con lo recaudado de la rebelión judía acerca de la cual escribió Josefo.
Jack lo había visto por televisión y en las películas, pero no era exactamente lo mismo que en la vida real. Unos hombres habían construido eso con nada más que sudor y cuerdas de cáñamo. Su forma era una extraña reminiscencia del estadio Yankee de Nueva York. Pero Babe Ruth nunca había destripado a nadie en el Bronx. Y eso sí había ocurrido allí; para Ryan era hora de admitirlo.
—¿Sabe?, si alguna vez se inventa una máquina del tiempo, creo que me gustaría volver y ver cómo era. Eso me convierte en un bárbaro, supongo.
—Sencillamente, su versión del rugby —dijo Sharp—. Y el fútbol de aquí puede ser bastante duro.
—El fútbol europeo es un juego de chicas —gruñó Jack.
—Usted es un bárbaro, sir John. El fútbol europeo —explicó con su mejor acento británico— es un juego de caballeros jugado por matones, mientras que el rugby es un juego de matones jugado por caballeros.
—Si usted lo dice. Yo sólo quiero echarle un vistazo al International Tribune. Mi equipo de béisbol está en el campeonato mundial y no sé cómo va.
—¿Béisbol? Ah, quiere decir rounders. Sí, ése es un juego de chicas —anunció Sharp.
—No es la primera vez que tengo esta conversación. Ustedes los británicos, sencillamente no lo entienden.
—Como usted no entiende el fútbol, sir John. En Italia es aún más una pasión nacional que en Inglaterra. Suelen jugar con mucho ardor, a diferencia de los alemanes, por ejemplo, que juegan como malditas máquinas.
Era como diferenciar entre un lanzamiento curvado y un deslizamiento, o un torniquete y un tirabuzón. Ryan no era tan aficionado al béisbol como para captar todas las distinciones; dependía de quién retransmitiera el partido por televisión, que en cualquier caso probablemente se lo inventaba. Pero sabía que no había ningún jugador de béisbol capaz de hacer un buen lanzamiento curvado desde la esquina.
La basílica de San Pedro estaba a cinco minutos de allí.
—¡Maldita sea! —suspiró Jack.
—¿Es grande, verdad?
No era grande, era inmensa.
Sharp se dirigió hacia la izquierda de la catedral, por una calle que terminaba en lo que parecía una zona comercial, predominantemente de joyerías, donde aparcó el coche.
—¿Por qué no echamos un vistazo?
Ryan aprovechó la oportunidad para apearse del vehículo y estirar las piernas, y tuvo que recordarse a sí mismo que no estaba allí para admirar la arquitectura de Bramante ni de Miguel Ángel. Estaba allí para explorar el terreno para una misión, tal como le habían enseñado a hacerlo en Quantico. No era tan difícil si conocías el idioma.
Desde el aire debía de parecer el área de lanzamiento de un campo de baloncesto. La parte circular de la plaza parecía tener unos buenos ciento ochenta metros de diámetro, después se estrechaba hasta quizá un tercio de dicha distancia, conforme te alejabas de las enormes puertas de bronce de la propia iglesia.
—Cuando visita a la muchedumbre, sube a bordo de su coche, una especie de híbrido entre un jeep y un carrito de golf, justamente allí, y sigue por un camino abierto entre el gentío hacia aquí —explicó Sharp—, luego circula por allí y regresa. Tarda unos veinte minutos más o menos, dependiendo de si para el coche para estrechar manos. Supongo que no debería compararlo con un político. Parece un tipo muy correcto, un hombre genuinamente bueno. No todos los Papas lo han sido, pero éste lo es. Además, no es un cobarde. Ha tenido que vivir en medio de los nazis y de los comunistas y eso nunca lo ha desviado ni un ápice de su camino.
—Sí, tiene que gustarle estar en la punta de la lanza —murmuró Ryan como respuesta, que ahora sólo tenía una cosa en la cabeza—. ¿Dónde estará el sol?
—Justo a nuestra espalda.
—O sea, que si hay algún malvado, estará de pie por aquí, con el sol a su espalda, no en sus ojos. A la gente que mira hacia aquí desde el otro lado les da el sol en los ojos. Puede que no tenga tanta importancia, pero cuando tu trasero está en juego, juegas cada carta que tienes en la mano. ¿Ha ido alguna vez de uniforme, Tom?
—En los Goldstreams Guards, de teniente a capitán. Participé en algunas acciones armadas en Aden, pero sobre todo en la BOAR. Estoy de acuerdo con su valoración de la situación —dijo Sharp dándose la vuelta para hacer su propia evaluación—. Además, los profesionales son bastante predecibles, ya que todos tienen el mismo plan de estudios. ¿Pero y si usa un rifle?
—¿De cuántos hombres dispone para esta misión?
—Cuatro, aparte de mí. Charleston mandará algunos más desde Londres, pero no muchos.
—¿Situemos uno allí? —preguntó Ryan señalando la columnata, a entre veinte y treinta metros de altura.
Más o menos la misma a la que se encontraba Lee Harvey Oswald cuando disparó contra John Kennedy… con un rifle italiano, recordó Jack. Sintió un breve escalofrío.
—Probablemente podría poner a un hombre allí arriba disfrazado de fotógrafo. Y los teleobjetivos de las cámaras servirían de telescopios.
—¿Y radios?
—Digamos seis walkie-talkies con banda civil. Si no los tenemos en la embajada, podemos pedir que nos los manden por avión desde Londres.
—Sería mejor que fueran militares, lo suficientemente pequeños para esconderlos. Los que utilizábamos en los marines tenían un pequeño auricular parecido al de un transistor. Preferiblemente codificados, pero eso podía ser difícil.
Además, esos sistemas no solían ser totalmente fiables, pensó Ryan.
—Sí, podemos hacer eso. Tiene buen ojo, sir John.
—No fui un marine durante mucho tiempo, pero la forma con que enseñan las lecciones en la academia hace difícil olvidarlas. Este es un lugar muy grande para cubrirlo con seis hombres, amigo.
—Algo para lo cual el servicio secreto de Inteligencia no nos entrena —añadió Sharp.
—El servicio secreto de Estados Unidos cubriría este lugar con más de cien agentes entrenados, mierda, tal vez más; además intentaría obtener información de cada hotel, motel y albergue para vagabundos de la zona —suspiró Jack—. Señor Sharp, esto es imposible. ¿Cuál suele ser la densidad de la muchedumbre?
—Depende. En verano hay suficiente gente como para llenar el estadio de Wembley. ¿La próxima semana? Seguramente miles —calculó—. Es difícil estimar la cantidad de personas.
Esta misión realmente es una mierda, se dijo Ryan.
—¿Alguna forma de inspeccionar los hoteles en busca de alguna pista sobre ese tal Strokov?
—Hay más hoteles en Roma que en Londres. Es mucho para cubrirlo con cuatro oficiales de campo. ¿No podemos conseguir alguna ayuda de la policía local?
—¿Qué orientación puede facilitarnos Basil? —inquirió Ryan adivinando la respuesta.
—Todo está bajo riguroso control. No, no podemos permitir que alguien sepa lo que estamos haciendo.
Jack se dio cuenta de que no podía ni tan sólo pedir ayuda desde la delegación local de la CIA. Bob Ritter nunca lo sancionaría.