El segundo encuentro cara a cara tuvo lugar detrás de la tienda universal del gobierno, donde había un conejito que necesitaba ropa de otoño-invierno, que su padre quería comprarle, lo cual fue una sorpresa agradable para Irina Bogdanova. Mary Pat, la experta en compras por excelencia de la familia Foley, daba vueltas mientras miraba varios artículos, sorprendida de que en la tienda no todo fueran porquerías soviéticas. Algunos incluso eran atractivos… aunque no tanto como para comprarlos. Se entretuvo de nuevo en la sección de pieles, cuyos artículos se venderían bien en Nueva York, aunque no estaban a la altura de Fendi. En Rusia no había suficientes diseñadores italianos. Pero la calidad de las pieles, es decir, las pieles de los animales en sí mismas, no estaba mal. Sencillamente, los soviéticos no sabían cómo coserlas de forma apropiada. Era realmente lamentable, pensó. Lo triste acerca de la Unión Soviética era cómo el gobierno de ese país, poco prometedor, impedía a sus ciudadanos que alcanzaran demasiados logros. Había muy poca originalidad allí. Las mejores cosas que podías comprar eran antiguas obras de arte de la época prerrevolucionaria, normalmente objetos pequeños, casi siempre piezas religiosas, que se vendían en mercadillos improvisados para que una familia u otra consiguiera el dinero que necesitaba. Ya había comprado varias piezas y trataba de no sentirse como una ladrona por haberlo hecho. Para aliviar su conciencia, nunca regateaba, casi siempre pagaba lo que le pedían sin tratar de conseguir que le rebajaran el precio. Pensó que eso habría sido como un robo a mano armada y su última misión en Moscú; una creencia básica para ella era ayudar a esa gente, aunque de una manera que ellos difícilmente podían entender o aprobar. Pero a la mayoría de los moscovitas les gustaba su sonrisa y su simpatía típicamente norteamericanas. Y, por supuesto, también les gustaban los rublos certificados con los que pagaba, dinero en metálico que les daba acceso a artículos de lujo o, mejor aún, que podían cambiar por tres o cuatro artículos.
Estuvo dando vueltas durante una media hora antes de vislumbrar a su objetivo en la sección de ropa infantil. Se dirigió hacia allí, entreteniéndose para coger y examinar varios objetos antes de acercársele por detrás.
—Buenas tardes, Oleg Ivan'ch —dijo en voz baja, con un anorak para una niña de tres o cuatro años en la mano.
—¿Mary, verdad?
—Eso es. Dígame, ¿le quedan algunos días de vacaciones?
—Sí. De hecho, dos semanas.
—Me dijo que a su esposa le gusta la música clásica.
—Sí, es cierto.
—Hay un director muy bueno. Se llama Jozsef Rozsa. El domingo por la noche comenzará sus actuaciones en la principal sala de conciertos de Budapest. El mejor hotel para alojarse es el Astoria. Está muy cerca de la estación y goza de popularidad entre los soviéticos. Dígaselo a sus amigos y haga preparativos para comprarles cosas en Budapest. Organícese como suele hacerlo un ciudadano soviético. Nosotros nos ocuparemos de todo lo demás —prometió Mary Pat.
—¿Para todos? —recordó Zaitzev—. ¿Salimos todos?
—Por supuesto, Oleg. Su pequeña chaisik verá cosas maravillosas en Norteamérica y los inviernos no son tan duros como aquí —añadió Mary Pat.
—Los rusos disfrutamos de nuestros inviernos —puntualizo con cierto amor propio.
—En ese caso, podrá vivir en una región tan fría como Moscú. Y si le apetece un clima cálido en febrero, podrá ir a Florida y descansar en una playa bajo el sol.
—¿Es usted agente de viajes, Mary? —preguntó Rabbit.
—Para usted, Oleg, eso es exactamente lo que soy. ¿Se siente cómodo pasándole información a mi marido en el metro?
—Sí.
—¿Cuál es su mejor corbata? —preguntó Mary Pat, pensando que no debería sentirse cómodo.
—Una azul con rayas rojas.
—Muy bien, póngasela dos días antes de coger el tren para Budapest. Tropiece con él y discúlpese, eso nos pondrá sobre aviso. Dos días antes de abandonar Moscú, póngase su corbata azul de rayas y tropiece con mi marido en el metro —repitió.
Uno debía tener mucho cuidado al hacer esas cosas. La gente podía cometer los peores errores con asuntos tan simples, especialmente cuando sus vidas dependían de ello. Por eso trataba de ponérselo lo más fácil posible. Sólo una cosa para recordar. Sólo una cosa para hacer
—De acuerdo, es fácil.
—Estupendo. Por favor; tenga mucho cuidado, Oleg Ivan'ch —dijo Mary Pat, pensando que su interlocutor era muy optimista. A continuación siguió su camino, pero luego se detuvo a unos cinco o seis metros de distancia y se dio la vuelta. Llevaba una cámara Minox en su bolso. Sacó cinco instantáneas y se fue.
—¿No viste nada que mereciera la pena comprar? —preguntó su esposo en su Mercedes 280 de segunda mano.
—No, nada. Quizá deberíamos hacer un viaje a Helsinki para comprar algunas cosas de invierno —sugirió—. Ya sabes, coger el tren, ¿te gustaría? Tiene que ser divertido hacerlo así. A Eddie le gustaría.
El jefe de delegación levantó la ceja. Probablemente era preferible viajar en tren —se dijo—. Así no parecería forzado ni apresurado. Con varias maletas, la mitad de ellas vacías para traer de vuelta todas las porquerías que compraran allí con los rublos del Comecon pensó. Sólo que él no regresaría… y si Langley y Londres coordinaban debidamente sus puñeteros esfuerzos, quizá lograrían alcanzar la meta.
—¿A casa, cariño? preguntó Foley.
Sería para morirse de risa si el KGB no hubiera escondido micrófonos en su coche ni en su casa y estuvieran haciendo todas esas gilipolleces de agente secreto sin ningún motivo, pensó. Bueno, por lo menos servía para practicar.
—Sí, ya hemos hecho bastante por hoy.
—¡Maldita sea! exclamó Basil Charleston antes de levantar el teléfono y marcar tres dígitos.
—Diga, señor respondió Kingshot después de entrar en el despacho.
Charleston le entregó el despacho.
—Mire esto.
—¡Mierda! —exclamó Kingshot.
—Siempre es lo evidente, alguna bobada, ¿no es cierto? —dijo sir Basil, sonriendo.
—Sí, señor. Aun así, hace que uno se sienta un poco imbécil —reconoció. Un incendio en un hogar. Es mejor que la idea original.
—Bien, algo para recordar. ¿Cuántos incendios tenemos en Londres, Alan?
—No tengo ni idea, sir Basil —admitió el espía de campo más antiguo del servicio secreto de Inteligencia—. Pero lo averiguaré.
—Pregúnteselo también a su amigo Nolan.
—Mañana por la mañana, señor —prometió Kingshot—. Por lo menos eso mejora nuestras oportunidades. ¿Se ocupa también la CIA de esto?
—Sí. Y también el FBI. Su director, Emil Jacobs, había recibido numerosas peticiones extravagantes de los muchachos del otro lado del río, como a veces llamaban a la CIA en los círculos oficiales de Washington, pero esto era decididamente truculento. Levantó el teléfono y marcó su línea directa con el director de la CIA.
—Supongo que habrá una buena razón para esto, Arthur… —dijo sin rodeos.
—Sí, Emil, pero no por teléfono.
—Tres caucasianos, un hombre de unos treinta años, una mujer de la misma edad y una niña de tres o cuatro años de edad —dijo Jacobs, leyéndolo de la nota procedente de Langley que le habían entregado en mano—. Mis agentes de campo creerán que el director ha perdido el juicio, Arthur. Probablemente sería mejor pedir ayuda a las fuerzas de la policía local.
—Pero…
—Sí, ya lo sé, se filtraría con mucha rapidez. Puedo mandar un mensaje a todos mis jefes de sección para que revisen los periódicos de la mañana, pero no será fácil evitar alguna filtración.
—Ya lo entiendo, Emil. También estamos tratando de recibir ayuda de los británicos. No es algo para lo que baste con dar un silbido y asunto resuelto, lo sé, no es fácil. Lo único que puedo decirte, Emil, es que es muy importante.
—¿Tienes que ir pronto al Congreso?
—Tengo Comité de Inteligencia de la Cámara a las diez para hablar de los presupuestos —explicó Moore.
El Congreso siempre iba detrás de esta clase de información y Moore tenía que defender su organización de personal del mismo, que pretendía pararle los pies a la CIA para poder quejarse más adelante de fallos en el servicio de Inteligencia.
—De acuerdo, ¿puedes pasarte por aquí un momento? Tengo que oír ese cuento chino —preguntó Jacobs.
—¿A las ocho cuarenta, más o menos?
—A mí me va bien, Arthur.
—Hasta luego —prometió Moore.
Cuando el director Jacobs colgó el teléfono, se preguntó qué podía ser tan importante como para pedir al FBI que jugara a los ladrones de tumbas.
De camino a casa en el metro, después de comprarle un anorak blanco con flores rojas y verdes a su pequeña zaichik, Zaitzev repasó su estrategia. ¿Cuándo iba a comentarle a Irina lo de las improvisadas vacaciones? Si se lo decía, generaría inmediatamente un problema, porque Irina se preocuparía por su trabajo de contable en la tienda universal del gobierno, aunque la dirección del almacén estaba tan desorganizada, según ella, que ni siquiera se percatarían de su ausencia. Pero si la avisaba con mucha antelación habría otro problema, trataría de controlarlo todo, como toda esposa del mundo conocido, ya que, según ella, él no estaba cualificado para entender nada, lo cual, dadas las circunstancias, no dejaba de tener cierta gracia, pensó Oleg Ivan'ch.
Por tanto, no se lo diría en seguida, sino que se lo soltaría por sorpresa y utilizaría al director húngaro como pretexto. La gran sorpresa vendría en Budapest. Se preguntaba cómo reaccionaría ante esa parte de la noticia. Quizá no muy bien, pero era una esposa rusa, entrenada y educada para aceptar órdenes de su marido, como al parecer de los hombres rusos debía ser.
A Svetlana le gustaba desplazarse en el metro. Oleg sabía que eso era propio de los críos. Para ellos todo era una aventura, incluso algo tan rutinario como ir en metro. No andaba ni corría. Brincaba como un cachorro, o como una liebre, pensó su padre, sonriente. ¿Encontraría su pequeña zaichik mejores aventuras en Occidente?
Probablemente… si logro que llegue viva, pensó Zaitzev. Era peligroso, pero no temía por sí mismo, sino por su hija. Parecía extraño. O tal vez no. Ya no sabía qué pensar. Tenía una misión que cumplir y eso era todo lo que realmente veía ante él. Todo lo demás era una colección de pasos intermedios, al final de los cuales brillaba una luz resplandeciente y eso era cuanto realmente alcanzaba a ver. Era curioso cómo el brillo de la luz había ido aumentando desde sus primeras dudas acerca de la operación seis, seis, seis hasta ahora, cuando ocupaba su mente por completo. Igual que una palomilla atraída por una luz, a la que se había acercado progresivamente y lo único que esperaba era no perecer abrasado por su llama.
—¡Aquí, papá! —gritó Svetlana, que reconoció su parada, lo cogió de la mano y tiró de él hacia las puertas correderas.
Un minuto después saltó sobre la escalera mecánica, excitada por el paseo. Su hija era como un adulto norteamericano, o como los rusos suponían que era, siempre atento a las ocasiones y posibilidades de diversión, en vez de los peligros y amenazas que los sobrios y cautelosos soviéticos veían en todas partes. Pero si los norteamericanos eran tan tontos, ¿por qué los soviéticos siempre estaban tratando de alcanzarlos, sin conseguirlo? ¿Estaba Norteamérica en lo cierto y la URSS equivocada? Esa era una cuestión muy profunda que apenas había considerado. Todo lo que sabía de Norteamérica era la evidente propaganda que veía todas las noches por televisión, o leía en los periódicos oficiales del estado. Sabía que debía de estar equivocado, pero su conocimiento no era equilibrado, ya que realmente no poseía la información verdadera. Por consiguiente, su salto a Occidente era fundamentalmente un acto de fe. Si su país estaba tan equivocado, entonces la superpotencia alternativa debía de ser la correcta. Tenía que dar un gran salto, largo y peligroso, pensó caminando por la acera con su hijita cogida de la mano. Se dijo a sí mismo que debería ser más temeroso.
Pero ya era demasiado tarde para estar asustado, y echarse atrás sería tan perjudicial como seguir adelante. Por encima de todo, la cuestión era quién lo destruiría si fracasaba en su misión, su país o él mismo. Y, por otro lado, ¿le recompensaría Norteamérica por tratar de hacer lo que consideraba correcto? Parecía que él era como Lenin y los demás héroes de la revolución: veía algo objetivamente erróneo e intentaba impedirlo. ¿Por qué? Porque se sentía obligado a hacerlo. No le quedaba más remedio que confiar en que los enemigos de su país pudieran discernir lo que era correcto y lo que no lo era, de la misma manera que lo entendía él. ¿Lo harían? Mientras el presidente norteamericano denunciaba a su país como foco de la maldad en el mundo, su país alegaba más o menos lo mismo de Norteamérica. ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Quién se equivocaba? Era su país y su patrón quienes conspiraban para asesinar a un hombre inocente, y eso, a su entender, formaba parte de la cuestión entre el bien y el mal.
Mientras Oleg y Svetlana giraban hacia la izquierda para entrar en su bloque de pisos, se percató una vez más de que su suerte estaba echada. No podía cambiarla, ya sólo podía lanzar los dados y confiar en la suerte.
¿Y dónde se criaría su hija? Eso también dependía de los dados.
Ocurrió primero en York, la ciudad más grande del norte de Inglaterra. Los expertos en seguridad siempre dicen, a quienes los quieren escuchar, que lo menos importante de los incendios es su causa, porque siempre comienzan por las mismas razones. En este caso era una de las que más detestan los bomberos. Owen Williams, después de una agradable velada en su bar predilecto, The Brown Lion, donde se había tomado seis jarras de cerveza negra, se dirigió a su casa. La bebida, junto con el cansancio de una larga jornada laboral como carpintero, le había provocado somnolencia cuando llegó a su piso de la tercera planta, pero eso no le impidió conectar el televisor en su habitación y encender el último cigarrillo del día. Con la cabeza apoyada sobre una almohada ahuecada, dio varias caladas antes de desvanecerse por causa del alcohol y el cansancio. Relajó inconscientemente la mano y el cigarrillo cayó sobre la ropa de la cama. Al cabo de unos diez minutos, las sábanas antes blancas de algodón comenzaron a arder. Williams no estaba casado —hacía un año que su esposa se había divorciado de él—, por lo que no había nadie cerca para darse cuenta del olor agrio y hediondo, y el humo fue subiendo hasta el techo mientras el fuego iba consumiendo la ropa de la cama y el colchón.
La gente no suele morir por el fuego y tampoco lo hizo Owen Williams. Más bien empezó a respirar humo. El humo —los expertos a menudo usan la expresión «gas del fuego»— principalmente consiste en aire caliente, monóxido de carbono y partículas de hollín no destruidas por la combustión. De éstos, el monóxido de carbono a menudo es el componente más mortífero, ya que se adhiere a los glóbulos rojos de la sangre. Esta adherencia es realmente más fuerte que la formada por la hemoglobina con el oxígeno, que la sangre transporta a las diferentes partes del cuerpo humano. El efecto en la conciencia humana es parecido al del alcohol, euforia, como estar placenteramente borracho, seguido de la pérdida del conocimiento y, si se prolonga, como en este caso, de la muerte por falta de oxígeno en el cerebro. Así pues, envuelto en llamas, Owen Williams nunca despertó, sino que cayó en un sueño cada vez más profundo que lo llevó pacíficamente a la eternidad, a la edad de treinta y dos años.
No fue hasta tres horas después cuando un trabajador, que hacía el turno de noche y vivía en la misma planta, al regresar a casa percibió un olor extraño en el pasillo de la tercera planta que disparó su alarma interna. Llamó a la puerta y, al no recibir respuesta alguna, corrió a su piso y llamó al nueve, nueve, nueve.
Había un parque de bomberos a seis manzanas y allí, como en los demás, los bomberos saltaban de sus camas individuales estilo militar, se ponían las botas y sus chaquetas de trabajo, se deslizaban por la barra vertical para descender a la planta baja, donde se encontraban los camiones, pulsaban el botón para levantar las puertas automáticas y salían a toda prisa con su vehículo cisterna Dennis, seguidos de un camión escalera. Ambos conductores conocían las calles tan bien como un taxista y llegaron al edificio de apartamentos menos de diez minutos después de que los timbres los despertaron. El equipo de la bomba detuvo su vehículo y dos hombres arrastraron las mangueras hasta la boca de incendios de la esquina, dispuestos a atacar el fuego con experiencia y pericia. Los del equipo de la escalera, cuyo principal cometido era la busca y el rescate, corrieron hacia adentro y vieron que el preocupado ciudadano había llamado ya a todas las puertas de la tercera planta y había despertado a los vecinos, que se encontraban en el rellano. Indicó al encargado de los bomberos cuál era la puerta correcta y el fornido individuo la derribó de dos hachazos. Lo recibió una densa humareda negra, cuyo olor penetró en su máscara de gas y le comunicó a su mente experimentada que se estaba quemando un colchón. Siguió una rápida oración para que hubieran llegado a tiempo y luego el terror instantáneo de no haberlo logrado. Lo tenían todo en contra, incluida la hora del día, en la oscuridad de la madrugada. Corrió hacia la habitación trasera, rompió las ventanas con su hacha para que saliera el humo y se dio la vuelta para ver lo que había visto treinta o más veces antes, una forma humana inmóvil, casi escondida tras la humareda. Para entonces, dos más de sus colegas estaban en la habitación. Arrastraron a Owen Williams hasta el pasillo.
—¡Oh, mierda! —exclamó uno de ellos.
El veterano paramédico del equipo colocó una máscara de oxígeno en la cara pálida y empezó a golpear el botón para forzar la entrada de oxígeno puro en los pulmones, mientras un segundo hombre golpeaba el pecho de la víctima para intentar reanimarle el corazón. A su espalda, los maquinistas arrastraron una manguera de seis centímetros hasta el piso y comenzaron a rociarlo todo.
En general, era un ejercicio rutinario. El fuego fue sofocado en menos de tres minutos. Poco después, el humo se había despejado y los bomberos se quitaron sus máscaras protectoras. Pero fuera, en el pasillo, Owen Williams no daba la menor señal de vida. La regla era que nadie estaba muerto hasta que un médico lo certificara, por lo que cargaron el cuerpo como si fuera un enorme trapo flácido y pesado hasta la ambulancia que esperaba en la calle. El equipo paramédico tenía sus instrucciones de batalla y las siguieron al pie de la letra: primero colocaron el cuerpo en una camilla con ruedas, después examinaron sus ojos, a continuación sus vías respiratorias, que no estaban obturadas, y usaron su ventilador para darle más oxígeno al tiempo que intentaban reanimar su corazón. Las quemaduras periféricas tuvieron que esperar. Lo primero que debían conseguir era que le latiera el corazón y que sus pulmones respiraran, mientras el chófer circulaba por las calles oscuras hacia el Queen Victoria Hospital, a unos dos kilómetros de distancia.
Pero a su llegada al centro hospitalario, los paramédicos de la ambulancia sabían que estaban perdiendo su valioso tiempo. El área de urgencias estaba lista para ellos. El conductor cambió de sentido y entró marcha atrás, abrieron las puertas traseras de un tirón y sacaron la camilla ante un joven doctor que estaba obseRyando sin tocar nada todavía.
—Inhalación de humo —dijo el bombero paramédico al entrar por las puertas de vaivén—. Una grave intoxicación por monóxido de carbono.
Las extensas quemaduras, aunque mayoritariamente superficiales, por el momento podían esperar.
—¿Cuánto hace? —preguntó en seguida el doctor de la sala de urgencias.
—No lo sé. No tiene buen aspecto, doctor. Envenenamiento por monóxido de carbono, ojos fijos y dilatados, uñas rojas, de momento sin respuesta a la resucitación cardiopulmonar —respondió el paramédico.
Los médicos lo intentaron todo. Uno no puede desestimar la vida de un hombre en su treintena, pero una hora más tarde era evidente que Owen Williams no volvería a abrir sus ojos azules nunca más y el doctor, después de ordenar que se abandonaran los esfuerzos por salvarle la vida, anunció la hora oficial de la muerte para que fuese anotada en el certificado de defunción. La policía también estaba allí. Hablaron principalmente con los bomberos, hasta que se estableció la causa de la muerte. Tomaron muestras de sangre, que le habían extraído inmediatamente para analizar el contenido de gases, y quince minutos después el laboratorio informó de que el nivel de monóxido de carbono en la sangre era del treinta y nueve por ciento, muy por encima del nivel letal. Llevaba muerto desde antes de que los bomberos se quitaran sus chaquetas de trabajo.
Fue la policía, más que los bomberos, quien se ocupó del caso a partir de ese momento. Un hombre había muerto y había que informar de ello a la cadena de mando.
Esa cadena terminaba en Londres en el edificio de acero y cristal de New Scotland Yard, con su letrero triangular giratorio que hacía pensar a los turistas que el nombre de las fuerzas de policía londinenses era, de hecho, Scotland Yard, cuando en realidad éste había sido, años atrás, el nombre de la calle del antiguo edificio de la Jefatura de Policía. Allí, una nota adhesiva sobre el teletipo avisaba de que el superintendente en jefe Nolan, del Departamento de Seguridad del estado, quería que se le informase inmediatamente de cualquier defunción causada por un incendio. El operador del teletipo cogió el teléfono y marcó el número apropiado.
El número era el del oficial de guardia del Departamento de Seguridad del estado que, después de formular algunas preguntas, llamó a York para obtener más información. Ahora su trabajo consistía en despertar al Enano Nolan a las cuatro de la madrugada.
—Muy bien —dijo el superintendente en jefe después de recobrar la calma—. Dígales que no hagan nada con el cuerpo, nada en absoluto. Asegúrese de que lo entienden: nada en absoluto.
—Muy bien, señor —confirmó el sargento de guardia—. Transmitiré la orden.
Y a unos dos kilómetros y medio de distancia, Patrick Nolan volvió a dormir, o al menos lo intentó, mientras su mente se preguntaba de nuevo para qué coño quería el servicio secreto de Inteligencia un cuerpo humano asado. Tenía que tratarse de algo interesante, aunque también asqueroso de contemplar, lo suficiente como para mantenerlo desvelado unos veinte minutos más o menos antes de volver a conciliar el sueño.
Los mensajes iban y venían a través del Atlántico y de Europa oriental durante toda la noche y todos eran procesados por los especialistas en comunicaciones de las diversas embajadas, es decir, el personal administrativo mal pagado y sobrecargado de trabajo, cuya única responsabilidad consistía esencialmente en transmitir toda la información confidencial de las fuentes a los usuarios finales; por consiguiente, estaban en posesión de toda la información, pero no hacían nada con la misma. También era a ellos a quienes los enemigos trataban de corromper por todos los medios y, como consecuencia, era a los que se vigilaba más de cerca, tanto en las oficinas centrales como en las distintas embajadas, aunque para los afectados normalmente no había preocupación compensatoria para su comodidad. Pero era a través de este personal, tan a menudo menospreciado aunque esencial, que los despachos llegaban a su destino.
Uno de los receptores era Nigel Haydock y era a él a quien iban dirigidos los mensajes más importantes de la mañana, porque en ese momento sólo él conocía el alcance de Beatrix, gracias a su cargo, cuya tapadera era la de agregado comercial de la embajada de su majestad británica, en la orilla oriental del río Moscú.
Haydock solía desayunar en la embajada, puesto que su esposa estaba en un estado muy avanzado del embarazo y creía impropio pedirle que le preparara el desayuno. Además, dormía mucho, en previsión de lo poco que lo dejaría dormir el pequeño hijo de puta cuando llegara, pensaba Nigel. Estaba, por tanto, en su despacho tomando su té de la mañana y comiendo un bollo con mantequilla cuando vio el mensaje de Londres.
—¡Maldita sea! —suspiró, e hizo una pausa para reflexionar. Era brillante esa creación norteamericana sobre Mincemeat, asquerosa y repugnante, pero brillante. Y parecía que sir Basil seguía adelante. Ese maldito tramposo. Era la clase de cosas que le gustaban. Charleston era un devoto de la vieja escuela, alguien a quien le gustaba el sabor de las operaciones tortuosas. Su privilegiada inteligencia podría ser algún día la causa de su ruina, pero uno no podía dejar de admirar su exuberancia, pensó Haydock. O sea, llevar a Rabbit a Budapest y preparar su huida desde allí.
Andy Hudson prefería tomar café por la mañana, acompañado de huevos, beicon, tomates fritos y una tostada.
—Extraordinariamente brillante —dijo en voz alta.
La audacia de esa operación apelaba a su naturaleza aventurera. O sea, que se proponían sacar encubiertamente de Hungría a tres personas: un hombre adulto, una mujer adulta y una niña. En general no era difícil, pero debía comprobar su cadena de contactos, porque no quería meter la pata en esa operación, especialmente pensando en un futuro ascenso. El servicio secreto de Inteligencia era una de las burocracias del singular gobierno británico en que, si bien recompensaba muy bien los éxitos, era singularmente implacable con los errores; no había ningún sindicato en Century House para proteger a las abejas obreras. Pero él ya lo sabía cuando ingresó, y en cualquier caso, no podrían quitarle su pensión cuando alcanzara la antigüedad necesaria, se dijo Hudson. Y aunque esa operación no fuera la copa del mundo, sería como marcar el gol de la victoria para el Arsenal contra el Manchester United en el estadio de Wembley.
Por tanto, su primera tarea del día consistiría en ocuparse de las conexiones fronterizas. Eran fiables, pensó. Había dedicado bastante tiempo para establecerlas y las había comprobado con anterioridad. Pero a partir de hoy volvería a comprobarlas. También comprobaría su contacto en el AVH… O tal vez no. ¿Qué sacaría con ello? Podría permitirle descubrir si las fuerzas de la policía secreta húngara estaban en estado de alerta, en busca de algo, pero si ése fuera el caso, Rabbit no abandonaría Moscú. Su información debía de ser muy importante para una operación tan compleja dirigida por la CIA a través del servicio secreto de Inteligencia, y el KGB era una organización demasiado cautelosa y conservadora como para correr algún riesgo con información de tal importancia. En el negocio de los servicios de Inteligencia, el otro lado nunca era previsible; había demasiada gente con ideas ligeramente diferentes para actuar codo con codo. De modo que no, el AVH no podía saber mucho, si es que sabía algo. El KGB no confiaba en nadie en absoluto, salvo por descuido involuntario, preferiblemente con pistolas en la mano.
Por tanto, la única cosa inteligente que podía hacer era comprobar sus procedimientos de huida y hacerlo con cautela, o por el contrario esperar a que ese tal Ryan llegara de Londres y lo mirara por encima del hombro… Ryan, de la CIA, pensó. El mismo que… no, no podía ser. Sería una coincidencia. Tenía que serlo. Aquel Ryan era un ex marine, un ex marine norteamericano. Demasiada coincidencia, decidió el jefe de la delegación de Budapest.
Ryan se había acordado de sus croissants y esta vez los había traído con él en el taxi desde Victoria hasta Century House, junto con el café. Cuando llegó vio la chaqueta de Simon en la percha, pero no a Simon. Pensó que probablemente estaría con sir Basil y se sentó en su escritorio, mirando el montón de mensajes nocturnos que tenía que revisar. Los tres croissants que por glotonería había comprado, además de los paquetes de mantequilla y jalea de uva, eran tan hojaldrados que corría el peligro de terminar con ellos por encima en vez de comérselos, y el café de esa mañana tampoco estaba muy bueno. Tomó nota mental de escribir a Starbucks y sugerirles que abrieran algunos puntos de venta en Londres. Los británicos necesitaban buen café para deshacerse del maldito té, y esa nueva empresa de Seattle podía conseguirlo, suponiendo que lograran entrenar a alguien para prepararlo correctamente. Levantó la cabeza en el momento que se abría la puerta.
—Buenos días, Jack.
—Hola, Simon. ¿Cómo está sir Basil esta mañana?
—Se siente muy ingenioso con la operación Beatrix. Está en camino, por así decirlo.
—¿Puedes contarme lo que está pasando?
Simon Harding reflexionó unos instantes antes de explicárselo sucintamente.
—¿Es que alguien ha perdido el juicio? —exclamó Ryan al terminar su breve explicación.
—Sí, es creativo, Jack —reconoció Harding—. Pero creo que no habrá muchas dificultades en la operación.
—A menos que vomite —repuso gravemente Jack.
—Entonces llévate una bolsa de plástico —sugirió Harding—. Puedes coger una del avión.
—Muy gracioso, Simon —respondió Ryan antes de hacer una pausa—. ¿Qué es esto, una especie de rito de iniciación para mí?
—No, no hacemos ese tipo de cosas. El concepto operativo procede de tu gente y la solicitud de cooperación del propio juez Moore.
—¡Joder! —exclamó Jack—. Y me mandan a la mierda, ¿no?
—Jack, aquí el objetivo no es sacar a Rabbit, sino hacerlo de manera que los rusos crean que ha muerto, no desertado, junto con su esposa y su hija.
La parte que realmente le preocupaba a Ryan era la de los cadáveres. ¿Qué podía ser más desagradable que eso? Y aún no conoce la parte más horrible, pensó Simon Harding, satisfecho de haberla omitido.
Zaitzev se dirigió a la oficina administrativa en la segunda planta del Centro. Mostró su identificación a la chica y esperó algunos minutos antes de entrar en el despacho del supervisor.
—¿Sí? —dijo el burócrata, casi sin levantar la vista.
—Quiero coger unos días de vacaciones. Deseo llevar a mi esposa a Budapest. Hay un director de orquesta al que le gustaría escuchar y quiero ir en tren en vez de en avión.
—¿Cuándo?
—Dentro de unos días. De hecho, tan pronto como sea posible.
—Comprendo.
La agencia de viajes del KGB hacía muchas cosas, la mayoría completamente rutinarias. El agente de viajes —¿qué otra cosa podía llamarlo Zaitzev?— aún no le había mirado.
—Debo comprobar si hay plazas disponibles en el tren —agregó el funcionario.
—Quiero ir en clase internacional, en compartimentos, con camas para tres, tengo una hija.
—Eso puede que no sea fácil —comentó el burócrata.
—Camarada, si hay cualquier dificultad, por favor, póngase en contacto con el coronel Rozhdiéstvensky —dijo suavemente.
Zaitzev vio que el nombre le hacía levantar la mirada. La única duda era si haría o no la llamada. El burócrata trataba de pasar desapercibido para los oficiales, y como la mayoría en el Centro, tenía un temor saludable a los de la planta superior. Por una parte, quizá sentía curiosidad por saber si alguien tomaba el nombre del coronel en vano. Pero por otra, llamar la atención de aquel alto mando, como un gusanito oficioso de la administración, no le haría mucho bien. Miró a Zaitzev, preguntándose si tendría autorización para invocar el nombre y la autoridad de Rozhdiéstvensky.
—Veré lo que puedo hacer, camarada comandante —prometió.
—¿Cuándo puedo llamarlo?
—Hoy, más tarde.
—Gracias, camarada. —Zaitzev salió y se dirigió hacia los ascensores.
Gracias a su jefe temporal de la planta superior, eso ya estaba hecho. Para asegurarse de que todo estaba bien, llevaba su corbata azul de rayas en el bolsillo de la chaqueta. De regreso en su escritorio, continuó memorizando el contenido de su rutinario tráfico de mensajes. Pensó que era una lástima que no pudiera copiar de los libros de claves de un solo uso, pero eso no resultaba práctico, y memorizarlos era imposible incluso para su memoria entrenada.
Foley vio que era la única palabra sobre el mensaje de Langley. O sea, que seguían adelante. Eso era bueno. La oficina central estaba deseando trotar sobre Beatrix y eso probablemente era porque Rabbit les había advertido acerca de la seguridad en las comunicaciones, la única cosa que probablemente causaba pánico en la planta séptima. ¿Pero era posible que fuera cierto? No, Mike Russell no lo creía, y tal como ya había observado, si fuera verdad, algunos de sus agentes habrían sido barridos como confeti en un desfile y eso no había ocurrido… a menos que el KGB fuera realmente listo y hubiera convertido a sus agentes en dobles, operando bajo el control soviético. ¿Pero no sería él capaz de detectarlo? Bien, probablemente, juzgó Foley. Lo cierto era que todos no podían ser agentes dobles. Algunas cosas eran imposibles de esconder, a menos que el Segundo Directorio del KGB tuviera la más ingeniosa operación de espionaje de la historia, y dado que eso teóricamente era imposible, lo convertía en algo sumamente improbable, que seguramente evitaban, ya que la calidad de la información que saldría sería excepcional, demasiado buena para dejarla ir a propósito…
Pero no podía descartar totalmente esa posibilidad. Seguro que la Agencia de Seguridad Nacional ahora mismo estaría dando pasos para examinar sus KH-7 y otras máquinas codificadoras, pero Fort Meade tenía un equipo de verificación cuyo único trabajo era tratar de forzar sus propios sistemas, y aunque los matemáticos rusos eran muy listos —siempre lo habían sido—, no eran alienígenas de otro planeta… A menos que tuvieran un agente suyo infiltrado en Fort Meade, y ésa era una preocupación que todos tenían. ¿Cuánto pagaría el KGB por esa clase de información? Quizá millones. No tenía esa cantidad de dinero para pagar a su gente y, además de ser mezquino, el KGB no les era leal y los consideraba como bienes prescindibles. Claro que tenían a Kim Philby escondido en un lugar seguro en Moscú. Las organizaciones de espionaje occidentales sabían dónde vivía, e incluso habían fotografiado a ese renegado hijo de puta. Hasta sabían cuánto bebía, mucho, incluso según las costumbres rusas. Pero cuando los rusos perdían a un agente que era detenido, ¿trataban alguna vez de negociar o hacer un intercambio? No, desde que la CIA negoció la liberación de Francis Gary Powers, el desafortunado piloto del U-2 a quien habían derribado en 1961, y quisieron intercambiarlo por Rudolf Abel, pero Abel había sido uno de sus propios oficiales, un coronel, y además muy bueno, que operaba en Nueva York. Eso tenía que disuadir a cualquier espía norteamericano que tuviera ilusiones de hacerse rico con una cuenta corriente de la madre Rusia. Y los traidores pasaban largo tiempo en el sistema federal de prisiones, lo cual tenía que ser muy disuasorio.
Pero los traidores eran reales, no importa lo equivocados que estuvieran. Al menos la era del espía ideológico prácticamente había terminado. Aquéllos habían sido los más productivos y los más dedicados, cuando la gente realmente creía que el comunismo supondría la liberación de la evolución humana, pero ni siquiera los rusos creían ya en el marxismo-leninismo, salvo Suslov, que estaba a punto de morir, y su supuesto sucesor, Alexándrov. No, los agentes del KGB en Occidente eran casi todos unos mercenarios hijos de puta. No eran los luchadores por la libertad a los que Ed Foley se había unido en las calles de Moscú, se dijo el jefe de delegación. Esa era una ilusión que todos los oficiales de la CIA mantenían, incluso su esposa.
¿Y Rabbit? Estaba furioso por algo. Un asesinato, dijo, uno premeditado. Algo que ofendía los sentimientos de un hombre decente y honorable. Entonces, sí, Rabbit tenía motivaciones honorables y, por tanto, merecía la atención y la preocupación de la CIA.
¡Por Dios!, pensó Ed Foley, la ilusión que debes tener para llevar a cabo este jodido trabajo. Tienes que ser psiquiatra, madre amorosa, padre severo, amigo íntimo y padre confesor para los idealistas, confusos, enojados, o sencillamente individuos avariciosos que eligieron traicionar a su país. Algunos de ellos bebían demasiado; algunos se enfurecían tanto que se ponían en peligro al arriesgarse de forma grotesca. Algunos sencillamente estaban locos, dementes o clínicamente perturbados. Otros adquirían desviaciones sexuales, ¡caray!, algunos comenzaban así y luego empeoraban. Pero Ed Foley tenía que ser su asistente social, lo cual era una rara descripción del oficio para alguien que se veía como un guerrero contra el Gran Oso Feo. Bien —se dijo—, una cosa a la vez. A sabiendas, había escogido una profesión apenas medianamente retribuida, por la que no se le reconocería mérito alguno, ni recibiría ninguna gratificación por los peligros físicos y psicológicos que conllevaba servir a su país de una manera que nunca apreciarían los millones de ciudadanos a los que ayudaba a proteger; una profesión despreciada por los medios de comunicación, a los que él también despreciaba, y en la que nunca podía defenderse con la verdad de lo que hacía. ¡Qué asco de vida!
Pero tenía sus satisfacciones, como la de sacar a Rabbit del país de las tinieblas.
Si Beatrix funcionaba.
Foley se dijo que ahora, una vez más, sabía lo que era lanzar en una competición mundial.
Istvan Kovacs vivía a unas manzanas del palacio parlamentario húngaro, un edificio ornamentado con reminiscencias del palacio de Westminster, en la tercera planta de una casa de vecinos de finales de siglo, cuyos cuatro cuartos de baño estaban en la primera planta de un patio deprimente. Hudson cogió el metro hasta el palacio gubernamental y anduvo el resto del camino asegurándose de que no lo seguían. Había llamado antes; las líneas telefónicas de la ciudad eran seguras, incontroladas principalmente por causa de la ineficacia de los sistemas telefónicos locales.
Kovacs era tan típicamente húngaro que merecía una foto en los inexistentes folletos turísticos: metro setenta y dos, moreno, cara bastante redonda con ojos castaños y cabello negro. Pero debido a su profesión vestía bastante mejor que el ciudadano medio. Kovacs era un contrabandista. Ese era un medio de vida bastante honorable en su país, ya que traficaba con Yugoslavia, un país con reputación marxista hacia el sur, cuyas fronteras estaban lo suficientemente abiertas como para que un hombre listo comprara artículos occidentales con el fin de venderlos en Hungría y en el resto de Europa oriental. Los controles aduaneros de Yugoslavia eran bastante laxos, especialmente para aquellos que tenían algún acuerdo con los policías de la frontera. Kovacs era una de esas personas.
—Hola, Istvan —dijo Andy Hudson, sonriendo.
«Istvan» era la versión local de Steven, y «Kovacs» la de Smith, por su ubicuidad.
—Buenos días, Andy —respondió Kovacs.
Abrió una botella de Tokaji, el vino tinto noble. Hudson había venido para disfrutarlo como la variante local del jerez, con un gusto diferente pero idéntico propósito.
—Gracias, Istvan.
Hudson tomó un sorbo. Era de una buena cosecha, con seis cestas de uva en la etiqueta indicando que era de la mejor calidad.
—¿Cómo va el trabajo?
—Muy bien. Nuestros magnetoscopios son populares entre los yugoslavos y las cintas que me suministran lo son para todo el mundo. ¡Ojalá tuviera la polla como esos actores! —se rió.
—Las mujeres tampoco están mal —observó Hudson, que había visto unas cuantas de esas películas.
—¿Cómo puede ser tan hermosa una kurva?
—Los norteamericanos pagan más a sus putas que nosotros aquí en Europa, supongo. Pero Istvan, esas mujeres no tienen corazón.
Hudson no había pagado nunca por ello en su vida, al menos no abiertamente.
—No es su corazón lo que quiero —volvió a reírse Kovacs.
Ya le había estado dando al Tokaji durante el día y de ahí que no saliera esa noche. Bueno, nadie trabaja permanentemente.
—Puede que tenga una tarea para ti.
—¿Entrando qué?
—Nada. Sacando —aclaró Hudson.
—Eso es fácil. La határ rség nos da problemas cuando entramos, pero no demasiados cuando salimos.
Tenía su mano derecha alzada, frotándose el pulgar con el índice, el gesto universal para indicar lo que los guardias fronterizos deseaban: dinero o algo negociable.
—Bueno, este paquete puede que sea voluminoso —advirtió Hudson.
—¿Cómo de voluminoso? ¿Quieres sacar un tanque?
El ejército húngaro acababa de recibir nuevos T-72 rusos y la noticia había salido por la televisión en un intento de levantar el ánimo de las tropas. Una pérdida de tiempo, pensaba Hudson.
—Eso podría ser difícil —agregó—, pero todo es posible por el precio adecuado.
Los polacos acababan de entregar uno de dichos tanques al servicio secreto de Inteligencia, un hecho poco conocido.
—No, Istvan, algo más pequeño. Más o menos de mi tamaño, pero tres paquetes.
—¿Tres personas? —preguntó con hastío Kovacs, que había comprendido el mensaje—. ¡Bah! ¡Baszd meg! Dalo por hecho —concluyó.
—Sabía que podía contar contigo, Istvan —dijo Hudson con una sonrisa—. ¿Cuánto costará?
—Pasar tres personas a Yugoslavia… —Kovacs calculó mentalmente—. Cinco mil marcos alemanes.
—¡Ez kurva drága! —objetó Hudson, o fingió hacerlo, aunque era barato, apenas mil libras esterlinas—. ¡Muy bien, ladrón! Lo pagaré porque eres mi amigo, pero sólo por esta vez —agregó mientras vaciaba su copa—. Podría enviar los paquetes por avión —sugirió Hudson.
—Pero en el aeropuerto es precisamente donde los határ rség están alerta —puntualizó Kovacs—. Los pobres bastardos siempre están a la vista, vigilados por sus altos mandos. No tienen ocasión para estar abiertos a… negociaciones.
—Supongo que tienes razón —reconoció Hudson—. Muy bien. Te llamaré para informarte.
—Está bien. Ya sabes dónde encontrarme.
—Gracias por la bebida, amigo —dijo Hudson.
—Lubrica el negocio —respondió Kovacs mientras le abría la puerta a su invitado.
Con cinco mil marcos alemanes taparía muchos agujeros y además podría adquirir artículos para revender en Budapest por una suculenta suma de dinero.