CAPÍTULO VEINTICINCO: CAMBIO DE VAGONES

Metieron los cuerpos en cajas de aluminio baratas, como las que se usaban para el transporte aéreo de cadáveres, luego los cargaron en una furgoneta que utilizaba el FBI y los llevaron al aeropuerto internacional de Logan. El agente especial Tyler llamó a Washington para preguntar qué había que hacer a continuación y, afortunadamente, la radio de su coche estaba codificada.

Resultó que el director del FBI, Emil Jacobs, aún no lo había pensado, por lo que llamó al juez Moore a la CIA, donde también trabajaban aceleradamente, hasta que se decidió cargarlos en el 747 de British Airways, que tenía previsto salir de Boston con destino al aeropuerto londinense de Heathrow, de forma que el personal de Basil pudiera recogerlos. Esto se hizo con prontitud, ya que British Airways cooperaba satisfactoriamente con las organizaciones policíacas norteamericanas y el vuelo 214 despegó a tiempo, a las ocho y diez, y pronto estaba surcando el firmamento para recorrer cuatro mil kilómetros hasta la terminal cuatro de Heathrow.

Eran cerca de las cinco de la madrugada cuando Zaitzev se despertó en su litera superior sin saber por qué. Se dio la vuelta para mirar por la ventana y se sobresaltó al ver que el tren estaba detenido en una estación. No sabía cuál era, no había memorizado el horario, y sintió un repentino escalofrío. ¿Y si hubieran subido al tren algunos hombres de la jefatura del Segundo Directorio? De día podría quitárselos de encima, pero el KGB tenía la fama de practicar sus detenciones a media noche, cuando era menos probable que se resistieran de forma efectiva, por lo que de repente volvió a sentir miedo. Entonces oyó pasos por el pasillo… pero pasaron de largo y poco después el tren empezó a moverse de nuevo, alejándose del edificio de madera de la estación y nuevamente en el exterior reinaba sólo la oscuridad. ¿Por qué me he asustado?, se preguntó Zaitzev. ¿Por qué ahora? ¿No estaba seguro ahora? O casi, se corrigió a sí mismo. La respuesta era no, no hasta que sus pies estuvieran en suelo extranjero. Tenía que recordar ese hecho hasta que estuviera en otro país no socialista. Y aún no estaba allí. Con este recordatorio fijo en su mente, se dio la vuelta y trató de dormir de nuevo. El movimiento del tren finalmente redujo su ansiedad y recuperó unos sueños que no eran en lo más mínimo tranquilizadores.

El 747 de British Airways volaba también en la oscuridad, con la mayoría de sus pasajeros dormidos, mientras la tripulación controlaba los numerosos instrumentos y tomaba café, al tiempo que disfrutaba de las estrellas nocturnas y observaba el horizonte a la espera del amanecer, que solía manifestarse sobre la costa occidental de Irlanda.

Ryan se despertó más temprano que de costumbre. Se levantó de la cama sin molestar a su esposa, se vistió de manera informal y salió. El lechero entraba en el callejón sin salida al final de Grizedale Close. Detuvo su vehículo y bajó con una barra de pan y dos litros de leche entera, que sus chicos bebían igual que un motor de Pratt & Whitney consume combustible. Estaba a medio camino de la casa cuando se percató de la presencia de su cliente.

—¿Algún problema, señor? —preguntó el lechero, pensando que a lo mejor algún hijo suyo se encontraba mal, la causa habitual de que los padres que tienen hijos pequeños estén levantados de madrugada.

—No, sólo que me he levantado un poco temprano —respondió Ryan, bostezando.

—¿Necesita algo?

—Sólo un cigarrillo —respondió Ryan sin pensar.

Bajo las férreas normas de Cathy, no había fumado ninguno desde su llegada a Inglaterra.

—Tenga, señor —respondió el lechero, ofreciéndole uno ya medio fuera del paquete.

—Gracias, amigo.

Ryan quedó sorprendido, pero de todas maneras lo cogió y lo encendió. Con la primera calada tosió, pero en seguida se acostumbró. Era una sensación muy familiar en el apacible aire antes del amanecer, y lo maravilloso de los malos hábitos era la rapidez con que uno volvía a adquirirlos. El cigarrillo era fuerte, como los Marlboro que fumaba en sus últimos años en el instituto, durante su adolescencia, a finales de los sesenta. El lechero debería dejar de fumar —pensó Jack—, pero seguramente no estaba casado con una cirujana del Hopkins.

—¿Le gusta vivir aquí, señor? —preguntó el repartidor, que no solía tener la oportunidad de hablar con sus clientes.

—Sí. Aquí la gente es muy amable.

—Lo intentamos, señor. Que pase usted un buen día.

—Gracias, amigo. Usted también —dijo Ryan mientras el hombre regresaba a su furgoneta.

Los lecheros prácticamente habían desaparecido en Norteamérica, víctimas de los supermercados y de los almacenes 7-Eleven. Lástima, pensó Jack, que recordaba el pan de Peter Wheat y los donuts bañados con miel cuando era un niño. De alguna manera todo desapareció sin darse cuenta, cuando estaba aproximadamente en el séptimo curso. Pero el humo y el aire tranquilo no estaban mal para despertarse. No se oía nada en absoluto. Incluso los pájaros dormían. Alzó la mirada para ver las luces de los aviones en lo alto del firmamento. Por el rumbo de los aviones, había gente que viajaba a Europa, probablemente a Escandinavia, seguramente desde Heathrow. ¿Qué pobre diablo debía levantarse tan temprano para acudir a una reunión?, se preguntó. Terminó su cigarrillo y arrojó la colilla al césped, al tiempo que se preguntaba si Cathy se daría cuenta. Bueno, siempre podía echarle la culpa a otro. Lástima que el chico de los periódicos aún no hubiera pasado. Entonces Jack entró en la casa y encendió el televisor de la cocina para ver la CNN. Estaban dando los deportes. Los Orioles habían ganado de nuevo y jugarían la final del mundo contra los Phillies. Eso era una buena noticia, bueno, más o menos. Si estuviera en casa, habría comprado entradas para uno o dos partidos en el Memorial Stadium y habría visto el resto por televisión. Pero ese año, no. En su televisión por cable no tenía ningún canal que retransmitiera los partidos de béisbol, aunque los británicos comenzaban a ver partidos de fútbol de la liga nacional norteamericana. No lo entendían, pero por alguna razón disfrutaban viéndolo. Era mejor que los demás programas de su televisión, pensó Ryan con un bufido. A Cathy le gustaban sus comedias, pero a él no le llamaban la atención. Pero sus programas de noticias eran muy buenos. Era cuestión de gustos y, como decían los romanos, non est disputandum. «Sobre gustos no hay disputas», suponía. Entonces vio amanecer, la primera vislumbre en el horizonte oriental. Aún faltaba una hora para que realmente comenzara la mañana, pero estaba llegando y ni siquiera el deseo de seguir durmiendo la detendría.

Jack decidió preparar el café, sólo para probar la máquina que le había regalado a Cathy por su aniversario. Entonces oyó el ruido del periódico en la puerta y fue a recogerlo.

—¿Te has levantado temprano? —dijo Cathy cuando regresó.

—Sí. No tenía ganas de seguir durmiendo.

Jack besó a su esposa y ella lo miró, extrañada. Su nariz le había enviado un ligero mensaje, pero su intelecto lo había descartado por error como algo improbable.

—¿Has preparado el café?

—Le he dado al botón —confirmó Jack—. Ya te dejo que hagas el resto.

—¿Qué quieres para desayunar?

—¿Puedo elegir? —preguntó Ryan, algo incrédulo.

Otra vez le había dado por los alimentos saludables. No más donuts.

—¡Buenos días! —deseó Oleg a su hija.

—¡Papá! —respondió la niña levantando ambos brazos con esa sonrisa característica de los pequeños al despertar.

Era algo que se perdía antes de ser adulto y que asombraba a los padres mientras duraba. Oleg la levantó de la cama y le dio un abrazo. Sus pies desnudos se posaron sobre el suelo enmoquetado y se dirigió hacia su cuarto de baño privado. Irina entró para preparar su ropa y ambas se trasladaron al compartimento de los adultos. Al cabo de unos diez minutos ya iban hacia el vagón restaurante. Oleg volvió la cabeza y vio al mozo, que se dirigía apresuradamente a ordenar sus compartimentos en primer lugar. Efectivamente, pertenecer al KGB tenía sus ventajas, aunque sólo fuera por otras veinticuatro horas.

Durante la noche el tren se había detenido en alguna granja estatal para cargar leche fresca, que a Svetlana le encantaba para el desayuno. Los mayores tomaron un café mediocre (a lo sumo) y pan con mantequilla. (Se habían terminado los huevos). Por lo menos, el pan y la mantequilla eran frescos y sabrosos. En el vagón de cola había un montón de periódicos. Oleg cogió un Pravda y se sentó a leer las mentiras de costumbre.

Otra buena cosa de pertenecer al KGB era estar lo suficientemente informado como para no creerse lo que publicaban los periódicos. Por lo menos en Izvestia aparecían artículos sobre gente real, algunos de los cuales incluso eran ciertos, pensó. Pero un tren soviético sólo llevaría los periódicos más políticamente correctos y La Verdad lo era, Zaitzev resopló.

Ryan tenía dos juegos completos de utensilios para afeitarse y acicalarse, según las exigencias ocasionales del viaje. Su bolsa llena colgaba de su gran percha metálica en el armario, lista para cuando sir Basil lo mandara a Budapest. La contemplaba mientras se hacía el nudo de la corbata, preguntándose cuándo se iría. Entonces Cathy volvió a entrar en la habitación para vestirse. Seguro que su bata blanca colgaba de un gancho detrás de la puerta de su consultorio, probablemente tanto en el de Hammersmith como en el de Moorefields, con su correspondiente placa de identificación.

—Cathy.

—Dime.

—¿Aún llevas las placas de identificación del Hopkins en tus batas o llevas unas nuevas? —Nunca se había preocupado de preguntárselo.

—Unas locales. Sería demasiado pesado explicárselo a cada paciente que se percatara de ello.

Pero, de todas formas, algunos le preguntaban por su acento o por qué la placa decía señora Catherine Ryan, M. D., FACS. Lo de «señora» aparecía por su vanidad femenina. Jack la contempló mientras se cepillaba el cabello, algo que siempre le proporcionaba placer. Estaría muy bien con el pelo un poco más largo, pero nunca se lo dejaba crecer, porque decía que las gorras quirúrgicas arruinaban cualquier peinado. Eso cambiaría la próxima vez que los invitaran a una cena formal. Tenían una en perspectiva. Ambos agradaban a la reina y también al príncipe de Gales, y se encontraban en la versión local de la lista prioritaria. Uno debía aceptar dichas invitaciones, aunque Cathy podía excusarse si tenía que operar al día siguiente. Por otra parte, se esperaba que a los espías les deleitara dicho honor, aunque eso significaba dormir menos de tres horas antes del próximo día de trabajo.

—¿Qué agenda tienes para hoy?

—Dar una conferencia sobre el láser de xenón. Pronto comprarán uno, y soy la única persona en Londres que sabe cómo usarlo correctamente.

—Mi esposa, la amazona del láser.

—Bueno, por lo menos yo puedo hablar de lo que hago —respondió Cathy—, agente secreto.

—Sí, cariño —suspiró Ryan.

Quizá debería incluir mi Browning en el equipaje, sólo para cabrearla, pensó. Pero si alguien en el tren la detectaba, en el mejor de los casos le tomarían por un maleante, y en el peor, algún agente de policía querría saber por qué iba armado. Ni siquiera su categoría diplomática lo protegería por completo del lío resultante.

Quince minutos más tarde, Jack y Cathy estaban en su compartimento camino de Londres, ella de nuevo leyendo sus revistas médicas y él con el Telegraph. John Keegan tenía una columna interior y era un historiador por quien Ryan sentía un respeto considerable como analista de información compleja. Por qué Basil no lo había reclutado para Century House era un misterio para Jack. Quizá a Keegan le iba demasiado bien la vida como historiador, divulgando sus ideas a las masas, o por lo menos a la gente inteligente que circulaba por ahí. Sería lógico. Nadie se había enriquecido jamás como funcionario británico y, en cuanto al anonimato… bueno, estaba bien recibir de vez en cuando una palmadita en la espalda por hacer algo particularmente bien. En todo el mundo se les negaba eso a los funcionarios.

Mientras el tren exprés pasaba por la estación de Elephant and Castle, el vuelo 214 llegaba a la terminal cuatro de Heathrow. No se detuvo en un túnel de desembarque, sino junto a los autobuses que transportan a los pasajeros a inmigración y la aduana. Inmediatamente después de calzar las ruedas, se abrió la escotilla de la carga. Los últimos dos artículos cargados en Logan habían sido los dos ataúdes y fueron los primeros en salir. Las etiquetas en las esquinas de cada uno indicaban dónde debían llevarse, y dos hombres anónimos de Century House estaban allí para controlar el proceso. Los colocaron en una carretilla de cuatro ruedas, que en Inglaterra llamaban carrito, los llevaron a una área de aparcamiento para coches y pequeños camiones, y allí los cargaron rápidamente en un pequeño camión de cuatro ruedas, sin ningún distintivo externo. Los dos hombres del servicio secreto de Inteligencia subieron al camión y se marcharon en dirección este hacia Londres, sin saber en qué consistía aquel encargo. Ocurría a menudo.

Cuarenta minutos más tarde, el camión llegó al número cien de Westminster Bridge Road. Entonces cargaron las cajas en otro carrito para llevarlas al montacargas y bajarlas al segundo sótano.

Allí esperaban otros dos hombres. Las abrieron y ambos agradecieron que hubiera una buena cantidad de hielo seco en el interior para evitar que los cadáveres despidieran un nauseabundo olor a tejido humano putrefacto. Con guantes de goma, levantaron los cuerpos, ninguno de los cuales era particularmente pesado, y los colocaron sobre unas mesas de acero inoxidable. Ninguno de los cadáveres estaba vestido y, en el caso de la niña, su trabajo era particularmente triste.

Pero lo sería aún más. Al comparar los cuerpos con las fotografías del Times, comprobaron, sin sorprenderse, que la cara de la niña no correspondía con la de la fotografía. Lo mismo ocurrió con la mujer, aunque la masa corporal y la configuración encajaban bastante bien. Su cara prácticamente no había sufrido quemaduras, ya que los gases tóxicos del incendio habían sido los que acabaron con su vida. Por consiguiente, ambas tendrían que ser desfiguradas para que sirvieran en la operación Beatrix. Lo hicieron con sopletes de propano. En primer lugar, el mayor de los dos puso en marcha el potente extractor del techo. A continuación, ambos se pusieron los monos contra el fuego y encendieron sus sopletes, que aplicaron despiadadamente sobre las caras de los cadáveres. El color del pelo era distinto en ambos casos, por lo que lo quemaron completamente. Luego aplicaron los sopletes a corta distancia sobre ambas caras. Fue rápido, pero no lo suficientemente rápido para los dos empleados del servicio secreto de Inteligencia. El que desfiguraba a la niña musitó una serie de oraciones por el alma de la pequeña, consciente de que estaba dondequiera que los niños inocentes moraran. Eso que quedaba era tan sólo carne fría, de ningún valor para su anterior propietario, pero de algún valor para el Reino Unido, e indudablemente también para los Estados Unidos de América, ya que de lo contrario no estarían haciendo ese trabajo tan morboso. Cuando el ojo izquierdo de la niña explotó debido a la presión interna, su atormentador tuvo que volverse y vomitar. Tenía que hacerlo; sus ojos eran de un color distinto.

Tenían que carbonizarles bien las manos y los pies y debían examinar los cuerpos por si tenían algún tatuaje, cicatriz o cualquier otra característica distintiva, pero no encontraron ninguna, ni tan sólo una cicatriz debida a una apendicetomía.

En total tardaron unos noventa minutos hasta quedar satisfechos con su trabajo. Luego tuvieron que vestir los cuerpos. Les pusieron prendas soviéticas y luego tuvieron que quemarlas para que las fibras se mezclaran con las quemaduras corporales. Después de ese horrible trabajo volvieron a meter los cuerpos en sus cajas de transporte y añadieron más hielo seco para mantenerlos lo suficientemente fríos, con el fin de retardar la descomposición. Dejaron las cajas junto a una tercera, idéntica, que se encontraba en la esquina de la sala. Ya era la hora de almorzar, pero ninguno de ellos, por el momento, estaba demasiado preocupado por la comida. Lo que necesitaban eran unos cuantos tragos de whisky y había muchos bares cerca de allí.

—¿Jack?

Sir Basil asomó la cabeza por la puerta y vio a Ryan inmerso en sus documentos, como correspondía a un buen analista.

—Diga —respondió Ryan después de levantar la cabeza.

—¿Has hecho el equipaje?

—Sí, señor.

—Estupendo. Tienes que coger el vuelo de British Airways desde la terminal tres de Heathrow esta noche a las ocho. Haremos que un coche te lleve a casa para recoger el equipaje, ¿qué te parece a las 15.30?

—Aún no tengo mi pasaporte ni el visado —repuso Ryan.

—Los tendrás después del almuerzo. Tu tapadera será como auditor del Ministerio de Asuntos Exteriores. Creo recordar que una vez hiciste de censor de cuentas. Quizá puedas echarles un vistazo a los libros cuando estés allí —dijo Charleston, pensando que eso sería gracioso.

—Probablemente será más interesante que la Bolsa local. ¿Alguien viene conmigo? —preguntó Ryan.

—No, pero te encontrarás con Andy Hudson en el aeropuerto. Es nuestro jefe de delegación en Budapest. Un buen hombre —prometió sir Basil—. Pasa por mi despacho antes de marcharte.

—Lo haré, señor.

Y la cabeza de Basil desapareció por el pasillo.

—¿Vamos a tomar un bocadillo y una cerveza, Simon? —le sugirió Ryan a su compañero de trabajo.

—Buena idea.

Harding se levantó, cogió su chaqueta y ambos salieron en dirección al Duke of Clarence.

El almuerzo en el tren era bueno: sopa de remolacha con nata agria, fideos, pan negro y un buen postre de fresas procedentes de alguna granja. El único problema era que a Svetlana no le gustaba la sopa de remolacha, lo cual era raro para un nativo ruso, incluso para un niño. Sorbió la nata agria que flotaba en la superficie de la sopa, atacó a continuación los fideos con entusiasmo y devoró positivamente las fresas de final de temporada. Acababan de atravesar las montañas bajas de Transilvania, en la frontera búlgara. El tren pasaría por Sofía, luego se dirigiría hacia el noroeste, hacia Belgrado, Yugoslavia, y finalmente Hungría.

Los Zaitzev alargaron la sobremesa y Svetlana miraba por las ventanas mientras el tren se acercaba a Sofía.

Lo mismo hacía Oleg Ivanovich entre calada y calada de su cigarrillo. Al pasar por Sofía se preguntó qué edificio albergaría el Dirzhavna Sugurnost. ¿Estaría allí el coronel Bubovoy fraguando su complot, probablemente con ese coronel Strokov? ¿Hasta dónde habrían llegado? ¿Corría peligro la vida del Papa? ¿Cómo se sentiría si el cura polaco fuera asesinado antes de que él pudiera dar aviso? ¿Podía o debía haberse movido con más rapidez? ¡Esas malditas preguntas, y nadie a quien confiárselas! Estás haciéndolo lo mejor que puedes, Oleg Ivanovich, se dijo, y ¡ningún hombre podía hacer más que eso!

La estación de Sofía parecía una catedral, era un edificio de piedra impresionante con un propósito casi religioso. De algún modo, ahora le preocupaba la posibilidad de una detención, por un equipo del KGB que abordara el tren. Su único pensamiento era seguir adelante, llegar a Budapest y ver qué hacía allí la CIA… con la esperanza de que fueran competentes. El KGB podía hacer un trabajo como ése con gran profesionalidad, casi como por arte de magia. ¿Era la CIA igualmente buena? En la televisión rusa, a menudo se los retrataba como adversarios perversos pero torpes. Sin embargo, eso no era lo que decían en el Centro. No, en el número dos de la plaza Dzerzhinskiy se los veía como espíritus malignos, siempre merodeando, listos como el propio diablo, los enemigos más mortíferos. ¿Cuál era la verdad? De una manera u otra, no tardaría en averiguarlo. Zaitzev apagó el cigarrillo y regresó con su familia a sus compartimentos.

—¿Deseando entrar en acción, Jack? —preguntó Harding.

—Sí, tengo tantas ganas como de ir al dentista. Y no me digas lo fácil que será. Tú nunca has estado en el campo tampoco.

—Ya sabes que esto lo ha sugerido tu propia gente.

—Cuando vuelva a casa, si es que vuelvo, le pegaré un tortazo al almirante Greer —bromeó Ryan, aunque sólo a medias—. No olvides que yo no estoy entrenado para esto, Simon.

—¿Cuánta gente está entrenada para defenderse de un ataque físico directo? Tú lo has hecho —le recordó Simon.

—De acuerdo, en otra época fui teniente de los marines, durante unos… once meses más o menos, antes de que se estrellara nuestro helicóptero en Creta y me rompiera la espalda. Mierda, si ni siquiera me gustan las montañas rusas. A mis padres les gustaban esas condenadas cosas; siempre me estaban subiendo a ellas en el parque de atracciones de Gwynn Oak cuando era niño. Esperaban que a mí también me gustaran esas malditas cosas. Mi padre fue paracaidista en la ciento uno aerotransportada —explicó Ryan— hace cuarenta años. Caer del cielo no le preocupaba demasiado —resopló.

Algo bueno de los marines era que no te hacían saltar de un avión. ¡Faltaría más!, pensó Jack de pronto. ¿Le preocupaba más eso ahora que su propio vuelo? Eso lo obligó a poner los pies en el suelo y le provocó una risita irónica.

—¿Van armados vuestros oficiales de campo?

—Sólo en las películas, Jack —rió su compañero—. Pesan mucho para cargar con ellas y son difíciles de explicar. No hay agentes cero, cero en el servicio secreto de Inteligencia, por lo menos que yo sepa. Los franceses a veces matan a alguien y son bastante buenos en ello. También los israelíes, pero la gente comete errores, incluso los profesionales entrenados, y esta clase de cosas son difíciles de explicar a la prensa.

—¿Puedes invocar una censura oficial por razones de seguridad?

—En teoría, sí, pero son difíciles de imponer. Fleet Street tiene sus propias reglas.

—También el Washington Post, como muy bien descubrió Nixon. Por tanto, no debería matar a nadie.

—Yo trataría de evitarlo —coincidió Simon sin dejar de masticar su bocadillo de pavo.

Belgrado, Beograd para sus habitantes, también tenía una bonita estación. En el siglo anterior, evidentemente, los arquitectos trabajaban duro para superarse unos a otros, como los piadosos que construyeron catedrales en la Edad Media. Le sorprendió comprobar que el tren llevaba varias horas de retraso. No entendía por qué. No se había detenido mucho tiempo en ninguna parte. Seguramente no iba tan de prisa como se suponía que debía ir. Al salir de Belgrado serpenteó alrededor de unas modestas colinas. Le pareció que aquel país debía de ser bonito en invierno. ¿No estaba prevista una olimpiada por allí próximamente? El invierno probablemente llegaba a esa región al mismo tiempo que en Moscú. Ese año se retrasaba, pero eso normalmente significaba que sería inusualmente severo cuando llegara. Zaitzev se preguntaba cómo sería el invierno en Norteamérica…

—¿Listo, Jack? —preguntó Charleston en su despacho.

—Creo que sí.

Jack miró su nuevo pasaporte. Al ser diplomático, estaba un poco más ornamentado de lo habitual y encuadernado en cuero rojo, con el escudo de armas en la tapa. Pasó las páginas para ver los sellos de todos los lugares que no había visitado. Tailandia, la República Popular China. Maldita sea —pensó Jack—, sí que viajo.

—¿Por qué este visado? —preguntó, puesto que el Reino Unido no lo requería de nadie.

—Hungría controla los movimientos de entrada y salida bastante estrictamente. Requieren un visado de entrada y otro de salida. Espero que no necesites el último —observó Charleston—. Probablemente, Hudson os sacará por el sur. Tiene buena relación con los contrabandistas locales.

—¿Caminando por las montañas? —preguntó Ryan.

—No, no solemos hacer eso. En coche o en camión, supongo. No tendría que haber ningún problema, muchacho —respondió con la mirada en el techo—. Realmente es casi rutinario, Jack.

—Si usted lo dice, señor.

Maldita sea, no lo es para mí.

—Buena suerte, Jack. Nos veremos dentro de unos días. —Charleston se puso en pie y Ryan le estrechó la mano—. Semper fidelis, amigo.

—Comprendido, sir Basil.

Había un coche esperando en la calle. Jack se instaló en el asiento izquierdo de delante y el chófer salió en dirección este. El trayecto duró unos cincuenta minutos con el tráfico ligero de la tarde, casi tan rápido como lo habría sido el tren.

Al llegar a Chatham, Ryan encontró a su hija durmiendo, al pequeño Jack en el parque infantil jugando con sus pies, que le parecían algo fascinante, y a la señorita Margaret sentada con una revista en la sala de estar.

—Doctor Ryan, no esperaba…

—No se preocupe, tengo que salir en viaje de negocios.

Se dirigió al teléfono de pared de la cocina e intentó llamar a Cathy, sólo para enterarse de que estaba dando aquella maldita conferencia sobre su juguete láser. Era el que usaba para soldar los vasos sanguíneos, pensó. O algo así. Con el entrecejo fruncido, subió a buscar su equipaje. Intentaría llamarla desde el aeropuerto. Pero, por si acaso, le escribió una nota.

«Salgo para Bonn. He intentado llamarte. Volveré a intentarlo. Te quiero, Jack». La colgó en la puerta del frigorífico. Ryan se agachó para besar a Sally y luego levantó a su hijo para darle un abrazo. El niño babeaba de la misma manera que un motor de coche chorrea aceite; tuvo que utilizar papel de cocina para secarse.

—Que tenga un buen viaje, doctor Ryan —dijo la niñera.

—Gracias, Margaret, hasta la vista.

Tan pronto como salió el coche, ella llamó a Century House para que supieran que sir John iba camino de Heathrow. Luego volvió a su revista, la Tattler de ese mes.

El tren se detuvo inesperadamente en un depósito, en la mismísima frontera húngara, cerca de la ciudad de Zombor. Zaitzev no sabía nada de eso y la sorpresa pronto se agravó. Había grúas en su lado del tren, y tan pronto como éste se detuvo, aparecieron un montón de hombres con sus monos de trabajo.

Los ferrocarriles estatales húngaros operaban con medidas estándares, de mil cuatrocientos treinta y cinco milímetros de separación entre raíles, que era el estándar mundial y que, incongruentemente, databa del tiempo de los carros de dos caballos que usaban los romanos. Pero los trenes rusos usaban la medida de mil quinientos veinticuatro milímetros, por alguna razón que nadie recordaba. La solución consistía en levantar los vagones de los trenes de las vías rusas, separarlos de sus ruedas y colocarlos sobre otro juego de ruedas diferente. La operación duró cerca de una hora, pero lo hicieron eficientemente. Esto fascinó absolutamente a Svetlana, e incluso impresionó a su padre, por el hecho de que la tarea se realizara de forma tan rutinaria. Una hora y veinte minutos más tarde se movían en dirección casi norte sobre raíles más estrechos con una nueva locomotora eléctrica, cruzando el rico suelo agrícola de Hungría. Casi al instante, Svetlana se alegró al ver jinetes vestidos con trajes típicos, lo cual impresionó tanto a los padres como a la hija, como algo muy exótico.

El avión era un Boeing 737 bastante nuevo y, para ese viaje, Ryan había decidido llevarse a un amigo; compró un paquete de cigarrillos en el aeropuerto y en seguida encendió uno en la terminal.

La buena noticia era que le habían dado un asiento de primera clase al lado de la ventanilla, el 1-A. El paisaje desde las alturas era lo único bueno del vuelo, con la ventaja adicional de que nadie podía ver el miedo reflejado en su cara, salvo quizá la azafata, porque al igual que los médicos, probablemente podían oler el miedo. Allí delante la bebida era gratis y Ryan pidió un whisky, sólo para descubrir que la selección consistía en whisky escocés (que no le gustaba), vodka (que tampoco le gustaba), o ginebra (que le producía náuseas). Era la línea equivocada para tomar un Jack Daniel's, pero la carta de vinos estaba bien. Al llegar a la altura de crucero, se apagó la luz de prohibido fumar y Ryan encendió otro cigarrillo. No era tan bueno como un buen bourbon, pero era mejor que nada. Por lo menos le permitió reclinarse y fingir que se relajaba con los ojos cerrados, abriéndolos de vez en cuando para comprobar si lo que había debajo del avión era verde o azul. El vuelo era agradablemente suave, con sólo unas cuantas sacudidas que lo impulsaron a agarrarse a los brazos de su butaca y tres vasos de un buen vino blanco francés, que lo ayudaron a mitigar la ansiedad. A mitad de trayecto, cuando sobrevolaban Bélgica, volvió a sus pensamientos. ¿Cuánta gente odiaba viajar en avión? ¿Quizá un tercio, o la mitad de los pasajeros? ¿Cuántos de ellos lo detestaban tanto como él? ¿La mitad de ellos? Por tanto, probablemente no estaba solo. La gente miedosa trataba de ocultarlo y una mirada a su alrededor bastaba para ver otras caras, probablemente más o menos como la suya. O sea que, por lo menos, no era el único timorato del avión. El vino era bueno y afrutado. Y si los disparos de las metralletas no habían logrado acabar con él en su casa de Chesapeake Bay, lo más probable era que la suerte estuviera ahora también de su lado. Por tanto, podía relajarse y disfrutar del viaje, ya que después de todo estaba atrapado y el Boeing volaba a una velocidad de crucero de unos quinientos nudos aproximadamente. Durante el descenso hubo algunas sacudidas, pero esa parte del vuelo era en la que Ryan se sentía más seguro, cuando el avión regresaba a tierra. Por medio de la inteligencia sabía que realmente ésa era la parte más peligrosa, pero sus entrañas no lo veían de esa forma. Oyó el gemido de los servofrenos y luego el rugido que anunciaba la apertura de las puertas del tren de aterrizaje, y se sintió suficientemente seguro al ver el suelo corriendo hacia él. El aterrizaje fue movido, pero Jack se alegró de su llegada. Volvía a estar en el suelo, donde uno podía estar de pie y deambular por sí mismo y a una velocidad razonablemente segura. Bien.

Se encontraban en otro depósito ferroviario, lleno de vagones de carga y otros de ganado, y su vagón daba sacudidas, unas veces hacia adelante y otras hacia atrás. Una vez más, la zaichik tenía su nariz pegada al cristal, cuando por fin entraron bajo un techo de cristal y el tren se detuvo con una sacudida en la estación del este. Unos maleteros semiuniformados, con aspecto desaliñado, se detuvieron ante el vagón del equipaje. Zaichik prácticamente saltó del vagón para mirar a su alrededor, casi haciendo carreras con su madre, que la seguía torpemente con sus bolsas de mano. Oleg se dirigió hasta el vagón del equipaje y supervisó la transferencia de sus maletas a la carretilla de dos ruedas. Se alejaron del tren, atravesaron la sala donde se expendían los billetes y desde allí hacia afuera, hasta la parada de taxis. Había muchos taxis, todos ellos eran Lada rusos, la versión soviética de un viejo Fiat, y también eran del mismo color que, seguramente, debajo de la suciedad era beige. Zaitzev dio un rublo del Comecon de propina al maletero y supervisó la carga de su equipaje en el coche. El maletero del diminuto taxi era demasiado pequeño. Tuvieron que llevar tres maletas en el asiento delantero y Svetlana tuvo que sentarse sobre el regazo de su madre en el trayecto hasta el hotel. El taxi hizo un rápido y legalmente dudoso cambio de sentido, como alma que lleva el diablo, por lo que parecía una importante calle comercial.

El hotel Astoria estaba a sólo cuatro minutos de la estación. Era un edificio digno de admiración, parecía un gran hotel de otra época. El vestíbulo era pequeño pero muy concurrido y estaba lleno de tallas de roble. El recepcionista los estaba esperando y los saludó con una sonrisa. Poco después de que Zaitzev recibiera la llave de la habitación, se fijó en que al otro lado de la calle estaba el centro soviético-húngaro para la amistad y la cultura. Evidentemente se trataba de una sede del KGB, tanto, que frente al mismo podrían haber colocado perfectamente una estatua del propio Stalin. El botones los acompañó al pequeño ascensor y después al tercer piso, donde giraron a la derecha hasta la habitación trescientos siete en la esquina, que sería su hogar durante los diez días siguientes, o por lo menos eso pensaba todo el mundo excepto Oleg. Le dio un rublo de propina al botones y, acto seguido, éste se retiró. La habitación era ligeramente mayor que los dos compartimentos del tren juntos, y sólo tenía un cuarto de baño, aunque con ducha y bañera, que los tres necesitaban utilizar. Oleg dejó que su esposa y su hija entraran primero.

Aunque para los criterios occidentales la habitación estaba en bastante mal estado, desde un punto de vista soviético era casi palaciega. Zaitzev se sentó en una silla situada al lado de la ventana e inspeccionó las calles por si veía a algún oficial de la CIA. Reconoció que eso era una tontería, pero no pudo resistir la tentación.

Los hombres a los que buscaba no eran norteamericanos; se trataba de Tom Trent y Chris Morton, que trabajaban para Andy Hudson. Ambos tenían el pelo oscuro y aquel día no se habían lavado, para hacerse pasar por obreros húngaros. Trent estaba de vigilancia en la estación y los había visto entrar, mientras Morton observaba el hotel. Con las fotografías facilitadas por el fotógrafo del Times en Moscú, la identificación de la familia Zaitzev fue muy sencilla. Como comprobación de último momento, Morton, que hablaba un ruso impecable, se acercó al mostrador de recepción y verificó el número de habitación de su viejo amigo, a cambio de un billete de veinte florines y un guiño. A continuación dio una vuelta hasta el bar, mientras inspeccionaba la planta baja del hotel para referencia futura. En su camino de regreso a la embajada en el metro comentaron que hasta el momento todo salía a pedir de boca. El tren había llegado tarde, pero su información sobre el hotel había sido excepcionalmente correcta.

Andy Hudson era un hombre de apariencia y altura normales, salvo por su pelo rubio rojizo que lo señalaba como extranjero, en una tierra donde todo el mundo tenía un aspecto muy similar. Ciertamente en el aeropuerto todos se parecían mucho, pensó Ryan.

—¿Podemos hablar? —preguntó Ryan cuando se alejaban del aeropuerto.

—Sí, el coche está limpio.

Al igual que todos los vehículos de esa clase, lo barrían regularmente y lo aparcaban en lugar seguro.

—¿Está completamente seguro?

—La oposición no rompe las reglas de conducta diplomáticas. Es extraño, pero cierto. Además, el coche tiene una alarma muy sofisticada. En realidad, ni yo creo que pudiera amañarlo. En cualquier caso, bien venido a Budapest, sir John.

Pronunció el nombre de la ciudad como Biudapecht, contrariamente a lo que Ryan creía la pronunciación correcta.

—¿Entonces sabe quién soy?

—Sí, estuve en Londres el pasado mes de marzo. Estaba en la ciudad cuando se hizo el héroe; menuda tontería, ya estaría muerto de no haber sido por ese estúpido irlandés.

—Me he dicho eso a mí mismo muchas veces, señor Hud…

—Andy —sugirió inmediatamente Hudson.

—Estupendo. Llámame Jack.

—¿Has tenido un buen viaje?

—Cualquier viaje en avión del que sales andando es bueno, Andy. Pero háblame acerca de la misión y cómo la vas a desarrollar.

—Es pura rutina. Estamos vigilando a Rabbit y a su familia, los mantendremos bajo vigilancia intermitente y, cuando sea el momento apropiado, los sacaremos rápidamente de la ciudad y los pasaremos a Yugoslavia.

—¿Cómo?

—En coche o en camión, aún no lo he decidido —contestó Hudson—. El único problema posible es Hungría. A los yugoslavos les importa un carajo la gente que cruza su frontera, tienen un millón de ciudadanos trabajando en el extranjero en diferentes capacidades y nuestras relaciones con los guardias de la frontera son muy cordiales —agregó.

—¿Sobornos?

Hudson asintió mientras giraba alrededor de un pequeño parque.

—Es un buen sistema para ellos, que les permite vestir a su familia con artículos de moda. Conozco a gente que entra drogas duras; por supuesto, a ésos no los uso. La gente de aquí finge que le preocupan las drogas, pero algunos guardias fronterizos están más abiertos a la negociación que otros; ¡joder!, probablemente todos, o casi todos. Te sorprendería lo que puedes conseguir con algo de divisa o con un par de zapatillas deportivas Reebok. Aquí el mercado negro es muy activo, y dado que a menudo aporta divisas al país, los líderes políticos hacen la vista gorda mientras no se les vaya de la mano.

—¿Entonces cómo cascaron a la delegación de la CIA?

—Maldita mala suerte —siguió explicando Hudson durante uno o dos minutos—. Es como ser atropellado por un camión en una carretera solitaria.

—Maldita sea, ¿realmente suceden ese tipo de cosas?

—No muy a menudo, es algo parecido a que te toque la lotería.

—Tienes que jugar a ganar —murmuró Ryan.

Ese era el lema de la lotería estatal de Maryland, que era un sistema más de recaudar impuestos para aquellos que eran tan tontos como para participar, con la única diferencia de que era un poco más cínico que los demás.

—Sí, es cierto. Es un riesgo al que nos exponemos todos.

—¿Y cómo afecta eso al hecho de sacar a Rabbit y a su familia?

—Una posibilidad entre diez mil.

Para Ryan esto sonaba como una apuesta, pero había otro problema del que preocuparse.

—¿Te han dicho que su esposa y su hija no saben lo largas que van a ser sus vacaciones?

—Bromeas —dijo Hudson, volviendo la cabeza.

—No. Eso es lo que él le dijo a nuestra gente en Moscú. ¿Nos traerá complicaciones?

—Sólo si ella es ruidosa. Supongo que podremos controlarlo, si es necesario —respondió, con las manos al volante.

Pero en su rostro se veía claramente que era algo de lo que preocuparse.

—Dicen que las mujeres europeas son menos autoritarias que las norteamericanas.

—Y es cierto —corroboró Hudson—. Especialmente, las rusas, creo. Bien, ya lo veremos.

Otro giro hacia Harm Utca y llegaron a la embajada británica. Hudson aparcó y salió del coche.

—Ese edificio de allí es el Budapesti Rendórfókápitanság, la jefatura central de la policía. Es bueno estar en un lugar seguro, no suponen ningún peligro para nosotros. La policía local no está muy bien vista. El idioma local es jodidamente imposible. Los filólogos lo llaman indoaltaico. Es originario de algún lugar de Mongolia, por increíble que parezca. No guarda relación con ningún lenguaje que hayas oído. Aquí hay poca gente que hable inglés, pero algunos hablan alemán, porque Austria es el país vecino del norte. No tienes de qué preocuparte; siempre habrá uno de nosotros contigo. Mañana por la mañana te llevaré a dar una vuelta. No sé a ti, pero a mí siempre me cansa mucho viajar.

—Y a mí —respondió inmediatamente Ryan—. Yo lo llamo shock del viaje.

—Entonces, vamos a instalarte en las dependencias de arriba. La cantina de la embajada está bastante bien y tus habitaciones son cómodas, aunque sin lujos. Déjame coger tu maleta.

No podías criticar la hospitalidad, pensó Jack diez minutos más tarde. Una cama, baño privado, un televisor y un vídeo, con más o menos una docena de cintas. Se decidió por Mar cruel, con Jack Hawkins, y la vio hasta el final. Luego se quedó dormido.