Zaitzev llamó a la oficina de viajes a las tres y media de la tarde. Confiaba en que eso no demostrara un entusiasmo inusual, pero pensó que todo el mundo tenía interés en los preparativos de sus vacaciones.
—Camarada comandante, tiene plaza en el tren de pasado mañana. Sale de la estación Kiev a las 13.30 horas y llega a Budapest dos días después a las 14.00 horas exactamente. Usted y su familia tienen una reserva en el vagón 906, compartimentos A y B. También tienen reserva en el hotel Astoria de Budapest, habitación 307, para once días. El hotel está al otro lado de la calle, frente a la casa de la amistad y cultura soviética, que evidentemente es una sucursal del KGB, con una oficina de enlace, por si necesita alguna ayuda local.
—Estupendo. Muchas gracias por su ayuda —dijo Zaitzev antes de reflexionar unos instantes—. ¿Hay algo que le gustaría que comprara para usted en Budapest?
—Pues gracias, camarada —respondió el funcionario en un tono más animado—. Sí, quizá unas medias para mi esposa —agregó con gravedad.
—¿Qué talla?
—Mi esposa es una rusa de verdad —respondió, queriendo decir que por supuesto no era anoréxica.
—Muy bien. Ya encontraré algo, o mi esposa me ayudará.
—Estupendo. Que tenga un excelente viaje.
—Sí, lo tendré —prometió Zaitzev.
Con eso arreglado, Oleg Ivan'ch dejó su escritorio y se fue a ver al supervisor con el fin de comunicarle sus planes para las próximas dos semanas.
—¿Hay algún proyecto de arriba al que sólo usted tenga acceso? —le preguntó el teniente coronel.
—Sí, pero ya he hablado con el coronel Rozhdiéstvensky y me ha dicho que no me preocupara por eso. Siéntase libre de llamarlo para confirmarlo, camarada —dijo Zaitzev.
Y así lo hizo en su presencia. La breve llamada concluyó con un «gracias, camarada», y miró a su subordinado.
—Muy bien, Oleg Ivan'ch, está relevado de sus obligaciones a partir de esta noche. Aprovechando su estancia en Budapest…
—Por supuesto, Andrey Vasili'yevich. Puede pagármelo cuando regrese.
Andrey era un jefe decente, que nunca gritaba y ayudaba a su personal cuando se lo pedía. Lástima que trabajara para una organización que asesinaba a gente inocente.
Ahora era cuestión de limpiar su escritorio, lo cual no era difícil. Las normas del KGB decían que todos los escritorios tenían que ordenarse exactamente de la misma manera, por tanto, un trabajador podía cambiar de escritorio sin ningún problema y el escritorio de Zaitzev estaba arreglado exactamente de acuerdo con las especificaciones oficiales; sus lápices perfectamente afilados y ordenados, sus mensajes hechos al momento y todos sus libros en su lugar apropiado. Vació la papelera y se dirigió al servicio. Entró en un retrete, se quitó la corbata de color castaño y la reemplazó por la de rayas. Consultó su reloj. Era algo pronto. Por consiguiente, Zaitzev se tomó su tiempo para salir, fumó dos cigarrillos en vez de uno y disfrutó unos momentos de la tarde despejada, se detuvo por el camino para comprar un periódico y, para mimarse, seis paquetes de Krasnopresnensky, los cigarrillos de primera calidad que fumaba el mismísimo Leonid Brézhnev, por dos rublos cuarenta. Algo bueno para fumar en el tren. Decidió que ahora podía gastarse sus rublos. No tendrían ningún valor a donde iba. Luego caminó hacia la estación del metro y consultó el reloj. Por supuesto, el tren llegó a la hora exacta.
Foley estaba en el mismo lugar, haciendo lo mismo y de la misma manera, con su mente corriendo a medida que el tren aminoraba la marcha hasta detenerse en la estación. Sintió la pequeña vibración causada por los pasajeros que subían al tren y el refunfuñar de las personas que topaban unas con otras. Se estiró para volver la página. El tren dio una sacudida. Los técnicos, o maquinistas, o comoquiera que se llamen, siempre eran un poco bruscos con el acelerador. Un momento después había alguien a su izquierda. Foley no lo veía, pero lo notaba. Dos minutos más tarde, el tren aminoró la marcha al llegar a otra estación. Dio una sacudida al frenar y alguien se le echó encima. Foley se volvió ligeramente para ver de quién se trataba.
—Disculpe, camarada —dijo Rabbit, que llevaba una corbata azul con rayas rojas.
—No tiene importancia —respondió Foley mientras le daba un vuelco el corazón.
Bien, dentro de dos días en la estación Kiev. El tren a Budapest. Rabbit se apartó uno o dos pasos y eso fue todo.
Los cohetes estaban en vuelo. Foley dobló su periódico y se fue hacia las puertas correderas. Luego hizo el trayecto de costumbre hasta su casa. Mary Pat estaba preparando la cena.
—¿Te gusta mi corbata? Esta mañana no me has dicho nada…
Mary Pat lo miró con brillo en los ojos. Pasado mañana, comprendió. Tenían que avisar, pero eso era una mera formalidad. Confiaba en que en Langley estuvieran listos. Beatrix iba algo de prisa, pero ¿por qué entretenerse?
—¿Qué tenemos para cenar?
—Bien, quería ir a por bistecs pero creo que hoy tendrás que conformarte con pollo frito.
—Eso está bien, cariño. ¿Dejamos el bistec para pasado mañana? —preguntó.
—A mí me parece bien.
—Cariño, ¿dónde está Eddie?
—Mirando un vídeo de los Transformers, desde luego —respondió ella.
—Éste es mi chico —observó Ed, sonriendo—. Sabe lo que es importante —agregó mientras besaba tiernamente a su esposa en la frente.
—Luego, tigre —dijo Mary Pat.
Pero el éxito de una operación merecía una discreta celebración. No era todavía un éxito, pero estaba encaminada a serlo y era su primera en Moscú.
—¿Tienes las fotos? —susurró ella.
Ed las sacó del bolsillo de su chaqueta. No eran como las de las portadas de las revistas, pero se reconocía bien a Rabbit y a su conejito. No sabían qué aspecto tenía la señora Rabbit, pero tendrían que esperar. Pasarían las fotografías a Nigel y a Penny. Uno de ellos cubriría la estación de tren para asegurarse de que la familia Rabbit seguía el horario.
—Ed, hay un problema con la ducha —dijo Mary Pat—. La alcachofa no funciona como es debido.
—Veré si Nigel tiene las herramientas adecuadas —respondió Foley antes de salir al pasillo.
En pocos minutos estaba de vuelta, acompañado de Nigel con su caja de herramientas.
—Hola, Mary —dijo Nigel, saludando con la mano mientras se dirigía al cuarto de baño.
Una vez allí armó un alboroto abriendo su caja de herramientas y luego el grifo del agua. Ahora cualquier micrófono oculto que pudiera tener el KGB estaba inutilizado.
—De acuerdo, Ed, ¿de qué se trata?
—Rabbit y el conejito. Aún no tenemos ninguna de la señora Rabbit. Tomarán el tren de Budapest pasado mañana a la una de la tarde.
—En la estación Kiev —asintió Haydock—. Seguramente querrás que le tome una foto a la señora Rabbit.
—Correcto.
—Muy bien. Puedo hacerlo.
La maquinaria empezó a moverse al instante. Como agregado comercial, se inventaría una historia de tapadera, pensó Haydock. Buscaría a un periodista cooperativo para que lo acompañara y pareciera que trabajaban en una noticia, quizá algo sobre turismo. Paul Matthews del Times serviría. Sería fácil. Haría que Matthews llevara a un fotógrafo profesional para sacar instantáneas de toda la familia Rabbit para Londres y Langley. Los rusos no sospecharían nada. Por importante que fuese la información de Rabbit, en sí mismo sólo era un simple número, uno entre miles de empleados del KGB sin la suficiente importancia como para que se fijaran en él. Así pues, al día siguiente por la mañana Haydock llamaría a los ferrocarriles estatales soviéticos para decirles que su empresa homóloga británica, que también era propiedad del estado, estaba interesada en el funcionamiento de los ferrocarriles rusos, y por consiguiente… Sí, eso funcionaría. Nada les gustaba más a los soviéticos que el hecho de que otros quisieran aprender de su glorioso sistema. Era bueno para su ego. Nigel cerró el grifo.
—Creo que ya está arreglado, Edward.
—Gracias, amigo. ¿Conoces algún lugar en Moscú para comprar buenas herramientas?
—No lo sé, Ed. Estas las tengo desde que era un muchacho. Pertenecían a mi padre.
Entonces Foley se acordó de lo que le había ocurrido a su padre. Sí, él quería que Beatrix tuviera éxito. Quería aprovechar toda oportunidad para propinarle una buena patada en el trasero a ese peludo oso.
—¿Cómo está Penny?
—Todavía no ha dado a luz. Quizá dentro de una semana o más. En realidad no cumple hasta dentro de tres semanas, pero…
—Los médicos nunca aciertan en eso. Nunca —dijo Foley a su amigo—. Lo más prudente es que no te alejes de ella. ¿Cuándo tenéis previsto ir a casa?
—Dentro de diez días, siguiendo el consejo del médico de la embajada. Después de todo, sólo son dos horas de vuelo.
—Vuestro médico es muy optimista, amigo. Estas cosas nunca siguen un plan preconcebido. Supongo que no querréis un inglesito nacido en Moscú…
—No, Edward, no es eso lo que queremos.
—Bien, pues mantén a Penny alejada de las camas elásticas —sugirió Foley con un guiño.
—Sí, lo haré, Ed —pensó que el humor norteamericano era algo grosero.
Eso podía ser interesante, pensó Foley mientras acompañaba a su amigo a la puerta. Siempre había pensado que los niños británicos nacían con cinco años y eran enviados inmediatamente a los internados. ¿Los criaban de la misma manera que los norteamericanos? Sería interesante comprobarlo.
El cuerpo de Owen Williams nunca fue reclamado. Resultó que no tenía familia directa y su ex esposa no tenía el menor interés por él, especialmente muerto. La policía local, al recibir un télex del superintendente en jefe Patrick Nolan de la policía metropolitana de Londres, transfirió el cuerpo a un ataúd de aluminio, lo cargaron en una furgoneta de la policía y lo llevaron hacia Londres. Pero la furgoneta se detuvo en un lugar acordado y la caja de aluminio se transfirió a otra furgoneta, sin identificación, antes de entrar en la ciudad. Fue a parar a un depósito de cadáveres en el distrito de Swiss Cottage, del norte de Londres.
El cadáver no tenía muy buen aspecto, y dado que aún no lo había visto ningún empleado funerario, no había recibido ningún tratamiento. La parte no quemada del lado inferior era carmesí azulado, de un tono lívido mortecino. Cuando se para el corazón, la fuerza de la gravedad lleva la sangre a la parte baja del cuerpo, en este caso la espalda, donde, al faltarle el oxígeno, hace que el cuerpo caucasiano adquiera una tonalidad cerúlea, dejando la parte superior con una desagradable palidez marfil. El empleado funerario en este caso era un civil que de vez en cuando efectuaba trabajos especiales para el servicio secreto de Inteligencia. Junto con un patólogo forense, examinó el cadáver por si había algo inusual. Lo peor era el olor a carne humana asada, pero sus narices estaban cubiertas por máscaras quirúrgicas para atenuar el hedor.
—Tatuaje, parte inferior del antebrazo, parcial pero no enteramente quemado —informó el empleado funerario.
El patólogo encendió la llama de un soplete de propano y lo aplicó al brazo, quemando toda evidencia del tatuaje del cuerpo.
—Muy bien. ¿Alguna cosa más, William? —preguntó un par de minutos después.
—Nada que pueda ver. La parte superior está bien carbonizada. Casi sin pelo (el olor de pelo humano quemado es particularmente vomitivo) y una oreja casi quemada por completo. Supongo que este tipo estaba muerto antes de quemarse.
—Tiene que haberlo estado —dijo el patólogo—. El nivel de monóxido de carbono en su sangre era excepcionalmente alto. Dudo que este pobre bastardo sintiera algo.
Entonces le quemó las huellas digitales, deteniéndose para quemar ambas manos con el soplete, con el fin de que no pareciera que había sido mutilado a propósito.
—Bien —dijo finalmente el patólogo—. Si existe alguna forma de identificar este cadáver, yo no la conozco.
—¿Lo congelamos ahora? —preguntó el empleado funerario.
—No, mejor no. Si lo enfriamos a unos dos o tres grados centígrados, no debería producirse ninguna descomposición notable.
—¿Hielo seco, entonces?
—Sí. El ataúd metálico está bien aislado y cierra herméticamente. El hielo seco no se derrite. Pasa directamente del estado sólido al gaseoso. Ahora tenemos que vestirlo.
El doctor había traído consigo la ropa interior. Ninguna era de origen británico y toda estaba abrasada. En general, era un trabajo desagradable, pero uno al que los patólogos y los empleados funerarios se acostumbraban pronto. Simplemente era una manera diferente de pensar, para una clase de trabajo diferente. Pero en ese caso era inusualmente truculento, incluso para esos dos profesionales. Ambos tomarían una copa de más antes de acostarse esa noche. Cuando terminaron volvieron a cargar la caja de aluminio en la furgoneta y la llevaron a Century House. Por la mañana, sir Basil se encontraría una nota sobre su escritorio comunicándole que Rabbit A estaba listo para su último vuelo.
Más tarde, aquella misma noche, a cinco mil kilómetros de allí, en Boston, Massachusetts, hubo una explosión de gas en el segundo piso de un edificio de dos plantas que daba al puerto. En su interior había tres personas cuando ocurrió. Los dos adultos no estaban casados, pero ambos estaban borrachos y la hija de la mujer, de cuatro años de edad, sin parentesco con el hombre, ya estaba en la cama. El fuego se extendió rápidamente, demasiado de prisa para que los dos adultos, debido a la embriaguez, pudieran reaccionar. Las tres muertes no tardaron en producirse, todas debido a la inhalación de humo más que por las quemaduras, El Departamento de Bomberos de Boston tardó diez minutos en acudir y su equipo de búsqueda y rescate, con la escalera, se abrió paso a través de las llamas bajo la protección de los chorros de agua de dos mangueras, encontraron los cuerpos y los arrastraron hacia afuera, pero se percataron de que habían llegado demasiado tarde. El jefe del equipo pudo decir, casi al instante, lo que había ocurrido. Había habido un escape de gas procedente de la vieja cocina que el propietario no había querido sustituir y, debido a su mezquindad, tres personas habían fallecido. (Por supuesto que con mucho gusto recogería el cheque de la aseguradora y diría cuánto lamentaba el trágico accidente). Ese no era el primer suceso de ese tipo. Tampoco sería el último, por lo que tanto él como sus hombres tendrían algunas pesadillas con los tres cadáveres, especialmente con el de la niña. Pero así era su trabajo.
La historia era lo suficientemente fresca como para que las noticias de las once siguieran la regla de «si toca los sentimientos, despierta el interés». El jefe de sección de la división de campo del FBI de Boston estaba levantado y mirando la televisión, esperaba el reportaje sobre las finales de béisbol, después de asistir a una cena oficial y perderse la retransmisión en directo de la NBC, y al ver la noticia se acordó inmediatamente del télex descabellado que había recibido por la mañana. Eso lo hizo mascullar una maldición y coger el teléfono.
—FBI —dijo el joven agente de guardia al coger el teléfono.
—Levanta a Johnny de la cama —ordenó el jefe de sección—. Una familia ha muerto en un incendio en la calle Hester. Él sabrá qué hacer. Dile que si tiene que llamarme, que lo haga a mi casa.
—Sí, señor.
Y eso fue todo, salvo para el asistente del jefe de sección John Tyler, natural de Carolina del Sur, que prefería el fútbol universitario al béisbol profesional, y que al recibir la llamada estaba leyendo un libro en la cama. Se dirigió refunfuñando al cuarto de baño, después cogió su arma y las llaves del coche y condujo en dirección sur. También había visto el télex de Washington y se preguntaba qué clase de drogas tomaba Emil Jacobs, aunque no le correspondiera explicar el por qué.
Poco después de eso, aunque a cinco zonas horarias hacia el este, Jack Ryan se levantó de la cama, cogió su periódico y encendió el televisor. La CNN, en un informativo nocturno bastante parco, también daba la noticia de Boston, y Jack musitó una oración por las víctimas del incendio, seguida de especulaciones acerca de la conexión de la tubería del gas en su propia cocina. Aunque su casa era mucho más nueva que la barraca que se definía como casa en el sur de Boston. Cuando se quemaban, lo hacían a lo grande y con mucha rapidez. Evidentemente, demasiado de prisa para que esa gente pudiera salir. Se acordó de que su padre a menudo decía lo mucho que respetaba a los bomberos, gente que se metía en edificios ardiendo en vez de alejarse de ellos. La peor parte del trabajo tenía que ser lo que encontraban inmóvil en el interior. Meneó la cabeza al tiempo que abría su periódico de la mañana y alcanzaba su café, mientras su esposa seguía viendo la noticia del incendio hasta el final y se forjaba sus propias ideas. Se acordó de cuando trataba a víctimas de quemaduras en su tercer curso de la Facultad de Medicina y los gritos horribles que proferían al retirarles los tejidos quemados de las heridas subyacentes, sin poder hacer nada para evitarlo. Pero esas personas de Boston estaban muertas. No le gustaba, pero había visto muchas muertes, porque a veces ganaba el malo, así funcionaban las cosas. No era un pensamiento agradable para una madre, especialmente cuando la niña de Boston tenía los mismos años que Sally y ahora ya no cumpliría ninguno más. Suspiró. Al menos esa mañana efectuaría algunas operaciones quirúrgicas, lo cual realmente mejoraría la salud de alguien.
Sir Basil Charleston vivía en una casa cara de Londres, en el elegante distrito de Belgravia, al sur de Knightsbridge. Era un viudo cuyos hijos mayores se habían emancipado y estaba acostumbrado a vivir solo, aunque siempre disponía de un discreto destacamento de seguridad para atenderlo. También tenía una sirvienta que iba tres veces a la semana para ordenar su casa, pero prefería no tener cocinera, porque le gustaba comer fuera o incluso prepararse él mismo las comidas. Evidentemente disponía de los equipos de seguridad propios de un buen espía: tres clases diferentes de teléfonos, un télex y un nuevo telefax. No tenía ninguna secretaria, pero cuando había mucho movimiento en la oficina y él no estaba allí, un mensajero lo mantenía informado del material impreso que circulaba por Century House. Como estaba convencido de que la oposición vigilaba su casa, creyó que era más inteligente permanecer en ella en tiempo de crisis para dar una imagen de calma. No importaba. Estaba firmemente atado al servicio secreto de Inteligencia mediante un cordón umbilical electrónico.
Fue esa mañana. Alguien de Century House decidió darle a conocer que el servicio secreto de Inteligencia tenía el cuerpo de un hombre adulto para usar en la operación Beatrix; lo que necesitaba con el desayuno, observó Basil con una expresión retorcida. Pero necesitaban tres, uno de ellos una niña, lo cual no era algo en lo que pensar con el té y los copos de avena del desayuno.
Sin embargo, era difícil no emocionarse con la operación Beatrix. Si Rabbit decía la verdad —no todos lo hacían—, ese tipo debía de tener toda clase de información útil en su cabeza. Desde luego, la más útil de todas sería si pudiera identificar a los agentes soviéticos infiltrados en el gobierno de su majestad. Ese era el trabajo propio del servicio de seguridad, erróneamente llamado MI-5, pero las dos organizaciones cooperaban estrechamente, más de lo que la CIA y el FBI lo hacían en Norteamérica, o así se lo parecía a Charleston. Sir Basil y su gente hacía tiempo que sospechaban que había alguna infiltración a alto nivel en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero no habían logrado acercársele. Por ello, si lograban sacar a Rabbit y se recordó a sí mismo que uno no debía felicitarse hasta haberlo logrado, eso sería indudablemente algo que su personal le preguntaría, en la casa segura que tenían a las afueras de Tauton, en las onduladas colinas de Somerset.
—¿No vas a trabajar hoy? —preguntó Irina a su esposo, que ya debería haber salido para la oficina.
—No, y tengo una sorpresa para ti —anunció Oleg.
—¿De qué se trata?
—Mañana nos vamos a Budapest.
—¿Qué? —exclamó, volviendo inmediatamente la cabeza.
—He decidido coger los días de vacaciones que me quedaban y ahora hay un director de orquesta en Budapest, Jozsef Rozsa. Sé que te gusta la música clásica, cariño, y he pensado en llevaros a ti y a zaichik al concierto.
—¡Oh! —fue todo cuanto dijo—. ¿Y qué pasa con mi trabajo en la tienda universal del gobierno?
—¿No puedes escaparte?
—Supongo que sí —admitió Irina—. ¿Pero por qué Budapest?
—Por la música y también podemos comprar cosas allí. Tengo una lista de artículos para algunos del Centro —le dijo.
—¡Ah, sí!… podemos comprar algunas cosas bonitas para Svetlana —reflexionó en voz alta, ya que al trabajar en la tienda universal del gobierno sabía lo que estaba disponible en Hungría y que nunca conseguiría en Moscú, ni siquiera en los almacenes cerrados—. Por cierto, ¿quién es Rozsa?
—Es un joven director húngaro que está haciendo una gira por Europa oriental. Tiene muy buena fama, cariño. El programa creo que incluye a Brahms y a Bach, por una de las orquestas estatales húngaras, y —añadió— muchas buenas compras.
No había una sola mujer en el mundo que no respondiera favorablemente ante esa oportunidad, pensaba Oleg. Esperó pacientemente la próxima objeción:
—No tengo nada que ponerme.
—Querida, por eso vamos a Budapest. Allí podrás comprar cualquier cosa que necesites.
—Bien…
—Acuérdate de empaquetar todo lo que necesites en una maleta. Nos llevaremos maletas vacías para todas las cosas que compremos para nosotros y nuestros amigos.
—Pero…
—Irina, piensa en Budapest como en un gran almacén de artículos de consumo. Magnetoscopios húngaros, pantalones vaqueros, medias occidentales y perfume de verdad. Serás la envidia de toda la oficina de la tienda universal del gobierno —prometió.
—Bien…
—Ya lo pensé. Cariño, ¡vamos de vacaciones! —dijo en un tono varonil.
—Si tú lo dices —respondió con una leve sonrisa codiciosa—. Llamaré a la oficina más tarde para decírselo. Supongo que no me echarán demasiado en falta.
—A los únicos que echan en falta en Moscú son a los miembros del Politburó y sólo durante el día y medio que tardan en sustituirlos —declaró su marido.
Asunto resuelto. Cogerían el tren a Hungría. Irina comenzó a pensar qué guardar en la maleta. Oleg lo dejó a su albedrío. Dentro de una semana o diez días tendremos mejor ropa, se dijo el oficial de Comunicaciones del KGB. Y quizá dentro de un mes o dos irían a ese Disney Planet del estado norteamericano de Florida…
Se preguntaba si la CIA sabría cuánto confiaba en ellos y rezó, algo inusual en un oficial del KGB, para que llevaran a cabo el asunto tal como él esperaba.
—Buenos días, Jack.
—Hola, Simon. ¿Qué novedades hay en el mundo? —preguntó Ryan mientras se servía el café antes de quitarse la chaqueta.
—Anoche murió Suslov —anunció Harding—. Saldrá en sus periódicos de la tarde.
—Qué lástima. Otra alma que se lleva el diablo, ¿no te parece? —Al menos murió conseRyando la vista, gracias a Bernie Katz y los muchachos del Johns Hopkins, pensó Ryan—. ¿Se le complicó la diabetes?
—Además de la edad, imagino. Nuestras fuentes nos han dicho que fue un ataque al corazón. Parece increíble que ese asqueroso hijo de puta realmente haya sufrido un ataque cardíaco. En cualquier caso, su sustituto será Mijáil Yevgeniyevich Alexándrov —dijo Harding, encogiéndose de hombros.
—Que no es precisamente moco de pavo. ¿Cuándo enterrarán a Suslov?
—Es un miembro veterano del Politburó. Supongo que harán un funeral de Estado completo, con banda y todo, incineración y un nicho en el muro del Kremlin.
—¿Sabes?, siempre me he preguntado en qué debe pensar un comunista de verdad cuando sabe que se está muriendo. Uno supone que se preguntará si no ha sido todo un gran y jodido error.
—No tengo ni idea. Pero Suslov evidentemente era un verdadero creyente. Probablemente pensó en todo el bien que hizo durante su vida, guiando a la humanidad hacia el futuro radiante del que les gusta hablar.
«Nadie es tan tonto», quería replicar Ryan, pero probablemente Simon estaba en lo cierto. Nada duraba más en la mente de un hombre que una mala idea, y ciertamente el rojo Mike había mantenido sus malas ideas cerca de ese corazón que finalmente dejó de funcionar. Pero la mejor perspectiva de un comunista después de la muerte correspondía con la peor de Ryan, y si el comunista estaba equivocado, entonces, casi literalmente, lo pagaba con el infierno. Mala suerte, Misha, espero que te hayas llevado contigo algún protector solar.
—De acuerdo, ¿qué tenemos para hoy?
—La primera ministra quiere saber si esto tendrá algún efecto en la política del Politburó.
—Dile que no. En términos políticos, Alexándrov podría pasar por hermano gemelo de Suslov. Cree que Marx es Dios, Lenin su profeta y que Stalin estaba bastante en lo cierto, sólo un poco nekulturniy en su aplicación de la teoría política. El resto del Politburó ya no cree en eso, pero tienen que aparentar que lo hacen. Considera a Alexándrov como el nuevo director de la orquesta sinfónica ideológica. Tampoco les gusta ya mucho la música, pero de todos modos bailan a su son, porque es la única danza que conocen. No creo que afecte a sus decisiones políticas en lo más mínimo. Apuesto a que lo escuchan cuando habla, pero les entra por un oído y les sale por el otro; aparentan respetarlo, pero en realidad no lo hacen.
—Es un poco más complejo que eso, pero has captado lo esencial —reconoció Harding—. El problema es que debo encontrar la manera de decirlo en diez páginas a doble espacio.
—Sí, la burocracia.
Ryan nunca había dominado ese lenguaje y ésa era una de las razones por las que le agradaba tanto al almirante Greer.
—Tenemos nuestros procedimientos, Jack, y la primera ministra, o de hecho todos los primeros ministros, quieren que se lo entreguemos en un lenguaje comprensible.
—Apuesto a que la Dama de Hierro entiende el mismo lenguaje que un estibador.
—Sólo cuando ella lo utiliza, sir John, no cuando otros tratan de hablar con ella.
—Supongo. De acuerdo —reconoció Ryan—. ¿Qué documentos necesitamos?
Ryan decidió consagrar el día a la escritura creativa. Habría sido más interesante investigar su economía, pero en su lugar debía ayudar a redactar una esperada nota necrológica analítica de un hombre que no le gustaba a nadie y que probablemente había muerto sin hacer testamento.
La preparación fue incluso más fácil de lo que pensaba. Haydock esperaba que los rusos estuvieran satisfechos y, estaba seguro, que una llamada a su contacto en el Ministerio de Transporte había funcionado. A las diez de la mañana siguiente, él, Paul Matthews y un fotógrafo del Times estarían en la estación Kiev para hacer un reportaje acerca de los ferrocarriles estatales soviéticos y sus diferencias de los británicos, que al parecer de la mayoría de los ingleses necesitaban alguna mejora, especialmente en la alta dirección.
Matthews probablemente sospechaba que Haydock pertenecía al servicio secreto, pero nunca se lo dijo, porque el espía se había portado muy bien con él, facilitándole información. Era la única manera de cultivar la amistad de un periodista —incluso enseñaban a hacerlo en la academia del servicio secreto de Inteligencia—, pero oficialmente era algo prohibido para la CIA. Los británicos pensaban que el Congreso de Estados Unidos aprobaba las más sorprendentes y absurdas leyes para atar de pies y manos a sus servicios de Inteligencia, aunque estaban seguros de que los agentes de campo las quebrantaban a diario. Él había violado algunas de las más suaves de su propia organización. Y, desde luego, nunca le habían pillado. Como tampoco le habían pillado dirigiendo agentes en las calles de Moscú…
—Hola, Tony —dijo Ed Foley al tiempo que le tendía amistosamente la mano al corresponsal del New York Times en Moscú, mientras se preguntaba si Prince sabía cuánto le despreciaba, aunque probablemente era el sentimiento mutuo—. ¿Qué pasa hoy?
—A la espera de una declaración del embajador sobre la muerte de Mijáil Suslov.
—¿Qué te parece que está contento de que ese asqueroso hijo de puta se haya muerto? —dijo Foley, riéndose.
—¿Puedo citar tus palabras? —preguntó Prince con su bloc de notas en la mano.
—No exactamente. No tengo instrucciones sobre este asunto, Tony, y el jefe está ocupado con otras cosas por el momento. Me temo que no dispone de tiempo para verte hasta avanzada la tarde.
—Bien, necesito alguna cosa, Ed.
—«Mijáil Suslov era un importante miembro del Politburó y una importante fuerza ideológica en su país, y lamentamos su pérdida». ¿Te parece bien?
—Tu primera cita era mejor y más sincera —observó el corresponsal del Times.
—¿Te recibió alguna vez?
—En un par de ocasiones, antes y después de que los doctores del Hopkins lo operaran de la vista —asintió Prince.
—¿Es eso cierto? Quiero decir, he oído varias historias sobre eso, pero nada fiable —dijo Foley, actuando.
—Sí, es cierto —asintió de nuevo Prince—. Llevaba unas gafas con unos cristales que parecían culos de botella de coca-cola. Pensé que era un caballero distinguido. Buenos modales y todo lo demás, pero debajo había un «tipo duro». Creo que era como el sumo sacerdote del comunismo.
—¿Hizo votos de pobreza, castidad y obediencia?
—Bueno, había algo de asceta en él, como si realmente fuera una especie de sacerdote —dijo Prince después de reflexionar un momento.
—¿Tú crees?
—Sí, había algo sobrehumano en ese individuo, como si pudiera ver cosas que el resto de nosotros no alcanzamos a vislumbrar, como un místico o algo por el estilo. Seguro que creía en el comunismo. Tampoco se disculpó por ello.
—¿Era estalinista? —preguntó Foley.
—No, pero treinta años atrás lo habría sido. Puedo verlo firmando la orden para matar a alguien. Eso no le quitaba el sueño, no a nuestro Mishka.
—¿Quién va a sustituirlo?
—No estoy seguro —admitió Prince—. Mis contactos dicen que no lo saben.
—Creía que estaba muy unido a otro Mike, ese tal Alexándrov —sugirió Foley, preguntándose si los contactos de Prince eran tan buenos como él creía.
Para los líderes soviéticos, joder a los periodistas occidentales era un juego. En Washington era diferente, ya que los periodistas tenían un poder que podían ejercer contra los políticos. Eso allí no era aplicable. Los miembros del Politburó no temían a los periodistas en absoluto, en realidad ocurría más bien todo lo contrario.
—Quizá, pero no estoy seguro. ¿Qué dicen por aquí?
Era evidente que los contactos de Prince no eran tan buenos.
—Aún no he estado en el comedor y, por tanto, no he oído chismorreos, Tony —respondió elusivamente Foley.
—No esperarás realmente que te dé una sugerencia, —pensó—. Bueno, lo sabremos mañana o pasado mañana.
Pero te gustaría ser el primer periodista en hacer una predicción y quieres que yo te ayude, ¿verdad? No en esta vida, pensó Foley, pero después tuvo que recapacitar. Prince quizá no fuera un amigo valioso, pero se lo podía utilizar y no tenía sentido crearse enemigos sin ton ni son. Por otra parte, ayudarlo podía sugerir que era un espía, o que conocía a los espías, y Tony Prince era uno de esos individuos a los que les gustaba hablar y mostrar a la gente lo listo que era… Era preferible que Prince lo tomara por un tonto, porque diría a todos sus conocidos lo listo que era él y lo bobo que era Ed.
Como había aprendido en La Granja, la mejor de las tapaderas era que lo tomaran por un memo, y aunque eso resultara algo doloroso para su amor propio, lo ayudaba en su misión, y Ed Foley consagraba su vida a la misma. Por tanto… a la mierda Prince y lo que pensara. En esta ciudad, soy yo quien marca la diferencia, se dijo.
—¿Sabes qué?, preguntaré por ahí a ver qué piensa la gente.
—Eso está bien.
No esperaba nada útil de ti, pensó Prince, casi en voz alta.
Era menos hábil de lo que creía ocultando sus sentimientos. Nunca sería un buen jugador de póquer, pensó el jefe de la delegación al verlo salir. Consultó su reloj de pulsera y vio que era la hora de comer.
Al igual que la mayoría de las estaciones europeas, Kiev estaba pintada de un color amarillo pálido, como muchos de los viejos palacios reales, como si a principios del siglo XIX hubiera habido un excedente de mostaza y a algún que otro rey le hubiera gustado su color y hubiera decidido plasmarlo en todos sus palacios. Gracias a Dios, nada semejante había ocurrido en Gran Bretaña, pensó Haydock. El techo era de cristal con marcos de hierro para permitir que penetrara la luz, pero dado que en Londres el cristal rara vez, o nunca, se limpiaba, estaba cubierto de hollín de las ya desaparecidas máquinas de vapor, con sus calderas de carbón.
Pero los rusos seguían siendo rusos. Llegaban al andén cargados con sus maletas baratas y casi nunca estaban solos, mayoritariamente iban en grupos familiares, incluso cuando sólo uno de ellos cogía el tren. Eso permitía presenciar emotivas despedidas, con besos apasionados de hombres a mujeres y de hombres a hombres, lo cual los ingleses veían como algo extraño. Pero era una costumbre local y todas las costumbres locales eran raras para los visitantes. La salida del tren para Kiev, Belgrado y Budapest estaba prevista para las 13.00 horas y los ferrocarriles rusos, al igual que el metro de Moscú, se ceñían a su horario con precisión.
A unos metros de allí, Paul Matthews estaba conversando con un representante de los ferrocarriles estatales soviéticos. Hablaban del tipo de máquinas, que desde que el camarada Lenin decidió electrificar la URSS y eliminar los piojos, eran todas eléctricas. Aunque parezca mentira, las anteriores eran mejores que las actuales.
La gran locomotora VL80T, de doscientas toneladas de acero, estaba a la cabeza del tren en la vía tres, con tres vagones diurnos de tercera, un vagón restaurante y seis coches cama de clase internacional, más tres vagones de correo detrás de la locomotora. Había varios revisores y camareros en el andén con aspecto hosco, como era habitual en los rusos que trabajaban en servicios públicos.
Haydock no dejaba de mirar a su alrededor, con las fotos de Rabbit y su conejito presentes en su mente. El reloj de la estación marcaba las 12.15 y coincidía con su reloj de pulsera. ¿Aparecería Rabbit? Haydock prefería llegar temprano para coger un vuelo o el tren, seguramente debido a que de niño se quedó en tierra en alguna ocasión. Fuera cual fuese la razón, él estaba allí para el tren de la una en punto. Pero nadie más pensaba de esa forma, recordó Nigel, por ejemplo su esposa. Le preocupaba ligeramente que su esposa diera a luz en el coche, de camino al hospital. Menudo lío se formaría, pensó el espía mientras Paul Matthews hacía sus preguntas y el fotógrafo iba sacando instantáneas con su película Kodak. Finalmente…
Sí, allí estaba Rabbit con su señora y el conejito. Nigel le dio un golpecito en el hombro al fotógrafo.
—Saca una foto de esa familia que se está acercando con esa niña tan bonita —observó, por si acaso alguien los oía.
El fotógrafo disparó diez instantáneas, después cogió otra cámara Nikon y tomó otras diez. Excelente, pensó Haydock. Tendría las fotografías antes de que la embajada cerrara por la noche, sacaría varias copias, se las entregaría en mano personalmente a Ed Foley y se aseguraría de que las demás salieran por mensajero real, como llamaban formalmente los británicos al correo diplomático, para asegurarse de que estuvieran en manos de sir Basil antes de acostarse. Se preguntaba cómo se las arreglarían para ocultar la deserción de Rabbit; con toda seguridad, se requerían cadáveres. Era desagradable, pero posible. Se sentía satisfecho de no tener que resolver todos los detalles.
La familia Rabbit pasó a unos tres metros de él y de su amigo periodista. No cruzaron palabra alguna, aunque la niña, como las niñas en todas partes, cuando pasó se volvió para mirarlo. Él le guiñó un ojo y ella le sonrió. Después siguieron adelante hasta llegar a un guarda al que le enseñaron los billetes.
Matthews siguió haciendo sus preguntas al sonriente empleado de los ferrocarriles rusos, que le respondía con suma cortesía.
A las doce horas cincuenta y nueve minutos y treinta segundos, el revisor, o al menos eso le pareció a Haydock por el uniforme gastado, caminó arriba y abajo al lado del tren, asegurándose de que todas las puertas menos una estuvieran cerradas. Sopló un silbato y agitó una varita parecida a una pala para que el maquinista supiera que era la hora de la salida, y a las trece horas en punto sonó la sirena y el tren comenzó a alejarse del andén, aumentando la velocidad progresivamente por la espaciosa vía en dirección a Kiev, Belgrado y Budapest.