Realmente no era fácil estar seguro de haber cogido la línea de metro correcta. Ambos, Rabbit y Foley, utilizaban la eficiencia inhumana, que debía de ser el único aspecto de la vida soviética que realmente funcionaba de manera apropiada y lo digno de mención era que los trenes seguían unos horarios tan regulares y predecibles como la puesta del sol, sólo que con más frecuencia. Foley entregó su envío en mano a Mike Russell, luego se puso el impermeable y salió de la embajada por la puerta principal en el momento exacto, caminó al paso habitual y llegó al andén del metro a la hora convenida; después se dio la vuelta para verificarlo con el reloj que colgaba del techo de la estación. Sí, de nuevo lo había logrado. El tren entró mientras el anterior salía y Foley subió al vagón de costumbre, echó un vistazo… No, sí, allí estaba Rabbit. Foley desplegó su periódico. El impermeable desabrochado colgaba de sus hombros libremente.
Zaitzev se sorprendió al ver la corbata roja, pero no podía quejarse. Como de costumbre, avanzaba en la dirección correcta.
Ahora era cuestión de rutina, pensó el jefe de delegación. Sintió que la mano se metía subrepticiamente en su bolsillo y volvía a salir. Después, sus agudos sentidos percibieron que el hombre se apartaba un poco. Era de esperar que aquello todavía se repetiría algunas veces. Para Foley no era peligroso, pero para Rabbit, sí, a pesar de la habilidad adquirida para tal menester. Las demás personas presentes en el vagón del metro, algunas de cuyas caras conocía de vista, podrían pertenecer perfectamente al Segundo Directorio. Podrían estar vigilándolo mediante un grupo de oficiales diferentes; sería una táctica sensata por parte de la oposición, de forma irregular, para reducir las oportunidades de ser identificados.
El tren llegó a la parada prevista a la hora precisa y Foley se apeó. Dentro de algunas semanas tendría que colocarle el forro a su abrigo y a lo mejor hasta ponerse el shapka que le había comprado Mary Pat. Debía empezar a pensar qué ocurriría una vez hubieran sacado a Rabbit. Si Beatrix concluía satisfactoriamente, tendría que mantener su tapadera durante un tiempo, o cambiar e ir en coche a la embajada, un cambio de rutina que no extrañaría a los rusos. Después de todo, era norteamericano, y los norteamericanos tenían fama de ir en coche a todas partes. El metro empezaba a cansarle; demasiado lleno, a menudo de gente que no sabía lo que era una ducha. Las cosas que tenía que hacer por su país, pensó Foley. No, se corrigió, las cosas que tenía que hacerles a los enemigos de su país. Eso hacía que mereciera la pena. Provocarle un dolor de barriga al Gran Oso, incluso cáncer de estómago, iba cavilando de camino a su apartamento.
—¿Sí, Alan? —preguntó Charleston levantando la cabeza.
—Esta es una operación importante, ¿no es cierto? —dijo Kingshot.
—Importante en cuanto a su objetivo, sí —confirmó el director general, pero de lo más rutinaria posible en cuanto a su funcionamiento. Sólo tenemos a tres personas en Budapest y no sería muy inteligente mandar un comando.
—¿Va alguien más?
—Jack Ryan, el norteamericano —dijo sir Basil.
—No es un oficial de campo —objetó inmediatamente Kingshot.
—Básicamente es una operación norteamericana, Alan. Únicamente solicitaron que uno de los suyos fuera como observador. A cambio tendremos uno o dos días a Rabbit en una casa segura, de nuestra elección, para que nos facilite un informe. Sin lugar a dudas, tendrá cantidad de información que nos pueda ser de utilidad y seremos los primeros en hablar con él.
—Bien, espero que ese tal Ryan no nos jorobe.
—¿Acaso no ha demostrado que es muy equilibrado en los momentos de tensión, Alan? —preguntó sir Basil, razonable como siempre.
—Será debido a su entrenamiento como marine —observó Kingshot con misteriosa generosidad.
—Y es muy listo, Alan. Está haciendo un excelente trabajo en su proyecto analítico.
—Si usted lo dice, señor. Necesito cierta ayuda de la brigada especial para conseguir los tres cuerpos y luego rezar a la espera de que ocurra algo espantoso.
—¿En qué está pensando?
Kingshot explicó su incipiente concepto operativo. Era la única manera de que algo así ocurriera. Y como ya había mencionado anteriormente sir Basil aquel mismo día, era tan espeluznante como una autopsia.
—¿Qué probabilidades hay de que ocurra algo así? —preguntó Basil.
—Debo hablar con la policía para poder responderle.
—¿Quién es su contacto allí?
—El superintendente en jefe Patrick Nolan. Ya lo conoce.
—¿Aquel enorme individuo que detiene delanteros de rugby para entretenerse? —preguntó Charleston cerrando un momento los ojos.
—Ese es Nolan. En el cuerpo lo llaman Enano. Creo que come barras de pesas con los copos de avena. ¿Puedo comentar con él lo de la operación Beatrix?
—Sólo lo que sea necesario para nuestros intereses, Alan.
—Muy bien, señor —respondió Kingshot antes de abandonar el despacho.
—¿Qué quieres? —preguntó Nolan con una jarra de cerveza en la mano, poco después de las cuatro de la tarde, en el bar que se encontraba a una manzana de New Scotland Yard.
—Ya me has oído, Enano —dijo Kingshot mientras encendía un cigarrillo para no desentonar con el resto de los clientes.
—Bueno, debo admitir que he oído muchas cosas raras desde que estoy en Scotland Yard, pero nunca nada parecido.
Nolan medía uno noventa y tres y pesaba ciento cuatro kilos, casi nada de grasa. Por lo menos pasaba una hora tres veces a la semana en el gimnasio de Scotland Yard. Pocas veces llevaba pistola. Nunca la había necesitado para convencer a los delincuentes de la futilidad de ofrecer resistencia.
—¿Puedes decirme por qué lo necesitas? —preguntó.
—Lo siento, no estoy autorizado. Todo lo que puedo decirte es que se trata de un asunto importante.
—Bueno, ya sabes que no guardamos esas cosas en cámaras frigoríficas, ni siquiera en el museo de los horrores —dijo después de tomar un prolongado trago de cerveza.
—Pensaba en un accidente de tráfico. Ocurren continuamente, ¿no es cierto?
—Sí, es verdad, Alan, pero no a una familia de tres miembros.
—Bueno, ¿con qué frecuencia ocurren? —preguntó Kingshot.
—Quizá haya unos veinte accidentes como éste en un año normal, pero no se puede predecir cuándo van a tener lugar.
—Bien, entonces tendremos que confiar en la buena suerte, y si no ocurre, ¿qué le vamos a hacer?
Eso podía suponer un problema. Quizá sería preferible conseguir la ayuda de los norteamericanos. En Estados Unidos había unas cinco mil muertes anuales por accidentes de tráfico en las autopistas. Kingshot decidió que se lo sugeriría a sir Basil por la mañana.
—¿Buena suerte? Yo no lo llamaría así, Alan —señaló Nolan.
—Y si ocurre en la M4, ¿entonces qué?
—Nosotros recogeremos los cadáveres.
—¿Y los familiares de los fallecidos? —preguntó Nolan.
—Sustituiremos los cuerpos por bolsas con peso. El estado de los cadáveres evitará una ceremonia con ataúdes abiertos ¿no te parece?
—Sí, bueno, ¿y después qué?
—Disponemos de personal para ocuparse de los cadáveres No necesitas saber los detalles.
El servicio secreto de Inteligencia tenía una relación cordial con la policía metropolitana, pero nada más que eso.
—Sí, dejo las pesadillas para ti, Alan —dijo Nolan después de terminarse la cerveza, reprimiendo un escalofrío. Mantendré los ojos bien abiertos, ¿de acuerdo?
—Inmediatamente.
—¿Cabe la posibilidad de que tengamos que ocuparnos de los restos de más de uno de esos incidentes?
—Evidentemente —asintió Kingshot —¿Otra ronda?
—Buena idea, Alan —respondió Nolan y su anfitrión le hizo un gesto con la mano al camarero—. ¿Sabes?, algún día me gustaría saber para qué me estáis usando.
—Algún día, cuando ambos estemos retirados, Patrick te complacerá saber a lo que estás contribuyendo. Te lo puedo asegurar; amigo.
—Si tú lo dices, Alan.
Nolan se conformó por el momento.
—¡Qué diablos! observó —el juez Moore al leer el último despacho de Moscú.
Se lo pasó a Greer, que le echó un vistazo y se lo pasó a su vez a Mike Bostock.
—Mike, Foley, tu chico, tiene una gran imaginación —comentó el almirante.
—Yo creo que es cosa de Mary Pat. Ella es el vaquero, bueno, la amazona. Es original, chicos.
—Original no es la palabra —dijo el director de la CIA poniendo los ojos en blanco. De acuerdo, Mike, ¿es posible hacerlo?
—En teoría, sí, y me gusta el concepto operativo. Conseguir a un desertor sin que Iván se entere. Eso es tener estilo, caballeros —señaló Bostock con admiración—. La parte desagradables que se necesitan tres cadáveres y uno de ellos tiene que ser el de un niño.
Los tres ejecutivos del servicio de Inteligencia se controlaron para no estremecerse, con sólo pensar en ello. Curiosamente resultaba más fácil para el juez Moore, que treinta años atrás ya se había mojado las manos. Pero eso fue en tiempo de guerra, cuando las reglas eran más flexibles. Aunque no tanto como para no tener remordimientos. Eso lo impulsó a ejercer de nuevo. No podía reparar los errores cometidos, pero sí asegurarse de que no se repitieran. O por lo menos intentarlo, se dijo a sí mismo.
—¿Por qué un accidente de automóvil? —preguntó Moore—. ¿Por qué no un incendio en una casa? ¿No sería más indicado para este propósito?
—Buena idea —asintió inmediatamente Bostock. Menos traumas físicos que explicar.
—Se lo comentaré a Basil.
Moore se percató de que incluso la gente más brillante tenía sus limitaciones. Por eso siempre les decía que dieran rienda suelta a su pensamiento. Y de vez en cuando, alguno lo hacía, aunque no muy a menudo.
—Esto será un auténtico acontecimiento si logramos que funcione dijo Mike Bostock después de reflexionar unos instantes.
—«Si» puede ser una palabra de mucho peso, Mike —advirtió Greer.
—Bueno, quizá en esta ocasión el vaso esté medio lleno sugirió el subdirector de Operaciones. Bien. La misión principal es sacar a ese individuo, pero, de vez en cuando, se puede acompañar el pato con un poco de salsa.
—No sé —observó con recelo Greer:
—Bueno, llamaré a Emil al FBI y comprobaré qué opina al respecto —dijo Moore—. Es más su territorio que el nuestro.
—Y si algún abogado se entera, ¿entonces qué, Arthur?
—Hay maneras de tratar con los abogados, James.
Una pistola siempre es útil, pensó Greer mientras asentía. Avanzar paso a paso era una buena norma, especialmente en ese trabajo de locos.
—¿Cómo te han ido las cosas hoy, cariño? —preguntó Mary Pat
—Como de costumbre —respondió Ed para los micrófonos ocultos en el techo mientras levantaba los dos pulgares y le pasaba la nota que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
Ya tenían un lugar y una hora de reunión. Mary Pat se ocuparía de ello. Leyó la nota y asintió. Ella y Eddie darían otro paseo para encontrarse con la pequeña Svetlana, la zaichik. Luego sólo era cuestión de sacar a Rabbit de la ciudad, y dado que era del KGB, no debería de costar demasiado. Esa era la ventaja de que trabajara en el Centro. Después de todo, se trataba de un pequeño aristócrata y no de un muzhik de la clase obrera.
Vio que había bistec para cenar, la comida habitual de las celebraciones. Mary Pat estaba tan mentalizada como él en cuanto a ese asunto, quizá más. Con un poco de suerte, la operación Beatrix les daría fama, y ambos deseaban tener una buena reputación en su campo.
Ryan cogió el tren de costumbre a Chatham. De nuevo no se encontró con su esposa, que había tenido un día rutinario, por lo que seguramente había regresado más temprano, como todos los demás médicos funcionarios del gobierno con los que trabajaba. Se preguntó sí aquella mala costumbre continuaría cuando regresaran a su hogar en Peregrine Cliff. Probablemente, no. A Bernie Katz le gustaba tener el escritorio limpio y las listas de espera vacías, y las costumbres laborales locales estaban conduciendo a su mujer a la bebida. La buena noticia era que, como no tenía ninguna operación programada para esa semana, podían beber vino para cenar esa noche.
Se preguntaba cuánto tiempo pasaría fuera de casa. Era algo a lo que no estaba acostumbrado. Una de las ventajas de ser un analista era que hacía todo su trabajo en la oficina, antes de regresar a casa. En todo el tiempo que llevaban casados, rara vez había dormido lejos de su esposa, una norma casi sagrada en su matrimonio. Cuando se levantaba a las tres de la madrugada, le gustaba besarla y verla sonreír mientras dormía. El matrimonio con Cathy era el ancla de su vida, el mismísimo centro del universo. Pero ahora el deber lo mantendría alejado de ella durante varios días, algo que no le gustaba. Tampoco le agradaba viajar en otro maldito avión a un país comunista con documentación falsa para supervisar allí una operación ilegal, de la que no sabía un carajo, salvo lo que había pescado ocasionalmente hablando con algún espía de campo en Langley… y de sus propias experiencias aquí en Londres, así como en su casa en Chesapeake, cuando Sean Miller y sus terroristas se presentaron disparando. Era algo que trataba de olvidar por todos los medios. Otro gallo habría cantado de haber estado en el cuerpo de marines, pero ahí se habría encontrado rodeado de compañeros de guerra. Podría haberse nutrido de su respeto, recordar sus proezas bélicas con el orgullo de haber hecho lo correcto en el momento apropiado, relatar los sucesos a los interesados, transmitir las lecciones tácticas aprendidas en su paso por medio campo de batalla, entre cervezas en el club de oficiales, e incluso sonreír acerca de algo que normalmente no tendría gracia. Pero había dejado el cuerpo de marines con una lesión en la espalda y tuvo que afrontar el combate como un civil muy asustado. Aunque el valor, por lo que le habían dicho en una ocasión, consistía en ser el único consciente de lo aterrorizado que estaba. Y supuso que, efectivamente, había mostrado esa cualidad en el momento oportuno. Además, su trabajo en Hungría consistiría tan sólo en observar y luego, durante la parte importante, permanecer sentado mientras los muchachos de sir Basil entrevistaban a Rabbit en alguna casa segura de Londres, o donde fuese, antes de que probablemente las Fuerzas aéreas los llevaran a Washington en su KC-135 para misiones especiales, desde el campo de Benwaters de la RAF, con buena comida y mucho alcohol pala aliviar el miedo a volar.
Se apeó del tren, subió por la escalera y cogió un taxi para Grizedale Clase, donde encontró a Cathy, que había despedido a la señorita Margaret, ocupada en la cocina y vio que tenía a Sally como ayudante.
—Hola, cariño.
Se besaron. Alzó a Sally para abrazarla, como de costumbre. Las niñas dan los mejores abrazos.
—¿De qué se trataba el importante mensaje? —preguntó Cathy.
—Nada importante. En realidad, algo decepcionante.
—Ya, ya. Cathy miró a su marido a los ojos.
Jack no sabía mentir. Eso era algo de él que a ella le agradaba.
—De verdad, cariño —dijo Ryan, que reconocía la mirada de su esposa y quería esconderse bajo tierra. No me han disparado ni nada por el estilo.
—De acuerdo —respondió, queriendo decir «ya hablaremos de ello más tarde».
Has vuelto a meter la pata, Jack, se dijo a sí mismo Ryan.
—¿Cómo va el asunto de las gafas? —preguntó.
—Hoy he visitado a seis pacientes, aunque tenía tiempo para ocho o nueve, pero eran los que había en mi lista.
—¿Has hablado con Bernie de las condiciones de trabajo de aquí?
—Hoy lo he llamado al regresar a casa. Se ha reído a base de bien y me ha dicho que disfrutara de las vacaciones.
—¿Y de los que abandonan el quirófano para tomar una copa?
—Dijo, y cito literalmente: «Jack está en la CIA, ¿no es cierto? Pues dile que les pegue un tiro a esos cabrones» —reapondió Cathy, y siguió cocinando.
—Debes decirle que nosotros no hacemos ese tipo de cosa —sonrió Jack.
Eso, al menos, no era una mentira y confiaba en que ella se diera cuenta.
—Ya lo sé. No podrías cargar con ese peso sobre tu conciencia.
—Soy muy católico —confirmo.
—Bien, al menos sé que no me engañarás.
—Que Dios me castigue con un cáncer si alguna vez lo hago.
Era la única imprecación sobre el cáncer que Cathy casi aprobaba.
—Nunca tendrás razón alguna para ello, Jack.
Eso era muy cierto. No le gustaban las armas, ni que se derramara sangre, pero lo amaba. Y eso era suficiente por el momento.
La cena fue bien, seguida de las actividades nocturnas habituales, hasta que llegó la hora de que su hija de cuatro años se pusiera su pelele amarillo y trepara a su cama de niña mayor.
Con Sally en la cama y el pequeño Jack dormitando también, era hora de mirar la tele como de costumbre. O eso pensó Jack, hasta que…
—De acuerdo, Jack, ¿cuál es la mala noticia?
—Nada del otro mundo —respondió.
Fue la peor respuesta posible. Cathy era muy buena leyéndole el pensamiento.
—¿Qué significa eso?
—Tengo que hacer un pequeño viaje a Bonn —respondió él, sin olvidar la advertencia de sir Basil—. Un asunto de la OTAN que me han encargado.
—¿Para hacer qué?
—No sabría decirte, cariño.
—¿Por cuánto tiempo?
—Probablemente tres o cuatro días. Por alguna maldita razón, creen que soy la persona indicada para ello.
La media verdad de Ryan fue lo suficientemente oblicua para que por una vez frustrara la lectura de su mente.
—¿No irás a llevar una arma o algo por el estilo?
—Cariño, soy un analista, no un oficial de campo, ¿recuerdas? Eso no forma parte de mi trabajo. Tampoco creo que los espías de campo lleven armas muy a menudo. Si alguien se da cuenta, es demasiado difícil de explicar.
—Pero…
—James Bond existe en las películas, cariño, no en la vida real.
Ryan volvió a prestar atención al televisor. La ITV reponía «Peligro-UXB», y Jack volvió a preguntarse si Brian sobreviviría a su trabajo de desactivación de bombas no explosionadas y se casaría con Suzy al volver a la vida civil. Desactivar armamento explosivo era un trabajo espantoso pero, si cometías un error, no sentías dolor por mucho tiempo.
—¿Sabes algo de Bob? —preguntó Greer cerca de las seis de la tarde.
El juez Moore se levantó de su costosa silla giratoria y se desperezó. Permanecía demasiado tiempo sentado y hacía poco ejercicio. En Texas tenía un pequeño rancho con tres caballos (no podías ser un ciudadano prominente si no tenías al menos uno o dos caballos) y tres o cuatro veces a la semana ensillaba a Aztec y montaba aproximadamente durante una hora, principalmente para aclarar sus ideas, para poder pensar fuera de su oficina. Así era como reflexionaba mejor. Moore pensó que quizá por eso se sentía tan condenadamente improductivo allí. Una oficina no era un buen lugar para reflexionar, aunque todos los ejecutivos del mundo fingieran que lo era. A saber por qué. Eso es lo que necesitaba en Langley, su propio establo. En el recinto había mucho espacio, unas cinco veces más del que tenía en Texas. Pero si hiciera eso, las historias recorrerían el mundo entero: «Al director de la CIA norteamericana le gusta montar a caballo con su sombrero negro Stetson, complemento del caballo, y probablemente con una Colt 45 en su cadera, opcional». Y eso no les gustaría a los equipos de televisión, que tarde o temprano aparecerían alrededor de la valla con sus mini-cámaras. Por tanto, por razones de vanidad personal, tuvo que negarse a sí mismo la oportunidad de tener algún pensamiento creativo. Era una necedad permitir que tales consideraciones afectaran a la manera de desempeñar su trabajo, se dijo a sí mismo el ex juez. En Inglaterra, Basil podría cazar zorros a lomos de un bonito purasangre, y ¿acaso le preocuparía eso a alguien de ese país? ¡Claro que no! Causaría admiración por ello, o a lo sumo pensarían que era un poco excéntrico, en un país donde ésa era una cualidad excelente. Pero en la tierra de la libertad, los hombres estaban esclavizados por costumbres impuestas por reporteros y funcionarios electos que exprimían a sus secretarios. Bueno, después de todo, no había ninguna norma que dijera que el mundo debía tener sentido.
—Nada importante. Sólo un cable diciendo que las reuniones con nuestros amigos coreanos progresan satisfactoriamente —respondió Moore.
—Esta gente me asusta un poco —observó Greer.
No tuvo que explicar por qué. De vez en cuando, la agencia central de Inteligencia coreana dejaba que su personal de campo tratara demasiado directamente con empleados del otro gobierno coreano. Allí las normas eran algo diferentes. Seguía habiendo un estado de guerra real entre el norte y el sur y, en tiempo de guerra, algunas personas perdían la vida. Hacía casi treinta años que la CIA no había hecho ese tipo de cosas. Los pueblos asiáticos no habían adoptado las ideas occidentales del valor de la vida humana. Quizá porque sus países estaban superpoblados. Tal vez por sus diferentes creencias religiosas. O puede que por muchas otras causas, pero por alguna razón se sentían libres para trabajar o no con diferentes parámetros operacionales.
—Son nuestros mejores vigilantes en Corea del Norte y China, James le recordó Moore. Y son unos aliados muy fieles.
De vez en cuando era bueno tener noticias de la República Popular China. Una de las tareas más frustrantes de la CIA era infiltrarse en ese país.
—Lo sé, Arthur. Sólo desearía que no fueran tan arrogantes con respecto al asesinato.
—Operan dentro de reglas estrictas y ambos lados parecen atenerse a ellas.
Y en ambos lados, los asesinatos tenían que estar autorizados por las altas esferas, lo cual no le preocupaba mucho al cadáver implicado. Las operaciones sucias interferían con la misión principal, que consistía en reunir información. Eso era algo que de vez en cuando la gente olvidaba pero que tanto la CIA como el KGB entendían, por lo que ambas organizaciones se habían apartado del tema.
Pero cuando la información obtenida asustaba u ofendía a los políticos que supervisaban los servicios de Inteligencia, entonces ordenaban a los espías que hicieran cosas que preferían evitar y sólo entonces pasaban a la acción, principalmente mediante sustitutos o mercenarios.
—Arthur, si el KGB quiere atentar contra el Papa, ¿Cómo crees que lo hará?
—Con ninguno de los suyos —dijo Moore—. Demasiado peligroso. Sería una catástrofe política, como un tornado a través del Kremlin. Con seguridad daría al traste con la carrera política de Yuri Vladimirovich y no lo veo arriesgándose por ninguna causa. El poder es demasiado importante para él.
—Estoy de acuerdo. Supongo que pronto renunciará a la dirección. Debe hacerlo; no le permitirían saltar de jefe del KGB a la Secretaría General. Incluso para ellos, eso sería un poco siniestro. Aún se acuerdan de Beria, por lo menos los que se sientan alrededor de esa mesa asintió el subdirector de Inteligencia.
—Es algo que hay que tener en cuenta, James —dijo Moore, dándose la vuelta desde la ventana. Me pregunto cuánto durará todavía Leonid Ilich.
Evaluar la salud de Brézhnev era un interés constante de la CIA, que de hecho importaba a todo el mundo en Washington.
—Nuestro mejor indicador en este sentido es Andrópov. Estamos plenamente convencidos de que será el sustituto de Brézhnev. Cuando parezca que Leonid Ilich va a emprender su último asalto, entonces Yuri Vladimirovich cambiará de trabajo.
—Buena observación, James. Se lo comunicaré al gobierno y a la Casa Blanca.
—Para eso nos pagan —asintió el almirante Greer—. Volvamos al Papa —sugirió.
—El presidente sigue preguntando —confirmó Moore.
—Si hacen algo, no usarán a un ruso. Causaría demasiadas dificultades políticas, Arthur.
—Nuevamente, estoy de acuerdo contigo. ¿Pero eso qué nos deja?
—Utilizan a los búlgaros para hacer el trabajo sucio —puntualizó Greer.
—¿Entonces buscamos a un pistolero búlgaro?
—¿Cuántos búlgaros crees que van de peregrinaje a Roma?
—No podemos pedirles a los italianos que lo controlen. Con toda seguridad se divulgaría la noticia y no nos lo podemos permitir; quedaríamos como unos estúpidos en la prensa. Sencillamente no podemos hacerlo, James.
—Sí, ya lo sé, no sin estar seguros —dijo Greer con un prolongado suspiro.
—Más seguros que ahora, James, que todo son meras elucubraciones.
El juez Moore pensó que sería estupendo que la CIA fuera tan poderosa como parecía en las películas y creían los críticos. No siempre, sólo de vez en cuando. Pero, en realidad, no lo era.
El día siguiente empezó en Moscú antes que en ninguna otra parte. El despertador mecánico desveló a Zaitzev, que rezongó y blasfemó como todo buen trabajador antes de arrastrar los pies hacia el cuarto de baño. A los diez minutos ya estaba tomándose el primer té de la mañana, acompañado de pan negro con mantequilla.
A un kilómetro de allí, la familia Foley hacía más o menos lo mismo. Para variar, Ed comía un panecillo inglés con jalea de uva acompañado de su café, igual que el pequeño Eddie, que se había tomado un descanso de la monitora y de sus cintas de los Transformers. Le apetecía ir al colegio preescolar que tenían en el gueto para los niños occidentales, donde prometía como dibujante con sus lápices de colores y con los triciclos Hot Wheels, además de ser el campeón de Sit'n Spin.
Ed pensó que hoy podría tomarse un descanso. La reunión tendría lugar por la noche y Mary Pat se ocuparía de ello. Luego, quizá más o menos dentro de una semana, habría concluido la operación Beatrix y podría relajarse de nuevo y dejar que sus oficiales de campo hicieran el trabajo en aquella ciudad extraordinariamente fea. Seguro que los malditos Orioles estaban en las finales y deseosos de enfrentarse a los Philadelphia Phillies, relegando de nuevo a sus Bronx Bombers a la liga de consolación. ¿Qué les ocurría a los nuevos propietarios? ¿Cómo podía ser tan estúpida la gente rica?
Debía ceñirse a su rutina del metro. Si el KGB lo estaba vigilando, sería inusual, o tal vez no, que hubieran señalado el tren específico que él cogía. Eso le planteaba una duda. Si lo seguían dos individuos, el segundo permanecería en el andén y a la salida del tren tomaría nota de la hora del reloj de la estación; eso sería lo que tendría sentido, dado que los trenes se regían por la hora del mismo. En el KGB eran concienzudos y profesionales, pero ¿serían tan buenos? Este tipo de precisión era germánica, pero si esos bastardos eran capaces de hacer funcionar sus trenes con tanta puntualidad, probablemente el KGB podía darse cuenta de ello, y había sido precisamente la exactitud horaria lo que le había permitido contactar con Rabbit.
¡Qué asco de vida!, exclamó Foley para sus adentros, brevemente enfurecido. Pero eso era algo que ya sabía cuando acepto su destino en Moscú y, a pesar de todo, resultaba excitante. Si, al igual que a Luis XVI le pareció excitante el paseo en carro hacia la guillotina, pensó Ed.
Algún día daría una conferencia sobre eso en La Granja. Esperaba que apreciaran lo dura que había sido la preparación para la conferencia sobre su operación Beatrix. Bueno, puede que los impresionara un poco.
Cuarenta minutos después compró el periódico Izvestia y bajó por la interminable escalera mecánica hasta el andén, como de costumbre, sin percibir la presencia de los rusos, que miraban de reojo a un auténtico norteamericano como si fuera un animal en el zoo. Eso nunca le sucedería a un ruso en Nueva York, donde se podía encontrar a cualquier grupo étnico, especialmente detrás del volante de un taxi.
Ya se había concretado la rutina de la mañana. La señorita Margaret estaba atendiendo a los niños y Eddie Beaverton esperaba fuera en la puerta. Los padres abrazaron y besaron a los niños y se dirigieron al trabajo. Si había algo que Ryan odiaba, eso era su rutina. Si tan sólo pudiera persuadir a Cathy para comprar un piso en Londres, eso reduciría la jornada laboral en unas dos horas, pero no, a Cathy le gustaba estar rodeada de naturaleza para que los niños pudieran jugar. Y pronto no verían el sol hasta que llegaran al trabajo, y un poco más adelante, ni siquiera entonces.
Diez minutos más tarde estaban en su compartimento de primera clase del tren dirección noroeste con destino a Londres, Cathy leyendo su revista médica y Jack el Daily Telegraph. En él había un artículo sobre Polonia, y Ryan se dio cuenta de que el periodista estaba inusualmente bien informado. En Gran Bretaña, los artículos tenían tendencia a ser menos densos que en el Washington Post y por una vez Jack se lamentaba de ello. Ese individuo estaba muy bien informado, o era muy buen analista. No dejaban de exprimir al gobierno polaco, atrapado entre la espada y la pared, y vio que se hablaba de que el Papa daba voces acerca del bienestar de su tierra natal y de su pueblo, y eso, resaltaba el periodista, podía desbaratar muchos planes.
¿No era eso realmente lo que ocurría?, pensó Jack. La mala noticia era que ahora pertenecía al dominio público. ¿Quién lo había filtrado? Sabía el nombre del periodista; era un especialista en asuntos exteriores, principalmente europeos. Por tanto, ¿quién podía habérselo comunicado? ¿Alguien del Ministerio de Asuntos Exteriores? Esa gente, en conjunto, eran muy listos, pero al igual que sus homólogos norteamericanos del Fondo Tenebroso, de vez en cuando se iban de la lengua y eso allí podía ocurrir tomando amigablemente una pinta de cerveza en uno de los miles de confortables bares, quizá en un tranquilo reservado, con un funcionario saldando una deuda, o simplemente para mostrar a los medios lo listo que era. ¿Rodarían cabezas?, se preguntó. Debería hablarlo con Simon.
A no ser que el propio Simon lo hubiera filtrado… Ocupaba un puesto de responsabilidad y su jefe lo apreciaba. Quizá Basil había autorizado la filtración. O puede que ambos conocieran a un tipo en Whitehall y lo hubieran autorizado a tomar amistosamente una cerveza con un individuo de Fleet Street.
O tal vez el periodista era lo suficientemente listo para atar cabos por sí mismo. No todos los listos trabajaban en Century House; seguro que en Norteamérica tampoco todos los listos trabajaban en Langley. Generalmente, el talento iba donde estaba el dinero, pues a la gente lista le gustaban las casas grandes bonitas, y las vacaciones, como al resto de mortales. Los que ingresaban en el servicio gubernamental sabían que podían vivir cómodamente, aunque sin lujos excesivos, pero los mejores también sabían que tenían una misión que cumplir en la vida, y ésa era la razón por la que se encontraba a buena gente de uniforme, o con placas y pistolas. En su caso, Ryan había tenido éxito en las actividades comerciales, pero no se sentía satisfecho. Evidentemente, no todas las personas con talento iban detrás del dinero. Algunos iban en pos de otra cosa.
¿Es eso lo que estás haciendo, Jack?, se preguntó cuando el tren entraba en la estación Victoria.
—Pareces tener pensamientos muy profundos esta mañana —comentó su esposa.
—¿A qué te refieres? —preguntó Jack.
—Conozco esa mirada, cariño —señaló Cathy—. Estás pensando en algo importante.
—Cathy, ¿eres cirujana ocular o psiquiatra?
—Contigo soy psiquiatra —contestó con una juguetona sonrisa.
—De acuerdo. Tú tienes glóbulos oculares para controlar y yo secretos para entender —dijo a la vez que se levantaba y abría la puerta del compartimento para cederle el paso a su esposa. ¿Qué has aprendido de nuevo por el camino de esa mierda de revista mensual?
—No lo entenderías.
—Probablemente, no —admitió Jack dirigiéndose hacia la parada de taxis.
Cogieron uno de color azul en vez del negro habitual.
—Al hospital Hammersmith —dijo Ryan al conductor—, luego al número cien de Westminster Bridge Road.
—¿Al MI seis, verdad, señor?
—¿Usted perdone? —contestó inocentemente Ryan.
—Exportaciones Universales, señor, donde trabajaba James Bond.—Se rió entre dientes y arrancó.
Bien, reflexionó Ryan, la salida de la CIA por la avenida George Washington ya no estaba señalizada con el rótulo National Highway Administration. Cathy pensó que era gracioso. No había secretos para los taxistas londinenses. Cathy se apeó en el amplio paso subterráneo del Hammersmith y el taxista dio la vuelta y siguió unas manzanas más hasta Century House. Ryan entró, pasó por delante del sargento mayor Canderton y subió a su despacho.
Al entrar dejó el Telegraph sobre el escritorio de Simon antes de quitarse el impermeable.
—Ya lo he visto, Jack —dijo inmediatamente Harding—. ¿De quién habla?
—No estoy seguro. Probablemente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Han sido informados sobre esto. O quizá alguien del despacho del primer ministro. Sir Basil no está satisfecho —le aseguró Harding.
—¿No ha llamado nadie al periódico?
—No. No sabíamos nada hasta que se ha publicado esta mañana.
—Pensaba que los periódicos locales tenían una relación más cordial con el gobierno de aquí.
—Habitualmente, sí, lo cual me lleva a creer que lo ha filtrado la oficina del primer ministro.
El rostro de Harding parecía inocente, pero Jack trataba de leer en él. Eso era algo en lo que su esposa lo superaba. Tenía el presentimiento de que Harding no era del todo sincero, pero realmente no tenía ninguna razón para quejarse.
—¿Alguna novedad del turno de noche?
—Nada de interés —respondió Harding negando con la cabeza Tampoco sobre la operación Beatrix. ¿Has hablado con tu esposa sobre tu inminente viaje?
—Sí. ¿No te he contado que es muy buena leyendo la mente?
—La mayoría de las esposas lo son, Jack —dijo Harding riendo.
Zaitzev tenía el mismo escritorio y el mismo montón de mensajes, siempre diferente en sus detalles, pero en el fondo siempre lo mismo: informes de oficiales de campo que transmitían datos de naciones extranjeras sobre todo tipo de asuntos. Había memorizado cientos de nombres de operaciones y retenía miles de detalles entre sus orejas, incluidos los nombres reales de algunos agentes y los nombres en clave de muchos otros.
Igual que en las jornadas laborales anteriores, se tomó su tiempo, leyendo los mensajes de la mañana antes de enviarlos arriba, confiando en que su memoria entrenada registraría y archivaría todos los detalles importantes.
Evidentemente, algunos contenían información escondida de múltiples maneras. Probablemente había un agente infiltrado dentro de la CIA, pero lo único que Zaitzev sabía de él era su nombre en clave, Trumpet. Incluso los datos que transmitía se ocultaban mediante el uso de un código especial, que incluía claves de un solo uso. No obstante, los datos iban a un coronel de la sexta planta especializado en investigaciones de la CIA, que trabajaba estrechamente con el Segundo Directorio, de modo que por deducción Trumpet facilitaba al KGB algo en lo que el Segundo Directorio estaba interesado, y eso significaba que había agentes operando para la CIA ahí mismo, en Moscú. Todo esto era suficiente para que sintiera escalofríos, pero ya había advertido a los norteamericanos con los que hablaba de que vigilaran la seguridad de las comunicaciones. Eso limitaría cualquier mensaje referente a él a un número muy reducido de personas. Y dado que habían pagado grandes sumas de dinero a Trumpet, Zaitzev creía que no debía de tratarse de ningún alto mando de la CIA, que probablemente estaban muy bien remunerados. Un agente ideológico realmente sería motivo de preocupación, pero no había ninguno de ellos en Norteamérica, si no, él lo sabría.
Su enlace le había dicho que dentro de una semana, a lo sumo, estaría a salvo en Occidente. Confiaba en que su esposa no enloqueciera al contarle sus planes. No tenía familia cercana. Su madre había fallecido el año anterior, para disgusto de Irina, y no tenía hermanos ni hermanas que pudieran esconderla; además, no era feliz trabajando en la tienda universal del gobierno, debido a la corrupción que reinaba en el establecimiento. También le prometería que le conseguiría el piano que tanto deseaba y que, a pesar de su destino en el KGB, no le había podido conseguir debido a la escasez de los suministros.
Así que ordenó sus papeles, quizá más lentamente que de costumbre, pero a su parecer sin excederse. Incluso en el KGB había pocos buenos trabajadores. En la Unión Soviética había un dicho cínico que decía: «Mientras finjan que nos pagan, nosotros fingiremos que trabajamos», y ese principio también era aplicable allí. Si superabas el cupo, al año siguiente te lo aumentaban sin recibir ninguna mejora en tus condiciones laborales; por tanto, muy pocos trabajaban suficientemente duro para ser distinguidos como héroes del trabajo socialista.
Poco después de las once, el coronel Rozhdiestvensky hizo acto de presencia en la sala de Comunicaciones. Al verlo, Zaitzev lo llamó con la mano.
—¿Sí, camarada comandante? —preguntó el coronel.
—Camarada coronel —dijo Zaitzev con absoluta tranquilidad—, últimamente no ha habido comunicaciones acerca de seis, seis, seis. ¿Hay algo que debería saber?
—¿Por qué lo pregunta? —respondió Rozhdiestvenskv, desconcertado.
—Camarada coronel prosiguió —humildemente Zaitzev—, tenía entendido que esta operación era importante y que yo soy el único comunicador autorizado para ella. ¿He actuado incorrectamente?
—No, camarada comandante —dijo Rozhdiestvensky, más relajado, no tenemos queja alguna de sus actividades. Ya no son necesarias comunicaciones de este tipo para la operación.
—Comprendo. Gracias, camarada coronel.
—Parece cansado, comandante Zaitzev. ¿Le ocurre algo?
—No, camarada. Supongo que podría tomarme unas vacaciones. No pude ir a ningún lugar en verano. Sería una bendición descansar una o dos semanas antes de que llegue el invierno.
—Muy bien. Si tiene alguna dificultad, hágamelo saber y trataré de hacerle las cosas más fáciles.
—Muchas gracias, camarada coronel —respondió Zaitzev, sonriente.
—Usted hace un buen trabajo aquí abajo, Zaitzev. Todos tenemos derecho a un poco de tiempo libre, incluso el personal de seguridad del estado.
—Gracias de nuevo, camarada coronel. Sirvo a la Unión Soviética.
Rozhdiéstvensky asintió y se fue. Cuando se alejó, Zaitzev respiró hondo y volvió a su trabajo, memorizando despachos… pero no para la Unión Soviética. Entonces, pensó, la operación seis, seis, seis se trataba con mensajeros. No había sabido nada más sobre ella, pero acababa de enterarse de que seguía adelante como asunto de alta prioridad. Estaban dispuestos a hacerlo. Se preguntaba si los norteamericanos lo sacarían del país con tiempo para impedirlo. Tenía la información en sus manos, pero no los medios para hacer algo al respecto. Se sentía como antaño debió de hacerlo Casandra, la hija del rey Príamo de Troya, que sabía lo que iba a ocurrir, pero que no podía acudir a nadie para evitarlo. Casandra, por algún motivo, había provocado la ira de los dioses y, como resultado, había recibido esa maldición, pero ¿qué había hecho él para merecerlo?, se preguntó Zaitzev, de repente enojado ante la ineficacia de la CIA. Pero sencillamente no podía coger un vuelo de la Pan American desde el aeropuerto internacional Sheremetvevo.