CAPÍTULO VEINTISIETE: LA HUIDA DE RABBIT

Una ciudad extraña —pensó Zaitzev mientras el sol amenazaba con salir por el este, dos horas antes que en Moscú—. Si estuviera en casa, aún estaría dormido. Esperaba despertar pronto en otro lugar, en una zona horaria completamente distinta. Pero de momento permaneció inmóvil y saboreó el instante. En la calle reinaba un silencio casi absoluto, salvo el sonido lejano de un camión de reparto. El sol no había salido y aún estaba oscuro, aunque ya no era negra noche; empezaba a clarear, pero todavía no llegaba el alba; a la mitad de los prolegómenos del día. Ese podía ser un momento agradable. Era una hora que les gustaba a los niños, un momento mágico en el que el mundo les pertenece solamente a los pocos que están despiertos, mientras los demás permanecen en la cama; los niños podían pasear como los reyes de la casa, hasta que sus mamás los descubrían y los llevaban de vuelta a la cama.

Pero Zaitzev permaneció inmóvil, escuchando la respiración pausada de su esposa y de su hija, aunque él ya estaba totalmente despierto y podía pensar sin interrupciones.

¿Cuándo se pondrían en contacto con él? ¿Qué le dirían? ¿Habrían cambiado de opinión? ¿Defraudarían la confianza que había depositado en ellos?

¿Por qué estaba tan inquieto sobre el asunto? ¿No había llegado el momento de confiar un poco en la CIA? ¿Acaso no sería una baza importante para ellos? ¿No sería un bien preciado? Incluso el KGB, que era tan tacaño como un niño con su juguete favorito, ofrecía un trato de comodidad y prestigio a los desertores que acogía. Kim Philby disponía de un suministro inagotable de alcohol. Y según se rumoreaba, a Burgess le proporcionaban todos los zhopniki que quisiera tirarse. Se rumoreaba que ambos tenían apetitos insaciables de sus vicios respectivos. Sin embargo, la magnitud de estas historias siempre aumentaba a medida que pasaban de boca en boca y, por lo menos en parte, se alimentaban de la aversión soviética hacia los homosexuales.

Él no era así. ¿Acaso no era él un hombre de principios?, se preguntó Zaitzev. Por supuesto que sí. Había decidido arriesgar su vida por principios. Estaba jugando con su propio destino, como un artista de circo haciendo juegos malabares con cuchillos. Y al igual que el malabarista, él sería el único que saldría perjudicado si no juzgaba bien la situación. Oleg encendió el primer pitillo del día y empezó a darle vueltas a la situación por milésima vez, por si se le ocurría otro camino posible.

Podía regresar a los conciertos, dedicarse a sus compras, tomar el tren de regreso a la estación Kiev y convertirse en un héroe entre sus compañeros de trabajo por haberles conseguido los vídeos, las películas pornográficas y las medias para sus esposas, además de algunas compras para sí mismo. El KGB no se enteraría nunca de lo ocurrido.

Pero entonces el sacerdote polaco morirá a manos soviéticas… Y tú tienes el poder de impedirlo. ¿Cómo podrás mirarte al espejo si no lo haces, Oleg Ivan'ch?

A fin de cuentas, siempre regresaba al mismo lugar.

Pero no tenía mucho sentido dormirse otra vez, así que terminó de fumarse el cigarrillo y permaneció despierto, obseRyando un cielo cada vez más claro a través de la ventana de su habitación.

Cathy Ryan no se despertó del todo hasta que su mano se encontró con una sábana vacía, en el lugar que debería haber ocupado su marido. En ese instante se despertó del todo y recordó que Jack no estaba en casa, que había salido del país, tanto del suyo como de éste, y que ella se había quedado sola. A todos los efectos, se había convertido en una madre soltera y no había contado con ello al casarse con John Patrick Ryan. No era la única mujer del mundo cuyo marido viajaba por negocios; su padre lo había hecho a menudo y para ella no había supuesto ningún problema. Pero ése era el primer viaje de Jack y no le estaba gustando en absoluto.

No es que no se las arreglara sin él. Había aprendido a lidiar con peores desafíos que ése todos los días. Tampoco le preocupaba la posibilidad de que Jack tuviera algún devaneo durante el viaje. Tenía dudas sobre las actividades de su padre durante sus múltiples viajes; el matrimonio entre sus padres había tenido sus más y sus menos y no sabía qué sospechas albergó su difunta madre. Pero en el caso de Jack no tenía por qué preocuparse. Y sin embargo, lo amaba y sabía que él también la amaba, y los enamorados deberían estar juntos. Si lo hubiera conocido durante su época como oficial de los marines, habría tenido que acostumbrarse a las ausencias. En el peor de los casos podría haber tenido que enfrentarse a la pérdida de su marido en acto de servicio; sin duda, ése habría sido el peor tormento imaginable. Sin embargo, cuando lo conoció ya había pasado esa etapa. Había salido a cenar con su padre, que trajo a Jack sin darle mucha importancia. Se trataba de un joven prometedor con un buen instinto, que estaba a punto de ascender de la oficina de Baltimore a la de Nueva York. Al principio, el interés que se despertó entre ambos jóvenes fue una grata sorpresa para él, hasta que Jack anunció que se disponía a coger todo el dinero que había ganado para convertirse en profesor de historia, nada menos. Ella tuvo que lidiar más con el conflicto, ya que Jack a duras penas toleraba a Joseph Muller, vicepresidente ejecutivo de Merrill Lvnch, Pierce Fenner y Smith (a los que había que añadir el nombre de cualquier adquisición de los últimos cinco años). Para ella, Joe aún era «papá», mientras que para Jack era simplemente «él», o «ese viejo entrometido».

¿En qué demonios estará trabajando?, se preguntó. ¿Bonn? ¿Alemania? ¿Asuntos de la OTAN? El maldito mundo de la inteligencia, en la que estudiaba documentos secretos y hacía comentarios, también secretos, para gente que posteriormente los leería y los estudiaría, o no. Ella, por lo menos, sabía que su trabajo era honesto: se dedicaba a curar a los enfermos o a anudarlos a que vieran mejor. Pero no se podía decir lo mismo de Jack.

No es que su trabajo fuera inútil; se lo había explicado unos meses atrás: en el mundo había gente mala y alguien tenía que luchar contra ellos. Afortunadamente, para su lucha no hacía falta llevar una arma. Cathy no soportaba las armas, ni siquiera las que habían ayudado a impedir su secuestro y asesinato en su casa de Maryland, aquella noche que había concluido felizmente con el nacimiento del pequeño Jack. Le había tocado curar un buen número de heridos de bala durante su período de prácticas en la sala de urgencias, los suficientes para hacerse una idea de lo que eran capaces de hacer las armas, aunque no tantos como le habrían tocado en otras zonas. Era consciente de que había tenido la suerte de permanecer al margen de lo que, muy a su pesar, era una realidad, y precisamente por eso le permitió a Jack que conservara algunas armas en la casa, en lugares que estuvieran fuera del alcance de los niños, aunque se subieran a una silla. Él había tratado de enseñarla a usarlas, pero ella se había negado a tocarlas. En alguna ocasión se preguntó si no estaría exagerando, pero era una mujer y no había nada más que decir al respecto… Además, a Jack no parecía importarle demasiado.

¿Pero por qué no está aquí? —se preguntó Cathy en la oscuridad—. ¿Qué puede ser tan importante que aleje a un hombre de su mujer y de sus hijos?

Él no podía contárselo, y eso la enfurecía. Sin embargo, no podía hacer nada al respecto, aunque tampoco era como enfrentarse a un enfermo terminal de cáncer. Y además, sabía que él no se habría liado con ninguna fulana alemana. Pero, aun así… maldita sea. Quería tenerlo a su lado.

A unos mil trescientos kilómetros de distancia, Ryan ya se había levantado, se había duchado, afeitado, cepillado los dientes y estaba listo para enfrentarse a un nuevo día. Por algún motivo, el hecho de estar de viaje lo ayudaba a levantarse por la mañana. Sin embargo, no tenía nada que hacer hasta que abrieran el comedor de la embajada. Miró de reojo el teléfono que había junto a la cama y pensó en llamar a casa, pero no conocía el sistema de llamadas de la embajada y no sabía qué número tenía que marcar. Además, lo más probable era que necesitara el permiso y la ayuda de Hudson para completar la llamada con éxito. Maldita sea. Se había despertado a las tres de la madrugada, esperando darse la vuelta y besar a Cathy en la mejilla. A él le gustaba hacerlo, aunque ella nunca lo recordara por la mañana. Lo bueno era que ella le devolvía el beso. No cabía duda de que lo amaba. De no ser así, no lo besaría. No es posible fingir en sueños. Este hecho era una pieza importante en el universo personal de Ryan.

No le serviría de mucho encender la radio. El húngaro, o mejor dicho, el magiar, debía de hablarse en el planeta Marte Desde luego, no se parecía a nada en la Tierra. No había oído ni una sola palabra que le sonara a inglés, a alemán o a latín, que eran los tres idiomas que había estudiado en algún momento de su vida. Además, los nativos hablaban a la velocidad de una ametralladora y no le ponían las cosas nada fáciles. Si Hudson lo abandonara en cualquier rincón de la ciudad, no sabría encontrar el camino de regreso a la embajada británica. No se había sentido tan desamparado desde que tenía cuatro años. A todos los efectos, se encontraba en otro planeta. Su pasaporte diplomático tampoco le serviría de mucho, porque lo identificaba con un país hostil en esa tierra alienígena. No había caído en la cuenta de todo eso durante el viaje. Al igual que muchos norteamericanos, suponía que un pasaporte y una tarjeta American Express bastaban para recorrer el mundo entero con total seguridad, pero eso sólo era cierto en el mundo capitalista, donde siempre habría alguien que hablara el inglés suficiente para mostrarle el camino hacia un edificio, con la bandera estadounidense ondeando en el tejado y una dotación de marines en el vestíbulo. Sin embargo, en esa ciudad extraña a duras penas se sentía capaz de localizar los servicios, aunque tuvo que reconocer que el día anterior los había encontrado en un bar. La sensación de desamparo lo acechaba en los márgenes de la conciencia, como el monstruo que se escondía en el armario de los niños. Pero él era un ciudadano norteamericano adulto, con treinta años cumplidos, oficial veterano del cuerpo de marines de Estados Unidos, y no estaba acostumbrado a sentirse así. De modo que contempló la sucesión de cifras rojas en el dial luminoso de su radio despertador digital y esperó su cita personal con la providencia, fuera cual fuese ese destino.

Andy Hudson ya se había levantado. Istvan Kovacs se disponía a realizar uno de sus recorridos de contrabando habituales, en esa ocasión para llevar zapatillas deportivas Reebok a Budapest desde Yugoslavia. Guardaba las divisas bajo su cama, en una caja de acero. Se estaba tomando un café y escuchaba una melodía en la radio cuando alguien llamó a la puerta. Fue a abrir en paños menores.

—¡Andy! exclamó con sorpresa.

—¿Te he despertado, Istvan?

—No —respondió Kovacs, indicándole que entrara. Llevo media hora despierto. ¿Qué te trae por aquí?

—Hay que mover el paquete esta noche explicó Hudson.

—¿A qué hora?

—A eso de las dos de la madrugada.

Hudson metió una mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.

—Aquí tienes la mitad de lo pactado.

No tendría ningún sentido pagarle a ese húngaro su valor real. Eso no haría más que alterar los factores de la ecuación.

—Fantástico. ¿Quieres un café, Andy?

—Sí, gracias.

—¿Cómo quieres que lo hagamos? —preguntó Kovacs mientras lo acompañaba a la mesa y le servía una taza de café.

—Yo llevaré el paquete hasta las proximidades de la frontera y tú los ayudarás a cruzar. Supongo que conoces a los agentes fronterizos que estarán de guardia…

—Sí, será el capitán Budai Laszlo. Llevo años tratando con él. Y el sargento Kerekes Mihály es un buen muchacho que quiere ir a la universidad para convertirse en ingeniero. Trabajan en turnos de doce horas, desde la medianoche hasta el mediodía. A esa hora estarán aburridos y dispuestos a negociar, Andy —explicó mientras frotaba el dedo índice y el pulgar.

—¿Qué suelen cobrar?

—¿Por cuatro personas?

—¿Es necesario que se enteren de que nuestro paquete está formado por personas? preguntó Hudson.

—Supongo que no —respondió Kovacs con un ademán de indiferencia—. Les daré unos pares de zapatillas. Las Reebok tienen mucho éxito. Y también les daré unos vídeos con películas occidentales. Ya disponen de todos los aparatos reproductores necesarios —explicó Kovacs.

—Sé generoso —sugirió Hudson—, pero sin exagerar.

No hizo falta añadir que no quería levantar sospechas.

—Si están casados, quizá podrías darles algo para sus esposas o sus hijos…

—Conozco bien a la familia de Budai, Andy. No habrá ningún problema.

Budai tenía una hija pequeña y no le costaría nada al contrabandista entregarle algo para la pequeña Zsóka.

Hudson calculó la distancia mentalmente. A esa hora de la noche tardarían unas dos horas y media hasta la frontera con Yugoslavia. Utilizarían un pequeño camión para el primer tramo del viaje. Istvan se ocuparía del resto del trayecto en su camión más grande. Si algo fallaba, Istvan debía estar convencido de que el agente británico le pegaría un tiro. Ésa era una de las ventajas que ofrecían las famosas películas de James Bond. Sin embargo, lo más importante era que cinco mil marcos alemanes eran mucho dinero en Hungría.

—¿Y adónde voy a llevarlos?

—Te lo diré esta noche —respondió Hudson.

—Muy bien. Nos vemos sin falta en Csurgo mañana por la mañana.

—Muy bien, Istvan —dijo Hudson mientras tomaba el último trago de su café y se ponía en pie—. Me alegro de tener un amigo de confianza como tú.

—Me pagas bien —comentó Kovacs, definiendo la naturaleza de su amistad.

Hudson estuvo a punto de añadir otro comentario sobre lo mucho que confiaba en su agente, pero eso no era del todo cierto. Al igual que la mayoría de los espías, no se fiaba de nadie, por lo menos hasta después de completar la misión. ¿Podría trabajar Istvan para el AVH? No era probable. Ellos no podrían permitirse la tarifa habitual de cinco mil marcos alemanes y a Kovacs le gustaba mucho la buena vida. Si algún día caía el gobierno comunista de ese país, él sería uno de los primeros en hacerse millonario, con una casa bonita en las colinas de Pes', con vistas al Danubio y a Buda.

Al cabo de veinte minutos, Hudson vio que Ryan era el primero de la fila en el comedor de la embajada.

—Veo que te gustan los huevos —comentó el jefe de la delegación.

—¿Son de aquí o los traéis de Austria?

—Los huevos son de aquí. En realidad, aquí los productos de granja son buenos, pero el beicon lo traemos de Inglaterra.

—Yo también me he aficionado al beicon inglés —explicó Jack. ¿Qué hay? preguntó al ver la mirada emocionada de Andy.

—Será esta noche. Primero iremos al concierto y a continuación recogeremos el paquete.

—¿Lo vas a avisar?

—No —respondió Hudson negando con la cabeza—. Podría cambiar su actitud. Prefiero que nos ahorremos las complicaciones.

—¿Pero qué pasa si no está listo? ¿O si se arrepiente de su decisión? —comentó Jack con preocupación.

—Si es así, la misión será un fracaso y nos desvaneceremos en la niebla de Budapest. Y mañana por la mañana habrá muchas expresiones de sonrojo en Londres, en Washington y en Moscú.

—Veo que te lo tomas con mucha calma.

—En esta profesión hay que aprender a tomarse las cosas como vienen. No sirve de nada ponerse nervioso añadió con una sonrisa. Mientras la reina me pague el sueldo y la comida, cumpliré con sus misiones.

—Así me gusta, siempre fiel —respondió Jack.

Echó un chorrito de leche al café y le dio un sorbo. No era una maravilla, pero de momento serviría.

Lo mismo se podía decir de la comida en la cafetería estatal que estaba situada junto al hotel Astoria. Svetlana había engullido un bollo y un vaso de leche entera.

—El concierto es esta noche —dijo Oleg a su esposa ¿Estás emocionada?

—¿Sabes cuánto hace que no voy a un concierto de verdad? —replicó ella—. Oleg, nunca olvidaré el detalle que estás teniendo.

—Le sorprendió la expresión que vio en la cara de su marido, pero no hizo ningún comentario al respecto.

—Bueno, querida. Hoy tenemos que hacer algunas compras más. Cosas de mujeres. Tendrás que ocuparte tú del asunto.

—¿Puedo comprar algo para mí?

Tenemos ochocientos cincuenta rublos del Comecon especialmente para eso, para que compres lo que quieras respondió Oleg Ivan'ch con una enorme sonrisa mientras se preguntaba si las compras de su mujer durarían toda la semana.

—¿Aún está su marido en viaje de negocios? pregunto Beaverton.

—Por desgracia, sí —respondió Cathy.

Lástima, se abstuvo de responder el veterano del regimiento de paracaidistas. Con el paso de los años había aprendido bastante de psicología y tenía claro que a ella no le gustaba la situación actual. Pero no dudaba de que sir John estuviera haciendo algo interesante. Se había tomado la molestia de investigar un poco a los Ryan. Según los periódicos, ella era cirujana, tal como le había comentado un par de semanas antes. Su marido, en cambio, debía de ser de la CIA, a pesar de su insistencia en que no era más que un funcionario de la embajada norteamericana. Algunos artículos en la prensa londinense lo habían dado a entender tras su roce con los terroristas irlandeses, pero no habían mencionado nunca más esos rumores. Probablemente porque alguien les había comentado con educación a los editores que no era oportuno insistir en ese tema. Con eso le bastaba a Eddie Beaverton para confirmar sus sospechas. Los artículos también habían mencionado que, aunque no era millonario, tampoco era precisamente pobre. Eso pudo confirmarlo cuando vio el Jaguar nuevo aparcado a la entrada de la casa. Así que sir John se encontraba de viaje en alguna misión secreta. No tenía ningún sentido preguntarse cuál sería la misión, pensó el taxista mientras se detenía frente a la estación de tren de Chathan.

—Que tenga un buen día, señora —dijo cuando se bajó del coche.

—Gracias, Eddie —respondió ella, entregándole la misma propina de siempre.

Se alegraba de tener a una clienta habitual tan generosa.

Para Cathy, el recorrido en tren hasta Londres fue rutinario. La acompañó su revista médica, pero le faltó la presencia reconfortante de su marido leyendo el Daily Telehgraph o echándose una siestecita. Era curioso que se pudiera echar de menos incluso la presencia de un hombre dormido.

—Ése es el teatro.

Al igual que el viejo Volkswagen Golf de Ryan, el teatro de Budapest era perfecto en todos los detalles, pero pequeño. A duras penas ocupaba una parte de la manzana, con aires de la arquitectura imperial que estaba mejor representada y en mayor tamaño a unos trescientos kilómetros, en Viena. Andy y Ryan entraron para recoger las entradas que había reservado la embajada a través del Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro. El reducido tamaño del vestíbulo fue una decepción. Hudson pidió permiso para echar un vistazo al palco y, gracias a sus dispensas diplomáticas, un acomodador los acompañó hasta el primer piso por un pasillo lateral, hasta su palco.

El interior le recordó a Ryan un teatro de Broadway, el Majestic, por ejemplo. No era muy grande, pero los asientos de terciopelo rojo y las molduras doradas le daban cierta elegancia. Era un lugar para recibir al rey cuando se dignaba recorrer el trayecto desde el palacio imperial de Viena. Les permitía a los peces gordos del lugar saludar al rey y fingir que estaban en el meollo del asunto, aunque tanto ellos como su soberano sabían que no era así. Sin embargo, el lugar no estaba nada mal y una buena orquesta compensaría cualquier aspecto del espacio reducido. Lo más probable era que la acústica fuera excelente y eso era lo más importante. Ryan nunca había asistido al Carnegie Hall de Nueva York, pero eso era el equivalente local, un poco más pequeño y humilde.

Ryan echó un vistazo a su alrededor. Se encontraban en un palco ideal que les permitía otear casi todos los asientos del teatro.

—¿Dónde se sentarán nuestros amigos? preguntó en voz baja.

—No estoy seguro. Tom los seguirá y comprobará su lugar antes de reunirse con nosotros.

—¿Y después qué pasará? preguntó a continuación Jack.

—Ya lo verás —respondió Hudson con una sonrisa.

Entretanto, en la embajada, Tom Trent estaba ocupado. En primer lugar consiguió unos ocho litros de alcohol puro de noventa y cinco grados. En teoría se podía beber, pero sólo si se deseaba una borrachera profunda e instantánea. Tomó un sorbo para asegurarse de que el contenido fuera lo mismo que indicaba la etiqueta. No era un buen momento para dejar ningún detalle al azar. Bastó con un sorbo minúsculo. No se conseguía alcohol más puro que ése, no tenía ningún olor perceptible y el sabor a duras penas permitía diferenciarlo del agua destilada. Trent había oído decir que alguna gente lo usaba en las bodas y demás acontecimientos formales; lo echaban al ponche para animar la fiesta. Seguro que cumplía su cometido a la perfección.

El paso siguiente fue más desagradable. Había llegado el momento de inspeccionar el contenido de las cajas. La entrada al sótano de la embajada estaba prohibida a todo el personal. Trent cortó los precintos y levantó la tapa de cartón para revelar…

Los cuerpos estaban embalados en bolsas de plástico traslúcido con asas, de las que usaban en las funerarias para transportar los cadáveres. Comprobó que incluso había varias diferentes tallas de bolsas para ajustarse a los cadáveres de niños y adultos de distintos tamaños. El primer cadáver que destapó fue el de una niña pequeña. Afortunadamente, el plástico le cubría la cara, o lo que había sido su cara. Lo único que alcanzaba a divisar era una mancha oscura y, de momento, eso le pareció muy bien. No necesitaba abrir la bolsa y eso también le pareció muy bien.

Las siguientes cajas eran más pesadas, pero también más fáciles. Por lo menos, ésas contenían adultos. Los echó al suelo de cemento del sótano y los dejó ahí. Después llevó el hielo seco a la esquina opuesta para darle al CO, sólido la oportunidad de descongelarse sin molestar ni alertar a nadie. Los cadáveres tendrían unas catorce horas para descongelarse y esperaba que con eso bastaría. Trent salió del sótano y cerró la puerta con llave.

A continuación fue a la oficina de seguridad de la embajada. La misión británica tenía un destacamento de tres agentes de seguridad, todos veteranos de las fuerzas armadas. Hoy necesitaría los servicios de dos agentes; ambos habían sido sargentos en el ejército británico, Rodnev Truelove y Bob Small, y ambos estaban en forma.

—Chicos, necesito que me echéis una mano esta noche.

—¿Qué hay que hacer, Tom? —preguntó Truelove.

—Hay que mover unos objetos —explicó Trent a medias con discreción.

Ni se molestó en explicarles que se trataba de un asunto de suma importancia. Para esos hombres, cualquier misión que les encomendaran era de suma importancia.

—¿Entrada y salida con sigilo? —preguntó Small.

—Así es respondió Trent al antiguo sargento del cuerpo de ingenieros.

Small era veterano de un regimiento galés, los hombres de Harlech.

—¿A qué hora? preguntó Truelove a continuación.

—Saldremos de aquí a las dos de la madrugada. No creo que tardemos más de una hora en total.

—¿Atuendo? —interpuso Bob Small.

Esa era una buena pregunta. No parecía lo más adecuado ponerse traje y corbata, pero si llevaban monos de trabajo podían llamar la atención de algún transeúnte. Lo mejor sería vestir de forma que resultaran invisibles.

—Informal —decidió Trent—. Americana pero sin abrigo. Igual que los nativos. Camisa y pantalones, con eso bastará. Ah, y guantes también —añadió el espía, pensando que querrían usarlos para llevar el cargamento de esa noche.

—Perfecto —concluyó Truelove.

Ambos eran soldados y, como tales, estaban acostumbrados a hacer las cosas sin tener que entenderlas y a aceptar lo que se les ordenara. Trent esperaba que aún se sintieran así al día siguiente.

Las medias Fogal eran francesas, o por lo menos eso aseguraba la etiqueta. Irina casi se desmayó al coger el paquete. El contenido era auténtico pero no lo parecía, eran tan finas que parecían una sombra solidificada y no pesaban mucho más que eso. Había oído hablar de productos así, pero nunca había tenido uno en las manos y mucho menos en las piernas. Y pensar que en Occidente cualquier mujer podía comprarse todas las que quisiera… Las esposas de los compañeros rusos de Oleg se desmayarían al verlas, ¡y sus amigas de la tienda gubernamental se morirían de envidia! Tendría que ponérselas con mucho cuidado para no hacerles una carrera y caminaría con precaución para evitar tropezar con los objetos, como si fuera una niña que estuviera acostumbrada a hacerse moretones en las piernas. Esas medias eran demasiado preciosas como para permitir que les pasara algo. Debía encontrar la talla adecuada para cada una en la lista de Oleg… Y después comprar seis pares para ella.

¿Pero qué tallas debía comprar? Entregarle un artículo de vestir demasiado grande a una mujer era un insulto mortal, incluso en Rusia, donde las mujeres se parecían más a los cuadros de Rubens que a las chicas muertas de hambre de los países tercermundistas… o de Hollywood. En la etiqueta, las tallas estaban marcadas como A, B, C y D. Eso suponía un desafío adicional, porque en el alfabeto cirílico, la letra «B» correspondía a la «V» del abecedario romano, mientras que la «C» correspondía a la «S». Respiró hondo y decidió comprar un total de veinte pares de la C, incluyendo los seis pares que se quedaría ella. Eran carísimas, pero llevaba un buen puñado de rublos del Comecon en el bolsillo, y no todos eran suyos, así que respiro hondo de nuevo y pagó la compra al contado. La vendedora le respondió con una sonrisa, adivinando lo que pasaba. Al salir de la tienda con sus tesoros se sintió como una zarina, una sensación que le habría gustado a cualquier mujer del mundo. Aun le quedaban cuatrocientos ochenta y nueve rublos para comprarse algo para ella, y la sola idea le producía vértigo. Habla tantas cosas bonitas y tan poco dinero… tan poco espacio para guardarlas en su casa.

¿Zapatos? ¿Un abrigo nuevo? ¿Un nuevo bolso?

Decidió no comprar, joyas, ya que eso le correspondía Oleg, aunque al igual que la mayoría de los hombres, él no tenía la menor idea de lo que les gustaba a las mujeres.

Y qué había de la ropa interior, se preguntó Irina a continuación. ¿Un sujetador Chantarelle? ¿Se atrevería a comprar algo tan elegante? Le costaría por lo menos cien rublos, incluso con el cambio favorable… Y sólo ella sabría que lo llevaba. Ponerse un sujetador semejante sería como sentir… unas manos. Sería como si las manos de su amante la estuvieran acariciando siempre. Sí, decidió, compraría uno de esos.

Y también tenía que comprar productos cosméticos. Los cosméticos eran algo en lo que siempre se fijaban las mujeres rusas y esa ciudad era un buen lugar para comprarlos. Las mujeres húngaras también se cuidaban el cutis. Acudiría a una buena tienda y se lo preguntaría a la dependienta, de camarada a camarada. Saltaba a la vista que las mujeres húngaras cuidaban su aspecto con sólo verles la cara. En ese sentido, los húngaros eran los más kulturniy.

Se entretuvo durante otras dos horas extáticas. Lo estaba pasando tan bien que no se percató de la presencia de su marido y de su hija. Ese era el sueño de toda mujer soviética: gastar dinero en Occidente, bueno, y si no en Occidente, en la mejor alternativa. Y era fantástico. Esa noche se pondría el Chantarelle para ir al concierto, escucharía la música de Bach y se transportaría a otra época, a otro lugar donde todos fueran kulturniy y fuera bueno ser mujer. Lástima que no existiera un lugar así en la Unión Soviética.

En el exterior de la sucesión de tiendas femeninas, Oleg esperaba y fumaba como todos los demás hombres del mundo, muerto de aburrimiento con las compras de las mujeres. ¿Cómo podían disfrutar tanto seleccionando y comparando, seleccionando y comparando sin cesar, sin tomar nunca una decisión, regodeándose en el ambiente y rodeadas de cosas que nunca podrían ponerse y que, en el fondo, ni siquiera les gustaban? Siempre hacían lo mismo: cogían el vestido, se lo ponían al cuello y se miraban al espejo antes de decidir que nyet, que ése no les gustaba. Y así seguían sin parar, día y noche, como si les fuera la vida en ello. La aventura actual de Oleg lo había enseñado a ser paciente, pero lo que no había logrado aún (y no creía lograrlo nunca) era observar a una mujer de compras… sin que le dieran ganas de estrangularla. No hacía más que esperar como un animal de carga, llevando las cosas que su esposa finalmente había decidido comprar y esperando a ver si cambiaba de opinión. No podía durar para siempre. Tenían entradas para el concierto de esa noche y en algún momento habría que regresar al hotel, buscar una canguro para la pequeña zaichik, vestirse y dirigirse al teatro. Incluso Irina tendría que estar de acuerdo en eso.

Espero, pensó Oleg Ivan'ch sombríamente. Como si no tuviera otros asuntos de los que preocuparse. Pero vio que su hija no tenía ninguna preocupación. Se comía el helado y observaba con interés ese lugar tan diferente de su hogar. La inocencia de los niños era un milagro. Qué lástima que la perdieran y qué extraño que tuvieran tanta prisa por hacerse mayores y dejarse la inocencia por el camino. ¿Acaso no sabían lo asombroso que era su mundo? ¿No sospechaban que, con la comprensión, las maravillas del mundo se transformaban en caras y en dolor?

Y en dudas —pensó Zaitzev—. Tantas dudas…

Pero no, zaichik no lo sospechaba, y para cuando se enterara, ya sería tarde.

Por fin, Irina salió de la tienda con una sonrisa como no la había visto desde el día en que dio a luz a su hija. Y entonces lo sorprendió: se acercó a él y le dio un beso y un abrazo.

—¡Oleg, me tratas tan bien! —dijo antes de darle otro beso apasionado.

Al sentir el abrazo de una mujer satisfecha por las compras, a su marido se le ocurrió que parecía estar más contenta aún que después de una buena sesión de sexo.

—Regresemos al hotel, cariño. Hay que vestirse para el concierto.

El viaje en metro fue fácil. Entraron en el Astoria y subieron a la habitación 307. Al llegar decidieron llevarse a Svetlana al concierto por defecto: no habría sido nada fácil conseguir una canguro. Oleg había pensado en recurrir a una agente del KGB que trabajaba al otro lado de la calle, en la casa de la cultura y la amistad. Pero ni a él ni a su esposa les hacía mucha gracia el plan, así que a zaichik no le quedaría más remedio que portarse bien durante el concierto. Las entradas estaban en la habitación: fila de platea número seis, asientos A, B y C; junto al pasillo, tal como le gustaba a Oleg. Svetlana estrenaría su ropa nueva y esperaba que eso la haría feliz. Por lo general, así era, y nunca había tenido ropa tan elegante.

El cuarto de baño de su habitación estaba abarrotado. Irina le estaba dedicando muchos esfuerzos a su rostro para lograr el efecto deseado. Para él era más fácil, y más aún para su hija: bastaba con pasar un trapo mojado por su mueca de desagrado. Todos se pusieron sus mejores galas. Oleg abrochó los zapatos negros de charol de su hija, que contrastaban con los calcetines blancos que tanto le habían gustado. A continuación le puso el abrigo rojo con el cuello negro y la conejita estaba lista para una noche de aventuras. Descendieron al vestíbulo en el ascensor cogieron un taxi en la calle.

La situación era un poco incómoda para Trent. No debería haber sido fácil vigilar el vestíbulo, pero los empleados del hotel no parecían prestarle atención, y cuando salió el paquete, sólo tuvo que andar hasta su coche y seguir el taxi durante el par de kilómetros que los separaban de la sala de conciertos. Cuando llegaron encontró una plaza junto al teatro y se dirigió hacia la entrada. Estaban sirviendo copas en el vestíbulo y, al parecer, los Zaitzev habían decidido tomarse un vino Tokaji antes de entrar. La niña estaba tan deslumbrante como siempre. Qué niña tan preciosa, pensó Trent. Esperaba que le gustara su nueva vida en Occidente. Los observó mientras entraban y tomaban asiento antes de subir por la escalera hacia el palco.

Ryan y Hudson ya se encontraban allí, sentados en las viejas sillas con cojines de terciopelo.

—Andy, Jack —los saludó Trent—. Sexta fila, a la izquierda del pasillo.

En ese momento, las luces del teatro descendieron. Se abrió el telón y se acalló la cacofonía de voces y de instrumentos afinándose. Apareció el director, Jozsef Rozsa, y el público le dedicó un aplauso educado pero breve. Ese era el primer concierto de la serie y el público no estaba familiarizado con el director: A Ryan le extrañó: Rozsa era húngaro y antiguo alumno de la academia Franz Liszt. ¿Por qué no le habían dado una bienvenida más calurosa? Era un hombre alto y delgado, con el pelo negro y cara de esteta. Se inclinó para saludar al público y se encaró hacia la orquesta. El bastoncito o la batuta o como se llamara, Ryan no estaba muy seguro, se encontraba en el atril. Cuando lo levantó, se hizo un silencio absoluto en la sala; luego extendió el brazo hacia la sección de cuerdas de la Orquesta de los Ferrocarriles Estatales Húngaros número uno.

Ryan no era tan melómano como su esposa, pero Bach era mucho Bach y la majestuosidad del concierto se dejó ver desde el primer momento. La música, al igual que la poesía o la pintura, era un medio de comunicación, pensó Jack. Sin embargo, no había logrado nunca descifrar el sentido de lo que le contaban los compositores. Era mucho más fácil en el caso de una banda sonora compuesta por John Williams, por ejemplo, en la que la música acompañaba la historia a la perfección. Pero en la época de Bach no existían las imágenes del celuloide y el compositor tuvo que referirse a cosas que eran familiares para los miembros de su público original. Sin embargo, Ryan no era uno de ellos y se limitaba a disfrutar de la belleza de las armonías. De pronto sintió que algo fallaba con el piano, pero cuando echó un vistazo vio que no se trataba de un piano, sino de un antiguo clavicémbalo que tocaba un maestro anciano con una melena blanca y las manos elegantes de un cirujano. Jack sabía un poco de la música de piano. Según su amiga Sissy Jackson, solista en la sinfónica de Washington, la técnica de Cathy era demasiado mecánica, pero lo único que le importaba a Ryan era que nunca se dejaba ni una nota. A ese hombre tampoco se le escapa ni una nota, pensó mientras observaba la fluidez de sus manos sobre el teclado y distinguía el sonido del clavicémbalo entre las múltiples capas de la melodía. Cada nota estaba en su lugar preciso, con la intensidad justa que requería el concierto y con un control del ritmo que rayaba en la perfección. El resto de la orquesta tocaba con una exactitud que le recordaba a la banda militar de los marines; tenían la precisión milimétrica de una sucesión de rayos láser.

Lo único que no entendía Ryan era el papel del director. ¿Acaso no estaba escrito el concierto? En su opinión, para dirigir la orquesta sólo había que asegurarse de antemano de que todos se hubieran aprendido la partitura y que supieran en qué momento les tocaba entrar. Tendría que consultarlo con Cathy, aunque sabía que pondría los ojos en blanco y le respondería que era un ignorante. Pero Sissy Jackson había dicho que la técnica de Cathy al teclado era muy mecánica y que le faltaba corazón. ¡Qué lo sepas, lady Catherine!

La sección de cuerda también era una maravilla. Ryan se preguntó cómo diantre se podía pasar un arco por una cuerda y lograr que produjera el sonido deseado. Supongo que será porque se ganan la vida con eso, pensó, y se dispuso a disfrutar del concierto. Pero entonces se fijó en Andy Hudson, que no quitaba ojo del paquete, y decidió echar un vistazo en esa dirección.

La niña se retorcía en su asiento y se esforzaba por portarse bien. Quizá le prestaba atención a la música, pero por mucho que se esforzara no podía compararse con su vídeo del Mago de Oz. Sin embargo, la pequeña conejita no se portaba mal, sentada entre papá Rabbit y mamá Rabbit.

Mamá Rabbit estaba absorta en el concierto; papá Rabbit prestaba atención, pero no parecía tan interesado. Quizá deberían avisar a Londres, pensó Jack, para que consiguieran un walkman para Irina y unas cintas de Christopher Hogwood… A Cathy parecían gustarle mucho sus grabaciones, junto con las de Neville Marriner.

En cualquier caso, al cabo de unos veinte minutos la orquesta terminó de interpretar el minueto y el director Rozsa se giró hacia el público…

El teatro estalló en aplausos y vítores. Jack no sabía muy bien qué había hecho el director, pero al parecer los húngaros lo tenían muy claro. Rozsa saludó al público con una reverencia y esperó a que se acallaran los aplausos antes de centrar su atención de nuevo en la orquesta. Levantó la batuta y marcó el inicio del segundo concierto de Brandeburgo.

En esta ocasión arrancaron los instrumentos de viento y de cuerda. Ryan se fijaba más en los músicos individuales que en el trabajo del director. ¿Cuánto tendrán que estudiar para llegar a ser tan buenos?, se preguntó. Cuando estaban en Maryland, Cathy tocaba dos o tres veces por semana, pero se había desilusionado al comprobar que su casa en Chatham no era lo bastante grande para meter un piano de cola. Ryan se había ofrecido a comprarle un piano de pared, pero ella le había respondido que no era lo mismo y lo había rechazado. Sissy Jackson le había contado que practicaba tres horas o más al día, pero ella se ganaba la vida con el piano, mientras que Cathy tenía otras pasiones y obligaciones en su vida laboral.

El segundo concierto de Brandeburgo era más corto que el primero: sólo duraba unos doce minutos. Cuando terminó, tocaron el tercero en seguida. Los violines debían de ser el instrumento predilecto de Bach y la sección de cuerda de esa orquesta no estaba nada mal. En otras circunstancias, Jack se habría dejado llevar por la música y el momento, pero hoy tenía que ocuparse de otro asunto importante. Cada par de segundos echaba un discreto vistazo a la familia de las liebres…

El tercer concierto de Brandeburgo terminó aproximadamente una hora después del inicio del concierto. Encendieron las luces del teatro para señalar que había llegado la hora del intermedio. Ryan observó al papá Rabbit y a la mamá Rabbit, mientras se levantaban de sus asientos. El motivo era evidente: la pequeña conejita necesitaba ir al servicio y lo más probable era que el papá aprovechara para visitar el urinario. Hudson se percató de la oportunidad y saltó de su asiento, salió del palco y descendió hacia el servicio de caballeros, que estaba situado junto al vestíbulo, seguido de cerca por Tom Trent. Ryan permaneció en el palco y trató de tranquilizarse. La misión ya estaba en marcha.

Oleg Ivan'ch se encontraba a unos cincuenta metros de distancia, esperando para entrar en los servicios. Hudson logró acercarse a su lado. El vestíbulo vibraba con la cháchara de costumbre. Algunos espectadores se acercaban al bar en busca de una copa. Otros fumaban un cigarrillo y unos veinte hombres esperaban para entrar en los servicios. La cola avanzaba a buen ritmo y no tardaron en entrar.

Los urinarios eran tan elegantes como el resto del teatro; al parecer estaban esculpidos en mármol de Carrara. Hudson esperó en la cola como todos los demás, con la esperanza de que su ropa no lo delatara como extranjero. Después de traspasar la puerta de madera y cristal se inclinó hacia adelante y echó mano de sus conocimientos de ruso.

—Buenas tardes, Oleg Ivanovich —dijo Hudson en voz baja—. No se vuelva.

—¿Quién es usted? —respondió Zaitzev en un susurro—. Soy su agente de viajes. Tengo entendido que quiere realizar una travesía.

—¿Y dónde cree que quiero ir?

—Hacia el oeste. Le preocupa la seguridad de una persona, ¿no es así?

—¿Es usted de la CIA? —preguntó Zaitzev en un susurro casi inaudible.

—Digamos que tengo una profesión insólita —confirmó Hudson.

No tenía ningún sentido confundirlo en este momento.

—¿Qué tiene pensado hacer conmigo?

—Amigo mío, esta noche dormirá en otro país —dijo Hudson—, junto con su esposa y su preciosa hija.

Hudson notó que abatía los hombros y se preguntó si sería por el alivio o el miedo. Ambas cosas, probablemente. Zaitzev carraspeó antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Qué debo hacer?

—En primer lugar, debe confirmar que quiere proceder con el plan.

—Da. Adelante —respondió tras una breve pausa.

—En ese caso haga lo que tenga que hacer aquí dentro —respondió Hudson mientras se acercaban a los urinarios— y siga disfrutando del concierto. Después regrese al hotel y nos pondremos en contacto con usted de nuevo a la una y media aproximadamente. ¿Cree que podrá hacerlo?

—Da —respondió Oleg Ivan'ch con la voz entrecortada y un gesto escueto.

Ahora necesitaba usar el urinario más que nunca.

—Tranquilícese, amigo mío. Está todo bien organizado. Todo saldrá bien —explicó Hudson.

En ese mismo instante, aquel hombre necesitaba oír palabras de aliento. Ése debía de ser el momento más aterrador de su vida.

No intercambiaron más comentarios. Zaitzev avanzó hasta el urinario de mármol, se desabrochó la cremallera y descargó toda su tensión. Se volvió y salió sin mirar a Hudson a la cara.

Pero Trent lo estaba obseRyando mientras tomaba una copa de vino blanco. El agente británico no lo vio hacer ninguna seña a un compañero espía del KGB. No se frotó la nariz, no se ajustó la corbata, ni hizo ningún gesto especial. Se limitó a cruzar el vestíbulo y a dirigirse de vuelta a su asiento. Beatrix tenía buen aspecto.

El público había ocupado sus lugares de nuevo. Ryan trataba de pasar por un simple aficionado a la música clásica, hasta que Hudson y Trent regresaron al palco.

—¿Y bien? —carraspeó Ryan.

—Qué maravilla de concierto, ¿no crees? —respondió Hudson en un tono desenfadado—. El tal Rozsa es un fenómeno. No deja de sorprenderme que los países comunistas sean capaces de producir algo mejor que una copia de la Internacional. Ah, por cierto —añadió Hudson—, ¿te apetecería tomar una copa con unos nuevos amigos cuando termine el concierto?

—Por supuesto, Andy —respondió Jack con un suspiro de alivio—, eso me encantaría.

Vaya por Dios —pensó Ryan—. Esto va en serio. Aún le asaltaban las dudas, pero acababan de retroceder un poco. No lo tenía nada claro, pero podría haber sido mucho peor.

La segunda parte del concierto empezó con más música de Bach, la tocata y fuga en re menor. Esa no era una celebración dé la sección de cuerda, sino de los instrumentos de viento. El primer trompetista podría haberle dado alguna clase al mismísimo Louis Armstrong sobre la técnica de las notas agudas. Ryan nunca había escuchado una sesión tan intensiva de Bach y decidió que el famoso compositor alemán sabía lo que se hacía. El antiguo oficial de los marines se relajó y se dispuso a dejarse llevar por la música. Al parecer, Hungría era un país que valoraba su legado musical; si la orquesta tenía algún fallo, Ryan no lo notaba. Y el director tenía el aspecto de estar en brazos del amor de su vida, a juzgar por la expresión extática que iluminaba su rostro. Jack se preguntó cómo serían las mujeres húngaras en esas lides. Tenían cierto atractivo primitivo, aunque no sonreían mucho… Eso quizá se debía a su régimen comunista; los rusos tampoco se prodigaban con las sonrisas.

—¿Qué hay de nuevo? preguntó el juez Moore.

Mike Bostock le entregó el informe que había llegado de Londres.

—Según Basil, su jefe de Operaciones de Budapest se pondrá en marcha esta noche. Y esto le va a encantar: Rabbit se hospeda en un hotel frente a la delegación del KGB.

—Debes de estar bromeando —respondió Moore con una mirada de incredulidad.

—Juez, ¿me cree capaz de inventarme algo así?

—¿Cuándo regresa Ritter?

—Llegará dentro de unas horas en un vuelo de Pan Am. A juzgar por el material que nos envió de Seúl, le ha ido bastante bien en las reuniones de la CIA coreana.

—Le dará un síncope cuando se entere de lo de Beatrix —predijo el director de Inteligencia.

—Se le abrirán los ojos de golpe —asintió el subdirector de Operaciones.

—Especialmente cuando se entere de que el joven Ryan está involucrado en el asunto.

—Señor, se puede apostar el rancho, el ganado y la casa grande a que así será.

El juez Moore soltó una sonora carcajada.

—Bueno, supongo que la Agencia es más importante que la opinión de cualquier individuo, ¿no crees?

—Eso dicen, señor.

—¿Cuándo sabremos algo?

—Espero que Basil nos avise cuando despegue el avión de Yugoslavia. Será un día muy largo para nuestros nuevos amigos.

La siguiente pieza fue la Cantata número 208, de Bach. Ryan la reconoció de un anuncio de reclutamiento para la armada. Era un tema tranquilo, muy distinto del que le había precedido. No sabía si el concierto de esa noche serviría para el lucimiento de Juan Sebastián o del director. En cualquier caso, se trataba de una velada agradable y el público parecía disfrutar de lo lindo, estallando en sonoros aplausos en cada oportunidad que se le ofrecía. Siguieron con otra pieza. Ryan tenía el programa del concierto, pero ni siquiera se había molestado en mirarlo porque estaba impreso en magiar; el marciano escrito le parecía tan indescifrable como la versión hablada.

El concierto concluyó con el Canon de Pachelbel, una pieza de merecida fama. A Ryan siempre le había recordado a una filmación de una muchacha del siglo XVII rezando y tratando de concentrarse en sus oraciones en vez de pensar en el chico guapo que vivía cerca de su granja, sin lograrlo del todo.

Al término del concierto, Jozsef Rozsa se volvió hacia el público y se desataron los aplausos y los vítores en la sala durante varios minutos. El muchacho se habrá ido de casa —pensó Jack—, pero ha protagonizado un regreso triunfal y sus compatriotas se alegran de darle la bienvenida. El director apenas lograba esbozar una sonrisa, como si estuviera agotado por el esfuerzo de correr un maratón. Y Jack notó que estaba sudando. ¿Sería tan difícil dirigir una orquesta? Quizá lo era, si uno se lo tomaba tan en serio como ese hombre. Él y sus compañeros ingleses también estaban de pie, aplaudiendo junto con el resto de los espectadores hasta que cesó la ovación: no tenía sentido destacarse del público. Rozsa señaló a los miembros de la orquesta con un gesto de gratitud, y el público retomó los aplausos; luego señaló al primer violín para que recibiera su dosis de aclamación. A Ryan le pareció un gesto muy gentil por parte de Rozsa, pero quizá era necesario para motivar a los músicos a dar lo mejor de sí. Por fin llegó el momento de despejar la sala.

—¿Te ha gustado la música, sir John? —preguntó Hudson con una sonrisa traviesa.

—Es mejor que lo que escucho en casa en la radio —respondió Ryan—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Ahora nos vamos a tomar una copa en un lugar tranquilo. Hudson hizo un gesto en dirección a Trent, que salió por su cuenta, y se encaminó hacia la calle con Ryan.

Había refrescado. Ryan encendió un cigarrillo de inmediato, junto con todos los demás hombres del público y la mayoría de las mujeres. Al parecer, los húngaros no pensaban vivir para siempre. Tenía la sensación de depender tanto de Hudson como un niño pequeño de su madre, pero eso no duraría mucho. A uno y otro lado de la calle predominaban los edificios de apartamentos. En una ciudad de Occidente habrían pertenecido a sus inquilinos, pero allí no sabía cómo funcionaba. Hudson le indicó a Ryan que lo siguiera y recorrieron las dos manzanas que los separaban de un bar, junto con otros treinta espectadores del concierto. Andy se agenció un reservado que había en una esquina, y que le permitía vigilar a los presentes. Se les acercó un camarero con un par de copas de vino.

—¿Todo en marcha? —preguntó Jack.

—En marcha —asintió Hudson—. Le he dicho que llegaríamos al hotel sobre la una y media.

—¿Y después qué haremos?

—Nos dirigiremos en coche hacia la frontera yugoslava. No hizo falta que Ryan le pidiera más detalles.

—En el sur, las medidas de seguridad son escasas, a diferencia del norte explicó Andy. La vigilancia junto a la frontera con Austria es difícil de franquear, pero recuerda que Yugoslavia es un país hermano, comunista. Por lo menos en teoría, aunque ya no estoy seguro de saber cuál es la realidad política de Yugoslavia. Los vigilantes fronterizos húngaros se ganan bien la vida gracias a sus arreglos con los contrabandistas. Se trata de una industria en expansión, aunque los más listos procuran no pasarse de la raya. Si se pasan, corren el riesgo de llamar la atención del Belügyminisztérium, el Ministerio del Interior húngaro —añadió Hudson.

—Pero si ésa es la puerta trasera del Pacto de Varsovia, ¿no está al corriente el KGB?

—¿Y por qué no ponen freno al asunto? —completó la pregunta Hudson—. Supongo que lo harían si quisieran, pero la economía local se resentiría. Y además, los soviéticos acuden a este país para comprar muchas de las cosas que les gustan. Según me ha informado Trent, nuestro amigo ha hecho unas buenas compras durante el viaje. Aparatos de música, de vídeo y medias, un montón de medias… Las mujeres rusas se mueren por las medias. La mayoría son para sus amigas y compañeras de Moscú, así que si el KGB interviniera u obligara al AVH a hacerlo, se quedarían sin sus golosinas. Un poco de corrupción no les hace daño y, además, satisface la codicia de los suyos. Que no se te olvide que ellos también tienen sus fallos; probablemente más que nosotros, aunque muchos insistan en lo contrario. Ellos quieren todo lo que nosotros tenemos; los canales oficiales no funcionan muy bien, pero los extraoficiales suplen esa carencia. Hay un dicho húngaro: A nagy kapu mellen, mindig van egy kis kapu. «Junto a la puerta grande, siempre hay una más pequeña». Aquí las cosas funcionan gracias a esa puerta pequeña.

—Y ésa es la que vamos a usar.

—Exacto.

Andy terminó la copa de vino y decidió no tomarse otra. Le quedaban muchos kilómetros al volante esa noche, a oscuras y por malas carreteras. En vez de la copa de vino encendió uno de sus puros.

—Nunca he hecho algo así, Andy —dijo Ryan tras encender un cigarrillo.

—¿Tienes miedo?

—Sí —reconoció Jack—. Tengo miedo.

—La primera vez no es fácil. A mí nunca me ha tocado estar en casa y que entren individuos armados con ametralladoras.

—No se lo recomiendo a nadie —respondió Jack con una sonrisa—. Pero, por suerte, logramos zafarnos de la situación.

—No creo mucho en la suerte… bueno, quizá a veces. Pero la suerte no suele tocarle a los ineptos, sir John.

—Quién sabe. No es fácil juzgar la situación desde dentro —comentó Ryan, recordando aquella noche horrenda.

Recordó el tacto de la ametralladora en las manos; tener que acertar en la única oportunidad que tendría para disparar. No había tiempos de descuento en ese partido. Se apoyó en una rodilla, apuntó y acertó. Nunca supo cómo se llamaba el sujeto del barco al que había matado. Qué extraño —pensó—. Si vas a matar a un hombre a escasos metros de tu casa, por lo menos deberías saber su nombre.

Pero qué demonios. Si fue capaz de hacer aquello, podría hacer esto. Echó un vistazo al reloj. Aún les quedaba una buena espera y a él no le tocaría conducir. La idea de tomarse otra copa de vino no le pareció nada mal, aunque procuraría que fuera la última de la noche.

Entretanto, en el Astoria, los Zaitzev habían acostado a la conejita y Oleg pidió una botella de vodka al servicio de habitaciones. Les llevaron una botella de medio litro, de la marca rusa que bebían los trabajadores. El tapón de papel de aluminio obligaba a beberse toda la botella en una sesión, pero esa noche, eso no le importó en absoluto. Cuando llegó la botella, zaichik ya se había dormido. Oleg se sentó en la cama y su mujer en la única silla tapizada. Se sirvieron el vodka en los vasos del cuarto de baño.

A Oleg Ivan'ch aún le quedaba una misión importante. Su mujer no estaba al corriente de los planes y no sabía cómo se los tomaría. Sabía que no era feliz. Sabía que ese viaje era el momento culminante de su matrimonio. Sabía que no soportaba su trabajo en la tienda del gobierno, que tenía muchas ganas de saborear las cosas buenas de la vida. ¿Pero estaría dispuesta a abandonar su patria?

A su favor estaba el hecho de que las mujeres rusas no solían gozar de mucha libertad, dentro o fuera del matrimonio. Acostumbraban a hacer lo que les indicaban sus maridos, que a veces lo pagaban más tarde, pero nunca en el momento. Además, ella lo amaba y confiaba en él. Y acababa de ofrecerle unos días fantásticos, así que era muy probable que decidiera acompañarlo.

Sin embargo, no se lo contaría aún. ¿Por qué arriesgarse ahora? Tenían la delegación del KGB en Budapest al otro lado de la calle y, si se enteraban de sus planes, era hombre muerto.

En la embajada británica, los sargentos Bob Small y Rod Truelove levantaron las bolsas de plástico y las llevaron hasta el camión de la embajada, al que ya le habían cambiado las matrículas. Ambos trataron de ignorar el contenido de las bolsas y regresaron a por los recipientes de alcohol, una vela y un envase de leche. Ya estaban listos. No se habían tomado ni una cerveza esa noche, aunque ganas no les faltaban. Salieron pasada la medianoche con la intención de revisar el objetivo antes de cumplir la misión. Lo más difícil sería conseguir una plaza idónea para aparcar el camión, pero disponían de más de una hora para buscarla, así que no estaban muy preocupados.

El bar se estaba quedando vacío y Hudson no quería convertirse en el último cliente. Pagó la cuenta de cincuenta florines, pero se abstuvo de dejar propina, de acuerdo con la costumbre local; no quería que lo recordaran por su generosidad. Le indicó a Ryan que lo siguiera hacia la puerta, pero lo pensó mejor y fue al servicio. Ryan consideró que era una excelente idea.

Cuando salieron a la calle, Ryan le preguntó cuál era el siguiente paso.

—Demos un paseo por la calle, sir John —respondió Hudson utilizando el título nobiliario con tono socarrón—. Creo que tardaremos una media hora en llegar hasta el hotel.

El paseo también les serviría para asegurarse de que no los estuvieran siguiendo. Si los del otro bando estaban enterados de la operación, no resistirían la tentación de vigilar a los agentes extranjeros. Con las calles prácticamente vacías, a Hudson y a Ryan no les costaría identificar a sus rastreadores… A menos que se tratara del KGB, cuyos agentes eran bastante más hábiles que los locales.

Zaitzev y su esposa sentían los efectos agradables de sus tres copas cargadas, aunque por algún motivo, ella no daba señales de quedarse dormida aún. Debe de estar emocionada por los acontecimientos del día, pensó Oleg. Quizá fuera mejor así. Lo único que le preocupaba era cómo darle la noticia… Y cómo pensaba sacarlos la CIA de Hungría. ¿Qué método elegirían? ¿Volarían en helicóptero cerca de la frontera y por debajo de los radares húngaros? Así lo habría hecho él. ¿Sería capaz la CIA de transportarlos de Hungría a Austria? ¿Serían lo bastante hábiles? ¿Se lo contarían a él? ¿Utilizarían algún sistema audaz y osado? ¿Sería una aventura terrorífica?

¿Saldrían con éxito? Si no lo lograban… bueno, las consecuencias del fracaso eran demasiado horrendas para imaginarlas.

Y sin embargo, Oleg no podía ignorarlas del todo. No era la primera vez que pensaba que podía morir como consecuencia de esa aventura y que su esposa y su hija se enfrentarían a una vida miserable. Los soviéticos no las matarían, pero quedarían marcadas como parias durante el resto de sus días y estarían condenadas a una vida de marginación. Así que ellas también estaban a la merced de su conciencia. ¿Cuántos soviéticos se habían echado atrás antes de una deserción por esos reparos? La traición era el más nefasto de los delitos y acarreaba un castigo igualmente aciago.

Zaitzev se sirvió las últimas gotas de vodka que quedaban en la botella y las bebió de un trago mientras esperaba que pasara la media hora que quedaba hasta la llegada de la CIA para que le salvaran la vida…

O hicieran lo que quisieran con él y su familia. No dejó de echar vistazos a su reloj, hasta que su mujer se quedó dormida con una sonrisa radiante en la cara y la melodía de Bach en los labios. Por lo menos había podido ofrecerle una noche de ensueño…

Se vació una plaza junto a la puerta lateral del hotel, Small se acercó y aparcó con cuidado. En Inglaterra, las maniobras de estacionamiento eran un arte que el sargento aún dominaba. Permanecieron sentados en el coche mientras Small fumaba un cigarrillo y Truelove daba una calada tras otra a su pipa preferida. Observaron las calles vacías; sólo había un par de peatones a lo lejos, pero Small no quitaba ojo de la residencia del KGB. Quedaban algunas luces encendidas en el segundo piso, pero no se apreciaba ningún movimiento. Lo más probable era que algún agente del KGB hubiera olvidado apagarlas al salir del cuarto.

Ahí estaba. Ryan vio su objetivo a unas tres manzanas, en el lado opuesto de la calle.

Había llegado el momento.

Recorrieron la distancia que los separaba del hotel en lo que pareció un instante. Vio a Tom Trent en la esquina y se percató de que había gente saliendo del edificio, probablemente del bar que se encontraba en el sótano y que Hudson le había mostrado. Debía de ser la hora de cerrar. La gente salía de dos en dos y de tres en tres, nadie salía solo. Debe de ser un local para solteros en busca de pareja, se dijo Jack. De modo que en los países comunistas también había esa clase de locales, para que los solitarios empedernidos encontraran compañía para una noche.

A medida que se aproximaban, Hudson se rozó la nariz con un dedo, indicándole a Trent que entrara y distrajera al recepcionista. Ryan no supo cómo lo hizo, pero cuando entraron al vestíbulo al cabo de un par de minutos, ya no había nadie.

—Vamos —dijo Hudson dirigiéndose hacia la escalera, que rodeaba el hueco del ascensor.

Llegaron al tercer piso en menos de un minuto y no tardaron en localizar la habitación 307. Hudson probó el pomo de la puerta. Rabbit no había echado el pestillo. Hudson abrió lentamente.

Zaitzev vio que la puerta se abría. Irina se había quedado completamente dormida, pero le echó un vistazo para asegurarse antes de levantarse.

—Hola —dijo Hudson en voz baja y le tendió una mano—. Hola —respondió Zaitzev en inglés—. ¿Es usted el agente de viajes?

—Así es, ambos lo somos. Éste es el señor Ryan.

—¿Ryan? —preguntó Zaitzev—. Hay una operación del KGB con ese nombre.

—¿En serio? —se sorprendió Jack.

Esa no la conocía.

—Tiempo habrá para comentar el tema, camarada Zaitzev. Ahora debemos irnos.

—Da.

Fue a despertar a su mujer, que se sobresaltó al ver a los dos extraños en la habitación.

—Irina Bogdanova —dijo Oleg en un tono severo—, vamos a realizar un viaje inesperado y tenemos que irnos ahora mismo. Prepara a Svetlana.

Su esposa respondió con una mirada atónita.

—Oleg, ¿qué pasa? ¿De qué va todo esto?

—Nos vamos ahora mismo a otro lugar. Tienes que ponerte en marcha en seguida.

Ryan no entendía las palabras, pero el sentido estaba muy claro. La mujer lo sorprendió a continuación, cuando se puso en marcha como una autómata y fue a buscar a su hija. La mamá Rabbit la levantó en brazos y preparó su ropa.

—¿Qué vamos a hacer exactamente? —preguntó Rabbit.

—Vamos a llevarlos a Inglaterra esta misma noche —aclaró Hudson.

—¿No vamos a Norteamérica?

—Primero iremos a Inglaterra —interpuso Ryan—. Después los llevaré a Estados Unidos.

—Entiendo.

Ryan vio que estaba muy nervioso, pero eso era de esperar. El tipo se estaba jugando la vida a una carta y su destino aún no se había decidido. A Ryan le tocaría asegurarse de que le saliera una carta ganadora.

—¿Qué me llevo?

—Nada —respondió Hudson—. Absolutamente nada. Deje aquí todos sus documentos. Le entregaremos unos nuevos —explicó, mostrándole tres pasaportes repletos de sellos falsos—. Pero de momento los guardaré yo.

—¿Es usted de la CIA?

—No, yo soy británico. Ryan es de la CIA.

—¿Pero por qué?

—Es una larga historia, señor Zaitzev —respondió Ryan—. Pero ahora debemos irnos.

La niña ya estaba vestida, aunque soñolienta y confundida, igual que Sally aquella noche horrible en el acantilado de Peregrine, pensó Jack.

Hudson echó un vistazo a la habitación y se alegró al ver la botella vacía de vodka en la mesita de noche. Eso era un golpe de suerte, pensó. Mamá Rabbit aún estaba confundida por la combinación del vodka y el bombazo que le acababa de caer. No habían pasado ni cinco minutos y todos estaban a punto para partir. Entonces la mujer se fijó en la bolsa de medias y se acercó para cogerla.

—Nyet —dijo Hudson en ruso—. Déjelas aquí. Habrá medias de sobra donde van ustedes.

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Pero… pero…

—¡Irina, hazle caso al señor! —espetó Oleg, sufriendo los efectos del vodka y la tensión.

—¿Todos listos? —preguntó Hudson.

Irina cogió a su hija en brazos con expresión consternada, y se acercaron a la puerta. Hudson echó un vistazo al pasillo y les indicó a los demás que lo siguieran. Ryan ocupó la retaguardia y se aseguró de dejar la puerta entreabierta.

El vestíbulo aún estaba vacío. No sabían qué había hecho Tom Trent, pero fuera lo que fuese, había sido efectivo. Hudson los condujo hacia la calle a través de una puerta lateral. Allí los estaba esperando el coche de la embajada que había traído Trent, y Hudson tenía un juego de llaves. De camino al coche hizo una seña a Small y Truelove, que permanecían en el camión. El coche era un Jaguar pintado de azul oscuro con el volante a la izquierda. Ryan los ayudó a acomodarse en el coche, cerró la puerta y subió al asiento delantero. El motor de ocho cilindros arrancó a la primera con suavidad. Los mecánicos mantenían el Jaguar en perfectas condiciones, precisamente para ocasiones como ésa. Y sin más demora emprendieron su camino.

Small y Truelove aún alcanzaban a ver las luces traseras del coche cuando descendieron del camión y se dirigieron a la parte trasera. Cogieron una bolsa con los cadáveres adultos cada uno y entraron por la puerta lateral. El vestíbulo aún estaba vacío, así que subieron por la escalera a toda prisa cargando con sus fardos pesados e inertes. El pasillo también estaba vacío y ambos soldados retirados entraron en la habitación con sigilo. Abrieron las bolsas y sacaron los cadáveres con cuidado. A ambos les costó afrontar ese momento. Aunque eran soldados profesionales con experiencia de combate, la imagen de un cuerpo humano chamuscado por las llamas no era agradable. Tuvieron que hacer un esfuerzo de concentración por controlar sus emociones y seguir con la misión. Pusieron el cadáver del hombre en la cama, junto al de la mujer, aunque ambos procedían de continentes distintos. Después salieron del cuarto y regresaron al camión, llevando consigo las bolsas vacías. Small sacó la bolsa más pequeña del camión mientras Truelove recogía el resto del material, y subieron de nuevo a la habitación.

La tarea que le había tocado a Small resultó ser la más difícil: la imagen del cadáver de la niña en su bolsa no se le borraría de la memoria en mucho tiempo. La acostó en su cama, con el camisón dañado por las llamas. Estuvo a punto de acariciarle la cabeza, pero habían eliminado todo su pelo con un soplete. Lo único que se le ocurrió fue pronunciar una breve oración por el alma de la pequeña inocente, pero estuvo a punto de perder el control y tuvo que alejarse rápidamente.

El veterano del cuerpo de ingenieros estaba ocupado con sus propias lides. Primero se aseguró de que no se dejaban nada. Había doblado la última bolsa y la llevaba en su cinturón. No se habían quitado los guantes de trabajo, así que no dejarían huellas. Revisó la habitación durante un instante antes de indicarle a Small que saliera al pasillo.

A continuación arrancó la tapa del recipiente de leche, que habían lavado y secado con anterioridad. Encendió la vela con su encendedor de butano y dejó que goteara un poco de cera en el fondo del recipiente para fijar la vela con fuerza. Después la apagó y se aseguró de que hubiera quedado sujeta en su lugar.

Ahora empezaba la parte peligrosa. Truelove abrió la garrafa de alcohol y echó casi un litro en el recipiente de la leche, hasta que llegó a un par de centímetros del extremo superior de la vela. A continuación echó más alcohol en la cama de los adultos y en la de la niña. Esparció el resto por el suelo, alrededor del recipiente de leche. Cuando terminó le lanzó la garrafa vacía a Bob Small.

Veamos, pensó Truelove, hay más de cuatro litros de alcohol puro en la cama y otro tanto en la alfombra barata. Al igual que la mayoría de los ingenieros militares, tenía múltiples campos de especialización, entre los que se encontraba el de ser un experto en demoliciones. Sabía que el siguiente paso requería una precaución absoluta. Se agachó y encendió de nuevo la vela con la precisión de un neurocirujano. Salió de la habitación sin más demora, se aseguró de que la puerta estuviera cerrada con llave y de que un cartel de «no molestar» colgaba del pomo.

—Tenemos que irnos, Robert —le dijo Rodney a su compañero.

Sólo tardaron treinta segundos en salir a la calle por la puerta lateral.

—¿Cuánto tiempo nos dará la vela? —preguntó Small cuando llegaron al camión.

—Unos treinta minutos como máximo —respondió el sargento del cuerpo de ingenieros.

—Y esa pobre niña, ¿crees que…? —estuvo a punto de preguntar.

—Todos los días muere gente en incendios domésticos. No la mataron adrede para esta misión.

—Supongo que tienes razón —asintió Small.

Entonces apareció Tom Trent en el vestíbulo. No habían logrado encontrar la cámara que se le había perdido en una habitación del piso de arriba, pero le dio una buena propina al recepcionista por haberlo ayudado a buscarla. Resultó ser el único empleado que estaba de guardia esa noche y estaría sólo hasta las cinco de la madrugada.

O al menos eso es lo que cree, pensó Trent mientras subía al camión.

—Volvamos a la embajada, muchachos —les indicó el espía—. Nos espera una buena botella de whisky escocés de malta.

—Perfecto, me iría bien un buen trago —comentó Small, recordando la imagen de la niña—, o dos.

—¿Se puede saber de qué va toda esta aventura?

—Hoy, no —respondió Trent—, quizá más adelante.