El piso franco era más bien una mansión. Debía de ser la casa de campo de alguien con gusto y dinero abundante y, por su aspecto, se había construido en el siglo pasado, con estucos y vigas de roble, de las que se usaban antiguamente para construir barcos como el HMS Victory. Pero la casa estaba rodeada de tierra, tan lejos del mar como era posible en esa pequeña isla.
Al parecer, Alan Kingshot la conocía muy bien, ya que los condujo hasta allí y los ayudó a instalarse. Ryan pensó que la pareja que se encargaba del lugar debían de ser antiguos policías, probablemente casados y retirados de las fuerzas metropolitanas, como se conocía oficialmente al cuerpo policial londinense. Escoltaron a sus invitados hasta una suite bastante agradable. Irina Zaitzev no daba crédito al lugar, que incluso había impresionado a Ryan. Pero lo único que hizo Oleg Ivanovich fue colocar sus utensilios de afeitar en el cuarto de baño, quitarse la ropa y desplomarse sobre la cama, donde no tardó ni cinco minutos en caer presa de un sueño asistido por el alcohol.
Poco antes de la medianoche le comunicaron la noticia al juez Moore de que el paquete había llegado a un lugar seguro, y con esta información, él también se acostó. Lo único que quedaba pendiente era avisar a las fuerzas aéreas para que tuvieran preparado un KC-135 o algún avión similar, a punto para llevar el paquete a casa. Y para eso bastaba con realizar una llamada telefónica a un oficial del Pentágono. Se preguntaba qué revelaría Rabbit, pero eso podía esperar. El trabajo peligroso había quedado atrás y al director de la CIA no le costó mucho tener paciencia. Se sentía como un niño antes de Navidad: no sabía qué encontraría bajo el árbol, pero estaba seguro de que sería algo bueno.
La noticia le llegó a sir Basil Charleston en su casa de Belgravia antes del desayuno, por medio de un mensajero de Century House. Qué forma tan placentera de comenzar una jornada de trabajo —pensó—, sin duda mejor que la de otros días. Poco antes de las siete de la mañana salió de su casa y se dirigió a la oficina, listo para explicar el éxito de la operación Beatrix en su informe matutino.
Ryan se despertó con el ruido del tráfico. El constructor original de esa magnífica mansión no había previsto la presencia de una autopista a menos de trescientos metros de distancia, pero Ryan había logrado evitar de algún modo la resaca de las copas que se había tomado en el avión y, gracias a los residuos de la emoción del momento, se despertó por completo tras unas seis horas y media de sueño. Se aseó y bajó a la agradable y espaciosa sala del desayuno. Ahí se encontró con Alan Kingshot, que ya estaba tomando el té de la mañana.
—Imagino que querrás café.
—Si hay…
—Sólo tenemos instantáneo —advirtió Kingshot.
—Mejor instantáneo que nada —respondió Jack tratando de reprimir su desilusión.
—¿Le apetecen unos huevos Benedict? —preguntó la antigua policía.
—Señora, sólo por eso estoy dispuesto a perdonarle la ausencia de un Starbucks —respondió Jack con una sonrisa.
A continuación echó un vistazo a los periódicos de la mañana y pensó que su vida había vuelto a la normalidad. Bueno, casi.
—El señor y la señora Thompson nos cuidan esta casa —explicó Kingshot—. Emma se dedicaba a tareas administrativas en Scotland Yard y Nick fue detective de homicidios.
—Eso es lo que hacía mi padre —comentó Ryan—. ¿Cómo acabaron trabajando para los servicios de Inteligencia?
—Nick colaboró en el caso Markov —respondió la señora Thompson.
—E hizo muy buen trabajo —añadió Kingshot—. Podría haberse convertido en un buen oficial de campo.
—Bond, James Bond —bromeó Nick Thompson mientras se dirigía hacia la cocina. Lo dudo. Oigo ruidos en la habitación de nuestros invitados. Parece que la niña los ha despertado.
—Sí —comentó Jack. Así son los niños. ¿Haremos el interrogatorio aquí o en otro lugar?
—Teníamos pensado hacerlo en Somerset, pero anoche decidí no llevarlos de un lado para otro. ¿Para qué marearlos tanto? —explicó Kingshot. Tenemos esta casa desde el año pasado y es un lugar tan cómodo como cualquier otro. La casa de Somerset se encuentra cerca de Tauton y está un poco más aislada, pero dudo que esta gente quiera huir.
—Si regresa a su casa, será liebre muerta —comentó Ryan—. Seguro que él lo sabe. Creo que en el avión le preocupaba la posibilidad de que fuéramos del KGB y que todo esto no fuera más que un montaje. Su esposa se hartó de comprar cosas en Budapest. Quizá alguien debería llevarla de compras por aquí —añadió el norteamericano—. Así podremos hablar con él tranquilamente. Su inglés no está mal. ¿Hay alguien aquí que hable bien el ruso?
—Eso es cosa mía —dijo Kingshot a Ryan.
—Lo primero que debemos saber es por qué decidió salir de su país.
—Por supuesto, pero también hay que averiguar qué es todo esto de las comunicaciones vulneradas.
—Sí —suspiró Ryan—. Creo que rodarán cabezas por ese asunto.
—Totalmente de acuerdo —asintió Kingshot.
—¿Así que has trabajado en Moscú, Al?
—En dos ocasiones —asintió el británico—. No estuvo nada mal el asunto, aunque fue bastante tenso.
—¿Dónde más has estado?
—En Varsovia y en Bucarest. Hablo ambos idiomas. Dime, ¿cómo se ha portado Andy Hudson?
—Es un fenómeno, Al. Siempre está tranquilo y seguro de sí mismo, conoce bien el terreno y tiene buenos contactos. Cuidó muy bien de mí.
—Aquí tiene su café, sir John —anunció la señora Thompson, entregándole una taza de Taster's Choice.
Los británicos eran buena gente —pensó Ryan—, y la pésima fama de su comida era injustificada, pero no tenían la menor idea de cómo preparar un buen café. Aun así, era mejor que el té.
No tardaron en llegar los huevos Benedict y Ryan comprobó que la señora Thompson podría pronunciar conferencias sobre ese plato. Cogió un periódico, el Times, y aprovechó para ponerse al día de los acontecimientos del mundo mientras se relajaba. Pensaba llamar a Cathy al cabo de una hora, cuando llegara al trabajo. Con un poco de suerte, quizá se verían dentro de un par de días. En un mundo perfecto, podría leer algún periódico norteamericano, o incluso el International Tribune, pero el mundo no era perfecto. No tenía el menor sentido preguntar por el campeonato mundial de béisbol. ¿No iba a comenzar mañana? ¿Cómo les iría ese año a los Phillies? Como de costumbre, no se sabría hasta que jugaran.
—¿Cómo te ha ido el viaje, Jack? preguntó Kingshot.
—Esos agentes de campo se merecen todo lo que ganan, Alan. No entiendo cómo pueden aguantar la tensión constantemente.
—Es como todo, Jack, te acostumbras a lo que sea. Tu esposa es cirujana: a mí la idea de abrir a la gente con un bisturí no me atrae en absoluto.
—A mí tampoco, amigo —respondió Jack con una risita—. Y ella opera globos oculares. Casi nada.
Kingshot se estremeció sólo de pensarlo, pero Ryan pensó que trabajar en Moscú, controlando agentes y preparando misiones de rescate, como la que habían protagonizado con Rabbit, no podía ser mucho más divertido que un trasplante de corazón.
—Ah, señor Somerset —oyó decir Ryan a la señora Thompson—. Buenos días y bien venido.
—Spasiba —contestó Oleg Ivanovich con una voz soñolienta.
Los niños se despiertan a las horas más inoportunas, con sonrisas de oreja a oreja y un encanto irresistible.
—¿Así me llamo ahora? —preguntó Rabbit.
—Más adelante le daremos algún nombre más permanente —dijo Ryan—. De nuevo, bien venido.
—¿Es esto Inglaterra? —preguntó Rabbit.
—Estamos a doce kilómetros de Manchester —respondió el oficial de Inteligencia británico—. Buenos días. Por si se le ha olvidado, me llamo Alan Kingshot. Esta es la señora Emma Thompson y Nick estará de vuelta dentro de unos minutos.
Se estrecharon la mano.
—Mi esposa bajará en seguida —explicó—. Se está ocupando de zaichik.
—¿Cómo se siente, Vanya? —preguntó Kingshot.
—Mucho viaje, mucho temor, pero ahora estoy a salvo, ¿verdad?
—Sí, completamente a salvo —aseguró Kingshot.
—¿Qué le apetece para desayunar? —preguntó la señora Thompson.
—Pruebe esto —sugirió Jack señalando su plato. Está riquísimo.
—De acuerdo, lo haré. ¿Cómo se llama?
—Huevos Benedict —respondió Jack—. Señora Thompson, esta salsa holandesa es perfecta. A mi esposa le encantaría tener la receta, si me lo permite —añadió.
Y quizá Cathy podría enseñarle a preparar un café como Dios manda, pensó para sí. Ese sería un buen intercambio.
—Por supuesto, sir John —respondió la señora con una amplia sonrisa.
A todas las mujeres del mundo les encanta que halaguen sus recetas culinarias.
—Otros para mí, entonces —declaró Zaitzev.
—¿Té o café? —preguntó la señora Thompson.
—¿Tiene té inglés? —preguntó Rabbit.
—Por supuesto —respondió ella.
—Tráigame uno, por favor.
—Cómo no —dijo, y salió hacia la cocina.
A Zaitzev aún le costaba asimilar todo el asunto. Se encontraba en la sala de desayunos de una mansión digna de un gran aristócrata, rodeada de un césped tan verde como el de los mejores campos de golf, con enormes robles que llevaban ahí dos siglos, con caballerizas y un almacén para los carruajes. Para él, todo era digno de Pedro el Grande, algo que sólo había visto en los libros y los museos. ¿Acaso era él un invitado especial en esa casa?
—No está mal la casa, ¿verdad? —comentó Ryan mientras se terminaba los huevos.
—Es impresionante —respondió Zaitzev con los ojos como platos.
—Perteneció a la familia de un duque —explicó Kingshot—. La compró un magnate del textil hace unos cien años, pero su negocio se vino abajo y el gobierno la compró el año pasado. La usamos para conferencias y como «piso franco» —añadió con una sonrisa—. El sistema de calefacción es un poco rudimentario, pero de momento no hemos tenido que preocuparnos de eso. El verano ha sido muy agradable y el otoño también promete.
—En Estados Unidos habrían instalado un campo de golf en un lugar así —dijo Jack mirando por la ventana—. Uno enorme.
—Sí —asintió Alan—. Sería un lugar estupendo para eso.
—¿Cuándo iré a Norteamérica? —preguntó Rabbit.
—Dentro de unos tres o cuatro días —respondió Kingshot—. Antes nos gustaría hablar un poco con usted, si no le importa.
—¿Cuándo empezamos?
—Después del desayuno. Tómese su tiempo, señor Zaitzev. Ya no está en la Unión Soviética. No le vamos a presionar en absoluto —prometió Alan.
—Sí, cómo no —pensó Ryan—. Muchacho, te van a succionar el cerebro hasta extraértelo del cráneo y luego lo van a escurrir para obtener todos tus pensamientos, una molécula tras otra. Sin embargo, Rabbit había conseguido un viaje gratis de salida de la madre Rusia y a él y a su familia les esperaba una vida cómoda en Occidente. En esta vida, todo tiene su precio.
El té le encantó. Después bajó el resto de su familia y durante los veinte minutos siguientes, la señora Thompson estuvo a punto de quedarse sin salsa holandesa, mientras los recién llegados rusos aseguraban la facturación de las granjas de huevos.
Irina salió de la sala de desayunos y realizó un recorrido por la casa. Se entusiasmó al toparse con un piano de cola Bósendorfer para conciertos, y se dio la vuelta como una niña en Navidad para preguntar si podía tocar un poco. Hacía años que no se acercaba a un piano, pero puso cara de niña pequeña mientras se esforzaba por tocar Sur le pont d'Avignon, que había sido su melodía favorita años atrás y que aún recordaba.
—Tengo una amiga que toca profesionalmente —dijo Jack con una sonrisa.
El gozo del momento era innegable.
—¿Quién? ¿Dónde? —preguntó Oleg.
—Sissy en realidad se llama Cecilia Jackson. Su esposo es amigo mío. Es piloto de caza de la marina de Estados Unidos. Y ella es la segunda solista de piano de la sinfónica de Washington. Mi esposa también toca, pero Sissy es muy buena.
—Son muy amables con nosotros —dijo Oleg Ivanovich.
—Tratamos de cuidar lo mejor posible a nuestros invitados —interpuso Kingshot—. ¿Hablamos en la biblioteca? —agregó, indicándoles el camino.
Las sillas eran cómodas. La biblioteca era otro ejemplo deslumbrante de la ebanistería del siglo XVII, con miles de tomos suntuosamente encuadernados y tres escaleras de ruedas. Se sentaron en unos lujosos sillones, la señora Thompson trajo unos vasos de agua fría y empezó la sesión de trabajo.
—Veamos, señor Zaitzev —dijo Kingshot, ¿podría empezar por hablarnos de usted?
El ruso le dijo su nombre, su ascendencia, su lugar de nacimiento y su educación.
—¿No realizó el servicio militar? —preguntó Ryan.
—No —respondió Zaitzev al tiempo que negaba con la cabeza—, el KGB me encontró y me libró del servicio militar.
—¿Fue eso en la universidad? —preguntó Kingshot para puntualizan
Había tres grabadoras en marcha.
—Sí, así es. Hablaron conmigo por primera vez durante mi primer año.
—¿Y cuándo se alistó en el KGB?
—Dejé la universidad estatal de Moscú de inmediato. Me llevaron al Departamento de Comunicaciones.
—¿Y cuánto tiempo estuvo allí?
—Desde, bueno, estuve nueve años y medio en total, aparte del tiempo en la academia y demás entrenamiento.
—¿Y dónde trabaja ahora? —continuó Kingshot.
—Trabajo en la Central de Comunicaciones, en el sótano de la Central de Moscú.
—¿Y allí qué hacía exactamente? —preguntó Alan.
—Durante mi guardia, todos los despachos que llegaban del campo pasaban por mi escritorio. Mi trabajo consistía en mantener la seguridad, comprobar que se siguieran los procedimientos correctos y después pasarlos a los oficiales de acción en el piso superior. O a veces al Instituto Americocanadiense —añadió, haciendo un gesto hacia Ryan.
Jack trató de mantener el semblante serio. Ese tipo había huido ni más ni menos que de la versión soviética del Mercury de la CIA. El sujeto lo veía todo, absolutamente todo. Acababa de acompañar a una mina de oro en su escapatoria a través del Telón. Joder.
Kingshot también trataba de ocultar la emoción, pero miró a Ryan y estaba todo escrito en sus ojos.
¿Qué te parece?
—Veamos —prosiguió Kingshot—, ¿sabría decirme los nombres de sus agentes de campo y de los oficiales?
—Sé muchos nombres de los oficiales del KGB. Sé pocos de los agentes, pero conozco sus nombres en clave. El nombre codificado de nuestro mejor agente en Gran Bretaña es Minister. Nos ha facilitado información política y diplomática de gran valor durante años, unos veinte años, creo, puede que más.
—Usted dijo que el KGB había comprometido nuestras Comunicaciones.
—Sí, un poco. Ese es el agente Neptune. No estoy seguro de cuánto ha suministrado, pero sé que el KGB ha leído muchas comunicaciones navales norteamericanas.
—¿Y qué hay de otras comunicaciones? —preguntó Jack de inmediato.
—De las comunicaciones navales estoy seguro, de otras no. Pero ustedes utilizan las mismas máquinas criptográficas para todo, ¿no es así?
—En realidad, no —respondió Alan—. Entonces, ¿quiere decir eso que las comunicaciones británicas aún son seguras?
—Si se han vulnerado, yo lo desconozco —respondió Zaitzev—. La mayoría de la información diplomática y de inteligencia norteamericana que obtenemos procede del agente Cassius. Es el asesor de un político de alto rango de Washington. Nos proporciona buena información sobre lo que hace la CIA y lo que saben de nosotros.
—¿Pero dice que no es de la CIA? —preguntó Ryan.
—No, creo que se trata de un asesor político, un ayudante, un empleado, algo así —respondió Zaitzev con bastante seguridad.
—Bien —dijo Ryan mientras encendía un cigarrillo. Le ofreció uno a Zaitzev, que lo aceptó de inmediato.
—Se me han terminado los Krasnopresnensky —explicó.
—Debería darle los míos. Mi esposa quiere que lo deje. Es médica —explicó Jack.
—¡Bah! —replicó Rabbit.
—Entonces, ¿por qué decidió marcharse? —preguntó Kingshot mientras tomaba un sorbo de té.
Al oír la respuesta, casi se le cayó la taza.
—El KGB quiere matar al Papa.
—¿En serio? —preguntó el agente más veterano, no Ryan.
—¿En serio? He arriesgado mi vida, la de mi esposa y la de mi hija. Da, es en serio —aseguró Oleg Ivanovich a sus interlocutores en un tono que no dejaba lugar a dudas.
—Joder —suspiró Ryan—. Oleg, necesitamos saber más detalles de este asunto.
—Comenzó en agosto. El 15 de agosto —explicó Zaitzev. Prosiguió ininterrumpidamente con su explicación durante unos cinco o seis minutos.
—¿Le han puesto algún nombre a la operación? —preguntó Jack cuando por fin terminó el relato.
—Ninguno, sólo archivo número 15-8-82-666. Ésa es la fecha del primer mensaje de Andrópov a la delegación de Roma y el número de mensaje. Yuri Vladimirovich preguntó cómo podía acercarse al Papa. Roma respondió que era una mala idea. Entonces, el coronel Rozhdiéstvensky, el principal asistente del director, mandó un mensaje a la delegación de Sofía. La operación se dirige desde Sofía. O sea, que la operación seis, seis, seis probablemente la dirige el KGB por mediación del Dirzhavna Sugurnost. Creo que el nombre del oficial es Strokov, Boris Andreievich.
Kingshot pensó unos instantes, luego se levantó y abandonó la habitación. Regresó con Nick Thompson, ex superintendente de la policía metropolitana.
—¿Nick, te dice algo el nombre de Boris Andreievich Strokov?
—Desde luego, Alan —respondió el antiguo policía sin dejar de parpadear—. Creemos que es el tipo que mató a Georgi Markov en Westminster Bridge. Lo teníamos controlado, pero se escabulló del país antes de que hubiera pruebas suficientes para interrogarlo.
—¿No tenía inmunidad diplomática? —preguntó Ryan, sorprendido.
—En realidad, no. Llegó sin documentos y se fue de la misma forma. Yo mismo lo vi en Heathrow. Pero no habíamos reunido las pistas con suficiente rapidez. Fue un caso espantoso. El veneno que le suministraron a Markov era algo terrible.
—¿Viste bien a ese tal Strokov?
—Sí, desde luego —asintió Thompson—. Quizá incluso se dio cuenta. Dadas las circunstancias, yo no me andaba con miramientos. Ese fue el asesino de Markov. Me jugaría la vida.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Me dediqué a perseguir asesinos durante veinte años, sir John. Después de tanto tiempo se llega a conocerlos. Y eso es lo que era: un asesino —aseveró Thompson sin el menor atisbo de duda.
A Ryan, esa seguridad le recordó a su padre, que incluso en los casos difíciles sabía quién era el culpable, aunque no pudiera demostrárselo a un jurado.
—Los búlgaros tienen una especie de contrato con los soviéticos —explicó Kingshot—. Allá por 1964 acordaron ocuparse de todas las eliminaciones «necesarias» para el KGB. A cambio obtuvieron una serie de concesiones políticas. Strokov, sí, me suena ese nombre. ¿Tienes alguna foto del sujeto, Nick?
—Tengo más de cincuenta, Alan —aseguró Thompson—. Nunca se me olvidará esa cara. Tiene los ojos de un cadáver, completamente carentes de vida, como los de un muñeco.
—¿Es bueno? —preguntó Ryan.
—¿Cómo asesino? Muy bueno, sir John. Muy bueno, ya lo creo. El asesinato de Markov en el puente fue obra de un verdadero experto; era el tercer intento. Los dos primeros asesinos potenciales metieron la pata y acabaron llamando a Strokov para que completara el trabajo. Y vaya si lo hizo. Si las cosas hubieran sido un poco diferentes, ni siquiera nos habríamos dado cuenta de que se trataba de un asesinato.
—Creemos que está trabajando en algún lugar de Occidente —dijo Kingshot—. Pero apenas tenemos información. En realidad no son más que rumores. Jack, éste es un tema peligroso. Debo pasarle la información a Basil cuanto antes.
Alan salió de la habitación en busca de una línea segura para llamar por teléfono. Ryan se dirigió de nuevo a Zaitzev.
—¿Y decidió huir por eso?
—El KGB se dispone a asesinar a un hombre inocente, Ryan. He visto cómo se desarrollaba el complot. El mismísimo Andrópov dice que lo harán. He tenido los mensajes en las manos. ¿Cómo puede un solo hombre detener al KGB? —preguntó—. Yo no soy capaz de detener al KGB, pero no quiero ayudarlos a asesinar al cura. Se trata de un hombre inocente, ¿no creen?
Ryan se quedó mirando al suelo.
—Así es, Oleg Ivanovich, lo es.
Santo Dios. Consultó su reloj. Tenía que comunicar esta información con urgencia, pero todavía no habría nadie despierto en Langley a esas horas.
—¡Santo cielo! —exclamó sir Basil Charleston por la línea segura—. ¿Está convencido de eso, Alan?
—Sí, señor, creo que es absolutamente cierto. Nuestra Rabbit parece una persona honrada y bastante lista. Parece que lo único que lo motiva es su conciencia.
A continuación, Kingshot le habló de la primera revelación de la mañana: Minister.
—Debemos pedirle al cinco que lo investigue.
El servicio de seguridad británico, conocido anteriormente como MI-5, era el brazo de contraespionaje del gobierno. Necesitaban alguna información más específica para dar caza al supuesto traidor, pero ya disponían de un punto de partida. Veinte años. Menudo traidor tan productivo debe de ser ese individuo, pensó sir Basil. Ya era hora de que visitara el interior de la cárcel de Parkhurst, en la isla de Wight. Charleston había dedicado años en limpiar su propio departamento, que antaño fue terreno abonado del KGB. Pero eso jamás se repetiría, se juró a sí mismo el caballero de la orden de Bath.
Ryan no dejaba de darle vueltas al asunto. Sin duda, Basil llamaría a Langley; Jack se aseguraría de ello por si acaso, pero sir Basil era una persona de plena confianza. La siguiente pregunta era más difícil: ¿Qué demonios puedo, o podemos, hacer al respecto?
Ryan encendió otro cigarrillo para darle vueltas a la pregunta. Se trataba más bien de un trabajo policial que de inteligencia… Y lo más importante sería la confidencialidad.
Sí, ésa era la clave del asunto. Si se lo decían a alguien, la información se filtraría de algún modo y se sabría que tenían a Rabbit. ¿Y sabes qué? —se dijo Jack—, ahora mismo Rabbit es más importante para la CIA que la vida del Papa.
Mierda, pensó. Era como una llave de jiu-jitsu, como una inversión repentina de la polaridad de una brújula. El norte se había convertido en sur. Ahora, dentro era fuera. Y las necesidades del servicio de espionaje norteamericano eran más importantes que la vida del Santo Padre de Roma. Su expresión debió de reflejar lo que estaba pensando.
—¿Le ocurre algo, Ryan? —preguntó Rabbit.
—Es la información que nos acaba de proporcionar. Llevábamos algún tiempo preocupados por la seguridad del Papa, pero no teníamos información concreta que nos llevara a pensar que su vida corría peligro realmente. Ahora tendremos que decidir qué hacer con la información que nos acaba de dar. ¿Conoce algún detalle más acerca de la operación?
—No, casi nada. El oficial de acción en Sofía es el jefe de delegación, el coronel Bubovoy, Ilya Fiódorovich. Es un coronel decano, podría decirse que una especie de embajador ante el DS búlgaro. En cuanto al coronel Strokov, conozco su nombre de casos anteriores. Es un oficial del DS, especialista en asesinatos. También hace otras cosas, pero cuando hay que entregarle una bala a alguien, Strokov la entrega sin fallar.
A Ryan le pareció algo digno de una mala película, salvo que en las películas la malvada CIA era la que disponía de un departamento especial para los homicidios, como un armario lleno de murciélagos asesinos. Cuando el director necesitaba que alguien muriera, bastaba con abrir la puerta para que uno de los murciélagos saliera volando y matara a su presa. Después volaba dócilmente de regreso al armario y se colgaba boca abajo, hasta que hubiera que matar a otra persona. Sí, cómo no. Hollywood lo tenía todo muy claro, salvo que en las burocracias gubernamentales todo funciona a base de papeleo. No ocurre nada sin una orden escrita de alguna clase, porque sólo un papel escrito puede proteger tu trasero cuando las cosas van mal. Y si realmente hubiera que liquidar a una persona, alguien dentro del sistema tendría que firmar la orden. ¿Pero quién firmaría una orden de esa clase? Algo así se convertiría en un recuerdo indeleble de un acto de infamia, por eso el documento llegaría al despacho presidencial, pero una vez allí, no era la clase de documento que pondrían con orgullo en la biblioteca conmemorativa en honor de la máxima autoridad de la nación. Y ningún cargo medio se atrevería a firmar esa orden, porque los funcionarios nunca quieren destacar, ésa es la naturaleza de su entrenamiento.
Excepto yo, pensó Ryan. Pero él no mataría a nadie a sangre fría. Ni siquiera había logrado matar a Sean Miller con la sangre hirviendo, y aunque era un poco extraño enorgullecerse de algo así, era mucho mejor que la opción contraria.
Pero a Jack no le asustaba destacar. Si perdía su sueldo del gobierno, John Patrick Ryan saldría ganando. Podría volver a la enseñanza, quizá en una buena universidad privada que pagara medianamente bien, y podría invertir en Bolsa, cosa que no era nada fácil con su empleo actual…
¿Qué puedo hacer? Lo peor del caso era que Ryan se consideraba católico. Puede que no asistiera a misa todos los domingos, ni nombraran ninguna iglesia en su honor, pero él se sentía obligado a respetar al Papa, gracias a los años que había pasado en escuelas católicas, incluyendo doce años con los jesuitas. Y a eso había que añadir algo igualmente importante: la educación recibida de las delicadas manos del cuerpo de marines de Estados Unidos, en la academia de Quantico. Le habían enseñado que, al ver algo que se tenía que hacer, se hacía y punto. Y se hacía bien, con la esperanza de que algún oficial superior se diera cuenta más adelante; una acción decisiva en el momento justo había salvado la situación en más de una ocasión durante la historia del cuerpo. «Es más fácil pedir perdón que permiso», fueron las palabras exactas del comandante en aquella clase, aunque luego agregó con una sonrisa: «Pero no digan nunca que yo se lo dije». Había que tomar decisiones juiciosas y el juicio sólo llegaba con la experiencia, aunque la experiencia a menudo provenía de las malas decisiones.
Ya pasas de los treinta —pensó Jack—, y has tenido experiencias que no habrías elegido, pero sin duda has aprendido mucho de ellas. Ahora sería por lo menos capitán. Quizá comandante, como Billy Tucker, que era profesor de aquella clase. Entonces Kingshot regresó a la habitación.
—Tenemos un problema, Al —anunció Ryan.
—Ya lo sé, Jack. Acabo de hablar con sir Basil. Le está dando vueltas al asunto.
—Tú eres agente de campo. ¿Qué opinas?
—Jack, esto está muy por encima de mi nivel de experiencia y de mis responsabilidades.
—¿Has decidido apagar tu cerebro, Al? —preguntó Ryan con aspereza.
—No podemos comprometer nuestra fuente, Jack —replicó Kingshot—. Eso es lo más importante en este momento.
—Al, sabemos que tratarán de asesinar al dirigente de mi iglesia. Sabemos cómo se llama y Nick tiene un álbum de fotos de ese hijo de puta, ¿recuerdas? —respiró profundamente Ryan antes de proseguir—. No voy a quedarme sentado sin hacer nada al respecto —concluyó, olvidándose por completo de la presencia de Rabbit.
—¿No harán nada? ¿He arriesgado mi vida por este asunto y no piensan hacer nada? —preguntó Zaitzev.
Había entendido todo el fuego cruzado entre el inglés y el norteamericano y su cara mostraba indignación y desconcierto. Al Kingshot le respondió:
—Nosotros no nos ocuparemos de decidirlo. No podemos comprometerlo a usted, Oleg, nuestra fuente. También tenemos que protegerlo.
—¡Joder! —espetó Ryan y salió de la habitación.
¿Pero en realidad qué podía hacer?, se preguntó Jack. A continuación buscó un teléfono con línea segura y marcó un número de memoria.
—Murray —respondió una voz cuando se estableció la conexión segura.
—Dan, soy Jack.
—¿Dónde has estado? Te llamé hace un par de noches y Cathy me dijo que estabas en Alemania, en un asunto de la OTAN. Quería…
Ryan lo interrumpió:
—Déjalo, Dan. Estuve en otro lugar haciendo otra cosa. Préstame atención. Necesito una información urgente —declaró Jack recurriendo a su tono de oficial de los marines.
—Dispara —respondió Murray.
—Necesito que me consigas el programa del Papa para la próxima semana, más o menos.
Era viernes y Ryan esperaba que el obispo de Roma no tuviera ningún viaje previsto para el fin de semana.
—¿Qué dices? —respondió el agente del FBI con un desconcierto evidente.
—Lo que oyes.
—¿Para qué quieres algo así?
—No puedo contártelo… ¡Qué coño! —espetó Ryan antes de continuar—. Dan, tenemos motivos para creer que le han puesto precio a la cabeza del Papa.
—¿Quiénes? —preguntó Murray.
—Sólo te diré que no son las hermanitas de la caridad —respondió Ryan.
—Joder, Jack. ¿Hablas en serio?
—¡No lo dudes! —exclamó Ryan.
—De acuerdo, entendido. Déjame hacer algunas llamadas. ¿Qué digo si me preguntan algo?
Esa pregunta dejó frío a Ryan. Piensa, muchacho, piensa.
—Veamos, un amigo tuyo piensa ir a Roma y quiere ver a Su Santidad. Quieres saber cuál es el mejor lugar para verlo. ¿Entendido?
—¿Qué dirán en Langley sobre esto?
—Francamente, Dan, ahora mismo me importa un comino. Por favor, consígueme la información. Te llamaré dentro de una hora, ¿de acuerdo?
—Entendido, Jack. Una hora.
Murray colgó el teléfono.
Ryan sabía que podía confiar en su amigo. También era un antiguo alumno de los jesuitas, como muchos agentes del FBI. En su caso había estudiado en el Boston College, al igual que Ryan, y podría contar con toda su lealtad. Un poco más tranquilo, Ryan regresó a la biblioteca ducal.
—¿A quién has llamado, Jack? —preguntó Kingshot.
—A Dan Murray, el representante del FBI en la embajada. Seguro que lo conoces.
—El agregado legal, sí, lo conozco. ¿Qué le has pedido?
—El programa del Papa para la próxima semana.
—Pero aún no sabemos nada —objetó Kingshot.
—¿Y eso hace que te sientas mejor, Al? —inquirió Jack con delicadeza.
—No habrás comprometido a…
—¿Qué si he comprometido a nuestra fuente? ¿Me tomas por idiota?
—De acuerdo —asintió el agente británico, aceptando la lógica de Ryan—. Supongo que no pasa nada.
Durante la siguiente hora de la entrevista volvieron a temas más rutinarios. Zaitzev explicó todo lo que sabía acerca de Minister; presentó suficientes datos para empezar a buscar al tipo. Era evidente que Kingshot quería acabar con él cuanto antes. Era imposible saber qué había averiguado el KGB a través suyo. Zaitzev aclaró sin lugar a dudas que se trataba de un hombre, probablemente un funcionario importante del gobierno. Pero pronto se tomaría unas largas vacaciones a cuenta del gobierno de su majestad, «con el beneplácito de la reina», según declaraban en los juzgados. Pero había asuntos que le preocupaban más a Jack. A las dos y veinte de la tarde regresó al teléfono seguro de la habitación contigua.
—Dan, soy Jack.
El agregado legal habló sin preámbulos.
—La embajada de Roma me ha informado de que tendrá una semana muy ajetreada, pero el Papa siempre hace una aparición pública los miércoles por la tarde. Desfila con su jeep blanco alrededor de la plaza de San Pedro, enfrente de la catedral, para que los fieles lo vean y reciban su bendición. Es un coche abierto, así que, si quieren pegarle un tiro, ése será el momento ideal… A menos que tengan un asesino infiltrado entre el personal: quizá el hombre de la limpieza, un fontanero, o un electricista. No me atrevo a asegurarlo, pero me imagino que el personal contratado es leal y que hay gente que lo vigila.
Sin duda, pensó Jack, pero son precisamente esos tipos los que lo tienen mejor para hacer algo así. Sólo la gente de confianza tiene el grado de acceso necesario. Maldita sea. Los mejores para investigar un caso así eran los del servicio secreto, pero no conocía a nadie en ese cuerpo, y aunque lo conociera, haría falta un milagro para colarse en la burocracia del Vaticano, la más antigua del mundo.
—Gracias, amigo. Te debo una.
—Semper fidelis, amigo. ¿Puedes contarme algo más? Suena importante.
—No lo creo, pero además, yo no puedo tomar esa decisión, Dan. Tengo que irme. Hasta luego.
Ryan colgó el teléfono y regresó a la biblioteca.
El sol había empezado a elevarse en el cielo y alguien había traído una botella de vino, un blanco francés del valle del Loira. Por el polvo de la botella, supuso que era viejo y bueno. La bodega de esta mansión no estaba llena de vinos baratos, precisamente.
—Zaitzev tiene un mar de información sobre ese tal Minister. —Sólo tenemos que sonsacársela, se abstuvo de añadir Kingshot.
Al día siguiente llegarían los psicólogos profesionales, que recurrirían a sus mejores trucos para extraerle sus recuerdos, quizá incluso lo hipnotizarían. Ryan no sabía si esa técnica funcionaba; algunas fuerzas policiales se la tomaban muy en serio, pero muchos abogados defensores se indignaban con sólo oír el nombre y Jack no sabía quién estaba en lo cierto. En fin, era una lástima que Rabbit no hubiese llegado con fotos de los archivos del KGB bajo el brazo, pero eso habría sido como pedirle que metiera el cuello en la guillotina y llamara al verdugo. Hasta el momento, la memoria de Zaitzev había impresionado a Ryan.
¿Sería un infiltrado, un falso desertor enviado a Occidente para comunicarles información errónea? Era posible, pero la prueba definitiva radicaría en la calidad de los agentes que delatara a los servicios de contraespionaje occidentales. Si Minister estaba sacando información valiosa, su calidad confirmaría el valor de ese agente. Los rusos no eran nada leales con sus propios agentes. Nunca habían negociado la libertad para un traidor norteamericano o británico que estuviera pudriéndose en la prisión, a diferencia de Estados Unidos, que lo habían hecho a menudo y algunas veces con éxito. No, los rusos consideraban a sus agentes bienes desechables y, como tales… los desechaban, quizá otorgándoles una medalla que nunca llegarían a ponerse sus homenajeados. A Ryan eso le parecía muy extraño. En muchos aspectos, el KGB era uno de los servicios de espionaje más profesionales. ¿No sabían que mostrar lealtad hacia un agente ayudaría a que otros se animaran a arriesgarse? Quizá lo que pasaba era que la filosofía nacional mandaba sobre el sentido común. Eso se daba mucho en la URSS.
A las cuatro, hora local, Jack estaba convencido de que en Langley ya estarían trabajando. Hizo otra pregunta a Rabbit:
-Oleg Ivanovich, ¿sabe si el KGB tiene la capacidad de descifrar nuestros sistemas telefónicos seguros?
—Creo que no. No estoy convencido de ello, pero sé que tenemos a un agente en Washington, cuyo nombre en clave es Cricket, a quien le hemos pedido que consiga información sobre sus unidades telefónicas de seguridad. Por ahora no ha podido suministrar lo que necesita nuestra gente de Comunicaciones. Sin embargo, nos tememos que ustedes son capaces de descifrar nuestras comunicaciones telefónicas y, por tanto, casi siempre evitamos usar el teléfono para los mensajes importantes.
—Entendido, gracias.
Ryan acudió de nuevo al teléfono seguro en la habitación contigua. Marcó otro número que también se sabía de memoria.
—Aquí James Greer.
—Almirante, soy Jack.
—Me han dicho que Rabbit está en su nueva madriguera —dijo en seguida el subdirector de Inteligencia.
—Así es, señor, y la buena noticia es que, en su opinión, nuestras comunicaciones son seguras, incluyendo ésta. Parece que los primeros temores obedecen a una interpretación exagerada.
—¿Hay alguna mala noticia? —preguntó con cautela el subdirector de Inteligencia.
—Sí, señor. Yuri Andrópov quiere matar al Papa.
—¿Podemos confiar en esa afirmación? —preguntó al instante James Greer.
—Señor, éste es el motivo de su deserción. Le mandaré un informe completo dentro de un par de días, pero ya es oficial: hay una operación oficial del KGB para asesinar al sumo pontífice. Incluso sabemos quién dio la orden para la operación. Seguramente querrá informar al juez de esto y me imagino que la autoridad de mando nacional también estará interesada.
—Entiendo —dijo el vicealmirante Greer desde unos cinco mil kilómetros de distancia—. Esto supondrá un problema.
—Sin duda lo es —espetó Ryan—. ¿Qué podemos hacer al respecto?
—Ese es el problema, muchacho —respondió el subdirector de Inteligencia—. En primer lugar, ¿podemos hacer algo al respecto? Y en segundo lugar, ¿queremos hacerlo?
—Almirante, ¿por qué demonios no querríamos hacer nada? —preguntó Ryan, tratando de no levantar demasiado la voz. Respetaba a Greer como jefe y como persona.
—Tranquilo, hijo. Piénsalo bien: nuestra principal misión en la vida consiste en proteger a Estados Unidos y a nadie más… bueno, también a nuestros aliados, por supuesto —añadió Greer pensando en las grabadoras que siempre podían estar al acecho—. Pero nuestra primera obligación es hacia nuestra bandera, no hacia un personaje religioso. Trataremos de ayudarlo si se puede, pero si no podemos, no habrá nada que hacer.
—Muy bien —respondió, tratando de contener la ira.
¿Y qué pasa con el bien y el mal?, quiso preguntar Ryan, aunque decidió que sería mejor callarse.
—No nos dedicamos a regalar la información clasificada, y podrás imaginar el cuidado que tendrán con esta fuente —explicó Greer.
—Entiendo, señor.
Por lo menos no sería NAPE: no apto para extranjeros. A fin de cuentas, los ingleses eran extranjeros y lo sabían todo sobre Beatrix y Rabbit, pero a los ingleses tampoco les gustaba en absoluto compartir su información, salvo en algunas ocasiones, con Norteamérica y normalmente pidiendo algo a cambio. Esas eran las reglas del juego. Asimismo, Ryan no estaba autorizado para comentar algunas de las operaciones de las que se había enterado. Como el TALENT KEYHOLE, que era el nombre en clave de un sistema de satélites de reconocimiento. No obstante, la CIA y el Pentágono se habían desvivido por ofrecer esos datos a los ingleses durante la guerra de las Malvinas, junto con toda la información interceptada por la Agencia de Seguridad Nacional en Latinoamérica. La sangre era más espesa que el agua.
—Almirante, ¿cómo se lo tomarán los periódicos si llegan a enterarse de que la CIA tenía datos sobre la amenaza contra el Papa y no hizo nada al respecto?
—¿Es eso una…?
—¿Una amenaza? No, señor, desde luego que no. Yo juego limpio, señor, y usted lo sabe. Pero en algún momento alguien filtrará la información por puro cabreo y cuando eso ocurra se armará la de San Quintín.
—De acuerdo —asintió Greer. ¿Se te ocurre algo?
—Para eso están los que cobran más que yo, señor, pero hay que pensar a fondo en alguna acción posible.
—¿Qué más nos ofrece nuestro nuevo amigo?
—Tenemos los nombres en clave de tres infiltrados importantes. Uno es Minister y al parecer está infiltrado en Whitehall, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Y hay dos de nuestro lado del océano: Neptune suena a las fuerzas navales y es la fuente de inseguridad en nuestras comunicaciones. Alguien del otro lado del Telón está leyendo el correo de la armada, señor. Y hay uno más en Washington, llamado Cassius. Al parecer es un infiltrado en el Capitolio, con acceso a una buena cantidad de información política y a datos sobre nuestras operaciones.
—¿Nuestras…? ¿Te refieres a la CIA? —preguntó el subdirector de Inteligencia con un tono de preocupación repentina.
No importaban los años de experiencia ni el rodaje acumulado; la sola idea de que la casa matriz pudiera estar comprometida provocaba un gran sobresalto.
—Así es —respondió Ryan.
No quiso darle demasiadas vueltas al asunto. En Langley, a nadie le gustaba mucho la cantidad de información que enviaban a las juntas «selectas» de inteligencia del Congreso y el Senado. Al fin y al cabo, los políticos se ganaban la vida hablando. Santo cielo, lo difícil era lograr que un político mantuviera la boca cerrada.
—Señor, este individuo es una fuente de información fantástica. Podremos sacarlo de aquí dentro de unos tres días y creo que el interrogatorio durará meses. He conocido a su esposa y a su hija. Parecen buenas personas; la niña tiene la edad de Sally. Creo que este tipo es todo un hallazgo, señor, nos ha tocado el gordo.
—¿Y él se siente a gusto?
—Bueno, de momento creo que está un poco aturdido. Estoy pensando seriamente en asignarles un psiquiatra para que los ayude durante la transición. Quizá más de uno. Debemos lograr que esté a gusto, que se instale en su nueva realidad. Quizá no sea fácil, pero seguro que nos irá mejor así.
—Tenemos a un par de tipos que se dedican a eso. Saben lo que hay que decir durante el período de transición. ¿Existe algún riesgo de fuga?
—Por lo que he visto, no me parece probable, señor, pero hay que recordar que acaba de dar un gran salto y que todo esto no es nada habitual para él.
—Entendido. Tienes razón, Jack. ¿Qué más?
—Eso es todo de momento. Sólo llevamos unas cinco horas y media hablando con él y por ahora no hemos tratado más que asuntos preliminares, pero parece que hay terreno para explorar.
—De acuerdo. Arthur está al teléfono con Basil ahora mismo. Voy a acercarme y le daré tu versión. Ah, por cierto, Bob Ritter acaba de llegar de Corea, con desfase horario y mal humor. Le contaremos tu aventura en el campo. Si te echa a los perros, será culpa mía y del juez.
Ryan echó un largo vistazo a la alfombra. No entendía por qué no le caía bien a Ritter, pero estaba claro que no intercambiarían regalos de Navidad.
—Vaya, señor, muchas gracias.
—No te preocupes. Por lo que tengo entendido, parece que te has portado bien.
—Gracias, almirante. He tratado de no tropezar con mis propios pies. Si le parece bien, no diré más que eso.
—Muy bien, muchacho. Redacta tu informe y envíamelo con urgencia por fax.
En Moscú, el fax llegó al despacho de Mike Russell por la línea segura. Curiosamente, era un gráfico: la portada del libro infantil Peter Rabbit, de Beatrix Potter. La dirección de la hoja indicaba a quién había que entregarla y había un mensaje escrito a mano: «La familia de las liebres ya está en su nuevo hogar». Osea que existe un caso de liebres —pensó Russell—, y lo han llevado a cabo con éxito. No podía asegurar nada, pero conocía la jerga del mundillo. Bajó a la oficina de Ed Foley y llamó a la puerta.
—Pasa —dijo Foley.
—Acaban de enviarte esto desde Washington, Ed —dijo Russell pasándole el fax.
—Perfecto, son buenas noticias —comentó el jefe de la delegación.
Dobló el mensaje y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta para mostrárselo a Mary Pat.
—Este fax también contiene otro mensaje, Mike —añadió Foley.
—¿A qué te refieres?
—A que las vías de comunicación son seguras. De no ser así, no nos lo habrían enviado por este conducto.
—Demos gracias al Señor por ello —concluyó Russell.