El joven oficial de campo llegó a la terminal cuatro del aeropuerto londinense de Heathrow justo antes de las siete de la mañana. Pasó por inmigración y por la aduana como si nada y se dirigió al exterior, donde lo estaba esperando un chófer con la pancarta de costumbre, con un nombre falso, por supuesto, ya que los espías de la CIA sólo usaban sus verdaderos nombres cuando era imprescindible.
El chófer se llamaba Leonard Watts. Conducía un Jaguar de la embajada y, dado que tenía un pasaporte diplomático y llevaba distintivos en el coche, no le preocupaban los límites de velocidad.
—¿Cómo ha ido el vuelo?
—Bien. He dormido durante casi todo el viaje.
—Bien venido al mundo de las operaciones de campo —dijo Watts—. Cuanto más haya dormido, mejor.
—Lo supongo. Aquí está el paquete.
Era su primera misión transatlántica y, además, de escasa importancia. El hecho de que viajara sólo con el paquete del correo y una pequeña bolsa de viaje, que guardó en el compartimento superior durante todo el trayecto y en la que llevaba una camisa limpia, una muda y los utensilios de afeitar, no mejoraba su tapadera.
—Por cierto, me llamo Len.
—Bien, yo soy Pete Gatewood.
—¿Es la primera vez que viene a Londres?
—Sí —contestó Gatewood, que trataba de acostumbrarse a ir sentado en el asiento delantero de la izquierda sin un volante que lo protegiera, en un vehículo conducido por un chófer aparentemente expulsado de la NASCAR (Siglas de National Association for Stock Car Auto Racing.)—. ¿Cuánto falta para la embajada?
—Media hora —respondió Watts, concentrado en la conducción—. ¿Qué lleva en el paquete?
—Lo único que sé es que es algo para el jefe de la delegación.
—Bueno, no puede ser algo rutinario. Me han despertado para que viniera —refunfuñó Watts.
—¿Dónde ha trabajado? —preguntó Gatewood, confiando que aquel maníaco aminoraría un poco la velocidad.
—En Bonn, Berlín, Praga. Me preparo la jubilación para regresar a Indiana. Ahora tenemos un equipo de fútbol estupendo.
—Sí, y también todo el maíz —observó Gatewood, que nunca había estado en Indiana, ni tenía particular interés en visitar aquelestado granjero, del cual, recordó, habían salido buenos jugadores de baloncesto.
Poco después circulaban por la derecha de un largo parque verde y unas manzanas más adelante pasaron frente al rectángulo verde de la plaza Grosvenor. Watts detuvo el automóvil para que Gatewood se apeara. Pasó entre las macetas, colocadas para impedir que los coches de bomberos se acercaran demasiado a las paredes de hormigón del feísimo edificio y entró. Los marines comprobaron su identidad e hicieron una llamada. Al momento se presentó en el vestíbulo una mujer de mediana edad, que lo acompañó al ascensor para subir a la tercera planta, al lado del grupo técnico que colaboraba con la central de Comunicaciones del gobierno británico en Cheltenham. Gatewood se dirigió al despacho apropiado y vio a un hombre de mediana edad sentado frente a un escritorio de roble.
—¿Es usted Gatewood?
—Sí, señor. ¿Y usted…?
—Soy Randy Silvestri. Creo que tiene un paquete para mí dijo el jefe de la delegación de Londres.
—Sí, señor. —Gatewood abrió la cremallera de su bolsa, sacó el sobre grande de papel manila y se lo entregó.
—¿Está interesado en su contenido? —preguntó Silvestri mientras observaba al joven.
—Supongo que si me concierne ya me lo dirá, señor.
Muy bien —asintió el jefe de la delegación—. Si lo desea, Annie puede acompañarlo abajo para desayunar, o puede coger un taxi e ir a su hotel. ¿Lleva dinero británico?
—Cien libras, señor, en billetes de diez y de veinte.
—Bien, eso le bastará para sus necesidades. Gracias, Gatewood.
—Sí, señor.
Gatewood abandonó el despacho.
Después de asegurarse de que no había sido manipulado, Silvestri abrió el paquete. La carpeta de anillas contenía unas cuarenta o cincuenta hojas de papel, todas llenas de letras aleatorias a un espacio y medio. «Claves de un solo uso, para Moscú», decía la tapa. Tenía que mandarlo a Moscú en el vuelo del mediodía de British Airways. Y dos cartas, una de ellas para sir Basil, que debía entregarse en mano. Después de avisar por teléfono, un coche debería conducirlo a Century House. La otra era para ese chico, Ryan, que le gustaba tanto a Jim Greer, también tenía que ser entregada en mano a través de la oficina de sir Basil. Se preguntó qué pasaba. Por el tratamiento que le estaban dando a aquel asunto, no podía ser algo trivial. Cogió el teléfono y pulsó el número cinco de la marcación abreviada.
—Aquí Basil Charleston.
—Basil, soy Randy. Acaba de llegar algo para ti. ¿Puedo llevártelo? —Oyó cómo revolvía papeles, seguro que Basil sabía que era importante.
—¿Qué te parece a las diez en punto?
—De acuerdo. Hasta luego.
Silvestri sorbió su café y calculó el tiempo que necesitaba. Aún le faltaba cerca de una hora para marcharse. Seguidamente pulsó el botón del intercomunicador.
—¿Sí, señor?
—¿Puede bajarle esto?
—Sí, señor.
A las secretarias de la CIA no se les pagaba para que fueran verbosas.
—Bien, gracias.
Silvestri colgó.
Jack y Cathy se encontraban en el tren, atravesando Elephant and Castle. Él aún no sabía por qué demonios le habían puesto ese nombre a aquel lugar. El tiempo amenazaba tormenta, pero Ryan pensó que Inglaterra no era lo suficientemente ancha para que los temporales duraran mucho. Quizá sólo fueran algunas nubes de lluvia que se acercaban desde el Atlántico. De cualquier manera, parecía que se acababa el período de buen tiempo. Mala suerte.
—¿Sólo gafas esta semana, cariño? —preguntó a su esposa que como de costumbre, cubría su cara con la revista médica.
—Toda la semana —confirmó, y entonces levantó la mirada—. No es tan interesante como la cirugía, pero aun así es importante.
—Si tú lo haces, tiene que ser importante, Cathy.
—¿Y tú no sabes lo que vas a hacer?
—No, hasta que llegue a mi despacho. —Probablemente ni entonces, pensó.
Fuera lo que fuese, indudablemente había sido transmitido vía impresora o fax de seguridad durante la noche… a menos que se tratara de algo realmente importante y se hubiera enviado con un correo. En ese caso, la diferencia horaria era una ventaja. El primer 747 procedente de Dulles acostumbraba a llegar entre las seis y las siete de la mañana y se tardaba otros cuarenta minutos en llegar a su despacho. Cuando quería, el gobierno podía ser más eficiente que Federal Express. Quince minutos más leyendo su Daily Telegraph y partirían juntos hacia la estación Victoria, ella con su revista médica de Nueva Inglaterra. Cathy cogió el metro. Ryan optó por un taxi, que pasó con rapidez frente al palacio de Westminster y cruzó el Támesis; pagó las cuatro libras con cincuenta y añadió una sustancial propina. Diez segundos más tarde ya estaba dentro.
—Buenos días, sir John —saludó Bert Canderton.
—Cómo está usted, señor comandante —respondió Ryan, cruzando la entrada de camino al ascensor.
Simon estaba en su asiento atendiendo el tráfico de mensajes. Cuando Jack entró, levantó la vista.
—Buenos días, Jack.
—Hola, Simon. ¿Qué tal el fin de semana?
—No pude hacer nada en el jardín. Maldita lluvia.
—¿Hay algo interesante esta mañana? —preguntó mientras se servía una taza de café.
El té que preparaba Simon no estaba mal para la hora del té, pero Jack prefería el café, sobre todo por la mañana. No había ninguna discusión sobre el particular. Jack había olvidado recoger su croissant de camino.
—Aún no, pero hay algo en camino desde Norteamérica.
—¿De qué se trata?
—Basil no me lo ha dicho, pero cuando entregan algo en mano un lunes por la mañana, suele ser interesante. Tiene que estar relacionado con los soviéticos. Sólo ha dicho que me mantuviera a la espera.
—Bueno, a lo mejor empezamos la semana con algo interesante —respondió Ryan mientras sorbía su café, que no estaba la altura del que le preparaba Cathy, pero era mejor que el té. ¿Para cuándo está previsto que llegue?
—Alrededor de las diez. Lo trae Silvestri, vuestro jefe de delegación.
Ryan sólo se había encontrado una vez con él. Parecía bastante competente, pero generalmente uno espera que un jefe de delegación lo sea, incluso si está en su último destino.
—¿Hay alguna noticia de Moscú?
—Sólo algunos rumores sobre la salud de Brézhnev. Parece que dejar de fumar le ha sentado bien —dijo Harding mientras encendía su pipa—. Asqueroso hijo de puta —añadió el analista británico.
—¿Qué hay de lo de Afganistán?
—Iván cada vez es más listo. Esos helicópteros Mi-24 parece que son bastante efectivos. Malas noticias para los afganos. ¿Cómo crees que va a acabar esto?
—Todo depende de cuántas bajas quieran causar los rusos, ya que disponen de un arsenal más que suficiente para ganar y sólo es cuestión de voluntad política. Por desgracia para los muyahidines, a los líderes de Moscú no les importa el número de bajas.
—A no ser que algo provoque un cambio… —pensó en voz alta Ryan.
—¿Cómo qué?
—Por ejemplo, misiles tierra-aire efectivos, que neutralicen sus helicópteros. Tenemos el Stinger. Yo nunca lo he usado, pero las críticas son muy buenas.
—Pero ¿crees que pueden usar apropiadamente un misil un montón de analfabetos? —preguntó Harding, dubitativo. Un rifle moderno, sí, y una ametralladora, también, pero ¿un misil?
—La idea es fabricar una arma a prueba de soldados, Simon. Tan sencilla que no tengas que reflexionar mientras estás esquivando las balas. Entonces no tienes tiempo de pensar y haces los pasos lo más cortos que puedes. Como ya he dicho, yo nunca he usado ninguno, pero he jugado con armas antitanque y son muy simples.
—Bien, tu gobierno tendrá que decidir si les suministra los misiles tierra-aire. Aún no lo ha hecho y eso no me entusiasma mucho. Cierto, están matando rusos y reconozco que es bueno, pero son unos malditos salvajes.
En una ocasión mataron a muchos británicos, recordó Ryan, y la memoria de los británicos es tan grande como la de cualquiera. También estaba el asunto de exponerse a que algunos Stingers cayeran en manos rusas, lo cual no haría muy feliz a la fuerza aérea estadounidense. Pero eso estaba muy por encima de su rango. Había algunas peleas sobre el asunto en el Congreso.
Jack se acomodó en su asiento, sorbió su café y leyó los mensajes. Había vuelto a su trabajo normal, analizar la economía soviética. Eso sería como elaborar un mapa con un plato de espaguetis.
El empleo de Silvestri no era ningún secreto en Londres. Llevaba largo tiempo en el negocio del espionaje, y aunque no estaba quemado, al final de su estancia en Varsovia, donde dirigía una estrecha operación, el bloque oriental, al que había sonsacado cantidades de información política, ya se había percatado para la organización de qué gobierno trabajaba. Ése sería el fin de su etapa laboral, igual que para la mayoría de sus oficiales, y dado que era respetado por varios servicios aliados, lo habían destinado a Londres, donde su labor principal consistía en relacionarse con el servicio secreto de Inteligencia británico. Por eso disponía de un Daimler con chófer para cruzar el río.
Ni siquiera necesitaba un pase de seguridad. Sir Basil lo recibía personalmente en la puerta con un cordial apretón de manos, para subir después a su despacho.
—¿Qué noticias hay, Randy?
—Tengo un paquete para ti y otro para ese tipo, Ryan —respondió Silvestri.
—Estupendo, ¿lo llamo?
—Claro, Bas, y a Harding también, si no te importa.
El jefe de delegación de Londres había leído la tapa y sabía lo que contenían los paquetes.
Charleston cogió el teléfono y los mandó llamar. Al cabo de menos de dos minutos llegaron los dos analistas. Todos se habían visto al menos una vez. En realidad, Ryan era el que estaba menos familiarizado con el otro norteamericano. Sir Basil, que ya había abierto su sobre, les indicó que tomaran asiento. Silvestri le entregó su mensaje a Ryan.
Jack se dio cuenta de que ocurría algo inusual, y en la CIA había aprendido a desconfiar de las cosas nuevas y diferentes.
—Esto es interesante —observó Charleston.
—¿Abro esto ahora? —preguntó Ryan.
Silvestri asintió, por lo que se sacó del bolsillo la navaja multiusos y cortó el grueso papel del sobre. Su mensaje sólo tenía tres páginas, firmadas personalmente por el almirante Greer.
«Una liebre», vio. Conocía la terminología. Alguien necesitaba un billete de salida de Moscú, y la CIA lo suministraba, con la ayuda del servicio secreto de Inteligencia, ya que la delegación de Budapest estaba fuera de servicio en ese momento…
—Dile a Arthur que será un placer ayudarlo, Randy. Supongo que tendremos la oportunidad de hablar con él antes de que salga para Londres.
—Eso estaría bien —confirmó Silvestri—. ¿Cuánto crees que costará sacarlo?
—¿De Budapest? —Charleston pensó un momento—. No mucho, creo. La policía secreta húngara es más bien desagradable, pero el pueblo en conjunto no es muy devoto del marxismo. Este Rabbit dice que puede que el KGB haya puesto en peligro vuestras comunicaciones. Esto era lo que preocupaba en Langley.
—¡Maldita sea, Basil! Si hay una filtración, debemos atajarla cuanto antes.
—¿Está en su Mercury? !Por Dios! —exclamó Ryan.
—Lo pillaste en seguida, hijito —dijo Silvestri.
—¿Por qué debo salir al campo? preguntó Jack. Yo no soy un oficial operativo.
—Necesitamos a uno de los nuestros para vigilar las cosas.
—Comprendo, Randy —observó Charleston mientras miraba sus instrucciones, y ¿quieren a alguien a quien no conozcan?
—Eso parece.
—Pero ¿por qué yo? insistió Ryan.
—Tu trabajo sólo consistirá en observar lo que ocurra. Es pura formalidad, Jack respondió sir Basil para tranquilizarlo.
—¿Y qué hay de mi tapadera?
—Te daremos un nuevo pasaporte diplomático —contestó Charleston Estarás totalmente seguro, ya sabes, por lo de la convención de Viena.
—Pero… pero… seré un impostor.
—Ellos no lo sabrán, querido muchacho.
—¿Y mi acento?
Evidentemente era el de un norteamericano, no el de un británico.
—¿En Hungría? preguntó Silvestri, sonriente.
—Con su maldito lenguaje, Jack, dudo que noten la diferencia, y en cualquier caso, con tu nueva documentación, tu persona es totalmente inviolable.
—Relájate, muchacho. Estarás más seguro que el osito de peluche de tu pequeña. Confía en mí, ¿de acuerdo? —aseguró Silvestri.
—Además, en todo momento tendrás a un oficial de seguridad a tu lado —añadió Charleston.
Ryan se recostó y respiró. No quería quedar como un pelele delante de ellos y menos ante el almirante Greer.
—De acuerdo, discúlpenme. Nunca antes había estado en el campo. Es algo nuevo para mí —dijo, pensando que sería preferible dar marcha atrás. ¿Qué haré exactamente y cómo?
—Volarás desde Heathrow a Budapest. Nuestros hombres te recogerán en el aeropuerto y te llevarán a la embajada. Esperarás allí un par de días, supongo, y luego observarás cómo Andy saca a Rabbit del mundo rojo. ¿Cuánto crees que tardarás, Randy?
—¿Para esto? El fin de semana, o como mucho uno o dos días más —respondió Silvestri—. Rabbit volará o cogerá el tren a Budapest y tu hombre verá cómo se las arregla para sacarle de Dodge City.
—Unos dos o tres días —calculó sir Basil. No debemos ir demasiado de prisa.
—Bueno, esto me mantendrá fuera de casa unos cuatro días. ¿Cuál va a ser mi tapadera?
—¿Para tu esposa? —preguntó Charleston—. Dile que tienes que ir a Bonn, por ejemplo, para asuntos de la OTAN. Sé impreciso en cuanto a la duración —advirtió.
Le hacía mucha gracia tener que explicar esto a los ingenuos norteamericanos en el extranjero.
—De acuerdo —accedió finalmente Ryan—. Parece que no tengo mucho donde elegir.
De regreso en la embajada, Foley se dirigió al despacho de Mike Barnes. Barnes era el agregado cultural, el oficial experto en temas artísticos. Ese era un cargo importante en Moscú. La URSS tenía una vida cultural bastante rica. Al régimen actual parecía no importarle el hecho de que la mejor parte datara del tiempo de los zares, pensó Foley, probablemente porque todos los grandes rusos querían parecer cultos y superiores a los occidentales, especialmente los norteamericanos, cuya cultura era mucho más reciente y burda que la del país de Borodin y Rimsky Korsakov. Barnes se había licenciado en las universidades de Juilliard y Cornell, y apreciaba la música rusa de forma especial.
—Hola, Mike —saludó Foley.
—¿Cómo vas con los novatos? —preguntó Barnes.
—Como de costumbre. Mira, tengo una pregunta para ti.
—Dispara.
—Mary Pat y yo queremos hacer un viaje, quizá a Europa del este. Praga, por ejemplo. ¿Puedes sugerirnos alguna buena música para escuchar por allí?
—La sinfónica de Praga aún no ha inaugurado la temporada. Pero Jozsef Rozsa está ahora mismo en Berlín y después irá a Budapest.
—¿Quién es? No recuerdo el nombre —dijo Foley, a quien le dio un vuelco el corazón.
—Un húngaro, primo de Miklos Rozsa, compositor de Hollywood, de películas como Ben-Hur y otras por el estilo. Pertenece a una familia de músicos. Está considerado como uno de los mejores. Los ferrocarriles estatales húngaros tienen cuatro orquestas, aunque parezca increíble, y Jozsef va a dirigir la primera. Puedes ir en tren o en avión, depende del tiempo de que dispongas.
—Interesante —pensó Foley en voz alta.
Fascinante, pensó por dentro.
—La orquesta estatal de Moscú abre la temporada a principios del próximo mes. Tiene un nuevo director, un tipo llamado Anatoli Sheymov. Aún no lo he escuchado, pero está muy bien considerado. Te puedo conseguir entradas fácilmente. A los rusos les encanta lucirse ante nosotros, los extranjeros, y realmente son de talla mundial.
—Gracias, Mike, pensaré en ello. Hasta luego, amigo.
Se alejó con una sonrisa, que conservó durante todo el trayecto de vuelta a su despacho.
—Maldita sea —observó sir Basil al leer el último telegrama procedente de Moscú—, ¿a qué genio se le ha ocurrido esa idea? —gritó al aire y se preguntó cómo lo lograría ese oficial norteamericano, Edward Foley.
Estaba a punto de salir para almorzar en el palacio de Westminster, al otro lado del río, y no podía quitárselo de la cabeza. Tendría que pensar sobre ello mientras degustaba su rosbif y el pudín de Yorkshire.
—Qué suerte la mía observó Ryan de regreso en su despacho.
—Esto será menos peligroso que cruzar la calle, Jack.
Lo cual, en Londres, podía ser toda una aventura.
—Puedo cuidar de mí mismo, Simon —le recordó Ryan a su compañero. Pero si meto la pata, alguien más caerá.
—Tú no serás responsable de nada de eso. Sólo estarás allí como observador. No conozco personalmente a Andy Hudson, pero tiene una reputación profesional excelente.
—Estupendo —comentó Ryan. Es hora de almorzar, Simon, y me apetece una cerveza.
—¿Cómo está el duque de Clarence?
—¿No es aquel tipo que se ahogó en un barril de vino de malvasía?
—El peor camino que uno puede tomar, sir John —observó Harding.
—Por cierto, ¿qué es la malvasía?
—Un vino fuerte y dulce muy parecido al de Madeira. De hecho, procede de esas islas.
Mientras iba a por su chaqueta, Ryan pensó que había aprendido algunas trivialidades más.
En Moscú, Zaitzev consultó su expediente personal. Había acumulado doce días de vacaciones. El verano anterior no pudieron ir a Sochi, ya que no quedaba ningún hueco, pues el cupo del KGB se había llenado en julio y agosto. Como en todas partes, resultaba más fácil programar unas vacaciones con un hijo de edad preescolar, podías escapar de la ciudad cuando quisieras. Svetlana estaba en una guardería del estado y el hecho de que se perdiera unos días de tizas y lápices de colores era más fácil de arreglar que una semana o dos de una escuela primaria estatal, lo cual estaba mal visto.
Arriba, el coronel Rozhdiestvensky repasaba el último mensaje procedente del coronel Bubovov desde Sofía, que acababa de traer el correo. O sea que el primer ministro búlgaro había aceptado la solicitud de Moscú sin hacer preguntas embarazosas. Los búlgaros sabían estar en su lugar. El jefe de Estado de una nación supuestamente soberana sabía cómo acatar las órdenes de un oficial de campo de alta graduación del comité ruso para la seguridad estatal, lo cual, pensó el coronel, era como debía ser. Y ahora el coronel Strokov del Dirzhavna Sugurnost estaba seleccionando a su tirador, un turco, sin lugar a dudas, y la operación 666 podría seguir adelante. Más tarde se lo comunicaría al director Andrópov.
—¿Tres cuerpos? —preguntó Alan Kingshot, muy sorprendido, que era el oficial de campo de más edad de sir Basil, un operador muy experto que, en sus treinta y siete años de servicio al país y a la reina, había trabajado en las calles de todas las principales ciudades europeas, primero como oficial «legal» y más tarde como mediador en la oficina central. Algún género de intercambio, supongo.
—Sí. Me imagino que quien lo sugirió es un admirador de la operación Mincemeat —respondió Basil.
La operación Mincemeat era una leyenda de la segunda guerra mundial. Fue diseñada para hacer creer a Alemania que la siguiente operación principal aliada sería la invasión de Córcega, en lugar de Sicilia, según estaba planeado con el nombre de Husky. Para ello se facilitó a los alemanes el cadáver de un alcohólico, que después de muerto habían transformado en un oficial de los marines reales, un supuesto oficial planificador de la operación ficticia de la toma de Córcega. El cadáver fue arrojado en aguas de la costa española por el submarino británico Serpa, llegó a la orilla, fue recogido y entregado a la policía, se le practicó la autopsia y el maletín que llevaba esposado en la muñeca fue entregado al oficial local de la Abwehr. Este mandó urgentemente los documentos a Berlín, donde causaron el efecto deseado: el traslado de varias divisiones alemanas a una isla cuyo único interés militar era ser el lugar de nacimiento de Napoleón. Se llamó al caso «el hombre que nunca existió», que ha sido el tema de un libro y una película, y una prueba más de la inutilidad del servicio de Inteligencia alemán, que no supo ver la diferencia entre el cadáver de un borracho y el de un soldado profesional.
—¿Qué más sabemos? Quiero decir, ¿de qué edades y sexo, señor? —puntualizó Kingshot.
—Todavía lo desconocemos, así como el color del pelo y todo lo demás. La causa de la muerte también es importante. Por tanto, lo que ahora debemos preguntarnos es si cabe la posibilidad de hacerlo.
—En teoría, sí. Pero necesito muchos más detalles antes de continuar. Como ya he dicho, para estar seguro tengo que saber la estatura, el peso, el color del cabello y de los ojos, y el sexo. Con eso podremos seguir adelante.
—Bueno, Alan, ve pensando en ello. Necesito una lista específica para mañana al mediodía.
—¿En qué ciudad va a tener lugar?
—Probablemente en Budapest.
—Bueno, eso ya es algo —pensó en voz alta el espía de campo—. Maldito trabajo refunfuñó entre dientes sir Basil cuando su hombre ya se había retirado.
Andy Hudson estaba sentado en su despacho, descansando después del plato combinado, acompañado de una cerveza John Courage, que había comido para almorzar en el bar de la embajada. No era muy alto, pero a sus espaldas tenía ochenta y dos saltos en paracaídas y podía demostrarlo por sus rodillas. Llevaba ocho años de baja del servicio activo, pero como quería un poco de acción en su vida, había optado por alistarse en el servicio secreto de Inteligencia, y había ascendido con rapidez, principalmente debido a sus extraordinarias habilidades lingüísticas. Aquí, en Budapest, le eran necesarias. Los filólogos catalogan el idioma húngaro como indoeuropeo. Su vecino europeo más cercano es el finlandés, seguido del mongol. No tiene ninguna relación con el resto de los idiomas europeos, salvo por algunos nombres cristianos, cuya introducción ocurrió cuando el pueblo húngaro sucumbió al cristianismo, después de hartarse de matar a muchos misioneros. Entretanto, también perdieron el espíritu guerrero que los había caracterizado. Los húngaros eran ahora uno de los pueblos menos guerreros del continente.
Pero en el arte de la intriga eran muy buenos y, al igual que cualquier otra sociedad, tenían un sector de delincuentes, pero el suyo se había instalado principalmente en el partido comunista y en el aparato del poder. La policía secreta local, la Allavedelmi Hatosag, podía llegar a ser tan desagradable como lo había sido la Cheka bajo el mandato del propio Stalin. Pero desagradable no es lo mismo que eficiente. Era como si trataran de compensar su innata ineficacia mediante el trato brutal que dispensaban a los que detenían por error. Y su policía se distinguía por su estupidez. Había un aforismo húngaro que rezaba: «Tan estúpido como seis pares de botas de policía», cuya veracidad Hudson había comprobado en muchas ocasiones. No era la policía metropolitana, pero Budapest tampoco era Londres.
De hecho, la vida allí le parecía placentera. Budapest era una ciudad muy bonita, su arquitectura muy francesa, y sorprendentemente informal para una capital comunista. La comida era muy rica, incluso en las cantinas para trabajadores explotadas por el gobierno que había por todas las esquinas, donde los platos no eran elegantes pero sí sabrosos. El transporte público era adecuado para su propósito principal, la inteligencia política. Tenía una fuente de información, llamada Parade, dentro del Ministerio del Exterior; que le canalizaba información política muy útil sobre el Pacto de Varsovia y el bloque oriental en general, a cambio de dinero en efectivo, no mucho, por cierto, por lo que sus expectativas eran muy pobres.
Budapest iba una hora adelantada con respecto a Londres, como el resto de Europa central. El mensajero de la embajada llamó a la puerta de Hudson, entró y depositó un sobre encima de su escritorio. Hudson dejó su cigarrillo y cogió el sobre. Vio que era de Londres, del mismísimo sir Basil…
¡Joder!, pensó Hudson. Su vida estaba a punto de adquirir un poco más de interés.
El mensaje concluía: «… próximamente recibirá más detalles». Nunca lo sabías todo hasta que era indispensable. Como la mayoría de los espías expertos, sir Basil no era una mala persona para quien trabajar. Disfrutaba de su astucia, lo cual nunca se apreciaba completamente allá en el campo, donde la mayor preocupación de las abejas obreras eran las avispas. Hudson formaba equipo con otras dos personas. Dado que Budapest no era una delegación principal, para él era una de paso hasta que surgiera algo más importante. Era demasiado joven para ser un jefe de delegación. Basil le daba la oportunidad de estirar las piernas. Eso le convenía a Hudson. La mayoría de los jefes de delegación esperaban sentados en sus despachos como arañas en su tela, lo cual era dramático y realmente aburrido, pues se pasaban el día redactando interminables informes. El también desempeñaba tareas de campo. Esto lo ponía en peligro de quemarse, como le había ocurrido a Jim Szell; sencillamente era cuestión de muy mala suerte, por lo que le había contado una fuente llamada Boot, plenamente integrada en el AVH. Pero la gracia de ese trabajo residía en el peligro, aunque resultaba menos peligroso que patrullar por Belfast, con miembros del IRA en los alrededores. Precisamente, las habilidades adquiridas en las calles del Ulster le proporcionaron la perspicacia callejera del espía. Como con todo en esta vida, había que tomar lo amargo con lo dulce. Pero mejor que lo amargo fuera cerveza, se dijo.
Tenía una liebre a punto de salir. Eso no debería ser difícil, aunque ésta debía de ser una liebre importante, lo suficientemente importante como para que la CIA pidiera ayuda a «Seis», y eso no ocurría todos los días; sólo cuando los malditos yanquis metían la pata, lo cual, pensó Hudson, sucedía con cierta frecuencia.
De momento no tenía nada que hacer. No tenía forma de saber qué había que hacer hasta que le dieran instrucciones más específicas, pero en teoría sabía cómo sacar a alguien de Hungría. No era tan difícil. Los húngaros no eran un adversario serio, ya que no estaban muy ligados al marxismo. O sea, que mandó un «acuse de recibo» a Century House y aguardó nuevos acontecimientos.
El vuelo del mediodía con destino a Moscú de British Airways lo cubría un reactor bimotor Boeing 737. El trayecto duraba unas cuatro horas, dependiendo del viento, que hoy estaba calmado. Una vez en el aeropuerto de Sheremetvevo, el correo diplomático pasó por el control de inmigración como Pedro por su casa, gracias a su bolsa de lona y el pasaporte diplomático, antes de dirigirse al coche de la embajada que lo estaba esperando para llevarlo a la ciudad. Había estado allí muchas veces por el mismo motivo, y tanto los guardias de la embajada como el conductor lo conocían, y él además sabía moverse por la embajada. Hecha la entrega, se dirigió a la cantina a tomar un perrito caliente y una cerveza y a comenzar la lectura de su nueva novela. Se dio cuenta de que debería hacer algo de ejercicio, pues su trabajo lo obligaba a estar muchas horas sentado en coches y aviones. Pensó que eso no podía ser saludable.
Mike Russell examinó el monstruoso código de un solo uso que había recibido, con la esperanza de no tener que usarlo todo en un solo día. El trabajo terriblemente monótono de trasponer letras aleatorias podía volverlo loco; tenía que haber algún sistema más fácil. Para ello disponía de su máquina codificadora KH-7, pero Foley le insinuó que la siete no era totalmente segura y eso le indignó como profesional. La KH-7 era la máquina codificadora más sofisticada que existía, de fácil manejo y, a su parecer, totalmente imposible de forzar. Conocía al equipo de matemáticos que la habían diseñado y habían resuelto los algoritmos. Las fórmulas algebraicas usadas en la siete estaban tan por encima de su cabeza, que debía esforzarse para vislumbrar su alcance… Pero lo que un matemático podía hacer, otro, en teoría, lo podía deshacer, y los rusos eran buenos. Y de ahí procedía la pesadilla: el enemigo había interceptado las comunicaciones que él estaba encargado de proteger.
Eso no podía permitirse.
Por tanto, a pesar de las molestias, debía usar esas claves para comunicaciones sumamente críticas. No tenía mucha vida social en Moscú. Los ciudadanos rusos de a pie relacionaban su piel oscura con los monos trepadores de árboles africanos, lo cual ofendía de tal manera a Russell que nunca hablaba de ello con nadie, sólo dejaba que generara furia en su corazón: la clase de ira en lo profundo del alma que había sentido por el Ku Klux Klan antes de que el FBI quitara de la circulación a esos chiflados ignorantes. Quizá todavía lo odiaran, pero por muy poderosos que fueran los instintos sexuales de un buey, era incapaz de satisfacerlos y a esos idiotas fanáticos se les había olvidado que, después de todo, Ulysses Simpson Grant había derrotado a Bobby Lee. Podían odiarlo tanto como quisieran, pero la perspectiva del Leavenworth Federal Pen los mantenía en sus oscuros agujeros. Russell pensó que esos cabrones racistas de los rusos eran igual de malos. Pero tenía sus libros y su magnetófono para escuchar jazz y la paga extra asociada a ese difícil destino. De momento, Iván no había podido descifrar su señal, por lo que Foley sacaría su liebre. Cogió el teléfono y marcó el número apropiado.
—Foley.
—Soy Russell. ¿Puedes bajar un momento a mi despacho?
—Ahora mismo voy —respondió el jefe de delegación—. ¿De qué se trata, Mike? —preguntó cuatro minutos más tarde al entrar en el despacho.
—Sólo debemos hacer tres copias de esto —dijo Russell con la carpeta de anillas en alto—. Una para nosotros, otra para Langley y otra más para Fort Meade. ¿Quieres seguridad, amigo?, pues toma seguridad. Que los mensajes sean cortos, ¿de acuerdo? Esta mierda me hace subir la tensión.
—De acuerdo, Mike. Lástima que no haya una manera mejor de hacerlo.
—Quizá algún día. Debería haber una forma de hacerlo con un ordenador, ya me entiendes, poner la clave en un disquete. Quizá escriba a Fort Meade sobre ello —dijo Russell. Esto puede dejarte tuerto.
Mejor tú que yo, pensó Foley.
—De acuerdo, podré darte algo más tarde, hoy mismo.
—Bien —asintió Russell.
Ni que decir tenía que lo codificaría con su KH-7 y luego lo codificaría de nuevo con la clave. Confiaba en que Iván interceptaría la señal y pasaría el documento a sus criptógrafos para que intentaran descifrarlo. Le hacía gracia pensar en esos bastardos volviéndose locos mientras intentaban descifrar uno de sus mensajes. Le satisfacía engañarlos con su baza de ases matemáticos de talla mundial.
No había forma de saberlo. Si el KGB se las había ingeniado, por ejemplo, para colocar un micrófono oculto en el edificio, no lo controlarían con una batería interna, sino más bien mediante microondas desde Nuestra Señora de los Microchips, al otro lado de la calle. Tenía a dos personas rondando permanentemente por la embajada en busca de señales de radiofrecuencia desconocidas. De vez en cuando encontraban y retiraban algún micrófono oculto, pero hacía veinte meses desde la última vez. Decían que ahora habían barrido completamente la embajada y estaba totalmente limpia. Pero nadie lo creía. Iván era muy listo. Russell se preguntó cómo Foley había mantenido su identidad en secreto, pero ése no era su problema. Mantener la seguridad de las comunicaciones ya era suficientemente duro.
De vuelta en su despacho, Foley redactó el siguiente mensaje para Langley, tratando de que fuera lo más corto posible para ponérselo más fácil a Russell. Eso seguramente abriría los ojos de algunos de la séptima planta. Confiaba en que los británicos aún no habrían dicho nada sobre ello a Washington. Lo verían como una falta grave y los oficiales más antiguos, en todas partes, se ofendían por esas trivialidades. Pero a veces no había tiempo para pasar por todos los cauces y, como jefe de delegación, era de esperar que alguna vez tomara la iniciativa.
Y con la iniciativa, quizá un poco de exuberancia.
Foley consultó su reloj. Se había puesto la corbata más roja que tenía y le faltaba una hora y media para coger el metro de regreso a casa; Rabbit necesitaba verlo a él y la señal. Una vocecita le decía a Foley que moviera a Beatrix lo más rápido posible. No sabía si suponía un peligro para Rabbit o para alguien más, pero se podía confiar en la intuición de Foley.