—Bien, Jack dispone de su escritorio en Londres —dijo Greer dirigiéndose a sus colegas del séptimo piso.
—Me alegra saberlo —observó Bob Ritter—. ¿Crees que sabrá cómo manejarlo?
—Bob, ¿qué ocurre entre tú y Ryan? —preguntó el subdirector de Inteligencia.
—Tu chico guapo asciende con excesiva rapidez. Algún día se caerá.
—¿Quieres que lo convierta en un simple chupatintas? —preguntó James Greer, acostumbrado a defenderse de los frecuentes ataques de Ritter sobre el tamaño y consiguiente poder de la Dirección de Inteligencia—. Tú también tienes estrellas pujantes en tu departamento. Ese chico tiene posibilidades y voy a dejarlo correr hasta que tropiece con el muro.
—Sí, ya oigo el trompazo —refunfuñó el subdirector de Operaciones—. ¿Cuál de las joyas de la corona pretende ofrecer a nuestros primos británicos?
—Poca cosa. La evaluación de Mijáil Suslov que hicieron los médicos del Johns Hopkins cuando se desplazaron a Rusia para curarle los ojos.
—¿Todavía no tienen ese informe? —inquirió el juez Moore, puesto que no se trataba de un documento particularmente delicado.
—Supongo que nunca nos lo pidieron. En cualquier caso, a juzgar por lo que hemos visto, Suslov ya no durará mucho tiempo.
La CIA tenía muchas formas de evaluar el estado de salud de los altos funcionarios soviéticos. La más común eran las fotografías, o mejor aún, las filmaciones de las personas en cuestión. El organismo empleaba médicos, generalmente catedráticos de las principales facultades de medicina, para examinar las fotos y diagnosticar sus dolencias a más de cinco mil kilómetros de los pacientes. No era la mejor forma de ejercer la medicina, pero era mejor que nada. Además, el embajador norteamericano, después de cada una de sus visitas al Kremlin, a su regreso a la embajada dictaba sus impresiones sobre todo lo que había visto, por pequeño e insignificante que pareciera. Con frecuencia se había insistido en nombrar a un médico para el cargo de embajador, pero nunca se había hecho. Con mayor frecuencia se habían llevado a cabo operaciones para recoger muestras de orina de importantes mandatarios extranjeros, ya que la orina era una buena fuente de información diagnóstica. Para ello se habían realizado ciertos arreglos especiales en la fontanería de Blair House, frente a la Casa Blanca, donde a menudo se hospedaban mandatarios extranjeros, además de ciertos intentos de forzar la puerta del consultorio de algunos médicos en diversas partes del mundo. Sin descartar los rumores que siempre circulaban, y especialmente en ese país. Todo esto era debido a que se sabía que la salud de un individuo jugaba un papel muy importante en su forma de pensar y de tomar decisiones. Los tres presentes habían bromeado sobre la posibilidad de contratar a un par de videntes, y comentaban, con razón, que sus resultados habrían sido tan precisos como los obtenidos por agentes de Inteligencia profesionales y bien pagados. En Fort Meade, Maryland, se llevaba a cabo otra operación denominada Stargate, donde el organismo empleaba a personas mucho más extremistas que los videntes. Esta operación se inició principalmente porque los soviéticos también contrataban a personal parecido.
—¿Está muy enfermo? —preguntó Moore.
—Por lo que he visto hace tres días, no llegará a Navidad. Insuficiencia coronaria aguda, según dicen. Tenemos una fotografía en la que se toma lo que parece una píldora de nitroglicerina; no es una buena señal para Miguel el Rojo —concluyó James Greer, refiriéndose a Suslov con el apodo de la casa.
—¿Y lo sustituirá Alexándrov? Menudo negocio —comentó lacónicamente Ritter. Creo que los gitanos los cambiaron cuando nacieron; otro ferviente seguidor del gran dios Marx.
—No todos podemos ser baptistas, Robert —repuso Moore.
—Esto ha llegado hace dos horas por el fax de seguridad desde Londres —dijo Greer al tiempo que distribuía los papeles, guardándose lo mejor para el final—. Podría ser importante —agregó.
—¡Joder! —exclamó Ritter; que leía a gran velocidad en diversos idiomas.
El juez Moore se tomó su tiempo, como debía hacerlo un juez, pensó.
—Dios mío —exclamó al cabo de unos veinte segundos—. ¿Nada sobre esto de nuestras fuentes?
—Se necesita tiempo, Arthur, y los Foley todavía se están instalando —respondió Ritter mientras cambiaba de posición en su butaca.
—Supongo que Cardenal nos mandará información sobre este asunto.
No invocaban a menudo el nombre en clave de aquel agente, al que se lo consideraba como el diamante Cullinan en el panteón de las joyas de la corona de la CIA.
—Es previsible, si Ustínov habla de ello, como espero que haga. Si hacen algo al respecto…
—¿Lo harán, caballeros? —preguntó el director.
—No cabe la menor duda de que se lo plantearán —opinó inmediatamente Ritter.
—Eso implica dar un paso importante —reflexionó más sobriamente Greer—. ¿Creéis que Su Santidad coquetea? No hay muchos hombres que se acerquen al tigre, abran la puerta de la jaula y se burlen de la fiera.
—Mañana tendré que mostrárselo al presidente —dijo Moore antes de hacer una ligera pausa, pensando en su reunión semanal en la Casa Blanca, prevista para el día siguiente a las diez de la mañana—. El nuncio papal ha salido de la ciudad, ¿no es así?
Resultó que los demás no lo sabían. Debería comprobarlo.
—En cualquier caso, ¿qué le dirías? —preguntó Ritter—. Debemos suponer que las demás jerarquías romanas han intentado disuadirlo.
—¿James?
—¿No os parece que en cierto modo recuerda a Nerón? Es casi como si amenazara a los rusos con su propia muerte… Maldita sea, ¿realmente alguien piensa de ese modo?
—Hace cuarenta años, James, arriesgaste tu propia vida. Greer había servido en la armada durante la segunda guerra mundial y a menudo lucía su escudo con los delfines dorados en la solapa de su chaqueta.
—Me arriesgué, Arthur; como el resto de la dotación del barco, pero no informé de mi posición al enemigo con una carta personal.
—Ese individuo tiene un buen par de cojones, amigos —musitó Ritter—. No es la primera vez que presenciamos algo semejante. El doctor King nunca dio un paso atrás en su vida.
—Y supongo que el KKK era tan peligroso para él como el KGB lo es para el Papa —concluyó Moore—. Los sacerdotes tienen una forma diferente de ver el mundo. Creo que lo llaman «virtud» —agregó—. El caso es que cuando el presidente me pregunte por este asunto, e indudablemente lo hará, ¿qué diablos le digo?
—Puede que nuestros amigos rusos decidan que Su Santidad ya ha vivido lo suficiente —respondió Ritter.
—Eso sería un paso enorme y muy peligroso —objetó Greer—. Impropio de un comité.
—Puede que este comité lo dé —señaló el subdirector de Operaciones.
—Provocaría graves consecuencias, Bob, y ellos lo saben. Esos individuos juegan al ajedrez, no a la ruleta.
—Esta carta los coloca entre la espada y la pared —declaró Ritter—. Creo, juez, que la vida del Papa puede estar en peligro.
—Es demasiado pronto para asegurarlo protestó Greer.
—No, si pensamos en quién dirige el KGB. Andrópov es un hombre del partido. Si hay algo de lealtad en él, la debe a dicha institución, e indudablemente no a nada reconocible como principios. Si esto les asusta, o simplemente les preocupa, se lo plantearán. El Papa les ha arrojado el guante, caballeros —declaró el subdirector de Operaciones—. Es posible que acepten el desafío.
—¿Lo ha hecho antes algún Papa? —preguntó Moore.
—¿Dimitir de su cargo? No, que yo recuerde —admitió Greer—. Ni siquiera sé si existe un mecanismo para ello, aunque reconozco que es un gesto espectacular. Debemos suponer que habla en serio. A mí no me parece un farol.
—No —asintió el juez Moore—. No puede serlo.
—Es leal a su pueblo. Debe de serlo. En otra época fue párroco. Ha bautizado bebés, celebrado bodas… Conoce a esa gente. No como una masa amorfa, sino como a personas a las que ha visto nacer y morir. Son su pueblo. Probablemente piensa en el conjunto de Polonia como si fuera su propia parroquia. ¿Les será fiel, aun a riesgo de perder su propia vida? ¿Cómo puede dejar de serlo? —dijo Ritter; inclinándose hacia adelante—. No es sólo una cuestión de valor personal. Si no lo hace, la Iglesia católica quedará en ridículo. No, amigos, habla muy en serio; y no es en absoluto un farol. La cuestión es, ¿qué diablos podemos hacer al respecto?
—¿Desalentar a los rusos? —reflexionó Moore en voz alta—. Imposible —repuso inmediatamente Ritter—. Lo sabes sobradamente, Arthur. Si organizan una operación, habrá más intermediarios clandestinos que en cualquiera de las organizadas jamás por la mafia. ¿Cómo crees que es la seguridad a su alrededor?
—Ni idea —reconoció el director—. Sé que existe la guardia suiza, con sus bonitos uniformes y sus picas… ¿No lucharon en una ocasión?
—Eso creo —respondió Greer—. Alguien intentó matarlo y atacaron por la retaguardia mientras él huía de la ciudad. Creo que murieron casi todos.
—Ahora probablemente se dedican a posar para fotos, e indicar al público dónde están los servicios —reflexionó Ritter en voz alta. Pero también deben de cumplir alguna función. El Papa es una figura demasiado destacada para no llamar la atención de algún que otro loco. Técnicamente, el Vaticano es un Estado soberano. Debe de disponer de algunos de los mecanismos de una nación. Supongo que podríamos ponerlos sobre aviso…
—Sólo cuando sepamos de qué hay que avisarlos, que de momento no es el caso —señaló Greer—. Cuando envió esa carta, el Papa sabía que mucha gente se pondría nerviosa. La protección de la que goce ya debe de estar sobre aviso.
—Esto llamará también la atención del presidente. Querrá saber más y conocer las opciones. Maldita sea, desde que hizo ese discurso sobre el «imperio del mal» se han sucedido los problemas en la otra orilla del río. Si realmente hacen algo, aunque no se lo podamos atribuir a ellos, entrará en erupción como el volcán de Santa Elena. Aquí, en Norteamérica, hay casi cien millones de católicos y muchos de ellos votaron por él.
Por su parte, James Greer se preguntó hasta qué punto se les podía escapar de las manos la situación.
—Caballeros, de lo único que disponemos actualmente es del fax de una fotocopia de una carta entregada al gobierno de Varsovia. Todavía no sabemos con certeza que haya llegado a Moscú. No hemos detectado indicios de ninguna reacción por su parte. No podemos comunicarles a los rusos que lo sabemos. Por consiguiente, tampoco podemos intentar desalentarlos. No podemos hacer lo uno ni lo otro. Por la misma razón, tampoco podemos decirle al Papa que estamos preocupados. Si los rusos se disponen a reaccionar, cabe esperar que alguno de los subordinados de Bob nos lo comunique y el Vaticano tiene su propio servicio de Inteligencia, que sabemos que es bastante bueno. Así que de momento lo único que tenemos es una información interesante, probablemente cierta, pero todavía sin confirmar.
—¿Entonces crees que de momento debemos guardarnos la información y limitarnos a reflexionar? —preguntó Moore.
—No podernos hacer otra cosa, Arthur. La reacción rusa no será rápida. Nunca lo es con respecto a algo con este nivel de importancia política. ¿Bob?
—Sí, probablemente tienes razón —respondió el subdirector de Inteligencia. No obstante, hay que informar al presidente—. La información es algo escasa para eso —advirtió Greer—. Pero sí, supongo que hay que hacerlo.
Era sobre todo consciente de que, si no se lo contaban al presidente y algo nefasto sucedía, deberían empezar a buscarse otro empleo.
—Si Moscú sigue adelante, tendríamos que saberlo antes de que ocurra algo grave.
—Bien, puedo decirle eso —asintió el juez Moore.
«Señor presidente, lo observamos muy de cerca», eso solía funcionar. Moore llamó a su secretaria y pidió que les trajera un poco de café. A las diez de la mañana del día siguiente informarían al presidente en el despacho oval y luego, después del almuerzo, se celebraría la reunión semanal con los jefes de los demás servicios, la DIA y la NSA, para comprobar si sucedía algo interesante en sus sectores. El orden debería haber sido el inverso, pero así era como se programaban habitualmente las cosas.
Su primer día de trabajo se prolongó más de lo previsto, antes de poder darlo por concluido. A Ed Foley le impresionó el metro de Moscú. Su decorador debía de haber sido el mismo loco que había diseñado la afiligranada estructura de piedra de la universidad estatal de Moscú, evidentemente apreciado por Joe Stalin, cuyo sentido personal de la estética había recorrido el espectro completo. Era curiosamente reminiscente de los palacios zaristas, interpretado por un alcohólico terminal. Dicho esto, el metro era técnicamente excelente, aunque algo ruidoso. Pero, sobre todo, lo que le gustaba al espía era la aglomeración. No sería difícil hacer algún pase o cualquier otro tipo de entrega con otro agente, siempre y cuando siguiera las normas que había aprendido, y Edward Francis Foley era muy bueno en ese sentido. Ahora estaba seguro de que a Mary Pat le encantaría estar allí. Para ella sería lo que Disneylandia para Eddie. Una muchedumbre donde todos hablaban ruso. Su ruso era bastante bueno. El de Mary Pat, aprendido sobre el regazo de su abuelo, era literario y debería vulgarizarlo un poco para que no llamara la atención el conocimiento excesivo del idioma por parte de la simple esposa de un funcionario diplomático de rango inferior.
El metro le resultaba útil. Con una estación a un par de manzanas de la embajada y otra prácticamente delante de su casa, ni siquiera al más paranoico de los empleados del Segundo Directorio le parecería sospechoso que lo utilizara, a pesar de la conocida predilección de los norteamericanos por los coches. No miraba a su alrededor más de lo que lo haría un turista corriente y creyó haber detectado a alguien que lo seguía. De momento, probablemente serían varios. Él era un nuevo empleado de la embajada y los rusos querrían ver si deambulaba como un espía de la CIA. Decidió comportarse como un inocente norteamericano en el extranjero, con la esperanza de parecer convincente. Eso dependería obviamente de la experiencia de su adlátere actual, evidentemente desconocida. Sin duda lo seguirían durante un par de semanas. Era una molestia previsible. Otro tanto le sucedería a Mary Pat y, probablemente, a Eddie. Los soviéticos eran unos paranoicos, pero difícilmente podía quejarse; su labor consistía en descubrir los secretos mejor guardados de su país. Era el nuevo jefe de delegación, pero se suponía que debía ser muy sigiloso. Esta era una de las nuevas ideas más creativas de Bob Ritter. Normalmente, la identidad del jefe de los espías en una embajada no se esperaba que fuera un secreto. Tarde o temprano, todos se quemaban de un modo u otro, tal vez identificados en una operación señuelo o mediante algún error operativo, y eso era como perder la virginidad: cuando se perdía, ya no se recuperaba. Pero la CIA raramente utilizaba equipos formados por marido y mujer, y había pasado años preparando esa tapadera. Ed Foley, licenciado en la Universidad Fordham de Nueva York, había sido reclutado bastante joven y, después de que el FBI hubo investigado sus antecedentes, trabajó en el New York Times como periodista de sucesos. Redactó algunos artículos interesantes, aunque no demasiados, y finalmente le dijeron que, si bien el Times no lo iba a despedir, tal vez sería mejor para él que fuera buscando empleo en un periódico más pequeño, donde pudiera destacar con mayor facilidad. Ed captó la indirecta y consiguió trabajo en el Departamento de Estado como agregado de prensa, con un buen sueldo de la administración, pero en un destino mediocre. Su labor oficial en la embajada consistiría en relacionarse con los corresponsales extranjeros de élite de los grandes periódicos norteamericanos y de las cadenas de televisión, facilitarles acceso al embajador y a otros funcionarios de la embajada, y luego dejarles el camino libre para elaborar sus importantes artículos. Su principal función era la de parecer competente, aunque sin pasarse. El corresponsal local del Times ya se había ocupado de contarles a sus colegas que Foley carecía de lo necesario para triunfar como periodista en el periódico más prestigioso de Norteamérica, y puesto que todavía no había alcanzado la edad para dedicarse a la enseñanza, otro lugar de descanso para periodistas incompetentes, había elegido la segunda peor opción: funcionario del gobierno. De él dependía fomentar dicha imagen, consciente de que el KGB se serviría de la información de los periodistas norteamericanos para evaluar al personal de la embajada. La mejor tapadera para un espía era que se lo considerara tardo y torpe, porque los lerdos no eran suficientemente listos para ser espías. Eso se lo agradecía a lan Fleming y a las películas que había inspirado. James Bond era un chico listo, pero no Ed Foley. No, Ed Foley era un funcionario. Lo asombroso era que los soviéticos, cuyo país estaba enteramente gobernado por funcionarios torpes, cayeran a menudo en dicha trampa, con la misma facilidad que un campesino recién salido de una granja de cerdos en Iowa.
Nada era previsible en el mundo del espionaje, pensó el jefe de delegación, salvo en ese país. Los rusos eran extremadamente previsibles; todo estaba escrito en algún libro enorme y todo el mundo actuaba según lo previsto.
Foley subió al vagón del metro, observó a los demás pasajeros y comprobó que lo miraban. Su ropa lo delataba como extranjero, con la misma claridad que la corona luminosa distinguía a los santos en las pinturas del Renacimiento.
—¿Quién es usted? —preguntó una voz neutra, que sorprendió a Foley.
—¿Qué se le ofrece? —respondió él en un mal acento ruso.
—Ah, usted es norteamericano.
—Sí, efectivamente. Trabajo en la embajada norteamericana. Hoy es mi primer día. Soy nuevo en Moscú.
Fuera o no uno de sus vigilantes, sabía que lo único sensato era responder con franqueza.
—¿Qué le parece este lugar? —preguntó el inquisidor:
Parecía un funcionario, tal vez del contraespionaje o un enlace del KGB. O quizá fuera un simple oficinista gubernamental que sentía curiosidad. Ésos también existían. ¿Se habría dirigido a él un ciudadano corriente? Probablemente no, pensó Foley. A pesar de que el ambiente tendía a limitar la curiosidad al espacio entre oreja y oreja, la que sentían los rusos por los norteamericanos era excepcional. Se los enseñaba a desdeñar o incluso a odiar a los norteamericanos, pero a menudo eran para ellos como la manzana para Eva.
—El metro es impresionante —respondió Foley mirando atentamente a su alrededor.
—¿De qué parte de Norteamérica es usted? —fue la siguiente pregunta.
—De la ciudad de Nueva York.
—¿Juegan a hockey sobre hielo en Norteamérica?
—¡Por supuesto! He seguido a los New York Rangers desde que era niño. Quiero ver cómo juegan aquí —respondió con toda sinceridad, ya que el patinaje y los pases rusos eran lo más parecido a Mozart en el mundo del deporte—. Hoy me han dicho en la embajada que disponen de buenas entradas. Ejército Central —agregó.
—¡Bah! —refunfuñó el moscovita—. Yo soy hincha de los Wings.
Puede que aquel individuo fuera genuino, pensó Foley, sorprendido. Los rusos eran tan selectivos respecto a sus equipos de hockey como los norteamericanos con los de béisbol. Pero probablemente en el Segundo Directorio trabajaran también hinchas de hockey. Para él no se podía ser nunca «demasiado precavido», especialmente allí.
—¿No es el Ejército Central el equipo campeón?
—Son demasiado remilgados. Fíjese en lo que les ocurrió en Norteamérica.
—En Norteamérica, el juego es más físico, por decirlo de algún modo. A ustedes debe de parecerles que se comportan como gamberros, ¿no es cierto? —dijo Foley, que se había desplazado en tren a Filadelfia para ver el partido.
Le divirtió comprobar que los Flyers, más conocidos como los matones callejeros, derrotaron a los visitantes rusos, un tanto prepotentes. El equipo de Filadelfia utilizó incluso una arma secreta, la envejecida Kate Smith cantando Dios bendiga América, que para los miembros de ese equipo fue como comer clavos y bebés para desayunar. ¡Diablos, menudo partidazo!
—Sí, jugaron duro, pero no son mariquitas. Los jugadores del Ejército Central parecen bailarines del Bolshoi, por su forma de patinar y hacer los pases. No está mal que de vez en cuando se sientan humillados.
—Recuerdo la olimpiada del ochenta y, sinceramente, fue un milagro que lográramos derrotar a su excelente equipo.
—¿Milagro? ¡Qué va! Nuestro entrenador estaba dormido, al igual que nuestros héroes. Sus chicos jugaron con ahínco y merecieron la victoria. El entrenador mereció que lo fusilaran.
Sí, aquel individuo hablaba como un verdadero hincha.
—Quiero que mi hijo aprenda a jugar al hockey aquí.
—¿Qué edad tiene? —preguntó con auténtico interés en la mirada.
—Cuatro años y medio —respondió Foley.
—Buena edad para aprender a patinar. Los niños tienen muchas oportunidades de patinar en Moscú, ¿no es cierto, Vanya? —dijo, dirigiéndose al individuo que se encontraba a su lado y que observaba la conversación con una mezcla de curiosidad e incomodidad.
—Asegúrese de que consiga unos buenos patines —sugirió el segundo hombre—. Los malos pueden dañarle los tobillos.
Una respuesta típicamente rusa. En ese país frecuentemente duro, la preocupación por los niños era enternecedoramente genuina. El oso ruso tenía un tierno corazón para los niños, pero otro de granito congelado para los adultos.
—Gracias. Lo haré.
—¿Vive usted en el recinto para extranjeros?
—Efectivamente —respondió Foley.
—La próxima parada es la suya.
—Spasiba y buenos días.
Se dirigió a la puerta del vagón y volvió la cabeza para despedirse de sus nuevos amigos rusos. ¿Pertenecerían al KGB? Tal vez, pero no estaba seguro de ello. Lo estaría si seguían encontrándose en el metro dentro de un mes. Lo que Ed Foley no sabía era que en todo momento los había estado obseRyando un individuo con un ejemplar del Sovietskiy Sport en las manos, a dos metros escasos de distancia. Se llamaba Oleg Zaitzev y Oleg Ivanovich pertenecía al KGB.
El jefe de delegación se apeó del metro y se dirigió con la muchedumbre a la escalera mecánica, que en otra época conducía a un retrato de Stalin de cuerpo entero, desaparecido ahora para no ser reemplazado por otro. En el exterior soplaba un aire fresco ya otoñal, bastante agradable después del ambiente cargado del metro. A su alrededor, por lo menos una decena de individuos encendieron sus apestosos cigarrillos y se alejaron en diversas direcciones. Estaba a sólo media manzana del recinto residencial, con su correspondiente garita custodiada por un vigilante uniformado, que miró a Foley, y decidió que era norteamericano por la calidad de su abrigo, sin saludarlo siquiera con un movimiento de la cabeza ni mucho menos con una sonrisa. Los rusos no acostumbraban a sonreír. Eso era algo que sorprendía a los visitantes norteamericanos; la austeridad externa de los rusos era casi inexplicable para los extranjeros.
Dos estaciones más allá, Oleg Zaitzev titubeaba sobre si redactar o no un informe. El KGB esperaba que sus agentes lo hicieran, en parte para mostrar su lealtad y en parte para exhibir su vigilancia perpetua de los ciudadanos del principal enemigo, como se denominaba a Norteamérica en su comunidad profesional. El propósito era sobre todo el de mostrar su paranoia institucional, fomentada abiertamente por el KGB. Pero Zaitzev era oficinista de profesión y no sentía la necesidad de generar papeleo innecesario. Algún funcionario del piso superior se limitaría a ojearlo, como mucho a leerlo por encima y guardarlo en un archivo donde nunca nadie volvería a mirarlo. Su tiempo era demasiado valioso para esas bobadas. Además, ni siquiera había hablado con el extranjero. Se apeó en la estación que correspondía, subió por la escalera mecánica al aire fresco del atardecer y, encendió su cigarrillo Trud al salir a la calle. Era repugnante. Él tenía acceso a las tiendas «cerradas» y podría haber comprado cigarrillos franceses, ingleses, o incluso norteamericanos, pero eran demasiado caros y su presupuesto no alcanzaba a cubrir sus gustos. De modo que fumaba la marca habitual de los obreros, como la mayoría de sus paisanos. La calidad de su ropa era ligeramente superior a la del resto de sus camaradas, aunque no demasiado. No lo suficiente para destacar junto a los demás. Se encontraba a dos manzanas de su casa. Vivía en el primero, que los norteamericanos llamarían segundo, y se alegraba de no hacerlo en un piso superior, para evitar el riesgo de sufrir un infarto cuando no funcionaba el ascensor, lo cual solía ocurrir una vez al mes. Ese día funcionaba. La anciana que vivía en el piso del portero de la planta baja tenía hoy la puerta cerrada en lugar de abierta, lo cual indicaba que había algún problema mecánico del que debía advertirle. Eso significaba que hoy no se había roto nada en el edificio. Eso no era exactamente un motivo de celebración, pero sí una de esas pequeñas cosas en la vida que cabe agradecerle a Dios, o a quienquiera que determine los avatares del destino. El cigarrillo murió cuando cruzaba el umbral de la puerta principal. Zaitzev tiró la colilla al cenicero y se dirigió al ascensor que, por increíble que pudiera parecer, lo estaba esperando con las puertas abiertas.
—Buenas tardes, camarada Zaitzev —lo saludó el ascensorista, un lisiado de la «gran guerra patriótica», con sus correspondientes medallas que lo demostraban.
Había sido artillero, según decía. Probablemente era el soplón del edificio, el que informaba de sucesos inusuales a otro contacto del KGB a cambio de un mísero estipendio que complementaba su pensión del Ejército Rojo.
—Buenas tardes, camarada Glenko —respondió Zaitzev.
Éste fue el alcance de su intercambio. Glenko hizo girar la manivela, condujo suavemente el ascensor hasta su piso y abrió la puerta. Se encontraba ahora a cinco metros de su casa. Al abrir la puerta, el aire estaba impregnado de olor a col hervida: sopa de col para la cena. No era inusual; el repollo, acompañado de sabroso pan negro, era un producto básico en la dieta rusa.
—¡Papá!
Oleg Ivanovich se agachó para levantar en brazos a su pequeña Svetlana, que con su rostro de querubín y su radiante sonrisa era la niña de sus ojos.
—¿Cómo está hoy mi pequeña zaichik? —preguntó mientras la pequeña le daba un beso.
Svetlana asistía a un atestado centro infantil con otros pequeños de su misma edad, que no era exactamente un parvulario, ni tampoco una guardería. La ropa de la niña era prácticamente lo único de color que se podía conseguir en ese país. En ese momento llevaba puestos un jersey verde, unos pantalones grises y unos pequeños zapatos de cuero rojo. La ventaja de tener acceso a las tiendas «cerradas» era que podía adquirir cosas para su pequeña. En la Unión Soviética no había siquiera pañales de tela para los bebés, que sus madres solían elaborar con viejas sábanas, ni mucho menos los desechables que se usaban en Occidente. Por consiguiente, había cierta presión para que los pequeños aprendieran cuanto antes a utilizar el retrete, y la pequeña Svetlana, para alivio de su madre, lo había logrado hacía ya algún tiempo. Oleg siguió el olor del repollo hasta la cocina.
—Hola, cariño —lo saludó Irina Bogdanova junto al fogón, donde estaba cocinando el repollo, las patatas y lo que su marido esperaba que fuera un poco de jamón.
Lo acompañarían con té y pan. Todavía era temprano para el vodka. Los Zaitzev bebían, pero no en exceso. Solían esperar a que Svetlana se acostara. Irina, licenciada por la universidad estatal de Moscú y liberada en el sentido occidental, aunque no emancipada, trabajaba como contable en los almacenes GUM. Junto a la mesa de la cocina colgaba el monedero de tela, que llevaba siempre consigo en su bolso, pendiente en todo momento de lo que pudiera comprar para comer o para alegrar su insípido hogar. Eso suponía hacer cola, función reservada a las mujeres en la Unión Soviética, junto a la de preparar la comida para su esposo, independientemente de la categoría profesional de ambos. Sabía que su marido trabajaba para la seguridad nacional, pero en el fondo desconocía en qué consistía su trabajo; sólo sabía que cobraba un sueldo bastante correcto, tenía un uniforme que raramente usaba y estaba a punto de conseguir un ascenso. Por tanto, hiciera lo que hiciese, suponía que debía de hacerlo bastante bien y eso le bastaba. Hija de un militar de infantería de la «gran guerra patriótica», había estudiado en escuelas estatales y obtenido notas superiores a la media, aunque nunca llegó a alcanzar sus deseos. Había demostrado cierto talento para el piano, pero no el suficiente para proseguir en un conservatorio estatal. También había intentado escribir, pero una vez más su talento no alcanzó el nivel necesario para el criterio editorial. No era fea, aunque delgada para los gustos rusos. Llevaba una melena de color castaño claro hasta los hombros, generalmente bien peinada. Leía mucho, prácticamente todos los libros que caían en sus manos y que merecieran la pena, además de escuchar música clásica. De vez en cuando asistía con su marido a conciertos en el Tchaikovski. Oleg prefería el ballet y también iban a verlo, Irina suponía que gracias al trabajo de su marido en el número dos de la plaza Dzerzhinskiy. Todavía no era suficientemente veterano para alternar en las fiestas con los altos funcionarios del servicio de seguridad. Tal vez cuando alcanzara el rango de coronel, esperaba su esposa. De momento disfrutaban del estilo de vida de clase media de los funcionarios estatales, combinando ambos sueldos para llegar a fin de mes. La ventaja era su acceso ocasional a las tiendas «cerradas» del KGB, donde por lo menos podían adquirir cosas bonitas para ella y para Svetlana. Y, quién sabe, tal vez algún día podrían permitirse tener otro hijo. Ambos eran bastante jóvenes y la presencia de un niño alegraría su hogar.
—¿Hay algo interesante hoy? —bromeó Irina, como casi todos los días.
—Nunca sucede nada interesante en el despacho —respondió Oleg, también como de costumbre.
No, sólo los mensajes habituales de ida y vuelta de los agentes de campo, que él colocaba en los buzones correspondientes para que los mensajeros internos los llevaran en mano a los despachos de los agentes de control del piso superior, que eran quienes dirigían realmente el KGB. Un coronel muy veterano había bajado para comprobar la operación de la semana anterior, cosa que hizo sin una sonrisa, una palabra amable, ni pregunta alguna durante veinte minutos, antes de desaparecer hacia los ascensores. Oleg sólo conocía su rango por la identidad de su acompañante: el coronel encargado de su propia operación. En su departamento, la gente solía hablar en un susurro, si es que lo hacía, y estaba demasiado lejos para oír las pocas palabras que se habían intercambiado; además, se le había enseñado a no mostrar demasiado interés.
Pero el efecto de la formación sólo podía llegar hasta cierto punto. El capitán Oleg Ivanovich Zaitzev era demasiado listo para cerrar su mente por completo. Su trabajo precisaba en realidad algo semejante al juicio para realizarlo debidamente, pero debía ejercerse con la cautela de un ratón paseando por una sala llena de gatos. Acudía siempre a su superior inmediato y empezaba por las preguntas más modestas antes de obtener su aprobación. En realidad, sus propuestas siempre se aprobaban. Oleg era hábil en ese sentido y se lo empezaba a reconocer como tal. Poco le faltaba para ser comandante. Recibiría más dinero, mayor acceso a las tiendas reservadas y, gradualmente, más independencia… no, eso último no era cierto. Se reducirían un poco las restricciones en cuanto a lo que podía hacer. Algún día tal vez incluso podría llegar a preguntar si un mensaje saliente era razonable. «¿Realmente queremos hacer esto, camarada?», le apetecía preguntar de vez en cuando. Evidentemente no le correspondía a él tomar decisiones operativas, pero en el futuro podría llegar a cuestionar, en los términos más oblicuos, la redacción de alguna orden. De vez en cuando veía algo destinado al agente cuatro cinco siete en Roma, por ejemplo, y se preguntaba si su país realmente quería arriesgarse a sufrir las consecuencias de una orden errónea. Y a veces sucedía. Hacía sólo dos meses había visto un despacho de Bonn en el que se advertía que había surgido algún problema con el servicio de Contrainteligencia de Alemania Occidental y el agente de campo solicitaba instrucciones urgentes; las instrucciones que recibió fueron las de proseguir con su misión, sin cuestionar la inteligencia de sus superiores. A continuación, dicho agente desapareció por completo de la red. ¿Había sido detenido y fusilado?, se preguntaba Oleg. Conocía los nombres de algunos agentes de campo, casi todos los nombres de las operaciones y muchos de sus objetivos. Pero, sobre todo, conocía los nombres en clave de centenares de extranjeros que eran agentes del KGB. En el mejor de los casos, era como leer una novela de espionaje. Algunos de los agentes de campo tenían una vena literaria. Sus despachos no eran como los escuetos comunicados de los militares. Por el contrario, les gustaba transmitir el estado de ánimo de sus agentes, la sensación de la información y de la misión asignada. Podían ser como escritores de guías de viajes que describían situaciones para un público de pago. En realidad se suponía que Zaitzev no debía digerir dicha información, pero tenía cabeza y, además, todo despacho incorporaba pistas codificadas. Una falta de ortografía en la tercera palabra, por ejemplo, podía indicar que el agente corría peligro. Cada agente tenía una clave distinta y Zaitzev disponía de una lista completa de las mismas. Sólo en dos ocasiones había detectado dichas irregularidades y en una de ellas sus superiores le habían ordenado considerarlo como un error de escritura y olvidarlo, por lo cual todavía estaba estupefacto. Pero el error nunca se había repetido y, por consiguiente, quizá sólo se tratara de un error de codificación por parte de dicho agente. Después de todo, según su superior, los hombres formados en el Centro no solían ser capturados en el campo; eran los mejores del mundo y sus enemigos occidentales no eran suficientemente listos. El capitán Zaitzev asintió obedientemente en su momento, anotó sus observaciones y se aseguró de incluirlas en las fichas archivadas, cubriéndose así las espaldas como todo buen funcionario.
¿Y si su superior inmediato estaba bajo el control de algún servicio de espionaje occidental?, se preguntó en aquella ocasión y de nuevo más adelante, generalmente después de unas copas frente al televisor. Dicho compromiso sería el súmmum de la perfección. En ningún lugar del KGB existía una lista escrita de sus agentes y funcionarios. El concepto de «compartimentación» se había inventado aquí, allá por los años veinte, o puede que incluso antes. Ni siquiera al director Andrópov se le permitía disponer de dicha información para evitar que, en caso de desertar a Occidente, pudiera llevársela consigo. El KGB no confiaba en nadie, y mucho menos en su propio jefe. Por consiguiente, curiosamente, sólo el personal de su propio departamento tenía acceso a dicha información, pero ellos no eran agentes operativos; sólo eran comunicadores. ¿Pero acaso no era siempre al codificador en las embajadas extranjeras a quien el KGB intentaba comprometer? Puesto que al funcionario en cuestión no se lo consideraba suficientemente listo para confiarle nada importante, ¿no era precisamente la persona a quien se confiaba dicha información? A menudo se trataba de una mujer, y los agentes del KGB se habían formado en el arte de la seducción. Había visto despachos de dicho género, en algunos de los cuales se describía detalladamente la seducción, tal vez para impresionar a los hombres del piso superior con sus poderes viriles y el alcance de su devoción al Estado. A Zaitzev no le parecía que cobrar por acostarse con las mujeres fuese particularmente heroico, aunque quizá las mujeres fueran extraordinariamente feas y cumplir como un hombre en dichas circunstancias podría ser difícil.
A fin de cuentas, pensaba Oleg Ivanovich, a menudo se confiaban secretos cósmicos a los funcionarios, y ¿no era divertido que él fuera uno de ellos? Ciertamente más divertido que su sopa de repollo, por muy nutritiva que fuera. De modo que el estado soviético confiaba en algunas personas, a pesar de que la «confianza» fuera un concepto tan ajeno a su pensamiento colectivo como lo es el hombre con respecto a Marte. Y él era una de ellas. Una consecuencia de dicha ironía era la bonita blusa verde que llevaba su hija. Colocó unos cuantos libros sobre una silla de la cocina y sentó a la pequeña Svetlana sobre los mismos para que pudiera cenar. Las manos de Svetlana eran un poco pequeñas para los cubiertos de cinc y aluminio, pero por lo menos no pesaban demasiado para ella. Todavía tenía que untarle la mantequilla en el pan. Era agradable poder permitirse mantequilla de verdad.
—He visto algo bonito en la tienda especial de camino a casa —comentó Irina, como lo hacen las mujeres durante la cena, para coger a sus maridos de buen humor.
Hoy el repollo estaba particularmente bueno y el jamón era polaco. Lo había comprado en la tienda «cerrada», no cabía duda. Hacía sólo nueve meses que se había acostumbrado a hacerlo y ahora se preguntaba cómo se las apañaban antes.
—¿De qué se trata? —preguntó Oleg mientras sorbía su té georgiano.
—Sujetadores. Suecos.
Oleg sonrió. Los de fabricación soviética parecían diseñados para campesinas que amamantaran terneras en lugar de bebés; excesivamente grandes para las proporciones más humanas de su esposa.
—¿Cuánto? —preguntó sin levantar la cabeza.
—Sólo diecisiete rublos la pieza.
Diecisiete rublos certificados, no se molestó en puntualizar El rublo certificado tenía un valor real. En teoría podía incluso canjearse por divisa extranjera, al contrario del papel sin valor con el que pagaban a la mayoría de los obreros, cuya tasación era puramente teórica… como, en el fondo, todo lo demás en ese país.
—¿De qué color?
—Blancos.
Tal vez en la tienda especial los tuvieran también en negro o en rojo, pero rara era la mujer soviética que los utilizaba. Allí la gente era muy tradicional en sus costumbres.
Después de la cena, Oleg dejó a su esposa en la cocina y se fue con su hija a la sala de estar, donde se encontraba el televisor. En las noticias dijeron que había empezado la siega, como todos los años, y que los heroicos campesinos de las granjas colectivas recogían la primera cosecha de trigo del verano en las zonas septentrionales, donde debían apresurarse para cultivar y cosechar. Una buena cosecha, según la televisión. Bien —pensó Oleg—, no escaseará el pan este invierno… probablemente. Nunca se podía estar completamente seguro de lo que decían por televisión. A continuación, algunas quejas sobre las armas atómicas norteamericanas que se desplegaban en países de la OTAN, a pesar de las razonables peticiones soviéticas para que Occidente evitara esa actuación tan innecesaria, desestabilizadora y provocativa. Zaitzev sabía que los SS20 soviéticos se desplegaban en otros lugares y que, evidentemente, no eran en absoluto desestabilizadores. El gran espectáculo por televisión esa noche, titulado «Servimos a la Unión Soviética», trataba de operaciones militares, en las que jóvenes soviéticos servían a su país. Era un programa especial sobre hombres que prestaban «servicio internacional» en Afganistán. No solían hablar de ese asunto, y Oleg sentía curiosidad por ver lo que mostrarían. De vez en cuando comentaban la guerra de Afganistán durante el almuerzo. Más que hablar, él solía escuchar, porque se había librado del servicio militar y no lo lamentaba en absoluto. Había oído demasiadas historias sobre la brutalidad innecesaria de las unidades de infantería y, además, los uniformes eran feos. Su uniforme del KGB, que raramente utilizaba, era más que suficiente. Sin embargo, las imágenes revelaban historias que no alcanzaban a contar las palabras y él tenía la perspicacia visual para los detalles que requería su trabajo.
—Todos los años se cosecha trigo en Kansas y nunca lo mencionan en las noticias de la noche de la NBC —dijo Ed Foley.
—Supongo que para ellos comer es un logro importante —respondió Mary Pat, su esposa—. ¿Cómo está la oficina?
—Apretujada —dijo Ed mientras agitaba las manos para indicar que no había ocurrido nada interesante.
Mary Pat pronto tendría que dar una vuelta en su coche, en busca de señales de alerta. En Moscú trabajaban con el agente Cardenal, que era su fuente principal. El coronel sabía que aquí tendría nuevos enlaces. Hacer los preparativos sería delicado, pero Mary Pat estaba acostumbrada a los asuntos peliagudos.