Para Svetlana aquello era como una aventura, aunque realmente lo era para todos ellos, ya que nadie de la familia Zaitzev había cogido nunca un tren de largo recorrido. La zona de vías a la salida de la estación era como en cualquier otro lugar: kilómetros de raíles paralelos convergiendo y divergiendo, llenos de vagones de carga en forma de caja o de plataforma que transportaban quién sabe qué a quién sabe dónde. La aspereza de las vías daba la sensación de que aumentaba la velocidad. Oleg e Irina encendieron unos cigarrillos y miraron con interés superficial a través de las grandes y mugrientas ventanas. Los asientos no estaban mal y Oleg había visto que las camas se desplegaban hacia abajo por encima de sus cabezas.
De hecho, tenían dos compartimentos con una puerta que los conectaba. Los paneles eran de madera de abedul, y cada compartimento tenía su propio cuarto de baño, por lo que zaitchik, por primera vez en su vida, podía disponer de uno para ella sola, algo que aún tenía que apreciar.
Cuando hacía cinco minutos que habían salido de la estación, pasó el revisor para comprobar los billetes, que Zaitzev le entregó.
—¿Pertenece usted a los servicios de seguridad del estado? —preguntó el revisor cortésmente.
O sea, que la oficina de viajes del KGB había llamado interesándose por él, pensó Zaitzev. Aquella gallina de escritorio probablemente tenía mucho interés en que le trajera las medias para su esposa.
—No estoy autorizado para hablar de ello, camarada —contestó Oleg Ivan'ch con una dura mirada, asegurándose de que el ferroviario apreciaba su importancia.
Ésa era una manera de asegurarse un buen servicio. Ser un oficial del KGB no era tan bueno como ser miembro del Politburó, pero sí mejor que ser el encargado de una fábrica. No es que le tuvieran pavor al KGB, pero no querían llamar la atención para que no cayera sobre ellos la mirada adversa del organismo.
—Sí, desde luego, camarada. Si necesita cualquier cosa, por favor, llámeme. La cena se sirve a las 18.00 horas y el vagón restaurante es el siguiente de delante —dijo, indicando el camino.
—¿Cómo es la comida? —decidió preguntar Irina.
Con toda seguridad, ser la esposa de un oficial del KGB tenía sus ventajas…
—No está mal, camarada —respondió el revisor cortésmente—. Yo también como allí —añadió, lo cual era significativo, pensaron Oleg e Irina.
—Gracias, camarada.
—Disfruten de su viaje con nosotros —dijo, y siguió su camino.
Ambos, Oleg e Irina, sacaron unos libros. Svetlana presionaba su nariz contra la ventana para contemplar cómo el mundo se desplazaba ante sus ojos, y así comenzó el viaje, cuyo destino final sólo conocía uno de ellos. El paisaje de Rusia occidental consiste básicamente en una serie de llanuras ondulantes y horizontes lejanos, no muy distinto del de Kansas o el del este de Colorado. Era aburrido para todos menos para su zaichik, a quien todo le resultaba nuevo y excitante, especialmente el ganado que pacía en las praderas. Las vacas —pensó ella— estaban muy tranquilas.
En Moscú, Nigel Haydock y Paul Matthews agradecieron al funcionario del Ministerio de Transporte su espléndida ayuda y se marcharon hacia la embajada británica. La embajada disponía de un laboratorio fotográfico, al que se dirigió el fotógrafo mientras Matthews seguía a Nigel hasta su despacho.
—Entonces, Paul, ¿hay alguna historia útil en eso?
—Supongo que debe de haberla. Pero ¿es importante que la haya?
—Bueno, para mí ya tiene valor que los soviéticos crean que la gloria de su país sea el centro de atención —explicó Haydock con una risita.
—Supongo que puedo provocar algo. Dios sabe que los ferrocarriles británicos necesitan un empujón. Quizá esto anime al tesoro público para que les aumente el presupuesto —dijo Matthews, que sospechaba que su interlocutor era un espía.
—No es mala idea —reconoció Nigel.
Estaba claro que su invitado tenía sus sospechas, pero decidió no decir nada. Quizá lo haría más adelante, cuando regresara a un escritorio en Century House y se encontraran en algún bar de Fleet Street.
—¿Quieres ver nuestras fotos?
—¿Te importa?
—En absoluto. Como bien sabes, la mayoría las tiramos.
—Estupendo —respondió Haydock antes de abrir el armario que se encontraba detrás de su escritorio—. ¿Te apetece algo para beber, Paul?
—Gracias, Nigel. Sí, un jerez estaría bien.
Después de dos copas de jerez entró el fotógrafo con una carpeta llena de fotografías. Haydock la cogió y comenzó a mirarlas.
—Haces un trabajo excelente. ¿Sabes?, cuando yo uso mi cámara Nikon, casi nunca me salen bien la fotos, por la luz… —explicó.
Había una buena foto de la familia Rabbit y, lo más importante, la señora Rabbit. Había tres, a cuál mejor. Las metió en su cajón y devolvió la carpeta. Matthews siguió su ejemplo.
—Bien, tengo que regresar a mi oficina y escribir la historia. Gracias por la pista, Nigel.
—Ha sido un placer, Paul. ¿Conoces la salida?
—Perfectamente, amigo.
Matthews y su fotógrafo desaparecieron por el pasillo. Haydock volvió a centrar su atención en las fotos. La señora Rabbit era típicamente rusa; con aquella cara eslava redonda, podría tener un millón de hermanas idénticas en toda la Unión Soviética. Debería perder algunos kilos y maquillarse en Occidente… si llegaban allí, pensó. Medía más o menos un metro sesenta y dos; pesaba unos sesenta y tres kilos, no estaba mal. La niña era una monada, con sus vivos ojos azules y su expresión feliz; era demasiado joven para esconder sus sentimientos tras una máscara inexpresiva, como allí hacían la mayoría de los adultos. No, los niños eran iguales en todas partes, con su inocencia y su curiosidad insaciable. Pero lo más importante era que ahora tenían fotos de gran calidad de toda la familia Rabbit.
El mensajero estaba en la planta superior, cerca del despacho del embajador, sir John Kenny. Haydock le pasó un sobre amarillo sellado con un broche metálico, cola y cera por encima de la solapa. Iba dirigido al Ministerio de Asuntos Exteriores, de donde pasaría directamente a Century House a través del Támesis desde Whitehall. El maletín del mensajero era de piel cara con el escudo de armas de la casa real de Windsor, grabado y repujado en ambos lados. También había un par de esposas para asegurarlo a su muñeca, a pesar de las severas reglas de la convención de Viena. El mensajero real tenía un coche esperando para llevarlo al aeropuerto internacional Sheremetyevo, donde cogería el vuelo de regreso a Heathrow del 737 de British Airways. Las fotos estarían en manos de sir Basil antes de que se fuera a casa por la noche, y seguro que algunos expertos de Century House se quedarían hasta tarde aquella noche para repasarlas. Esa sería la última comprobación oficial para ver si Rabbit era auténtico. Compararían su cara con las que tenían de oficiales de seguridad y de campo del KGB, y si se habían burlado de ellos, Ed y Mary Foley lo pasarían mal. Pero Haydock confiaba en que eso no sucediera. Estaba de acuerdo con sus homólogos de la CIA: ése parecía real. Pero también lo parecía la buena gente del Segundo Directorio. Su última parada fue en Comunicaciones para mandar un mensaje urgente a la jefatura central de los servicios secretos de Inteligencia, notificándoles que había salido un importante mensaje sobre la operación Beatrix vía mensajero. Eso abriría los ojos de todos de par en par y un hombre del servicio secreto de Inteligencia estaría esperando ese sobre en particular en la oficina del correo, en Whitehall. A pesar de lo lenta que podía ir la burocracia gubernamental, Haydock pensó que, cuando había que hacer algo importante, normalmente se hacía con rapidez, al menos en el servicio secreto de Inteligencia.
El vuelo tardó dos horas y veinte minutos en llegar a la terminal tres de Heathrow, con un poco de retraso debido a los vientos en contra. Allí, un representante del Ministerio de Asuntos Exteriores llevó rápidamente al mensajero a Londres en un Jaguar negro, y el mensajero real hizo su entrega antes de dirigirse a su oficina. Incluso con antelación a su llegada, un oficial del servicio secreto de Inteligencia había llevado el paquete a Westminster Bridge a través del Támesis.
—¿Lo tiene? —preguntó sir Basil.
—Aquí está, señor.
El mensajero le pasó el sobre. Charleston comprobó los cierres y, satisfecho al ver que no había sido manipulado, lo abrió con su abrecartas. Entonces, por primera vez vio el aspecto de Rabbit. Tres minutos más tarde entró Alan Kingshot y Charleston le pasó las fotografías.
—Correcto, Alan —confirmó sir Basil.
—Tiene un aspecto muy normal, y su esposa también. La niña es bastante mona —pensó el espía veterano en voz alta—. Están camino de Budapest, ¿verdad?
—Hace cinco horas y media que salieron de la estación Kiev.
—Nigel ha trabajado de prisa —dijo Kingshot mientras examinaba más detenidamente las fotos y se preguntaba qué información albergaría el cerebro de aquel hombre y si alguna vez la usarían—. Así que Beatrix sigue adelante… ¿Tenemos los cadáveres?
—El hombre de York se le parece bastante. Aunque creo que tendremos que quemarle la cara —observó Charleston, disgustado.
—No me sorprende, señor —declaró Kingshot—. ¿Qué hay de los otros dos?
—Tenemos dos candidatos de Norteamérica. Una madre y una hija que murieron en el incendio de una casa en Boston, según tengo entendido. El FBI está trabajando en ello tal como hablamos. Tenemos que hacerles llegar la foto lo antes posible para asegurarnos de que los cuerpos encajen.
—Ahora me ocuparé de ello si le parece, señor.
—Sí, Alan, hágalo, por favor.
Abajo tenían una máquina bastante nueva para enviar fotos en color, parecida a las que usaban los periódicos y que era de muy fácil manejo, según le dijo el operador a Kingshot. Sólo introdujo un instante la foto para pasarla. La transmisión a una máquina Xerox idéntica en Langley tardó menos de dos minutos. Luego Kingshot devolvió la foto al despacho de Charleston.
—Ya está hecho, señor —dijo, y sir Basil le indicó con la mano que tomara asiento.
Charleston consultó su reloj de pulsera para darles un margen de cinco minutos, ya que el edificio de la jefatura central de la CIA era muy grande y el equipo de Comunicaciones se encontraba en el sótano. Entonces llamó a la línea privada del juez Moore.
—Buenas tardes, Basil —dijo la voz de Moore a través del circuito digitalizado.
—Hola, Arthur. ¿Tienes la fotografía?
—Acabo de recibirla. Parece una bonita familia —observó el director de la CIA—. ¿Las fotos son de la estación del ferrocarril?
—Sí, Arthur, ya están en camino. Llegarán a Budapest dentro de unas veinte, no, diecinueve horas.
—De acuerdo, ¿estáis listos ahí?
—Pronto lo estaremos. No obstante, está el asunto de esa gente desafortunada de Boston. Tenemos el cadáver del hombre que, a primera vista, parece que encajará bien con nuestro propósito.
—De acuerdo, haré que el FBI acelere las cosas aquí —respondió Moore.
Tenía que hacer llegar esa fotografía al edificio Hoover cuanto antes. Quizá también compartiría ese truculento asunto con Emil, pensó.
—Muy bien, Arthur. Te mantendré al corriente.
—Estupendo, Bas. Hasta pronto.
—Excelente —dijo Charleston antes de colgar el teléfono y mirar a Kingshot—. Dile a nuestra gente que prepare el cadáver para transportarlo a Budapest.
—¿De cuánto tiempo disponemos, señor?
—Tres días estará bien —pensó en voz alta sir Basil.
—De acuerdo —asintió Kingshot, y abandonó el despacho.
Después de meditarlo un momento, Charleston decidió que era hora de avisar a otro norteamericano y pulsó otro botón de su teléfono. Eso sólo le llevó un minuto y medio.
—Sí, señor —dijo Ryan al entrar en su despacho.
—Su viaje a Budapest será dentro de tres días, quizá cuatro, pero lo más probable es que sean tres.
—¿Desde dónde partiré?
—Hay un vuelo matinal de British Airways desde Heathrow. Puede ir desde aquí o coger un taxi desde la estación Victoria. En el vuelo lo acompañará uno de los nuestros, y en Budapest se encontrará con Andy Hudson, nuestro jefe de delegación. Un buen hombre. Su delegación es pequeña pero buena.
—Sí, señor —dijo Ryan sin saber qué más decir ante la perspectiva de su primera misión como espía de campo, cuando de pronto se le ocurrió una pregunta—: ¿Qué va a ocurrir exactamente?
—No estoy seguro aún, pero Andy tiene buenos contactos con los contrabandistas locales. Supongo que organizará el cruce de la frontera de Yugoslavia y, desde allí, a casa en vuelo comercial.
—De acuerdo, espero que funcione.
Fantástico, más malditos aviones —pensó Ryan—. ¿No podríamos coger el tren? Pero se suponía que a los ex marines no les daban miedo.
—Puede hablar discretamente con Rabbit —advirtió Charleston—. Y después se le permitirá estar presente en nuestra toma de información inicial en Somerset. Y finalmente, espero que forme parte de la escolta para llevarlo a Estados Unidos, probablemente en un avión de transporte de las fuerzas aéreas estadounidenses desde la base de la RAF en Benwaters.
Cada vez mejor, pensó Jack. Su odio a volar era algo que tendría que vencer y su inteligencia le decía que, tarde o temprano, eso sucedería. El problema era que aún no lo había superado. Bueno, por lo menos no volaría a cualquier lugar en un CH-46, con unas transmisiones deficientes. Iría directamente a su destino.
—¿Cuánto tiempo estaré fuera de casa?
Y durmiendo lejos de mi esposa, pensó Ryan.
—Cuatro días, como mucho siete. Depende de cómo vayan las cosas en Budapest —respondió Charleston—. Eso es difícil de predecir.
Ninguno de ellos había corrido anteriormente a cien kilómetros por hora. Para su muchachita, la aventura cada vez iba a mejor. La cena fue aceptable. Constaba de ternera, que era lo habitual en la Unión Soviética y, por tanto, no podía desagradarles, acompañada de patatas y verdura y, por supuesto, una garrafa de vodka, de una de las mejores marcas, para alegrar el viaje. Ahora se dirigían hacia poniente por un territorio exclusivamente ganadero. Irina se inclinó sobre la mesa para cortar la carne para su zaichik y la observó mientras cenaba, como la muchacha mayor que decía ser, junto con un vaso de leche fría.
—¿Estás nerviosa por el viaje, cariño? —le preguntó Oleg a su esposa.
—Sí, especialmente por las compras.
En parte, Oleg Ivan'ch estaba tranquilo, a decir verdad, más que desde hacía varias semanas. Su traición, como lo interpretaba parte de su conciencia, ya estaba en marcha. ¿Cuántos de sus compatriotas o, en realidad, cuántos de sus compañeros de trabajo en el Centro aprovecharían la oportunidad si tuvieran el valor de hacerlo?, se preguntaba. Quién sabe. Vivía en un país y trabajaba en una oficina donde todos escondían sus pensamientos íntimos. Y en el KGB, incluso la costumbre rusa de consagrar estrechas amistades, confiándole a otro información que podría llevarlo a uno a la cárcel, con el convencimiento de que un amigo verdadero nunca te denunciaría, no existía; un oficial del KGB no hacía esas cosas. El KGB se basaba en un equilibrio dicotómico entre la lealtad y la traición. La lealtad al Estado y a sus principios, y la traición a cualquiera que los violara. Pero como ya no creía en esos principios, se había volcado en la traición para salvar su alma.
Y ahora la traición estaba en marcha. Si el Segundo Directorio tuviera conocimiento de sus planes, estarían locos por encontrarlo en este tren. Podría abandonarlo en cualquier parada intermedia, o simplemente saltar del tren cuando aminorara la marcha al acercarse a algún punto preestablecido y escapar a manos occidentales que estuvieran aguardándolo en algún lugar. No, estaba a salvo, al menos mientras estuviera en este tren. Por tanto, de momento podía estar tranquilo, viendo pasar los días y esperar a ver qué ocurría. Se repetía incesantemente que hacía lo correcto y eso le producía una sensación de seguridad personal, aunque ilusoria. Si existiera un dios, ciertamente protegería a un hombre que huía de la maldad.
En casa de Ryan volvían a cenar espaguetis. Cathy tenía una receta de su madre —que no tenía ni una gota de sangre italiana en las venas— para una salsa particularmente buena, que a su esposo le encantaba, especialmente con un pan italiano que Cathy compraba en una panadería del centro de Chatham. Como no tenía intervenciones quirúrgicas programadas para el día siguiente, tomaban vino con la cena. Ahora era el momento apropiado para decírselo.
—Cariño, tengo que salir de viaje unos cuantos días.
—¿Para eso de la OTAN?
—Me temo que sí, cariño. Parece que serán unos tres o cuatro días, quizá un poco más.
—¿De qué se trata, puedes contarlo?
—No, no estoy autorizado.
—¿Asunto de duendes?
—Sí —era lo único que sí estaba autorizado a responder.
—¿Qué es un duende? —preguntó Sally.
—Lo que hace papá —respondió Cathy sin reflexionar—. ¿Cómo en el magodoz? —insistió Sally.
—¿Cómo dices? —preguntó su padre.
—¿No te acuerdas de que el León Cobarde dice que cree en los duendes? —señaló Sally.
—Ah, te refieres al Mago de Oz.
Hasta ahora seguía siendo su película favorita.
—Eso es lo que había dicho, papá.
¿Cómo podía ser tan estúpido su padre?
—Bueno, no, papá no es uno de ésos —dijo Jack a su hija—. Entonces, ¿por qué lo ha dicho mamá? —insistió Sally. Al instante, Jack pensó que la niña sería una buena agente del FBI.
—Sally, mamá sólo bromeaba —aclaró Cathy.
—¡Ah! —exclamó Sally, concentrándose de nuevo en sus espaguetis.
Jack miró a su mujer. No podían hablar jamás de su trabajo delante de su hija. Los niños no guardaban nunca un secreto durante más de cinco minutos. Había aprendido que nunca debías decir algo a un niño que no pudieras publicar en la primera página del Washington Post. En Grizedale Close, todo el mundo sabía que John Patrick Ryan trabajaba en la embajada de Estados Unidos y que tenía la suerte de estar casado con una cirujana. No precisaban saber que era agente de la CIA. Tendrían demasiada curiosidad y harían demasiadas bromas al respecto.
—¿Tres o cuatro días? —preguntó Cathy.
—Eso es lo que me han dicho. Quizá un poco más, pero creo que no mucho.
—¿Es importante?
Sally había heredado la naturaleza inquisitiva de su madre, pensó Jack… y quizá un poco de él mismo.
—Sí, tan importante que me obligan a coger un avión. Eso realmente funcionó. Cathy sabía cuánto odiaba volar su esposo.
—Bueno, tienes tu receta de Valium. ¿Quieres también un betabloqueador?
—No, gracias, cariño, esta vez no.
—Si te mareas, será fácil de entender.
No hizo falta que añadiera «y más fácil de tratar».
—Cariño, ¿no estabas tú allí cuando me partí la espalda? Tengo malos recuerdos de los vuelos. Quizá, cuando volvamos a casa, podamos viajar en barco —añadió con un deje de esperanza en la voz. Pero no, no funcionaría así. En el mundo real nunca lo hacía.
—Volar es divertido —protestó Sally.
Definitivamente lo había heredado de su madre.
El cansancio al viajar es algo inevitable, por lo que la familia Zaitzev tuvo una grata sorpresa cuando regresaron a sus compartimentos y se encontraron las camas abiertas. Irina le puso a su hija un pequeño camisón amarillo, con flores en lo que era el corpiño. Dio a sus padres el beso de buenas noches de costumbre, trepó a su cama ella sola —insistió en hacerlo— y se metió entre las sábanas. En vez de dormirse, apoyó su cabeza en la almohada y se quedó mirando por la ventana el oscuro paisaje. Sólo se veían algunas luces de los edificios de las granjas colectivas, pero hasta eso fascinaba a la muchachita.
Sus padres dejaron un poco abierta la puerta intermedia, por si tenía alguna pesadilla o necesitaba su ayuda y darle así un abrazo tranquilizador. Antes de acostarse, Svetlana ya había mirado debajo de la cama por si había algún lugar donde pudiera esconderse un gran oso negro, y se quedó tranquila al comprobar que no había ninguno. Oleg e Irina cogieron sus libros y se fueron durmiendo gradualmente con el balanceo del tren.
—Beatrix está en marcha —le comunicó Moore al almirante Greer—. Rabbit y su familia están en el tren, probablemente cruzando los Urales en este mismo momento.
—Odio esta espera —observó el subdirector de Inteligencia.
Para él era más fácil admitirlo. Nunca había participado en ninguna misión de campo. No, siempre había trabajado en un despacho, examinando información importante. Eran ocasiones como ésa las que le recordaban el placer de estar en el barco de guerra, en su caso principalmente submarinos, donde uno podía percibir el viento y las olas, sentir la brisa en la cara y, sólo por decir algo, cambiar el rumbo y la velocidad de su barco, en lugar de abandonar su suerte al océano y a un enemigo lejano. Uno tenía la impresión de ser el dueño de su propio destino.
—La paciencia es la virtud más difícil de adquirir, James, y cuanto más arriba estás, más necesitas a esta hija de puta. Para mí, esto es como sentarse en el tribunal a esperar que los abogados lleguen a sus malditas conclusiones. Puede durar una eternidad, especialmente cuando sabes lo que dirán esos charlatanes —admitió Moore.
También había pasado por allí y había hecho lo mismo. Pero gran parte de aquel trabajo también era la espera. Nadie podía controlar esa suerte, como se aprendía más tarde en la vida. Uno trataba de avanzar procurando cometer el menor número de errores posible.
—¿Has hablado de esto con el presidente?
—No hay razón para preocuparlo en demasía. Si cree que ese tipo tiene información que él desconoce, joder, ¿por qué decepcionarlo? Ya lo hacemos a menudo nosotros.
—Arthur, nunca disponemos de suficiente información, y cuanta más obtenemos, más apreciamos la que necesitamos y no tenemos.
—James, amigo mío, tampoco ninguno de nosotros ha sido educado para ser filósofo.
—Eso viene con las canas, Arthur.
En ese momento entró Mike Bostock.
—Un par de días más y Beatrix entrará en los anales de la historia —anunció con una sonrisa.
—Mike, ¿dónde coño aprendiste a creer en Papá Noel? —preguntó el director de la CIA.
—Juez, es así: tenemos a un hombre que está desertando en este mismo momento. Disponemos de un buen equipo para sacarlo de la tierra roja. Uno debe confiar en que sus tropas harán el trabajo que se les ha encomendado.
—Pero no todas las tropas son nuestras —señaló Greer.
—Basil está dirigiendo una buena operación, almirante; lo sabes.
—Cierto —admitió Greer.
—¿Entonces sólo esperas a ver lo que hay bajo el árbol de Navidad, Mike? —preguntó Moore.
—He mandado mi carta a Papá Noel y él siempre reparte. Todo el mundo lo sabe. ¿Qué vamos a hacer con él cuando llegue?
—Llevarlo a La Granja, a las afueras de Winchester, supongo —pensó Moore en voz alta—. Debemos darle un lugar bonito para que se relaje y dejar que haga excursiones por los alrededores.
—¿Qué estipendio se le dará? —preguntó Greer.
—Depende —respondió Moore, que era quien controlaba los fondos reservados de la CIA—. Si su información es buena… al menos un millón, imagino. Y un bonito lugar para trabajar, cuando se lo hayamos sonsacado todo.
—Me pregunto dónde —dijo Bostock.
—Eso dejaremos que lo decida él.
Era un proceso simple y complejo a la vez. La familia Rabbit tendría que aprender inglés, adquirir nuevas identidades… Necesitarían nuevos nombres al llegar, y probablemente simularían ser inmigrantes noruegos para justificar su acento. La CIA tenía autorización para admitir anualmente un total de cien nuevos ciudadanos a través del servicio de nacionalización e inmigración y nunca lo usaban por completo. La familia Rabbit también necesitaría un juego de números de la Seguridad Social, permisos de conducir, probablemente también tendrían que tomar lecciones conducir, quizá los dos —la esposa con toda seguridad—, de la Commonwealth of Virginia. (La CIA tenía una relación cordial con el gobierno del estado. Richmond nunca preguntaba demasiado).
Luego estaba la ayuda psicológica para gente que había abandonado todo lo que siempre había conocido y que tenía que aprender la manera de vivir en un país muy diferente del suyo. La organización pagaba para ello a un profesor de psicología de la Universidad de Columbia. A continuación llamarían a antiguos desertores para que los llevaran de la mano durante la transición. Nada de eso era fácil para los nuevos inmigrantes. Para los rusos, Norteamérica era como una tienda de juguetes para un niño que nunca había visto una, era abrumador en todos los sentidos, con prácticamente ningún punto en común de referencia, casi como otro planeta diferente. Tenían que ponérselo lo más fácil posible a los desertores. En primer lugar, como recompensa por la información, y en segundo lugar, para asegurarse de que no quisieran regresar a su país, que aunque podría suponer la muerte, al menos para el esposo, ya había ocurrido con anterioridad; así de fuerte era la llamada del hogar para un hombre.
—Si le gusta el clima frío, envíalo a Saint Paul de Minneapolis —sugirió Greer—. Pero caballeros, nos estamos precipitando.
—James, tú siempre eres la voz de la sensatez —observó con una sonrisa el director de la CIA.
—Alguien debe serlo. Los huevos aún no se han incubado, señores. Cuando lo hagan, contaremos los polluelos.
—¿Y si no sabe nada? —pensó Moore—. ¿Y si solamente quiere un billete de salida?
—¡Maldito trabajo!, concluyó el director de la CIA.
—Bien, Basil nos mantendrá informados y además tenemos a Ryan, nuestro muchacho, velando por nuestros intereses.
—Eso es una gran noticia, juez. Basil se estará riendo de ello mientras toma una cerveza.
—Es un buen muchacho, Mike. No lo subestimes. Los que lo hicieron están ahora en la penitenciaría estatal de Maryland, esperando los procesos de apelación —dijo Greer en defensa de su protegido.
—Bueno, sí, había sido marine —concedió Bostock—. ¿Qué le digo a Bob cuando llame?
—Nada —respondió al instante el director de la CIA—. Hasta que averigüemos de Rabbit qué parte de nuestras comunicaciones están comprometidas, debemos ir con cuidado con lo que transmitimos. ¿Está claro?
—Sí, señor —respondió Bostock asintiendo con la cabeza como un alumno de primero.
—He ordenado a S y T que revisen las líneas telefónicas. Dicen que están limpias. Chip Bennett todavía está hecho un buen lío y girando en círculos en Fort Meade.
No era necesario que Moore dijera que esa suposición de Rabbit era la revelación más terrorífica para Washington desde Pearl Harbor. Pero quizá pudieran devolverles la pelota a los rusos. En Langley, como en cualquier otra parte, no se perdía la esperanza. Era improbable que los rusos supieran algo que el Directorio de Ciencia y Tecnología no conociera; pero para ver las cartas tenías que pagar.
Ryan preparaba su equipaje en silencio. Cathy lo hacía mejor, pero no sabía qué necesitaría. ¿Qué tenía que poner un agente secreto en su maleta? Un traje de negocios. ¿Sus útiles de marine? (Aún los guardaba, incluida la barra de grasa para el cuello.) ¿Unos bonitos zapatos de piel? ¿Zapatillas? Pensó que eso era apropiado. Finalmente se decidió por un traje moderado y dos pares de zapatos para andar, uno medio formal y otro informal. Y todo debía caber en una bolsa, una pequeña bolsa deportiva. Al ser de lona, era fácil de llevar y bastante anónima. Dejó su pasaporte en el cajón del escritorio. Sir Basil le daría uno nuevo británico, otro pasaporte diplomático, de los de «jódete». Probablemente con un nuevo nombre. Maldita sea —pensó Jack—, otro nombre para acordarse y responder al mismo. Estaba acostumbrado a tener uno solo.
Una cosa agradable acerca de Merrill Lynch: uno siempre sabía quién coño era. Seguro —siguió pensando Jack—, deja que todo el maldito mundo sepa que eras un esbirro de Joe Muller. No en esta vida. Cualquier imbécil dogmático podía hacer dinero, y su suegro era uno de ellos.
—¿Has terminado? —preguntó Cathy a su espalda.
—Casi, cariño —respondió Jack.
—No será peligroso lo que estás haciendo, ¿verdad?
—Confío en que no lo sea.
Pero Jack no sabía mentir y su incertidumbre era suficientemente expresiva.
—¿Dónde vas?
—Ya te lo dije, ¿recuerdas?, a Alemania.
Maldita sea. Me ha pillado otra vez.
—¿Algo sobre la OTAN?
—Eso es lo que me han dicho.
—¿Qué haces en Londres, Jack? Century House es del servicio de Inteligencia y…
—Cathy, ya te lo he explicado otras veces. Soy un analista. Examino informaciones de diferentes fuentes, trato de averiguar qué significan y escribo informes para que los lean ciertas personas. No es tan diferente de lo que hacía en Merrill Lynch. Mi trabajo consiste en examinar información y entender lo que significa realmente. Creen que soy bueno en esto.
—¿Pero nada de pistolas? —dijo Cathy entre pregunta y observación.
Jack suponía que se debía a su trabajo en la sala de urgencias del Hopkins. En general, a los médicos no les interesaban mucho las armas de fuego, salvo a los aficionados a cazar pájaros en otoño. A Cathy no le gustaba la escopeta Remington descargada que guardaba en su armario, pero aún le gustaba menos la Browning Hi-Power cargada que tenía escondida en la repisa del armario.
—No, cariño, ninguna arma en absoluto. No soy de esa clase de espías.
—De acuerdo. Pero procura regresar cuanto antes —concedió a medias.
No estaba completamente convencida, pero sabía que no podía insistir, al igual que ella tampoco podía hablar con él de sus pacientes. Era frustrante.
—Cariño, ya sabes que detesto estar lejos de ti. No puedo siquiera dormir si no estás a mi lado.
—Entonces, llévame contigo.
—¿Y así podrás ir de compras en Alemania? ¿Para qué? ¿Faldas con peto para Sally?
—Bueno, a ella le gustan las películas de Heidi.
Era una débil oferta.
—Buen intento, cariño. Me gustaría que pudieras acompañarme, pero es imposible.
—Maldita sea —observó la señora Ryan.
—Vivimos en un mundo imperfecto, cariño.
Ella precisamente odiaba ese aforismo suyo y su respuesta fue un gruñido gramaticalmente incorrecto. Pero, en realidad, no podía darle ninguna respuesta.
Unos minutos más tarde, en la cama, Jack se preguntaba en qué coño consistiría su misión. La razón le decía que sería rutinaria en todo, excepto por el lugar. Salvo un pequeño detalle: Abe Lincoln había disfrutado de la obra en el teatro Ford. Estaría en suelo extranjero, no, en suelo hostil. De hecho, ya vivía en un lugar extranjero, y aunque los británicos eran muy corteses, sólo el hogar era el hogar. Pero él les gustaba a los británicos. En cambio, a los húngaros no les gustaría. Quizá no le dispararían, pero tampoco le darían la llave de la ciudad. ¿Y si se daban cuenta de que llevaba un pasaporte falso? ¿Qué decía al respecto la convención de Viena? No podía portarse como un pelele; después de todo, era un ex marine. Se suponía que no debía tener miedo. Sí, seguro. Lo único bueno que había ocurrido en su casa unos meses atrás era que había hecho una llamada antes de que los malos irrumpieran en la fiesta, evitando así mojarse los pantalones, cuando le pusieron una pistola en la cabeza. Lo había hecho, pero no por ello se sentía como un héroe. Había logrado sobrevivir, matar al individuo de la Uzi, pero lo único de lo que se sentía satisfecho era de no haber matado al hijo de puta de Sean Miller. Dejó que el estado de Maryland se encargara de él de forma rutinaria, a menos que el tribunal supremo volviera a interferir, y eso no parecía probable en este caso, con un montón de agentes muertos. Los tribunales no solían olvidar a los policías muertos.
¿Pero qué pasaría en Hungría? El sólo sería un observador, un oficial de la CIA con capacidad semioficial, que supervisaba la evacuación de un loco ruso que quería mudarse de su lugar en Moscú. Maldita sea, ¿por qué parece que este tipo de cosas siempre me ocurren a mí?, se preguntó Jack. Era como jugar a la lotería del diablo y que siempre saliera su número. ¿Terminaría eso alguna vez? Le pagaban para mirar al futuro y hacer sus predicciones, pero interiormente sabía que no podía hacerlo. Necesitaba que otros le contaran lo que estaba ocurriendo para poder compararlo con cosas que todos sabían que habían sucedido y combinar luego ambas cosas, con el descabellado propósito de adivinar lo que alguien pudiera hacer en el futuro. Y aunque efectivamente lo había hecho con éxito en el mundo financiero, nadie moría a causa de un puñado de acciones en la Bolsa. Pero ahora quizá se estuviera jugando la vida. Estupendo. ¡Joder, qué alegría! Fijó la mirada en el techo. ¿Por qué siempre eran blancos? ¿No sería mejor el color negro para dormir? Siempre veías techos blancos, incluso en habitaciones oscuras. ¿Había alguna razón para ello?
¿Había alguna razón por la que no podía dormir? ¿Por qué se estaba haciendo todas esas estúpidas preguntas sin respuesta? Sin embargo, eso se acababa, casi seguro que saldría bien. Basil no permitiría que le pasara nada; quedaría muy mal en Langley y los británicos no lo podrían soportar, sería demasiado embarazoso. El juez Moore no lo olvidaría y llegaría a ser parte de la memoria institucional de la CIA, con los perjuicios consiguientes durante por lo menos una década. No, el servicio secreto de Inteligencia no dejaría que le ocurriera nada.
Por otra parte, ellos no serían los únicos jugadores en el campo y, como en el béisbol, el problema era que ambos equipos jugaban para ganar y era preciso calcular muy bien para lanzar la pelota a ciento cincuenta kilómetros por hora hasta las gradas.
Pero no puedes quedar como un pelele, Jack, se recordó. Otros, cuyas opiniones valoraba, se avergonzarían de él, o peor aún, él sentiría vergüenza de sí mismo. Por tanto, le gustara o no, debía adaptarse y salir al campo, con la esperanza de que no se le cayera la maldita pelota.
O volver a Merrill Lynch. Pero no, prefería afrontar las bayonetas. Ryan se percató, considerablemente sorprendido, de que realmente lo prefería. ¿Lo convertía eso en valiente o en cabezota? He ahí la cuestión, se dijo. Y la única respuesta tenía que venir de otra persona, alguien que sólo pudiera ver un lado de la cuestión. Uno sólo podía ver la parte física, nunca el pensamiento que la acompañaba. Y eso no bastaba para formar un juicio, como lo hacían los periodistas y los historiadores, que trataban de dar forma a la realidad, como si comprendieran esas cosas a años o kilómetros de distancia. Sí, seguro.
En cualquier caso, su equipaje estaba preparado y, con suerte, la peor parte de su viaje sería el vuelo en el avión. Aunque lo odiaba, era predecible… a menos que se cayera una ala.
—¿De qué coño se trata? —preguntó John Tyler sin dirigirse a nadie en particular.
El télex que tenía en la mano sólo daba órdenes, pero no las razones que había tras ellas.
Los cuerpos habían sido trasladados al forense de la ciudad, con la solicitud de que no hicieran nada con ellos. Tyler se quedó pensativo por un momento y luego llamó al ayudante del fiscal, que solía trabajar con él.
—¿Qué has dicho que quieres? —preguntó Peter Mayfair con cierta incredulidad.
Se había licenciado con el número tres de su promoción hacía tres años en la Facultad de Derecho de Harvard, y ahora ascendía por el escalafón profesional de la fiscalía. La gente lo llamaba Max.
—Ya me has oído.
—¿Qué clase de asunto es ése?
—No lo sé. Sólo sé que viene directamente de la oficina de Emil. Parece cosa de los del otro lado del río, pero el télex no dice nada. ¿Cómo lo hacemos?
—¿Dónde están los cadáveres?
—Creo que en el depósito del forense. Hay una nota sobre ellos, madre e hija… que dice «no remitir». Por tanto, supongo que están en el congelador.
—¿Y los quieres tal cual?
—Congelados, supongo, pero tal cual.
Qué manera de expresarlo, pensó el agente especial asistente al mando.
—¿Hay algún pariente involucrado?
—Que yo sepa, la policía aún no ha localizado a ninguno.
—De acuerdo, esperemos que siga así. Si no hay familiares que lo impidan, los declararemos indigentes y haremos que el forense los entregue para custodia federal, como si se tratara de un borracho muerto en la calle. Sencillamente los meten en un ataúd barato y los entierran en Potter's Field. ¿Dónde vas a llevarlos?
—No lo sé, Max. Supongo que le mandaré un télex a Emil y él me lo dirá.
—¿Corre prisa? —preguntó Mayfair para saber las prioridades.
—Para la semana pasada, Max.
—De acuerdo, si quieres me acerco ahora mismo a la oficina del forense.
—Nos vemos allí, Max. Gracias.
—Me debes una cerveza y una cena en Legal Seafood —dijo el fiscal.
—Dalo por hecho.
Tendría que cumplir esa promesa.