CAPÍTULO VEINTISEIS: LOS TURISTAS

Todos se despertaron más o menos a la misma hora. La primera fue la pequeña zaichik, seguida rápidamente por su madre y finalmente por su padre. El hotel Astoria disponía incluso de servicio de habitaciones, un lujo insólito para los ciudadanos soviéticos. Había un teléfono en su habitación, e Irina, después de anotar los pedidos, llamó a la extensión apropiada y le respondieron que su comida llegaría dentro de unos treinta minutos.

—Yo podría prepararlo más de prisa —observó Irina con algo de resentimiento.

Pero tuvo que reconocer que era una ventaja no tener que hacerlo. Se turnaron para usar el cuarto de baño, a la espera del desayuno.

Ryan se duchó y encontró el camino hacia la cantina de la embajada, cerca de las ocho menos cuarto. Evidentemente, los británicos apreciaban sus lujos tanto como los oficiales del servicio exterior norteamericano. Se sirvió una generosa porción de huevos revueltos con beicon —a Ryan le encantaba el beicon inglés, aunque sus salchichas más populares le parecían que tenían serrín como relleno— y cuatro rebanadas de pan blanco tostado, porque suponía que necesitaba un gran desayuno para afrontar el duro día que le esperaba. El café no estaba del todo mal. Preguntando, descubrió que era de origen austríaco, lo cual explicaba su calidad.

—El embajador insistió en ello —dijo Hudson, sentándose a la mesa enfrente de su invitado norteamericano—. A Dickie le encanta el buen café.

—¿A quién? —preguntó Jack.

—Richard Dover. Es el embajador, de nuevo en Londres en este momento, justamente se fue anteayer. Lástima. Le habría gustado conocerte. Es un buen jefe. Dime, ¿has dormido bien?

—No puedo quejarme. ¡Caray, sólo hay una hora de diferencia! ¿Hay alguna forma de llamar a Londres? No tuve la oportunidad de despedirme de mi mujer antes de marcharme ayer. No quiero que se preocupe —explicó Jack.

—Ningún problema, sir John —respondió Hudson—. Puedes llamar desde mi despacho.

—Cree que estoy en Bonn por asuntos de la OTAN.

—¿De veras?

—Cathy sabe que soy de la CIA, pero no sabe mucho acerca de lo que hago, además, tampoco sé qué coño hago aquí. Soy analista —explicó Ryan—, no un agente operativo.

—Eso decía el mensaje referente a ti. Gilipolleces —observó lacónicamente el oficial de campo—. Piensa en esto como en una nueva experiencia para tu colección.

—¡Mil gracias, Andy! —respondió Ryan con la mirada en el techo y una sonrisa torcida—. Ya tengo muchas, amigo.

—Bien, entonces, la próxima vez que redactes un informe podrás apreciar mejor cómo son las cosas en la línea de combate.

—Perfecto, mientras no me estrelle contra un muro.

—Mi trabajo consiste en evitarlo.

Ryan tomó un largo trago de café. No estaba a la altura del de Cathy pero, para ser café industrial, no estaba mal.

—¿Qué agenda tenemos para hoy?

—Terminaremos el desayuno y luego te haré de guía turístico. Te haremos sentir el terreno y empezar a pensar cómo completar la operación Beatrix.

La familia Zaitzev estaba gratamente sorprendida por la calidad de la comida. Oleg había oído hablar bien de la cocina húngara, pero las cosas nunca se saben con seguridad hasta que se prueban y la sorpresa resultó muy placentera. Deseosos de ver la nueva ciudad, terminaron de comer, se vistieron y pidieron direcciones. Dado que Irina era la que estaba más interesada por las oportunidades locales, preguntó por la mejor calle de tiendas. Váci Utca, les respondió el recepcionista, a la que podían ir en el metro que, según les contó, era el más antiguo de Europa. Así pues, caminaron hacia Andrassy Utca y bajaron por la escalera. Vieron que el metro de Budapest en realidad era igual que un tranvía, sólo que subterráneo. Incluso los vagones eran de madera, con la misma catenaria superior que en los tranvías de las calles. Pero circulaba bajo tierra, y lo hacía con bastante eficacia. Apenas diez minutos después de subir, estaban en Vorosmarty Tér, o plaza del Rojo Marty, a un corto paseo de la calle Váci. No se habían percatado de la presencia del hombre que los escoltaba a una discreta distancia, Tom Trent, asombrado al verlos caminar directamente hacia la embajada británica en Harm Utca.

Ryan regresó a su habitación en busca del impermeable que Hudson le había recomendado para la excursión de la mañana, luego bajó rápidamente al vestíbulo y salió a la calle. Había nubes dispersas, lo que indicaba lluvia para más tarde. Hudson saludó con la cabeza al oficial de seguridad de la puerta y salió con Ryan, que se llevó una sorpresa al pisar la acera. Hudson miró en primer lugar a la izquierda, hacia la jefatura central de la policía, pero ahí estaba Tom Trent, a menos de setenta metros de distancia…

¿Siguiendo a la familia Rabbit?

—Mira esto, Jack.

—¿Qué, Andy?

—Ahí están nuestro maldito Rabbit, la señora Rabbit y su conejita.

Ryan se dio la vuelta para mirar y se quedó asustado al ver a las tres personas de las fotos caminando directamente hacia él. —¿Y qué…?

—Deben de ir de compras a la manzana siguiente. Es una área turística, con tiendas y todo lo demás. Maldita coincidencia —observó Hudson, preguntándose qué coño significaba todo aquello.

—¿Los seguimos? —preguntó Jack.

—¿Por qué no? —respondió retóricamente Hudson.

Encendió un cigarrillo de los suyos, le gustaban los cigarros pequeños, y esperó a que su compañero encendiera otro mientras pasaba la familia Rabbit. Aguardaron a que pasara Trent para ir también en la misma dirección.

—¿Tiene algún significado esto? —preguntó Ryan.

—No lo sé —respondió Hudson.

Aunque no estaba visiblemente intranquilo, su tono de voz transmitía su mensaje propio. De todos modos, los siguieron.

Casi inmediatamente se aclararon las cosas. Al cabo de un rato, era obvio que la familia Rabbit iba de compras, la señora Rabbit llevaba la delantera, como suelen hacerlo todas las mamás liebre.

La calle Váci era aparentemente antigua, aunque los edificios debían de haber sido restaurados después de la segunda guerra mundial, pensó Ryan. A principios de 1945 se libró una batalla brutal para conquistar la ciudad. Ryan miró los escaparates y vio los artículos de costumbre, aunque de calidad más pobre y en menor cantidad que los que se veían en Norteamérica o en Londres. Por supuesto, para la familia Rabbit, cuya matriarca gesticulaba con entusiasmo ante cada escaparate que pasaban, eran impresionantes.

—Esa mujer cree que está en Bond Street —observó Hudson.

—No exactamente —respondió Jack con una carcajada.

Ya había gastado allí una pequeña fortuna. Bond Street quizá era la mejor calle de tiendas del mundo, si uno lograba andar por sus aceras. ¿Pero cómo era Moscú y cómo veía un ruso esa área comercial?

Todas las mujeres, o eso le parecía a Jack, eran iguales en un sentido. Les gustaba mirar escaparates, hasta que la tensión de no comprar las conducía al barranco. En el caso de la señora Rabbit, tardó menos de una manzana antes de entrar en una tienda de ropa, arrastrando a su conejita, seguidas con cierta reticencia del señor Rabbit.

—Esto va a durar un poco —pronosticó Ryan—. He pasado por esta experiencia.

—¿A qué te refieres, Jack?

—¿Estás casado, Andy?

—Sí.

—¿Tienes hijos?

—Dos chicos.

—Eres afortunado. Las chicas son más caras de mantener, amigo.

Caminaron hacia adelante para mirar de arriba abajo la tienda en cuestión. Artículos para mujeres y niñas. Sí —pensó Jack—, tardarán un poco.

—Bueno, ya sabemos cuál es su apariencia. Hora de retirarnos, sir John.

Hudson iba señalando hacia arriba y hacia abajo por Váci Utca, como si le describiera el paisaje a un nuevo visitante a Budapest, y luego condujo a su invitado de regreso a la embajada, sin dejar de escudriñar con sus ojos como antenas de radar. Siguió gesticulando, sin sincronizar los gestos con las palabras.

—O sea, que ya sabemos qué aspecto tienen. No veo ninguna cobertura evidente. Eso es bueno. Si ésta fuera una de sus operaciones encubiertas, no habrían dejado que el cebo se acercara a nosotros de esa manera; por lo menos, yo no lo haría, y el KGB es bastante previsible.

—¿Tú crees?

—Sí, claro. Los rusos son muy buenos, pero previsibles, como cuando juegan al fútbol o al ajedrez, supongo: un juego limpio con una ejecución excelente, pero con muy poca originalidad o estilo. Sus actividades siempre están restringidas. Es su cultura. No alientan a los individuos a destacar.

—Cierto, pero sus líderes a menudo lo han hecho.

—Aquel murió hace treinta años, Jack, y no quieren a ningún otro.

—Estoy de acuerdo.

No tenía sentido discutir sobre eso. El sistema soviético no fomentaba el individualismo de ninguna clase.

—¿Ahora, adónde?

—Al salón de conciertos, al hotel, lugares de interés. Creo que ya hemos tenido suficientes sorpresas esta mañana.

Por lo general, los niños detestan ir de compras, pero ése no suele ser el caso de las niñas. Ciertamente no lo era para zaichik, que nunca había visto tal variedad y colorido de ropa, ni siquiera en las tiendas especiales a las que sus padres recientemente tenían acceso. Mientras su madre contemplaba y seleccionaba, Svetlana se probó un total de seis abrigos, desde uno verde bosque hasta uno rojo incandescente con un cuello de terciopelo negro y, aunque se probó dos más después de éste, compraron el rojo, que zaichik insistió en llevarse puesto. La próxima parada fue para Oleg Ivanovich, que compró tres vídeos, que eran copias húngaras ilegales de los aparatos Sony Betamax de Japón. Se enteró de que un empleado de la tienda podría llevárselos a su habitación del hotel; los visitantes occidentales compraban allí, y esa compra constituía la mitad de los artículos de la lista que tenía para su oficina. Decidió añadir algunas cintas también, del género que no le permitiría ver a su hija, pero que les gustarían a sus amigos del Centro. Por eso Zaitzev se había llevado cerca de dos mil rublos del Comecon, que de poco le servirían en Occidente.

Siguieron de compras hasta cerca de la hora del almuerzo, en cuyo momento ya acarreaban más artículos de los que podían llevarse en las manos con comodidad. Por eso decidieron dirigirse al antiguo metro y regresar al hotel, para dejarlos allí antes de dedicarle tiempo a su hija.

La plaza de los Héroes fue construida por los Habsburgo para honrar su posesión real (aunque no muy servicial) de Hungría a finales del siglo anterior, con estatuas de anteriores reyes húngaros, desde san Esteban, «Istvan» en el idioma magiar, cuya corona, que tenía una cruz torcida encima, había sido devuelta a su país por Jimmy Carter hacía pocos años.

—Cuentan que esto ocurrió cuando Esteban arrojó su corona encima de la otra —explicó Hudson—. Devolverla probablemente fue una jugada inteligente por parte de Carter. Es un símbolo de su nación. El régimen comunista no pudo rechazarla y, al aceptarla, tuvieron que reconocer que la historia del país databa de mucho antes del marxismo-leninismo. Realmente no soy un entusiasta del señor Carter, pero ésa fue, creo, una jugada muy sutil por su parte. La mayoría de los húngaros detesta el comunismo, Jack. La nación es bastante religiosa.

—Hay muchas iglesias —observó Ryan, que había contado unas seis o siete de camino a esa plaza.

—Esa es la otra cosa que les da un sentido de identidad política. Al gobierno no le gusta, pero es una cosa demasiado grande y peligrosa para destruirla, por eso hay una especie de paz incómoda entre ambos.

—Si tuviera que apostar, lo haría a favor de la Iglesia.

—Igual que yo, sir John —asintió Hudson, dándose la vuelta.

—Menuda plaza, es enorme —observó Ryan, mirando a su alrededor. Parecía que tenía más de un kilómetro cuadrado de pavimento.

—Esto se construyó en 1956 —explicó Hudson—. Los soviéticos querían que fuese lo suficientemente amplia para poder entrar con sus transportes de tropas. Aquí puede aterrizar un AN-ten Cub, lo cual permitiría traer con rapidez tropas aerotransportadas en caso de que la población se sublevara de nuevo. Podrías traer, digamos, unos diez o doce Cubs, con ciento cincuenta soldados cada uno, que defenderían el centro de la ciudad de los contrarrevolucionarios y aguardarían la llegada de los tanques procedentes del este. No es un plan brillante, pero así es como piensan.

—¿Y qué pasaría si aparcaras aquí dos autobuses y reventaras los neumáticos?

—No dije que fuera perfecto, Jack —respondió Hudson—. Quizá fuera mejor poner algunas minas terrestres. Incluso matarían a algunos de esos hijos de puta y originarían un bonito fueguecito. No habría manera de que un piloto las viera al aproximarse. Además, los pilotos de transporte son los más tontos y ciegos que hay.

Y los rusos imaginaban que introducirían sus tropas antes de que las cosas se les escaparan de las manos. Sí, tenía sentido, pensó Ryan.

—¿Sabes quién era el embajador soviético en el cincuenta y seis?

—No, espera un momento, sí… ¿no era Andrópov?

—El mismísimo Yuri Vladimirovich —asintió Hudson—. Esto explica por qué es tan querido aquí. Una gran cantidad de gente perdió su vida en esa aventura.

Ryan recordó que entonces él estaba en la escuela primaria y era demasiado joven para apreciar esas complejidades. Era en otoño de un año de elecciones presidenciales, además, al mismo tiempo, Gran Bretaña y Francia decidieron invadir Egipto para proteger sus derechos sobre el canal de Suez. Eisenhower había fracasado a causa de dos crisis simultáneas y fue incapaz de hacer gran cosa. Pero, debido a ello, Norteamérica había recibido un buen montón de inmigrantes. No todo estaba perdido.

—¿Y la policía secreta local?

—Justo bajando Andrassy Utca desde aquí, en el número sesenta. Es un edificio de aspecto normal que, decididamente, chorrea sangre. Ahora no es tan malo como solía serlo. El personal original era devoto de Stalin y más implacable que la Gestapo de Hitler. Pero después de la rebelión fallida, se moderaron un poco y cambiaron su nombre de Allamvedelini Osztalv por el de Allavedelmi Hivatal. Oficina de Seguridad Estatal en vez de Sección de Seguridad Estatal. El jefe anterior fue reemplazado y se volvieron más delicados. Antes se habían ganado la reputación de torturadores. Supuestamente, eso es cosa del pasado. Simplemente con la reputación es suficiente para que un sospechoso se desmorone. Vale la pena tener pasaporte diplomático —concluyó Andy.

—¿Son buenos? —preguntó Jack.

—Zafios y torpes. Quizá reclutaron a gente competente alguna vez, pero eso fue hace mucho. Probablemente sean las secuelas de lo malvados que fueron en las décadas de los cuarenta y los cincuenta. La gente buena no quiere trabajar allí, y no hay ningún beneficio que el KGB pueda reportar a sus reclutas. De hecho, este país tiene excelentes universidades. Producen ingenieros notablemente buenos y excelentes científicos. Además, la Facultad de Medicina de Semmelweis es de primera clase.

—Bueno, la mitad de los componentes del proyecto Manhattan eran húngaros, si mal no recuerdo.

—Desde luego que lo eran —asintió Hudson—, y muchos de ellos, judíos húngaros. No quedan muchos de ésos, aunque en la Gran Guerra los húngaros salvaron cerca de la mitad de los suyos. El jefe de Estado, el almirante Horthy, probablemente fue asesinado por ello; murió bajo lo que eufemísticamente llaman «circunstancias misteriosas». Es difícil decir qué clase de persona era realmente, pero hay una escuela de pensamiento que dice que era un feroz anticomunista y decididamente no era pro nazi. Quizá sencillamente fue un hombre que eligió el lugar y el momento equivocados para nacer. Nunca lo sabremos con seguridad.

Hudson disfrutaba haciendo de guía turístico. No era un mal cambio de ritmo para un rey, bueno, quizá un príncipe, del espionaje.

Pero era hora de volver al trabajo.

—Bien, ¿cómo lo vamos a hacer? —preguntó Jack.

Miró a su alrededor para comprobar si los seguían, pero si alguien lo hacía, él no podía verlo, a menos que lo hicieran en alguno de los omnipresentes y sucios automóviles Lada. Tenía que confiar en Hudson para que contemplara esa posibilidad.

—Volvamos al coche. Iremos a ver el hotel.

Sólo era un trayecto de pocos minutos bajando por Andrassy Utca, una ruta con arquitectura de estilo marcadamente francés. Ryan nunca había estado en París, pero, cerrando los ojos, pensó que bien podría haber estado allí.

—Aquí es —anunció Hudson, acercándose a la acera para detenerse.

Algo agradable de los países comunistas era la facilidad para encontrar aparcamiento.

—¿No hay nadie que nos observe? —preguntó Ryan tratando de que no se notara demasiado que daba una vuelta de trescientos sesenta grados.

—Si hay alguien, es bastante listo. Al otro lado de la calle está la delegación local del KGB. La casa soviética para la cultura y la amistad, tristemente carente de cultura y de amistad, pero calculamos que alberga a unos treinta o cuarenta individuos del KGB, ninguno interesado en nosotros —añadió Hudson—. Un ciudadano húngaro normal probablemente preferiría contraer gonorrea antes que entrar ahí. Es difícil de explicar cuánto detestan a los soviéticos en este país. La gente de aquí tomará su dinero y quizá incluso se den la mano después de la transacción, pero no mucho más que eso. Se acuerdan de 1956, Jack.

El hotel impresionó a Ryan como algo procedente de la época dorada, como la denominó H. L. Mencken, lo cual era como ser aficionado al champán y tener sólo presupuesto para cerveza.

—He estado en lugares mejores —observó Jack. No era el Plaza de Nueva York, ni el Savoy de Londres.

—Nuestros amigos rusos, probablemente no.

Maldita sea. Si los llevamos a Norteamérica, les parecerá que están en el mismísimo cielo, pensó Jack al instante.

—Entremos. Hay un bar bastante bonito —dijo Hudson.

Ahí estaba, hacia la derecha y bajando algunos peldaños, casi como un disco-bar de la ciudad de Nueva York, aunque no tan ruidoso. El conjunto musical aún no había llegado, sonaban unos discos pero la música no estaba demasiado alta. Jack se percató de que eran melodías norteamericanas. Qué raro. Hudson pidió un par de vasos de Tokaji.

Ryan sorbió el suyo. No estaba mal.

—También está embotellado en California, creo. Tus amigos lo llaman tokav, la bebida nacional de Hungría. No es algo que guste de entrada, pero es mejor que la grappa.

—Lo sé —rió Ryan entre dientes—. Eso en italiano significa «gasolina para el encendedor». A mi tío Mario le gustaba mucho. De gustibus, como suele decirse —agregó mientras miraba a su alrededor sin ver a nadie en unos seis metros a la redonda—. ¿Podemos hablar?

—Es preferible que nos limitemos a contemplar. Vendré aquí esta noche. Este bar cierra después de las doce y necesito ver cómo es el personal. Nuestro Rabbit está en la habitación 307, en la esquina del tercer piso. Tiene fácil acceso por la escalera de incendios. Hay tres entradas, una delantera y dos laterales. Si como supongo sólo hay un recepcionista, únicamente será cuestión de entretenerlo para meter nuestros paquetes y sacar a la familia Rabbit.

—¿Meter paquetes?

—¿No te lo he dicho?

—¿Decirme qué?

—Maldita sea —pensó Hudson—, nunca dan la información necesaria a todos los que la necesitan. Siempre igual.

—Ya hablaremos de ello más tarde —respondió.

Pasaba algo que no le gustaba, pensó en seguida Ryan. Seguro. Quizá debería haber llevado consigo su Browning. Mierda. Terminó su bebida y buscó el lavabo de caballeros. La simbología lo ayudó. El lugar no se había fregado recientemente; menos mal que no necesitaba sentarse. Cuando salió, Andy lo esperaba y lo siguió a la calle. Pronto se encontraron de nuevo en su coche.

—Bien, ¿podemos discutir ese pequeño asunto ahora? —preguntó Jack.

—Más tarde —respondió Hudson.

Eso sólo hizo que Ryan se preocupara más aún.

Los paquetes acababan de llegar al aeropuerto: tres cajas más bien grandes con etiquetas adhesivas diplomáticas. Un funcionario de la embajada estaba ante la rampa para asegurarse de que no fueran manipuladas. Alguien se ocupó de colocar los paquetes en cajas identificadas como de una empresa electrónica, la Siemens alemana en este caso, dando así la impresión de que eran máquinas criptográficas u otra cosa voluminosa y delicada. Fueron debidamente cargadas en el camión ligero de la embajada y conducidas al centro de la ciudad, con nada más que curiosidad en su velatorio. La presencia de un funcionario de la embajada evitó que fueran examinadas por rayos X, lo cual era importante. Por supuesto, eso podía haber dañado los microchips del interior, pensó la gente de la aduana del aeropuerto, por lo que hicieron su informe oficial para el Belügyminisztérium. Pronto se informaría a todos los interesados, incluyendo al KGB, de que la embajada del Reino Unido en Budapest había importado alguna nueva máquina criptográfica. La información sería debidamente archivada y olvidada.

—¿Has disfrutado de la visita? —preguntó Hudson de vuelta en su despacho.

—Mejor que hacer una auditoría. Bien, Andy —dijo Ryan—, ¿no vas a ponerme al corriente?

—La idea ha sido de tu gente. Debernos sacar a la familia Rabbit de tal manera que el KGB crea que han muerto, y así no habrá desertores para cooperar con Occidente. Para ese fin tenemos que meter en la habitación del hotel tres cadáveres después de que saquemos a Flopsy, Mopsy y Cotton-tail.

—De acuerdo, está bien —asintió Ryan—. Ya me lo contó Simon. ¿Después qué?

—Después incendiarnos la habitación. Los tres cadáveres son víctimas de incendios domésticos. Deben de haber llegado hoy.

Lo único que Ryan podía sentir era un asco visceral, y eso se reflejaba en su rostro.

—Éste no es siempre un trabajo limpio, sir John —aclaró el jefe de delegación del servicio secreto de Inteligencia a su invitado.

—¡Por Dios, Andy! ¿De dónde proceden los cadáveres?

—¿A alguien le importa?

—No, supongo que no —respondió Ryan negando con la cabeza—. ¿Y luego?

—Los conduciremos hacia el sur. Allí nos reuniremos con uno de mis agentes, Istvan Kovacs, un contrabandista profesional al que se le paga bien para que nos pase por la frontera hasta Yugoslavia. Desde allí a Dalmacia. A algunos de mis compatriotas les gusta tomar el sol en esa región. Meteremos a la familia Rabbit en un avión comercial para llevarlos a ellos y a ti a Inglaterra, y entonces la operación habrá terminado para satisfacción de todos.

—De acuerdo. ¿Cuándo?

¿Qué más puedo decir?, pensó Jack.

—Dentro de dos o tres días, creo.

—¿Vas a llevar equipaje? —preguntó finalmente.

—¿Una pistola, quieres decir?

—No, un tirachinas —aclaró Ryan.

—En realidad, no son de mucha utilidad —respondió Hudson negando con la cabeza—. Si tenemos problemas, habrá soldados entrenados con rifles automáticos, una pistola no sirve de nada, salvo para hacer que los contrincantes nos disparen y que con toda probabilidad nos alcancen. No, si eso ocurriera, saldrías mejor parado negociando la salida con la documentación diplomática. Ya tenemos pasaportes británicos para la familia Rabbit —agregó mientras alzaba un sobre grande desde el cajón de su escritorio—. Se nos ha informado de que el señor Rabbit habla bien el inglés. Eso debería bastar.

—Parece que todo está previsto —dijo Ryan sin estar plenamente convencido.

—Para eso me pagan, sir John.

Ryan comprendió que él no estaba en posición para criticar.

—De acuerdo, aquí tú eres el profesional. Yo sólo soy un jodido turista.

—Tom Trent ha presentado su informe. —Había un mensaje sobre el escritorio de Hudson—. No ha detectado que nadie vigilara a la familia Rabbit. O sea, que la operación parece normal, por el momento. Incluso diría que las cosas van muy bien. —Salvo por los cuerpos quemados y congelados en el sótano de la embajada, pensó—. Haberlos visto esta mañana ha ayudado. Tienen un aspecto completamente normal y eso también ayuda. Por lo menos no intentamos pasar a Grace Kelly de contrabando. Alguien como ella llamaría la atención, pero las mujeres como la señora Rabbit pasan inadvertidas.

—Flopsy, Mopsy y Cotton-tail… —suspiró Ryan.

—Sólo es cuestión de trasladarlos a otra conejera.

—Si tú lo dices, amigo —respondió Ryan con cierto recelo.

Ese individuo llevaba una vida diferente de la suya. Cathy cortaba glóbulos oculares para ganarse la vida, y eso para Jack sería tan traumático como para una chica enfrentarse a una serpiente de cascabel en la bañera. Sólo eran maneras diferentes de ganarse la vida. Pero con toda seguridad, no era la suya.

Tom Trent los observaba mientras daban el largo paseo, desde el hotel hasta el zoo de la localidad, que siempre era un buen lugar para los niños. El león y el tigre eran magníficos y la casa de los elefantes, construida al estilo de un pastel árabe borracho, albergaba varios paquidermos. Con la compra de un helado de cucurucho para la niña, concluyó la parte turística del día. La familia Rabbit anduvo de regreso al hotel con la niña dormida en brazos de su padre los últimos quinientos metros más o menos. Esta fue la parte más dura para Trent, para quien mantenerse invisible en el campo de aterrizaje de más de un kilómetro cuadrado de adoquines puso a prueba sus habilidades profesionales, pero la familia Rabbit no prestaba tanta atención, y al llegar al Astoria se escondió en el lavabo de caballeros, con el fin de darle la vuelta a su abrigo reversible y cambiar por lo menos el color exterior. Media hora más tarde, la familia Zaitzev volvió a salir, pero entraron inmediatamente en la puerta contigua de un popular restaurante. La comida era sana, aunque no emocionante y, lo más importante, bastante barata. Mientras los observaba, eligieron un montón de platos de la cocina del lugar y se sentaron a devorarlos. Todos guardaron un rincón para el pastel de manzana, que en Budapest era tan exquisito como el que se podía comer en Viena, pero costaba una décima parte. Cuarenta minutos más tarde, estaban agotados y bien saciados; ni siquiera dieron su paseo alrededor de la manzana después de comer para asentar sus estómagos, antes de coger el ascensor para la tercera planta y, presumiblemente, acostarse. Trent esperó media hora con el fin de asegurarse y luego cogió un taxi al parque del Rojo Marty. Había tenido un día muy largo y ahora debía redactar su informe para Hudson.

El jefe de delegación y Ryan estaban bebiendo cerveza en la cantina cuando llegó a la embajada. Hicieron las presentaciones y pidieron otra jarra de cerveza para Trent.

—Bien, ¿qué piensas, Tom?

—Parece que son justamente lo que se nos ha dicho que debíamos esperar. La niña, a quien su padre llama zaichik, que si no me equivoco significa «conejito», parece muy dulce. Es una familia normal haciendo cosas normales. Nada más que eso. Él compró tres vídeos en la calle Váci, que la tienda se ha encargado de llevarle al hotel. Luego fueron a dar un birnble.

—¿Un qué?

—Un paseo, de acá para allá como buenos turistas —explicó Trent—. Al zoo. La niña estaba impresionada con los animales, como es normal, pero aún más por el nuevo abrigo rojo con cuello negro que le compraron por la mañana. En conjunto parecen una familia agradable —concluyó el espía.

—¿Nada fuera de lo normal? —preguntó Hudson.

—Nada, Andy, si están sometidos a algún tipo de vigilancia, no he sabido verla. La única sorpresa del día ha sido esta mañana, cuando han salido andando y han pasado por delante de la embajada para ir de compras. Ese ha sido un momento bastante delicado, pero parece ser que ha sido pura coincidencia. Váci Utca es la mejor zona de tiendas tanto para los occidentales como para los orientales. Supongo que el recepcionista les dijo que cogieran el metro aquí.

—¿Vainilla pura, no es cierto? —preguntó Jack, terminando su cerveza.

—Eso es lo que parece —respondió Trent.

—De acuerdo, ¿cuándo hacemos nuestra jugada? —preguntó a continuación el norteamericano.

—Bueno, ese tipo, Rozsa, comienza su serie de conciertos mañana por la noche. ¿Al día siguiente, entonces? Así le daremos una oportunidad a la señora Rabbit de escuchar su música. ¿Podemos conseguir entradas para nosotros? —preguntó Hudson.

—Eso está hecho —respondió Trent—. Palco seis, al lado derecho del teatro hay una buena vista de todo el edificio. Ser diplomático tiene sus ventajas.

—¿Cuál es el programa?

—J. S. Bach, los tres primeros conciertos de Brandeburgo, seguidos de algunas otras obras del mismo autor.

—Tiene que ser bastante agradable —observó Ryan.

—Las orquestas de aquí son realmente buenas, sir John.

—Andy, ya basta con esa mierda caballeresca, ¿de acuerdo?

Mi nombre es Jack. John Patrick, para ser exacto, pero siempre me han llamado Jack, desde que tenía tres años.

—Es un honor, ya lo sabes.

—De acuerdo, doy gracias a su majestad por ello, pero no hacemos esa clase de cosas allí donde yo vivo, ¿está claro?

—Bueno, llevar una espada puede ser incómodo cuando quieres sentarte —declaró comprensivamente Trent.

—Y cuidar del caballo puede ser una molestia —agregó Hudson con una gran carcajada—. Por no mencionar el coste de las justas…

—Está bien, quizá me lo he buscado —admitió Ryan—. Sólo quiero poner a Rabbit a salvo.

—Y lo haremos, Jack —aseguró Hudson—. Y tú estarás allí para verlo.

—Todo el mundo está en Budapest —declaró Bostock—. Rabbit y su familia están en un anónimo hotel llamado Astoria.

—¿No hay una parte de Nueva York con ese nombre? —preguntó el director de la CIA.

—Queens —confirmó Greer—. ¿Qué hay acerca del hotel?

—Evidentemente sirve para nuestros propósitos —respondió el subdirector de Operaciones—. Basil dice que la operación es normal hasta el momento. No se ha detectado vigilancia sobre nuestros objetivos. Todo parece pura rutina. Supongo que nuestros primos tienen un jefe de delegación competente en Budapest. Los tres cadáveres llegaron hoy allí. Sólo es cuestión de poner los puntos sobre las íes.

—¿Y el nivel de confidencialidad? —preguntó el subdirector de Inteligencia.

—Digamos que un setenta y cinco por ciento, almirante —calculó Bostock—. Quizá mejor.

—¿Qué sabemos de Ryan? —preguntó Greer a continuación.

— No hay quejas de Londres. Supongo que se está comportando.

—Es un buen muchacho. Debería hacerlo.

—Me pregunto si estará contento —dijo el juez Moore.

Los otros dos sonrieron y menearon la cabeza. Bostock habló en primer lugar. Como toda la gente del Departamento de Operaciones, tenía sus dudas acerca de los miembros del mucho más numeroso Departamento de Inteligencia.

—Probablemente no se sienta tan cómodo como en su escritorio con su silla giratoria.

—Lo hará bien, caballeros —aseguró Greer con la esperanza de estar en lo cierto.

—Me pregunto qué tendrá ese tipo para nosotros… —suspiró Moore.

—Lo sabremos dentro de una semana —prometió Bostock, que siempre era el más optimista.

Tres oportunidades entre cuatro era una buena apuesta, a menos que tu propio trasero estuviera en peligro.

El juez Moore miró el reloj de su escritorio y le añadió seis horas. Ahora en Budapest la gente estará durmiendo, y seguramente también en Londres. Recordó sus propias aventuras en el campo, consistentes mayormente en esperar a que apareciera alguien para un encuentro, o rellenando informes de contactos para los burócratas que estaban en casa, que son quienes aún dirigen la CIA. No cabía olvidar que la CIA era una organización gubernamental, sujeta a todas las mismas restricciones y deficiencias propias de esa triste realidad. Pero en esta ocasión, para esta operación Beatrix, lograban que las cosas ocurrieran excepcionalmente con prontitud… sólo porque Rabbit había dicho que las comunicaciones gubernamentales estaban comprometidas. No porque hubiera dicho que tenía información acerca de la posible pérdida de una vida inocente. El gobierno tenía sus prioridades y no siempre se correspondían con las necesidades del mundo racional. Él era el director de la Central de Inteligencia, supuestamente bajo jurisdicción federal, al mando de la recogida global de información y de las operaciones de análisis del gobierno de los Estados Unidos de América. Pero lograr que toda esta burocracia funcionara con eficacia equivalía a llevar una ballena a la playa y ordenarle que volara. Podrías gritar todo lo que quisieras, pero no lograrías la gravedad. El gobierno era algo hecho por los hombres y, por tanto, debería ser posible para los hombres cambiarlo, pero en la práctica eso sencillamente no ocurría. Existían, por consiguiente, tres posibilidades entre cuatro de que sacarían a aquel ruso, y obtendrían su información en una casa segura y cómoda en las colinas de Virginia, explorarían hasta el último recoveco de su cerebro y quizá encontrarían algo importante y útil, pero el juego no cambiaría ni, probablemente, tampoco la CIA.

—¿Tenemos algo que debamos decirle a Basil?

—No me viene nada a la mente, señor —respondió Bostock—. Sencillamente nos sentamos lo más quietos posible y esperamos a que su personal lleve a cabo la misión.

—De acuerdo —concedió el juez Moore.

A pesar de las tres jarras de cerveza negra británica, Ryan no dormía bien. No se acordaba de nada que pudiera faltar. Hudson y su equipo parecían bastante competentes y la familia Rabbit parecía muy normal el día anterior por la mañana, en la calle. Había tres personas, una de las cuales realmente quería salir de la URSS, lo cual le pareció a Ryan algo completamente razonable… aunque los rusos eran de las personas más patriotas de todo el mundo. Pero toda regla tenía sus excepciones y evidentemente ese hombre tenía una conciencia y sentía la necesidad de impedir… algo. Fuera lo que fuese, Jack no lo sabía y para él era más fácil saber que suponer. La especulación no era análisis y a él le pagaban su mísero salario para hacer un buen análisis.

Sería interesante descubrirlo. Ryan nunca había hablado personalmente con un desertor. Había leído su información y les había mandado preguntas por escrito a algunos de ellos para recibir respuestas sobre asuntos específicos, pero realmente nunca había mirado a ninguno a los ojos, ni observado su cara al responder. Era la única manera de leer al interlocutor, igual que en los juegos de cartas. No tenía la habilidad de su esposa en ese sentido, eso era algo digno de resaltar de la formación médica, pero tampoco era un niño de tres años que se lo creía todo. No, quería ver a ese tipo, hablar con él y penetrar en su cerebro para evaluar la fiabilidad de lo que dijera. Rabbit, al fin y al cabo, podía ser un infiltrado. Ryan había oído que en el pasado el KGB lo había hecho. Hubo un desertor que salió después del asesinato de John Kennedy que proclamó a los cielos que el KGB no había tenido nada que ver en esa acción. De hecho, eso bastó para que la CIA se preguntara precisamente si el KGB lo había hecho. El KGB podía ser astuto, pero como a todos los taimados, tarde o temprano, inevitablemente, el juego se les iba de las manos, cuanto más tarde, peor. Entendían a Occidente, así como la mentalidad de sus habitantes. No, Iván no medía tres metros de altura, ni tampoco era un genio en todo, a pesar de lo que pensaran los que se dedicaban a sembrar el terror en Washington, e incluso también en Langley.

Todo el mundo tenía la capacidad de cometer errores. Él aprendió eso de su padre, que se ganaba la vida capturando asesinos, algunos de los cuales se creían muy listos. No, la única diferencia entre un hombre sabio y uno tonto era la magnitud de sus errores. Errar era humano, y cuanto más listo y poderoso fueras, mayor el alcance de tu metedura de pata. Como L. B. Johnson con Vietnam, la guerra de la que por poco se libró Jack debido a su edad, una colosal metedura de pata impuesta al pueblo norteamericano por el hombre más hábil en táctica política de su época, que pensó que su pericia política serviría para el poder político internacional, sólo para aprender que un comunista asiático no pensaba de la misma manera que lo hacía un senador de Texas. Todos los hombres tenían sus limitaciones, sólo que algunas eran más peligrosas que otras. Y mientras que el genio conocía sus límites, la idiotez no los tenía.

Se echó sobre la cama, fumando un cigarrillo y mirando al techo, preguntándose qué pasaría mañana. ¿Otra aparición de Sean Miller y sus terroristas?

Esperaba que no, preguntándose aún por qué Hudson no tendría cerca una pistola para la próxima aventura. Decidió que debía de formar parte de la naturaleza europea. Los norteamericanos, en terreno hostil, quieren tener por lo menos un amigo a mano.