CAPÍTULO VEINTIOCHO: EL CORAZÓN DE INGLATERRA

La vela ardió a su ritmo habitual, ajena al papel que jugaba en la aventura. El pabilo y la cera se consumían lentamente, acercándose a la superficie tranquila del alcohol, que pronto se convertiría en el detonador de un incendio provocado. En total pasaron treinta y cuatro minutos hasta que se inflamó la superficie del líquido y se inició lo que los profesionales llaman un fuego de «clase b». Los alemanes conocían perfectamente las cualidades del alcohol y por eso lo usaron, en lugar de utilizar queroseno, para su misil V-2. El alcohol del dispositivo casero ardió con un ímpetu comparable al de la gasolina y no tardó en consumir el cartón del recipiente de leche. Eso liberó el litro de alcohol ardiendo sobre la alfombra, a su vez empapada en alcohol. La llamarada se extendió como una ola azul y cubrió el suelo de toda la habitación en cuestión de segundos. Avanzó como un ser vivo, una línea azul seguida de una masa blanca incandescente, a medida que el fuego extendía sus tentáculos hacia arriba en busca del oxígeno que llenaba la habitación. Instantes después, las camas también empezaron a arder, y envolvieron los cuerpos en un manto de calor y fuego.

El hotel Astoria no era nuevo y carecía de las medidas de seguridad, como aspersores automáticos y detectores de humo, necesarios para dar la alarma y apagar el incendio antes de que fuera demasiado tarde. Pero ese incendio avanzó libre de obstáculos, hasta acariciar el techo y prender fuego a la pintura, alimentándose de los muebles baratos del hotel. El interior de la habitación se convirtió en una cámara de incineración para tres cuerpos que ya estaban muertos. Consumió a los cadáveres como el animal carnívoro que veían en el fuego los antiguos egipcios. La habitación sólo tardó cinco minutos en quedar prácticamente destrozada. La intensidad del fuego se redujo un poco tras esta primera orgía de consumo, pero no murió del todo.

El recepcionista tenía más responsabilidades de las que parecía a simple vista. Todas las madrugadas, a las dos y media, dejaba un cartel de «vuelvo dentro de cinco minutos» en el mostrador de la recepción y subía en ascensor hasta el piso más alto para hacer una ronda por los pasillos. En ese piso no vio nada fuera de lo normal, ni tampoco en los siguientes, hasta que llegó al tercero.

Mientras descendía por la escalera notó un olor extraño. Se le despertaron los sentidos, pero no identificó el olor hasta que llegó al piso y vio un hilo de humo que salía por debajo de la puerta de la habitación 307. Se acercó a la puerta y tocó el pomo, que estaba caliente, pero no demasiado. Y entonces cometió su peor error.

Cogió la llave maestra que llevaba en el bolsillo y no se molestó en palpar la madera para ver si estaba caliente antes de abrir la puerta.

Después de consumir casi todo el oxígeno, el fuego había remitido, pero la habitación seguía estando caliente. Las paredes habían aislado y mantenido la temperatura, como si fueran una barbacoa. Al abrirse la puerta, la habitación se llenó de oxígeno otra vez y el recepcionista apenas tuvo tiempo de ver el espectáculo dantesco del interior, cuando hubo un estallido enorme.

Fue algo parecido a una explosión. El fuego se reavivó en toda la estancia con una llamarada enorme, que atrajo otra corriente de aire tan fuerte que estuvo a punto de arrastrar al recepcionista hacia el interior, mientras otra llamarada salía de la habitación con fuerza y le salvaba la vida, al impedir que lo absorbiera el infierno. Se tapó las quemaduras de la cara con las manos, cayó de rodillas y se esforzó por llegar a la alarma manual que había junto al ascensor, sin cerrar la puerta de la habitación 307. Empezaron a sonar las alarmas en todo el hotel y en el parque de bomberos más cercano, que se encontraba a tres kilómetros de distancia. El recepcionista descendió como pudo hasta el vestíbulo entre alaridos de dolor. En primer lugar se echó un vaso de agua a la cara y a continuación llamó al número de urgencias para avisar a los bomberos. La gente ya había empezado a bajar de sus habitaciones y a muchos les había costado pasar por el tercer piso. A pesar de sus quemaduras, el recepcionista pudo localizar un extintor y rociarlos a medida que bajaban, aunque no pudo subir al piso en cuestión para utilizar la manguera de seguridad. De todos modos no habría servido de mucho.

El primer camión de bomberos llegó unos cinco minutos después de haber activado la alarma manual. No hizo falta que les explicaran la situación porque saltaba a la vista: El estallido había roto las ventanas y las llamas ascendían por el exterior del edificio. Los bomberos subieron a la habitación, avanzando contra la corriente de huéspedes despavoridos. En cuestión de un minuto ya estaban inundando la habitación con su manguera. Los bomberos tardaron menos de cinco minutos en controlar el incendio y se adentraron en la habitación desafiando el hedor y el humo. En el interior se confirmaron sus temores: encontraron a una familia de tres personas, muertas mientras dormían.

El jefe de la primera dotación de bomberos que había llegado a la escena recogió a la niña y bajó corriendo a la calle, aunque veía que no había nada que hacer. Estaba totalmente calcinada y las mangueras no habían hecho más que mostrar los horrores que sufre un cuerpo humano por culpa del fuego. No pudo hacer nada más que rezar por la niña. El jefe era hermano de un sacerdote y católico practicante, en un país marxista. Pidió misericordia divina para el alma de la niña sin saber que otros habían pedido exactamente lo mismo a cuatro mil kilómetros de distancia diez días antes.

Las liebres tardaron minutos en salir de la ciudad. Hudson condujo con cuidado, sin sobrepasar el límite de velocidad por si había algún agente de tráfico en las inmediaciones, aunque ya no circulaban coches y sólo veían algún camión de reparto de vez en cuando llevando quién sabe qué a quién sabe dónde. Ryan estaba en el asiento delantero, pero se había girado para observar a los pasajeros. El rostro de Irina Zaitzev reflejaba un estado de confusión embriagada, sin comprender lo suficiente como para estar asustada. La niña dormía, como hacían todas las niñas a esas horas de la madrugada. El padre trataba de mantener una fachada estoica, pero incluso en la oscuridad, su expresión reflejaba la tensión acumulada. Ryan trató de ponerse en su lugar, pero no pudo. La idea de traicionar a su patria le era demasiado ajena. Sabía que había gente que le asestaba una puñalada en la espalda a Estados Unidos, por lo general a cambio de dinero, pero no tenía la menor idea de cuáles eran sus motivos. En los años treinta y cuarenta, algunos opinaban que el comunismo era la vanguardia de la historia de la humanidad, pero aquellas ideas estaban tan obsoletas como el difunto Lenin. El comunismo era una idea en vías de extinción, excepto para aquellos que dependían de él como fuente de su poder personal… Y quizá algunos creían en él porque nunca habían tenido acceso a una alternativa, o porque les habían adoctrinado en su juventud, como un sacerdote con una fe inamovible. Sin embargo, las palabras de Lenin, reflejadas en sus obras completas, no eran escrituras sagradas para Ryan y nunca lo serían. Recién salido de la universidad había jurado su fidelidad a la Constitución de los Estados Unidos de América y había prometido respetarla y mantenerla como teniente del cuerpo de marines, y no había más que decir.

—¿Cuánto falta, Andy?

—Tardaremos algo más de una hora en llegar a Csurgo —respondió Hudson—. No creo que tengamos problemas de tráfico.

Y no los tuvieron. Tardaron unos minutos en llegar a las afueras de la capital húngara, donde las luces de casas y empresas se acabaron como si alguien hubiera apagado un interruptor. La carretera era de dos carriles, pero bastante estrecha. Había postes de teléfono, pero no barreras de seguridad. Ryan se preguntó si ésa era una de las grandes autopistas comerciales del país. Parecía una carretera rural del centro de Nevada. Había una o dos luces cada kilómetro, en las granjas que dejaban una encendida para encontrar el camino hasta la letrina. Incluso la señalización viaria estaba en condiciones lamentables; nada que ver con las señales estadounidenses de color verde menta, o los carteles viarios azules de Inglaterra. Tampoco ayudaba el hecho de que estaban escritas en un idioma que a él le parecía extraterrestre. En la carretera también había las típicas señales europeas, con la velocidad máxima permitida en cifras negras sobre fondo blanco, rodeadas por un círculo rojo.

Hudson llevaba el coche con soltura y fumaba un cigarro tras otro, como si se dirigiera al Covent Garden londinense. Ryan dio gracias a Dios por haber visitado el servicio antes de caminar hacia el hotel, porque de lo contrario le habría costado mantener la vejiga bajo control. Por lo menos esperaba que su expresión no reflejara los nervios que lo aquejaban. No dejaba de repetirse que su vida no corría peligro. Sin embargo, las de sus pasajeros sí, y se habían convertido en su responsabilidad. Alguna parte de su personalidad, probablemente heredada de su padre, agente de policía, le concedía una enorme importancia a ese sentido de la responsabilidad.

—¿Cuál es su nombre completo? —preguntó Oleg rompiendo el silencio de forma inesperada.

—Ryan, Jack Ryan.

—¿Qué clase de apellido es Ryan? —insistió Rabbit.

—Mi familia es de origen irlandés. Creo que John equivale a Iván, pero la gente me llama Jack, algo así como Vanya.

—¿Y está en la CIA?

—Así es.

—¿A qué se dedica en la CIA?

—Soy analista. Por lo general me siento frente a un escritorio y redacto informes.

—Yo hago algo parecido en el Centro.

—¿Es agente de Comunicaciones?

—Da —asintió—, eso es lo que hago en el Centro.

Pero entonces Zaitzev recordó que su información era demasiado importante para comentarla en el asiento trasero de un coche y decidió callarse.

Ryan entendió su silencio. Tenía cosas que contar, pero ése no era el lugar adecuado, y Jack estaba de acuerdo con él.

El viaje continuó sin sobresaltos. Tras cuatro cigarros de Hudson y seis cigarrillos de Ryan, por fin se aproximaron a la ciudad de Csurgo.

Ryan esperaba algo un poco más impresionante de lo que encontraron. Csurgo apenas era un ensanchamiento de la carretera y no parecía tener ni una gasolinera, y ya no digamos una tienda abierta las veinticuatro horas. Hudson se desvió de la carretera principal y tomó un camino sin asfaltar. Al cabo de unos tres minutos se encontraron con un camión comercial. Vio en seguida que se trataba de un Volvo de grandes dimensiones, con un toldo negro en la parte trasera y dos hombres que estaban fumando unos pitillos junto al camión. Hudson lo adelantó, buscó refugio en una especie de cobertizo a unos metros de distancia y detuvo el Jaguar. Bajó del coche y les indicó a todos que hicieran lo mismo.

Ryan se acercó a los dos hombres con el espía inglés. Hudson saludó al mayor de los dos y le dio la mano.

—Hola, Istvan. Me alegro de que nos hayas esperado. —Hola, Andy. La noche está muy tranquila. ¿Quiénes son tus amigos?

—Este es el señor Ryan y ésta es la familia Somerset —explicó Hudson—. Vamos a cruzar la frontera.

—Entendido —asintió Kovacs—. Éste es Jani. Él conducirá esta noche. Andy, tú puedes venir delante con nosotros. Los demás irán en la parte trasera. Vengan —añadió, mostrándoles el camino.

Había una escalera para subir a la parte trasera del camión. Ryan fue el primero en subir. Luego se agachó para recoger a la niña, Svetlana, si mal no recordaba. A continuación observó a los padres de la niña mientras se encaramaban por la escalera. En la zona de carga vio una serie de grandes cajas de cartón y pensó que debían de ser para los aparatos reproductores de vídeo que fabricaban los húngaros. Kovacs también se metió en la parte trasera.

—¿Hablan inglés? —preguntó.

Todos asintieron.

—El trayecto de aquí a la frontera es corto, de unos cinco kilómetros. Deben esconderse en esas cajas de cartón y mantener un silencio absoluto. Es muy importante. ¿Lo entienden? No hagan el menor ruido.

Le respondieron con más gestos de asentimiento. Vio al hombre, que no tenía nada de inglés, traducir sus palabras para su esposa. Kovacs también observó que el hombre se ocupaba de su hija. Con el cargamento oculto, cerró la puerta trasera y regresó a la cabina.

—Cinco mil marcos por esto, ¿eh? —preguntó Istvan.

—Así es —asintió Hudson.

—Debería pedirte más, pero no soy un hombre codicioso.

—Eres un buen camarada y un amigo —respondió Hudson, deseando tener una pistola en el cinturón.

El motor enorme del Volvo se encendió con un rugido y el camión emprendió el camino de regreso a la carretera a trompicones. Jani estaba al mando del gran volante.

No tardaron mucho en llegar.

Y Ryan se alegró desde su apretado escondrijo en la caja de cartón. Sólo podía imaginar cómo se sentían los rusos, como bebés a punto de nacer, pero en una matriz horrenda, rodeada de armas hostiles.

A pesar de los nervios, Ryan no quiso fumarse un último cigarrillo por temor a que el olor los delatara, aunque con los gases pestilentes del motor diésel no era probable.

—Veamos, Istvan —dijo Hudson en la cabina—, ¿cuál es el plan?

—Observa. Solemos viajar de noche. Es… ¿cómo lo diría? Es más dramático. Conozco al határrség de aquí desde hace muchos años. El capitán Budai Laszlo es un buen hombre. Tiene una esposa y una hija, y siempre quiere regalos para la pequeña Zsóka. Y aquí llevo uno —explicó, mostrando una bolsa de papel.

El puesto fronterizo estaba bien iluminado y lo divisaron a unos tres kilómetros de distancia. Afortunadamente, apenas había tráfico a esa hora de la madrugada. Jani se acercó con naturalidad y se detuvo cuando se lo indicó el agente fronterizo, el határrség.

—¿Está el capitán Budai? —preguntó en seguida Kovacs—. Tengo algo para él.

El guardia entró en la garita y regresó con un oficial de rango superior.

—¡Laszlo! —exclamó Kovacs en magiar—. ¿Cómo estás en esta fría noche de invierno?

Descendió del camión con la bolsa de papel en la mano. —Istvan, ¿qué puedo decirte? Es una noche aburrida —respondió el capitán.

—¿Y qué hay de la pequeña Zsóka? ¿Está bien?

—La semana que viene es su cumpleaños. Cumplirá cinco.

—¡Fantástico! —respondió el contrabandista y le entregó la bolsa—. Regálale éstas.

«Éstas» eran un par de zapatillas Reebok de color rojo brillante, con cierres de Velcro.

—Son preciosas —comentó el capitán Budai con sincera admiración.

Las sacó para echarles un vistazo bajo la luz. A cualquier niña le habrían encantado y Laszlo se alegró tanto como lo haría su hija dentro de cuatro días.

—Eres un buen amigo, Istvan —concluyó—. ¿Qué llevas esta noche?

—Poca cosa. Pero por la mañana voy a recoger un pedido en Belgrado. ¿Necesitas algo?

—A mi mujer le encantarían unas cintas para el walkman que le trajiste el mes pasado.

Lo increíble de Budai es que no era un hombre codicioso. Por eso a Kovacs le gustaba cruzar la frontera durante su guardia, entre otros motivos.

—¿Qué grupos le gustan?

—Creo que dijo los Bee Gees. Y si no te importa, a mí me gustarían unas bandas sonoras o melodías de musicales.

—¿Algo en particular? ¿Quieres la música de alguna película norteamericana, como La guerra de las galaxias, quizá?

—Esa ya la tengo, pero no tengo la nueva: El imperio contraataca.

—Cuenta con ello.

Se dieron la mano.

—¿No quieres un poco de café occidental?

—¿De qué clase?

—Austríaco o norteamericano. Hay un lugar en Belgrado que vende café americano Folgers. Es muy sabroso —explicó Kovacs.

—No lo he probado nunca.

—Te traeré un poco para que lo pruebes, cortesía de la casa.

—Eres un buen hombre —comentó Budai—. Que pases una buena noche, adelante —concluyó con un gesto hacia el agente.

Y fue así de fácil. Kovacs regresó al camión y entró en la cabina. Además, ni siquiera tendría que entregar el regalo que había preparado para el sargento Kerekes Mihály.

—¿No piensan comprobar tus documentos? —preguntó Hudson, sorprendido.

—Laszlo envía mi nombre a Budapest por teletipo. Allí también tengo mis contactos. Me salen un poco más caros que él, pero tampoco es que sea un gasto muy importante. Vámonos, Jani.

El conductor arrancó el camión y atravesó la línea pintada en el asfalto. Y así salieron del Pacto de Varsovia.

En la parte trasera del camión, Ryan nunca había sentido tal alivio por un motor que se ponía en marcha. Se detuvieron de nuevo al cabo de un minuto, pero en esa ocasión se trataba de otra frontera.

Jani se ocupó de la entrada a Yugoslavia. Intercambió unas palabras con los agentes fronterizos y ni siquiera apagó el motor, cuando les concedieron permiso para entrar al país semicomunista. Siguió unos tres kilómetros por la carretera, hasta que le indicaron que se desviara por un camino lateral. Tras un par de baches, el Volvo se detuvo. Hudson pudo comprobar que las medidas de seguridad fronteriza de los yugoslavos eran inexistentes.

Ryan ya había salido de la caja de cartón y estaba de pie en la parte trasera del camión cuando apartaron el toldo de la puerta.

—Ya hemos llegado, Jack —anunció Hudson.

—¿Dónde, exactamente?

—A Yugoslavia, muchacho. La ciudad más cercana es Légrád, pero aquí es donde me despido de ti.

—¿Y eso?

—Te vas a quedar con Vic Lucas, mi homólogo en Belgrado —respondió Hudson antes de llamarlo—: ¡Vic!

Apareció un hombre que parecía hermano gemelo de Hudson, salvo por el pelo negro. Y por los cinco o diez centímetros de diferencia en la estatura, decidió Jack al fijarse con más detenimiento. Regresó para ayudar a las liebres a salir de sus cajas. No tardaron mucho en salir y Ryan los ayudó a bajar del camión. Aunque pareciera increíble, la niña seguía durmiendo. Ryan se la pasó a su madre, cuya expresión era más confusa que nunca.

Hudson los acompañó hasta un coche con un amplio maletero, de los que algunos llamaban «ranchera». Había espacio de sobra para todos.

—Sir John, es decir, Jack: bien hecho y gracias por tu ayuda.

—Yo no he hecho nada, Andy, pero tú has llevado el asunto de maravilla —repuso Ryan estrechándole la mano. Ven a verme algún día a Londres y nos tomaremos una cerveza.

—Hecho —prometió Hudson.

El coche era un Ford fabricado en Inglaterra. Ryan acomodó a las liebres en sus lugares y de nuevo se sentó en el asiento delantero.

—¿Y dónde vamos ahora, señor Lucas?

—Vamos al aeropuerto —respondió el jefe de Operaciones de Belgrado—. Nos espera el avión.

—¿Ah, sí? ¿Iremos en un vuelo especial?

—No, es un vuelo de línea regular, pero está retenido por «dificultades técnicas». Sospecho que lograrán solucionar el problema cuando subamos a bordo.

—Me alegro de oírlo —comentó Ryan.

Le tranquilizó el hecho de no tener que enfrentarse a un avión averiado de verdad, aunque sabía que aún le quedaba un trance por superar. No había conseguido dominar su miedo a volar y menos ahora que estaban en un país parcialmente hostil.

—Perfecto, vámonos —anunció Lucas mientras arrancaba el motor.

Ryan no sabía qué clase de espía era Vic Lucas, pero se creía piloto de fórmula uno. El coche avanzó por la carretera a una velocidad de vértigo, rodeado de la oscura noche yugoslava.

—¿Qué tal su noche, Jack?

—Movida —respondió Ryan mientras comprobaba que tuviera abrochado el cinturón de seguridad.

El campo estaba un poco más iluminado y las condiciones del asfalto eran mejores, o por lo menos eso parecía, mientras avanzaban a unos ciento treinta kilómetros por hora, en una carretera estrecha y oscura. Robby Jackson también conducía así, pero Robby era piloto de cazabombarderos y, por consiguiente, era invencible a los mandos de cualquier medio de transporte. El tal Vic Lucas debía de sentirse igualmente invencible mientras observaba la carretera con calma y movía el volante con gestos precisos. En el asiento trasero, Oleg seguía sin relajarse e Irina no salía de su estupor e incomprensión, mientras su hija aún dormía como un angelito. Ryan fumaba un cigarrillo tras otro y eso lo ayudó a relajarse un poco, aunque si Cathy lo notaba en su aliento, tendría graves problemas. Bueno —pensó Jack mientras veía la sucesión de farolas a paso ligero—, no le quedará más remedio que aceptarlo. A fin de cuentas, estaba en una misión oficial del Tío Sam.

Entonces Ryan vio un coche de policía aparcado junto a la carretera, incluso llegó a divisar a los agentes, que estaban tomando una taza de café.

—No se preocupe —dijo Lucas—. Llevo matrícula diplomática. Soy el principal consejero político de la embajada de su majestad británica. Y ustedes son mis ilustres invitados.

—Así me gusta. ¿Cuánto falta?

—Una media hora, aproximadamente. De momento hemos tenido suerte con el tráfico y no nos hemos topado con muchos camiones. A veces esta carretera se llena bastante con los camiones de transporte internacional, incluso por la noche. Llevamos años trabajando con Kovacs; me haría de oro si me asociara con él. A menudo trae esos aparatos de vídeo fabricados en Hungría. No están nada mal y casi los regalan, con los sueldos baratos que tienen allí. Me extraña que no intenten venderlos en Occidente, aunque supongo que tendrían que pagarles a los japoneses por las ideas que les han «tomado prestadas». No es que tengan muchos escrúpulos en esos asuntos —añadió Lucas mientras tomaba otra curva a gran velocidad.

—Santo cielo, ¿a qué velocidad va durante el día?

—Más o menos a la misma que ahora. La verdad es que tengo muy buena visión nocturna, pero los amortiguadores de este coche me frenan. Es un diseño norteamericano y botan demasiado para agarrarse bien en las curvas.

—¿Por qué no se compra un Corvette? Un amigo mío tiene uno.

—Son una preciosidad, pero están hechos de plástico —respondió Lucas meneando la cabeza mientras cogía un cigarro.

Probablemente cubano —pensó Ryan—; a los ingleses les encantan.

—Ahí está —anunció Lucas en tono triunfal al cabo de media hora—. Justo a tiempo.

Los aeropuertos son prácticamente iguales en todo el mundo. Probablemente los diseñó todos el mismo arquitecto, pensó Ryan. La única diferencia radicaba en el idioma utilizado para la señalización de los servicios. Pero cuando se acercaban a la terminal, Jack se llevó una sorpresa. En vez de seguir recto y aparcar junto a los demás coches, Lucas se metió por una puerta abierta, directamente hacia la pista de aterrizaje.

—Tengo un acuerdo con el director del aeropuerto —explicó—. Le gustan los whiskies de malta.

Afortunadamente, Lucas siguió las líneas amarillas que marcaban la ruta de los coches, hasta que llegó a un avión solitario que estaba en la pista.

—Ya hemos llegado —declaró el espía británico.

Todos salieron del coche, aunque esta vez la señora Rabbit llevaba a la conejita en brazos. Lucas los acompañó hasta la escalera de acceso al avión y de ahí a la puerta de entrada.

En la misma puerta los estaba esperando el comandante, sin gorra pero con cuatro galones en cada hombro.

—¿Es usted el señor Lucas?

—Así es, comandante Rogers. Y éstos son sus pasajeros adicionales —añadió, señalando a Ryan y a la familia Rabbit.

—Excelente —dijo el comandante Rogers y se dirigió al jefe de cabina—: Ahora pueden embarcar los demás pasajeros.

El auxiliar de vuelo los acompañó a sus asientos de primera clase y a Ryan le sorprendió la tranquilidad que sintió al abrocharse el cinturón de seguridad en su asiento de pasillo en la primera fila del avión. Observó a unos treinta turistas ingleses de clase obrera que regresaban a casa tras unas vacaciones en la costa dálmata. No parecían estar muy contentos tras sufrir un retraso de tres horas, en el que ya era el último vuelo de la noche a Manchester. A partir de ese momento, todo sucedió con rapidez. Oyó cómo arrancaban ambos motores y, a continuación, el BAC-111, la versión inglesa del Douglas DC-9, se dirigió hacia la pista de despegue.

—¿Y ahora qué? —preguntó Oleg en un tono casi normal.

—Ahora volamos a Inglaterra —respondió Ryan—. Llegaremos dentro de unas dos horas más o menos.

—¿Así de fácil?

—¿Todo esto le ha parecido fácil? —preguntó Ryan con incredulidad.

A continuación sonó el sistema de megafonía del avión.

—Damas y caballeros, les habla el comandante Rogers. Me alegro de comunicarles que hemos logrado solucionar el fallo electrónico. Quisiera agradecerles su paciencia e informarles de que después del despegue les serviremos las bebidas gratis.

Los pasajeros de la parte trasera del avión respondieron con una ovación.

—De momento les pido que presten atención al mensaje de seguridad que les ofrecerán los auxiliares de vuelo.

Poneos el cinturón de seguridad, mentecatos. Y se abrochan así, para los que sean lo bastante estúpidos para no haber notado que son iguales que los de vuestro coche. Al cabo de otros tres minutos, el avión de la compañía British Midlands iniciaba su ascenso.

Según lo prometido por el comandante, cuando sobrepasaron los tres mil metros se apagaron las luces de prohibido fumar y empezó a circular el carrito de las bebidas. El ruso pidió un vodka y le entregaron tres botellines de Finlandia. Ryan pidió una copa de vino y se propuso que no sería la última. No pensaba dormir durante el vuelo, pero tampoco se preocuparía tanto como en otras ocasiones. Se estaba alejando del mundo comunista a ochocientos kilómetros por hora y no se le ocurría un modo mejor de hacerlo.

Vio que Oleg Ivan'ch se tomaba el vodka como si fuera agua en un caluroso día de verano. Su mujer, que estaba en el asiento 1-C, hacía otro tanto. Ryan se sintió un dechado de virtud y moderación mientras tomaba pequeños sorbos de su copa de vino francés.

—Hemos recibido un mensaje de Basil —informó Bostock por teléfono—. Rabbit está volando. Su hora estimada de llegada a Manchester es dentro de noventa minutos.

—Fantástico —suspiró el juez Moore.

Siempre sentía un alivio enorme cuando una operación encubierta terminaba sin incidentes. Y mejor aún, lo habían logrado sin la ayuda de Bob Ritter, que era un buen hombre, aunque no imprescindible.

—Podremos interrogarlo dentro de unos tres días —dijo a continuación Bostock—. ¿Usamos la bonita casa cercana a Winchester?

—Sí, veamos si le gusta el mundo rural.

En la casa incluso había un piano de cola Steinway, para que se entretuviera la señora Rabbit, y unos jardines enormes para que la niña jugara.

Alan Kingshot acababa de llegar al aeropuerto de Manchester junto con dos de sus subalternos. Un automóvil Daimler de grandes dimensiones esperaba la llegada de los desertores para llevarlos a Somerset por la mañana. Esperaba que no les importara viajar en coche, ya que el trayecto duraría un par de horas. Pero de momento se hospedarían en una casa de campo a escasos minutos del aeropuerto. Lo más probable era que estuvieran hartos de viajar, especialmente porque aún les quedaban más viajes al final de la semana. Entonces se detuvo a pensarlo; quizá sería mucho pedirles que viajaran de nuevo tan pronto. Decidió sentarse a meditarlo en uno de los bares del aeropuerto.

Ryan estaba borracho. Quizá el alcohol había reaccionado con su angustia residual, pensó mientras se dirigía al baño del avión. Se sintió un poco mejor cuando regresó a su asiento y se abrochó el cinturón de seguridad. Por lo general, nunca se lo desabrochaba. Sólo sirvieron unos bocadillos durante el vuelo y eran de estilo inglés, con la afición incomprensible que mostraba ese pueblo por unos hierbajos llamados berros. Lo que más le apetecía ahora mismo era una buena ración de carne en conserva, el corned beef de su infancia, pero los ingleses ni siquiera sabían lo que era eso y lo confundían con una porquería enlatada que parecía comida para perros. De hecho, era probable que sus perros comieran mejor, con lo obsesionados que estaban los ingleses con sus animales de compañía. A juzgar por las luces que veía a lo lejos, estaban sobrevolando Europa occidental. En Budapest había comprobado que la parte oriental no solía estar tan bien iluminada.

Sin embargo, Zaitzev no estaba tan convencido. ¿Cómo podía estar seguro de que todo eso no era más que un montaje para sonsacarle una confesión? ¿Y si la jefatura del Segundo Directorio había montado un maskirovka enorme para que picara?

—¿Ryan?

—¿Sí? —contestó Jack.

—¿Qué veré en Inglaterra cuando lleguemos?

—No sé cuáles serán los planes después de nuestra llegada a Manchester —respondió Ryan.

—¿Es usted de la CIA? —preguntó de nuevo Rabbit.

—Así es —asintió Jack.

—¿Cómo puedo estar seguro?

Ryan sacó su cartera.

—Pues… aquí está mi carnet de conducir, mis tarjetas de crédito, y algo de dinero. El pasaporte es falso, por supuesto. Yo soy norteamericano, pero me consiguieron un pasaporte británico. Ah —Ryan entendió por fin—, ¿le preocupa la posibilidad de que todo esto sea un montaje?

—¿Cómo puedo estar seguro?

—Amigo mío, dentro de menos de una hora estará seguro de que no es, un montaje. Mire —dijo, mostrándole la cartera de nuevo—. Esta es mi esposa, ésta es mi hija y nuestro hijo recién nacido. Mi dirección en casa, es decir, en Norteamérica, figura en mi carnet de conducir: carretera de Peregrine Cliff, número 5000, condado de Anne Arundel, Maryland. Eso está junto a la bahía de Chesapeake. Tardo una hora en llegar de ahí a las oficinas de la CIA en Langley. Mi esposa es cirujana oftalmóloga en el hospital Johns Hopkins de Baltimore. El hospital es famoso en todo el mundo. Seguro que le suena.

Zaitzev negó con la cabeza.

—Pues hace un par de años, tres médicos del hospital Hopkins le arreglaron la vista a Mijáil Suslov. Tengo entendido que acaba de morir. Creemos que su sucesor será Mijáil Yevgeniyevich Alexándrov. Sabemos algo de él, pero no mucho. En realidad, tampoco sabemos mucho de Yuri Vladimirovich.

—¿Qué es lo que no saben?

—¿Está casado, por ejemplo? Nunca hemos visto una foto de su esposa, si es que la tiene.

—Sí, pero eso lo sabe todo el mundo. Su esposa se llama Tatiana y es una mujer elegante. Según mi esposa, tiene facciones nobles. Pero no han tenido hijos —concluyó Oleg.

He ahí la primera información facilitada por Rabbit, pensó Ryan.

—¿Cómo es posible que no sepan algo así? —preguntó Zaitzev.

—Oleg Ivan'ch, hay muchas cosas que no sabemos de la Unión Soviética —reconoció Jack—. Algunas son importantes, y otras, no.

—¿Es cierto eso?

—Sí, lo es.

De pronto, una idea captó el interés de Zaitzev.

—¿Dice que se llama Ryan?

—Así es.

—¿Y su padre es policía?

—¿Cómo sabe eso? —preguntó Ryan, sorprendido.

—Tenemos un pequeño archivo sobre usted. Lo realizó la delegación de Washington. A su familia la atacó una banda de rufianes, ¿no es así?

—Así es.

De modo que el KGB se interesa por mí, pensó Jack.

—Fueron terroristas, trataron de matarme a mí y a mi familia. Mi hijo nació esa misma noche.

—¿Y después de ese incidente se unió a la CIA?

—Así es, por lo menos ésa fue la versión oficial. Llevaba unos años colaborando con la Agencia —explicó, hasta que la curiosidad pudo más que él—: ¿Y qué dice de mí ese archivo?

—Dice que es un insensato acaudalado, que fue oficial de la infantería de marina, que su mujer es rica y que por eso se casó con ella, para enriquecerse aún más.

Así que el KGB también es prisionero de sus prejuicios políticos, pensó Jack. Interesante.

—No soy pobre —explicó Jack a Rabbit—. Pero me casé por amor, no por dinero. Sólo un imbécil haría algo así.

—¿Y cuántos capitalistas son imbéciles?

Ryan respondió con una sonora carcajada.

—Más de los que se imagina. No hace falta ser muy listo para hacerse millonario en Norteamérica.

Sin ir más lejos, Nueva York y Washington estaban llenos de idiotas acaudalados, pero Ryan pensó que Rabbit ya tendría tiempo de enterarse de esas cosas más adelante.

—¿Quién redactó el informe sobre mí?

—Un corresponsal del periódico Izvestia en Washington es agente subalterno del KGB. Lo redactó el verano pasado.

—¿Y cómo se enteró de su existencia?

—El informe llegó a mi departamento y yo lo mandé al Instituto Americocanadiense. ¿Sabía que es una oficina del KGB?

—Sí, lo sé —asintió Jack—. De eso ya estábamos al corriente.

De pronto se le destaparon los oídos. El avión había empezado a descender. Ryan se acabó su tercera copa de vino blanco y se dijo a sí mismo que, dentro de un par de minutos, todo habría terminado. Una cosa que le había quedado muy clara, gracias a la operación Beatrix, era que el trabajo de campo no era lo suyo.

Se encendió de nuevo la señal de prohibido fumar y Ryan colocó su asiento en posición vertical. Las luces de Manchester aparecieron por la ventanilla, después los faros de los coches y por fin la iluminación de la pista de aterrizaje; y al cabo de unos segundos más… una ligera sacudida y aterrizaron en la bella Inglaterra. No era lo mismo que Estados Unidos, pero de momento se conformaría con esto.

Vio que Oleg se había pegado a la ventanilla y estaba comprobando los colores distintivos de todos los aviones. Había demasiados para tratarse de una base de las fuerzas aéreas soviéticas, con un gran maskirovka. Por fin empezó a relajarse.

—Queremos darles la bienvenida a la ciudad de Manchester —dijo el piloto por megafonía—. En estos momentos son las tres cuarenta, hora local, y la temperatura ambiente es de doce grados centígrados. Quiero pedirles disculpas de nuevo por el retraso y agradecerles su paciencia. Esperamos verlos de nuevo en las líneas aéreas British Midlands.

Ni lo sueñes, patrón, pensó Jack.

Ryan permaneció en su asiento mientras se dirigían hacia la terminal de llegadas internacionales. Una escalera mecanizada se acercó a la puerta delantera, que abrió el auxiliar de vuelo. Ryan y la familia Rabbit fueron los primeros en descender del avión. Los acompañaron hasta unos coches, en vez del autobús de los demás pasajeros.

Alan Kingshot los estaba esperando para estrecharles la mano.

—¿Cómo ha ido, Jack?

—Como una visita a Disneylandia —respondió Ryan sin ironía aparente en su voz.

—Entendido. Vamos a subiros al coche y a llevaros a un lugar más cómodo.

—Por mí, perfecto. ¿Qué hora es? ¿Las tres menos cuarto?

Ryan aún no había cambiado la hora de su reloj. Las islas Británicas llevaban una hora de retraso respecto al resto de Europa.

—Así es —asintió el espía.

—Maldita sea —espetó Jack.

Ya era demasiado tarde para llamar a su casa y avisar a Cathy de que había regresado sano y salvo. Aunque, en realidad, la misión, llamada en clave Red Rabbit («Red»(rojo) hace referencia al régimen soviético), aún no había terminado. Ahora le tocaba ser el representante de la CIA en la primera entrevista que le hicieran a Rabbit. Supuso que sir Basil le había encomendado la misión porque no confiaba mucho en las habilidades de un agente tan novel. Quizá habría que demostrarle a su anfitrión británico si era tan tonto en realidad, se dijo Ryan. Pero primero tendría que dormir. Había aprendido que el estrés resultaba tan agotador como una buena sesión de ejercicio, aunque perjudicaba mucho más la salud del corazón.

Entretanto, en Budapest, los tres cuerpos habían llegado al depósito de cadáveres, que era un lugar tan deprimente tras el Telón de Acero como en Occidente. Cuando se confirmó la identidad de Zaitzev y su nacionalidad rusa, llamaron a la embajada soviética de inmediato. Allí no tardaron en ratificar que se trataba de un agente del KGB y avisaron a la delegación, al otro lado de la calle del hotel incendiado. Se sucedieron las llamadas telefónicas.

Antes de las cinco de la madrugada, el AVH despertó al profesor Zoltán Bíró. Bíró era catedrático de Patología en la Facultad de Medicina Ignaz Semmelweis. El nombre de la facultad honraba a uno de los padres de la teoría de los microbios, que había transformado la ciencia médica en el siglo XIX. Aún hoy era una facultad muy respetada, que atraía incluso a estudiantes de Alemania Occidental. Sin embargo, ninguno de esos estudiantes asistiría a la autopsia solicitada por el Belügyminisztérium, en la que también estaría presente el médico oficial de la embajada soviética.

Empezaron por el hombre adulto. Los técnicos recogieron muestras de sangre de los tres cuerpos y las llevaron al laboratorio de análisis adjunto.

—Se trata del cadáver de un hombre blanco, de unos treinta y cinco años de edad, un metro y setenta y cinco centímetros de estatura y un peso aproximado de setenta y seis kilogramos. No es posible determinar el color del pelo debido a las graves quemaduras sufridas durante un incendio doméstico. La impresión inicial indica que murió a causa del fuego, probablemente por intoxicación de monóxido de carbono, ya que el cuerpo no presenta señales de haber agonizado.

A continuación empezaron a diseccionar el cuerpo, comenzando con un corte clásico en Y para abrir el cuerpo e inspeccionar el estado de los órganos internos.

Estaba estudiando el corazón, que no tenía nada de extraordinario, cuando llegaron los resultados del laboratorio.

—Profesor Bíró, los niveles de monóxido de carbono en las tres muestras de sangre son más que letales —dijo la voz por teléfono.

Bíró echó un vistazo a su colega ruso.

—¿Necesita algo más? Puedo hacer una autopsia completa de las tres víctimas, pero no cabe duda de la causa de la muerte. Este hombre no sufrió ninguna herida de bala. Realizaremos más pruebas de química sanguínea, por supuesto, pero no es probable que los hayan envenenado y no observamos heridas ni orificios de ningún tipo. Todos murieron por culpa del incendio. Le enviaré un informe completo esta misma tarde —añadió Bíró con un suspiro—. ¡A kurva életbe! —concluyó con un dicho popular magiar.

—Qué niña tan guapa —comentó el médico ruso.

La cartera de Zaitzev había sobrevivido de algún modo al incendio y, con ella, sus fotos familiares. La imagen de Svetlana era especialmente conmovedora.

—La muerte no sabe de sentimentalismos, amigo mío —declaró el profesor Bíró.

Como patólogo, eso lo tenía muy claro.

—Entendido. Muchas gracias, camarada profesor.

Y el ruso se despidió, pensando en el informe oficial que redactaría para Moscú.