A Cathy casi le entró el pánico ante la perspectiva de conducir hasta la estación de ferrocarril. Al ver que su marido se dirigía a la parte izquierda del coche supuso, como lo haría cualquier norteamericano, que se disponía a conducir, y le sorprendió visiblemente comprobar que le lanzaba las llaves.
Descubrió que los pedales estaban en el mismo lugar que en los coches norteamericanos, porque la gente en todo el mundo utilizaba el pie derecho del mismo modo, aunque en Inglaterra condujeran por la izquierda. La palanca de cambios se encontraba en el centro y por consiguiente debía utilizar la mano izquierda para cambiar las velocidades. Salir marcha atrás del camino adoquinado no fue muy diferente de lo habitual. Ambos se preguntaron inmediatamente si sería igualmente difícil para los británicos conducir por la derecha cuando llegaban a Norteamérica o se trasladaban a Francia en el transbordador. Jack decidió que algún día se lo preguntaría a alguien entre copa y copa.
—No lo olvides, la izquierda es la derecha, la derecha es la izquierda y debes conducir por el lado equivocado de la carretera.
—De acuerdo —respondió ella, enojada.
Sabía que debería aprenderlo y la parte racional de su cerebro era consciente de que aquelera tan buen momento como cualquier otro, aunque la había pillado de improviso, como un guerrillero saliendo de su escondite. Al salir de su pequeña urbanización pasaron frente a un edificio de una sola planta, que parecía la consulta de un médico, y luego junto a un parque con columpios, que era lo que había convencido a Jack para elegir aquella casa en particular. A Sally le gustaban los columpios y sin duda allí haría nuevos amigos. Y el pequeño Jack podría tomar el sol, por lo menos en verano.
—A la izquierda, cariño. Aquí girar a la izquierda es como girar a la derecha, no cruzas el tráfico.
—Lo sé —respondió la doctora Catherine Ryan, al tiempo que se preguntaba por qué Jack no habría llamado un taxi.
Le quedaba un montón de trabajo por hacer en la casa y no necesitaba una clase de conducción. Por lo menos, el coche parecía ágil, pensó, ya que al apretar el pedal aceleró de pronto, aunque no como su antiguo Porsche.
—Al final de la cuesta gira a la derecha.
Bien, parecía sencillo. Debería encontrar el camino de regreso a su casa y detestaba pedir indicaciones. Eso era consecuencia de su trabajo como cirujana, tan dueña de su mundo como un piloto de caza en su cabina de mando. Además, como cirujana no podía caer presa del pánico.
—Aquí, a la derecha —dijo Jack—. No olvides el tráfico en dirección contraria.
No circulaba ningún otro coche en aquel momento, pero la situación cambiaría, probablemente en el momento en que Jack se apeara del vehículo. No le envidiaba a su esposa que tuviera que aprender a circular sola por la ciudad, pero la forma más segura de aprender a nadar consistía en tirarse al agua, siempre y cuando uno no se ahogara. No obstante, los británicos eran gente hospitalaria y si era preciso probablemente algún conductor local le indicaría el camino hasta su casa.
La estación, tan impresionante como un puente ferroviario del Bronx, era un edificio de piedra de dimensiones bastante reducidas, con escaleras fijas o mecánicas que conducían a los andenes subterráneos. Ryan compró su billete al contado, pero vio un cartel donde se anunciaban abonos para desplazamientos diarios. Adquirió un ejemplar del Daily Telegraph, que para la población local indicaría que era una persona de tendencia conservadora. Los más liberales elegían The Guardian. Decidió pasar por alto la prensa sensacionalista, con mujeres desnudas en el interior. Menudo espectáculo justo después del desayuno.
Tuvo que esperar unos diez minutos la llegada del tren, que entró con escaso ruido en la estación; era una mezcla entre un tren eléctrico interurbano de Norteamérica y un convoy de metro. Tenía un billete de primera clase, lo cual le permitió acceder a un pequeño compartimento. Las ventanas subían y bajaban con una correa y la puerta que se abría hacia afuera daba acceso directo al andén, sin tener que caminar por ningún pasillo. Hechos esos descubrimientos, Ryan se sentó y empezó a examinar la portada del periódico. Al igual que en Norteamérica, la política local ocupaba aproximadamente la mitad del espacio y Ryan se centró en dos artículos con la idea de familiarizarse con las costumbres y los intereses del país. Según el horario, tardaría unos cuarenta minutos en llegar a la estación Victoria. No estaba mal y, por lo que Dan Murray le había contado, era mucho mejor que ir en coche. Además, aparcar un vehículo en Londres era incluso más difícil que en Nueva York, aparte de que había que hacerlo en el lado equivocado de la calle.
El viaje resultó agradable. Los trenes pertenecían evidentemente a un monopolio estatal y alguien gastaba dinero en el tendido ferroviario. El revisor le pidió el billete a Ryan con una sonrisa, sin duda identificándolo inmediatamente como yanqui, antes de proseguir y dejarlo con su periódico. El paisaje que se desplazaba frente a la ventana no tardó en acaparar su interés. El campo era verde y frondoso. A los británicos les encantaba el césped. Las casas adosadas eran más pequeñas que las del barrio de su infancia en Baltimore, con lo que parecían tejados de pizarra, y las calles eran muy estrechas. Había que prestar mucha atención al conducir un coche para no acabar en la sala de estar de alguna de esas casas. Probablemente, eso no les sentaría muy bien, ni siquiera a los ingleses acostumbrados a las limitaciones de los visitantes norteamericanos.
El cielo estaba azul y predominantemente despejado, con algunas nubes blancas que parecían de algodón. Todavía no había experimentado la lluvia en ese país y, sin embargo, debía de haberla; de cada tres peatones, uno llevaba un paraguas plegado en la mano. Y muchos usaban sombrero, cosa que Ryan no hacía desde su época en la infantería de marina. Decidió que Inglaterra era un país suficientemente diferente de Norteamérica para resultar peligroso. Había muchas similitudes entre ambos, pero las diferencias lo sorprendían a uno cuando menos lo esperaba. Debería tener mucho cuidado para cruzar la calle con Sally. Con sus cuatro años y medio, estaba acostumbrada a mirar en la dirección equivocada en el momento inoportuno. En una ocasión había visto a su pequeña hija en el hospital y con eso había tenido suficiente para toda una vida.
El tren circulaba ahora por una densa zona urbana, sobre raíles elevados. Jack miró a su alrededor en busca de monumentos reconocibles. ¿Era la catedral de San Pablo lo que se veía a la derecha? De ser así, no tardaría en llegar a la estación Victoria. Dobló el periódico cuando el tren reducía la velocidad y… efectivamente, ya estaban en Victoria. Abrió la puerta del compartimento como un nativo y se apeó al andén. La estación consistía en una serie de arcos de acero con hojas de cristal; el metal estaba ennegrecido por el humo de los trenes de vapor, desde hacía mucho desaparecidos… Pero nadie se había molestado en limpiarlo. ¿O tal vez la suciedad era producto de la contaminación atmosférica? ¿Quién sabe? Jack siguió a los demás pasajeros hacia una pared de ladrillo, donde parecía encontrarse la sala de espera de la estación. Efectivamente, allí había la colección habitual de quioscos y pequeñas tiendas. Cruzó la salida y apareció en la calle, mientras buscaba en su bolsillo el mapa Chichester de Londres. Westminster Bridge Road, demasiado lejos para ir andando. Decidió llamar un taxi.
Desde el interior del vehículo, Ryan observaba el entorno como el turista que ya había dejado de ser. Y ahí estaba.
El edificio de Century House, así llamado por encontrarse en el número cien de Westminster Bridge Road, era lo que a Jack le pareció una estructura típica del período de entreguerras, bastante alto y con fachada de piedra que… ¿se estaba desmoronando? Una red de plástico naranja cubría el edificio con el propósito de evitar que fragmentos de la fachada cayeran sobre los peatones. ¿Quizá alguien estuviera desmontando el edificio en busca de micrófonos rusos? Nadie se lo había advertido en Langley. A lo largo de la calle se encontraba el puente de Westminster y al otro lado del río estaban los edificios del Parlamento. En cualquier caso, era un barrio atractivo. Jack subió a grandes zancadas por los peldaños de piedra, cruzó una doble puerta y recorrió unos tres metros hasta el interior, donde encontró a alguien con un uniforme de aspecto policial tras un mostrador de recepción.
—¿Puedo ayudarlo, señor? —preguntó el guardia.
Los británicos hablaban como si realmente pretendieran ayudar. Jack se preguntó si tendría una pistola escondida debajo del mostrador. Y, si no allí, no muy lejos. Debían de tener medidas de seguridad.
—Hola, soy Jack Ryan. He venido a trabajar.
—Ah, sir John —respondió inmediatamente el vigilante con una sonrisa de reconocimiento—. Bien venido a Century House. Permítame que llame arriba. —Lo hizo—. Alguien baja a recibirlo, señor. Tenga la bondad de sentarse.
Apenas acababa de entrar en contacto con el asiento cuando un rostro conocido apareció por la puerta giratoria.
—¡Jack! —exclamó.
—Sir Basil —respondió Ryan, ya de pie para estrechar la mano que le tendía.
—No te esperábamos hasta mañana.
—He dejado que Cathy se ocupe de deshacer las maletas. De todos modos, es una tarea para la que no confía en mí.
—Sí, los hombres tenemos nuestras limitaciones, ¿no es cierto?
Sir Basil Charleston, con sus casi cincuenta años, era alto e imperialmente delgado, como lo había descrito en una ocasión el poeta, y en su cabello castaño no asomaban todavía las canas. Tenía unos vivaces ojos de color castaño claro y con su traje de lana gris de rayas, no precisamente barato, tenía el aspecto de un próspero banquero londinense. En realidad, ése era el negocio de su familia, pero a él le había parecido excesivamente limitado y decidió utilizar su formación de Cambridge al servicio de su país, al principio como agente secreto de campo, y más adelante en la administración. Jack sabía que James Greer lo apreciaba y lo respetaba, al igual que el juez Moore. Había conocido a Charleston el año anterior, poco después de haber sido herido de bala, cuando descubrió que sir Basil admiraba su invento de la «trampa del canario», que le había servido para ascender en el escalafón de Langley. Evidentemente, Basil la había utilizado para subsanar algunas molestas filtraciones.
—Acompáñame, Jack. Hay que equiparte debidamente.
Evidentemente no se refería al traje de Jack, que era de Savile Row y tan caro como el suyo, sino a ciertas formalidades en el Departamento de Personal.
La presencia de C, como se lo denominaba profesionalmente, facilitó la operación. Disponían ya de las huellas dactilares de Ryan facilitadas por Langley y básicamente sólo necesitaban obtener su fotografía para insertarla en su tarjeta de identidad, lo cual le permitiría abrir todas las puertas electrónicas, al igual que en la CIA. Comprobaron que funcionaba en una puerta de prueba. A continuación se dirigieron al ascensor de ejecutivos para subir al espacioso despacho de sir Basil, situado en una esquina del edificio.
Era mejor que la sala larga y estrecha con que el juez Moore se apañaba. Tenía una buena vista del río y del palacio de Westminster. El director general le indicó a Jack que se sentara en una butaca de cuero.
—¿Primeras impresiones? —preguntó Charleston.
—Ninguna queja hasta el momento. Cathy no ha ido todavía al hospital, pero Bernie, su jefe en el Hopkins, dice que el encargado aquí es un buen tipo.
—Sí, Hammersmith tiene una buena reputación y el doctor Byrd está considerado como uno de los mejores cirujanos oculares de Gran Bretaña. Nunca he hablado personalmente con él, pero tengo entendido que es un buen elemento. Es aficionado a la pesca, le encanta pescar salmones en los ríos de Escocia, está casado y tiene tres hijos; el mayor es teniente de los Coldstream Guards.
—¿Lo has investigado? —preguntó Jack con incredulidad.
—Toda precaución es poca, Jack. Ten en cuenta que algunos de tus parientes lejanos, al otro lado del mar de Irlanda, no te tienen demasiado aprecio.
—¿Supone eso un problema?
Charleston negó con la cabeza.
—Es sumamente improbable. Cuando ayudaste a derrocar a los unionistas armados, probablemente salvaste unas cuantas vidas en el IRA provisional. Eso todavía no está completamente resuelto, pero esencialmente es trabajo del servicio de seguridad. En realidad no mantenemos muchas relaciones con ellos, por lo menos que te conciernan a ti directamente.
—Bien, sir Basil, ¿y en qué consistirá exactamente mi trabajo aquí? —preguntó Jack.
—¿No te lo ha contado James?
—No exactamente. He comprobado que le gustan las sorpresas.
—El grupo mixto de trabajo se centra principalmente en nuestros amigos soviéticos. Disponemos de algunas buenas fuentes, al igual que vosotros. La idea consiste en compartir información para mejorar la imagen global.
—Información. No fuentes —matizó Ryan.
Charleston le brindó una sonrisa de comprensión.
—Como bien sabes, las fuentes deben protegerse.
Jack lo sabía perfectamente. En realidad, se le permitía saber muy poco con respecto a las fuentes de la CIA, que eran los secretos mejor guardados de la organización, indudablemente al igual que aquí. Las fuentes eran personas reales y si se iban de la lengua podían pagarlo con su vida. Los servicios de Inteligencia valoraban las fuentes más por su información que por sus vidas, no cabía olvidar que en el fondo era un simple negocio, pero tarde o temprano uno empezaba a preocuparse por ellos, por sus familias y por sus características personales. Sobre todo la bebida, pensó Ryan. Especialmente en el caso de los rusos. Un ciudadano soviético medio bebía lo suficiente para que se lo calificara como alcohólico en Norteamérica.
—Ningún problema, sir Basil. No conozco el nombre ni la identidad de ninguna de las fuentes de la CIA en ese país. Ninguna —recalcó Ryan.
Eso no era del todo cierto. Aunque no se lo hubieran contado, se podían deducir muchas cosas de la información que transmitían y de las personas a las que citaban, pero Ryan dudaba de algunas de las fuentes. Todos los analistas practicaban un juego intrigante, invariablemente en los confines de sus propias mentes, aunque en algunas ocasiones Ryan comentara sus especulaciones con su jefe inmediato, el almirante Jim Greer. Habitualmente, el subdirector de Operaciones le advertía que no reflexionara demasiado en voz alta, aunque por su forma de parpadear le transmitía más información de la que se proponía. Pero Ryan sabía que lo habían contratado por su capacidad analítica y realmente no querían que dejara de utilizarla. Cuando la información recibida era algo extraña, eso indicaba que algo le había sucedido a la fuente, como por ejemplo que la habían pillado o que había enloquecido.
—Pero hay una cosa que le interesa al almirante…
—¿Qué? —preguntó el director general.
—Polonia. Tenemos la impresión de que empieza a desmoronarse y nos preguntamos hasta qué punto, con qué rapidez y a qué conducirá eso… me refiero a los efectos.
—También nosotros nos lo preguntamos, Jack —asintió pensativamente Charleston.
Sobre ese asunto circulaban muchos rumores, especialmente entre los periodistas en los bares de Fleet Street. Además, los periodistas tenían también sus propias fuentes, en algunos casos tan fiables como las suyas.
—¿Qué opina James?
—Nos recuerda a ambos algo que ocurrió en los años treinta —respondió Ryan al tiempo que se reclinaba y se relajaba en su butaca—. El sindicato de la industria del automóvil. Cuando Ford se organizó, hubo problemas. Grandes problemas. Ford llegó incluso a contratar matones para agredir a los organizadores sindicales. Recuerdo haber visto fotografías de… ¿Walter Reuther? —prosiguió después de una pausa momentánea—. O alguien por el estilo. Se publicaron en la revista Life. Los matones hablaban con él y algunos de sus muchachos. En las primeras fotos sonreían, como suele hacerse antes de mostrar los puños, y a continuación empezó la pelea. Uno debe preguntarse por la dirección de Ford, para permitir que eso ocurriera en presencia de periodistas y especialmente ante las cámaras. Maldita sea, eso es una estupidez en primerísimo grado.
—Sí, el tribunal de la opinión pública —afirmó Charleston—. Es muy real y, además, la tecnología moderna lo convierte todavía en más vigente. También preocupa a nuestros amigos del otro bando. Ese nuevo servicio de noticias que acaba de iniciarse en vuestro lado del Atlántico, la CNN, podría cambiar el mundo. La información circula por sus propios medios. Los rumores ya son suficientemente perniciosos. Uno no puede detenerlos, y además tienen la habilidad de adquirir vida propia…
—Pero una imagen vale más que mil palabras, ¿no crees?
—Me pregunto quién diría eso por primera vez. Quienquiera que fuese no tenía un pelo de tonto. Y todavía es más cierto cuando se trata de imágenes en movimiento.
—Supongo que lo aprovechamos…
—Tu gente se muestra más reticente que yo. Es bastante fácil hacer que un diplomático tome una cerveza con algún periodista y tal vez insinúe algo en la charla. Hay que reconocer que los periodistas no son desagradecidos, si se les facilita una buena historia.
—En Langley odian la prensa, sir Basil. Realmente la detestan.
—Un poco primitivo por su parte. Aunque, por otro lado, supongo que aquí podemos ejercer más control sobre la prensa que vosotros en Norteamérica. No obstante, tampoco es tan difícil ser más listo que ellos.
—Nunca lo he intentado. El almirante Greer dice que hablar con un periodista es como bailar con un rottweiler: uno nunca sabe si va a lamerle la cara o morderle la yugular.
—Ningún perro es malo por naturaleza. Sólo hay que educarlos debidamente.
Los ingleses y sus perros, reflexionó Ryan. Querían más a sus animales de compañía que a sus propios hijos. El no sentía ninguna debilidad por los perros grandes. Un labrador como Ernie era diferente. Los labradores tenían el hocico blando. Sally realmente lo echaba de menos.
—¿Cuál es entonces tu opinión sobre Polonia, Jack?
—Creo que el hervor persistirá hasta que salte la tapa, y cuando se salga el agua provocará un desastre mayúsculo. En realidad, los polacos no se han adaptado muy bien al comunismo. Maldita sea, tienen capellanes en su ejército. Muchos de sus agricultores practican el libre comercio, vendiendo jamones y otros productos. El programa de televisión más popular en su país es «Kojak», y lo emiten incluso los domingos por la mañana para restar feligreses a la iglesia. Eso demuestra dos cosas: a los polacos les gusta la cultura norteamericana y el gobierno todavía teme a la Iglesia católica. El gobierno polaco es inestable y es consciente de ello. Permitir un pequeño margen de maniobra es probablemente sensato, por lo menos a corto plazo, pero el problema fundamental es la injusticia intrínseca de su régimen político. Los países injustos no son estables. Por muy fuertes que parezcan, están podridos por dentro.
Charleston asintió pensativamente.
—Hace sólo tres días informé a la primera ministra en Chequers y le dije prácticamente lo mismo.
El director general hizo una pequeña pausa antes de decidirse. Entonces levantó una carpeta de su escritorio y se la entregó a Ryan.
«ALTO SECRETO», decía en la tapa. De modo que ahora empieza, pensó Jack mientras se preguntaba si Basil habría aprendido a nadar después de caerse al Támesis y consideraba que los demás debían aprender del mismo modo.
Al levantar la tapa comprobó que la información procedía de una fuente denominada WREN. El autor era claramente un polaco, que a juzgar por el informe ocupaba un cargo importante, y lo que decía…
—Maldita sea —exclamó Ryan—. ¿Esta información es fiable?
—Absolutamente fiable. Cinco sobre cinco.
Eso significaba que, en una escala de fiabilidad del uno al cinco, la fuente merecía la máxima calificación, al igual que la información que facilitaba.
—Tengo entendido que eres católico.
Evidentemente lo sabía; era sólo la forma de hablar de los ingleses.
—Instituto de jesuitas, Universidad de Boston y de Georgetown, sin olvidar las monjas de Saint Matthew. ¿Qué otra cosa podría ser?
—¿Qué opinas de vuestro nuevo Papa?
—El primero en cuatro siglos, puede que más, que no es italiano. Eso ya es significativo. Cuando oí que el nuevo Papa era polaco, esperaba que se tratara del cardenal Wiszynski de Varsovia, que tiene el cerebro de un genio y la astucia de un zorro. Al elegido no lo conocía en absoluto, pero por lo que he leído, es una persona de gran integridad. Buen párroco, buen administrador y políticamente muy astuto…
Ryan hizo una pausa. Hablaba del sumo pontífice de su iglesia como si se tratara de un candidato político y estaba seguro de que tenía mucha más sustancia. Debía ser un hombre de mucha fe, con la clase de convicciones profundas que ni siquiera un terremoto podría alterar. Otros como él lo habían elegido como líder y portavoz de la mayor iglesia del mundo, que era también a la que pertenecía Ryan. Debía ser un hombre que no le tuviera miedo a nada, alguien para quien una bala era un pasaporte a la libertad, a la presencia del propio Dios. Además, debía ser un hombre que sintiera la presencia de Dios en todo lo que hacía. No era alguien a quien se pudiera asustar, ni disuadir de lo que considerara justo.
—Si ha escrito esta carta, sir Basil, eso significa que no es un farol. ¿Cuándo la entregaron?
—Hace menos de cuatro días. Nuestro contacto ha quebrantado las normas haciéndonosla llegar con tanta rapidez, pero su importancia es evidente, ¿no te parece?
Bien venido a Londres, Jack, pensó Ryan. Acababa de sumergirse en la sopa, en una gran olla como en las que hervían a los misioneros en los tebeos.
—La han mandado a Moscú, ¿no es cierto?
—Eso dice nuestro agente. ¿Qué opina sir John acerca de cómo reaccionarán los rusos?
Y con esa pregunta, sir Basil Charleston acababa de encender la hoguera situada bajo la olla personal de Jack.
—Es una pregunta compleja —respondió Ryan, procurando escabullirse como mejor pudo.
—De algún modo reaccionarán —insistió Charleston, cuyos ojos castaños miraban fijamente a Ryan.
—Bueno, no les gustará. Lo interpretarán como una amenaza. La cuestión es hasta qué punto se lo tomarán en serio y cuánta veracidad le atribuirán. Stalin se lo habría tomado a guasa… o tal vez no. ¿No fue Stalin quien definió la paranoia? —dijo Ryan antes de hacer una pausa para mirar por la ventana y preguntarse si las nubes que se acercaban eran portadoras de lluvia—. No, Stalin habría reaccionado de algún modo.
—¿Tú crees?
Jack sabía que Charleston lo estaba poniendo a prueba. Era como la exposición oral de su doctorado en Georgetown, con las mordaces preguntas y la perspicacia del padre Tim Riley. Sir Basil era más civilizado que aquel acerbo sacerdote, pero el examen no sería fácil.
—Leon Trotski no suponía ninguna amenaza para él. Aquel asesinato fue una mezcla de paranoia y pura bellaquería. Fue algo personal. Stalin se creó enemigos y nunca los olvidó. Pero los actuales líderes soviéticos no tienen las agallas necesarias para actuar como lo hizo él.
Charleston señaló el cristal blindado de la ventana, en dirección al puente de Westminster.
—Amigo mío, los rusos tuvieron las agallas de matar a un hombre en ese puente hace menos de cinco años.
—Y se los culpó por ello —le recordó Ryan a su interlocutor.
—Fue una combinación de buena suerte y la intervención de un médico británico particularmente listo, que a pesar de todo no logró salvar la vida de aquel pobre desgraciado. Pero lograron identificar la causa de la muerte, que no había sido obra de un vándalo callejero.
—¿Crees que aquel incidente les quitó el sueño? Lo dudo —dijo Charleston.
—Crea una mala impresión. Que yo sepa, ya no suelen hacer ese tipo de cosas.
—Sólo dentro de su propio país, lo reconozco. Pero para ellos eso incluye Polonia, que está dentro de su zona de influencia.
—Sin embargo, el Papa vive en Roma, que no lo está. Todo depende de lo asustados que estén. El padre Tim Riley, en Georgetown, cuando preparaba mi doctorado, insistía en que no debemos olvidar jamás que las guerras las inician hombres asustados. Temen la guerra, pero supongo que temen aún más lo que pueda ocurrir si no la empiezan ellos, o adoptan alguna medida equivalente. Por tanto, lo que debemos preguntarnos en realidad, como he dicho anteriormente, es hasta qué punto se toman en serio la amenaza y lo grave que les parece. En cuanto a lo primero, no creo que se trate de un farol. La personalidad del Papa, su historial y su valor personal no dejan lugar a dudas. De modo que la amenaza es real. A un nivel más amplio, la cuestión consiste en evaluar la magnitud de dicha amenaza para ellos.
—Sigue —ordenó amablemente el director general.
—Si son lo suficientemente listos para reconocerla, yo en su lugar estaría muy preocupado… puede que incluso un poco asustado. Por mucho que los soviéticos se consideren una superpotencia, igual que Norteamérica y todo lo demás, en el fondo son conscientes de que su Estado no es realmente legítimo. Kissinger nos dio una conferencia en Georgetown… —prosiguió Jack, reclinado en su butaca con los ojos momentáneamente cerrados para recordar la ocasión—. Fue algo que dijo hacia el final, hablando de la personalidad de los líderes rusos. Brézhnev le estaba mostrando algún edificio oficial del Kremlin, al que Nixon acudiría para celebrar su última cumbre, y levantaba las telas que cubrían el mobiliario para que comprobara que todo estaba impecablemente limpio, en preparación para la visita. ¿Para qué hacer tal cosa?, me pregunté en aquel momento. Seguramente disponían de sirvientas y de personal de mantenimiento. ¿Para qué molestarse en mostrárselo a Henry?
Probablemente se trataba de algún tipo de complejo de inferioridad, una inseguridad fundamental. Se habla de ellos como si fueran gigantes, pero yo no creo que lo sean, y cuanto mejor los conozco, menos formidables me parecen. El almirante y yo hemos debatido este asunto en numerosas ocasiones durante los dos últimos meses. Disponen de un gran ejército. Sus servicios de Inteligencia son de primer orden. Son grandes. Un gran oso feo, como solía decir Muhammad Ali, pero no olvidemos que Ali derrotó al oso dos veces.
—Es una forma algo retorcida de responder que sí, que creo que les asustará esa carta. ¿Pero lo suficiente para hacer algo al respecto? —Ryan meneó la cabeza—. Es posible, pero actualmente no disponemos de suficientes datos. Si deciden pulsar ese botón en particular, ¿lo sabremos con antelación?
Charleston esperaba que Ryan le volviera las tornas.
—Cabe esperarlo, pero es imposible estar seguros.
—Después del año que he pasado en Langley, tengo la impresión de que nuestro conocimiento del objetivo es profundo pero limitado en ciertas áreas, y amplio y superficial en otras. Todavía no conozco a nadie que se sienta cómodo analizándolas; bueno, eso no es del todo cierto. Algunos se sienten cómodos, pero sus análisis a menudo son poco fiables, por lo menos a mi parecer. Por ejemplo, la información que recibimos sobre su economía…
—¿James te la comunica? —preguntó Basil, sorprendido.
—El almirante me obligó a recorrer todos los recovecos durante el primer par de meses. Mi primera licenciatura fue en Economía por la Universidad de Boston. Aprobé el examen del Colegio de Contables, que creo que aquí tiene otro nombre, antes de alistarme en los marines. Luego, cuando me licencié de las fuerzas armadas, me desenvolví bastante bien en la Bolsa, antes de finalizar mi doctorado y dedicarme a la enseñanza.
—¿Cuánto ganaste exactamente en Wall Street?
—¿Durante mi estancia en Merrill Lynch? Unos seis o siete millones, en gran parte gracias al ferrocarril de Chicago y del noroeste. Mi tío Mario, el hermano de mi madre, me dijo que los empleados se disponían a comprar las acciones, e intentar obtener beneficios de nuevo. Eché una ojeada y me gustó lo que vi. Obtuve un veintitrés por ciento neto sobre mi inversión. Debería haber invertido una cantidad mayor, pero en Merrill Lynch me habían enseñado a ser prudente. Por cierto, nunca trabajé en la oficina de Nueva York; estaba en la sucursal de Baltimore. En cualquier caso, el dinero sigue en acciones y el mercado parece bastante sano en estos momentos. Todavía invierto en Bolsa. Uno nunca sabe cuándo va a tropezarse con la fortuna, y sigue siendo un pasatiempo interesante.
—Indudablemente. Si te enteras de algo prometedor, avísame.
—Sin honorarios, pero garantías tampoco —rió Ryan.
—No estoy acostumbrado a las garantías, Jack, no en este maldito negocio. Voy a destinarte a nuestro grupo de trabajo ruso, con Simon Harding. Es un licenciado de Oxford, doctor en Literatura Rusa. Verás prácticamente lo mismo que él, salvo las fuentes de información…
Ryan levantó las manos para interrumpirlo.
—Sir Basil, eso es algo que no quiero saber. No lo necesito y si lo supiera me impediría dormir por la noche. Sólo quiero ver la información. Prefiero hacer mi propio análisis. ¿Es listo ese tal Harding? —preguntó, y esperó la respuesta con especial atención.
—Muchísimo. Es probable que ya hayas visto antes el resultado de su trabajo. Realizó la evaluación personal de Yuri Andrópov que os facilitamos hace dos años.
—Lo leí y, efectivamente, era un buen trabajo. Supuse que era obra de un psiquiatra.
—Ha estudiado psicología, pero no la suficiente para obtener una licenciatura. Simon es un chico listo. Tiene una esposa encantadora, que es pintora.
—¿Puedo empezar ahora mismo?
—¿Por qué no? Debo volver al trabajo. Ven conmigo, te acompañaré.
No estaba lejos. Ryan descubrió inmediatamente que compartiría un despacho allí, en el piso superior, y le sorprendió. En Langley debían transcurrir años para llegar al séptimo piso y a menudo era preciso pisar cuerpos ensangrentados. Alguien debía de considerarlo listo, pensó Jack. El despacho de Simon Harding no era particularmente impresionante. Sus dos ventanas daban a los edificios de la parte alta del río, en general de dos o tres pisos de ocupación indeterminada. El propio Harding tenía unos cuarenta años, de piel pálida, cabello claro y ojos azul cielo. Llevaba un chaleco desabrochado y una insípida corbata. Su escritorio estaba cubierto de carpetas con cinta de rayas en los bordes, que era el código universal del material secreto.
—Usted debe de ser sir John —dijo Harding después de dejar su pipa de brezo sobre la mesa.
—Mi nombre es Jack —aclaró Ryan—. En realidad no estoy autorizado a fingir que soy un caballero. Además, no tengo caballo ni armadura de acero.
Jack estrechó la mano de su compañero de trabajo. Las manos de Harding eran pequeñas y huesudas, pero sus ojos azules parecían perspicaces.
—Cuida bien de él, Simon —dijo sir Basil antes de retirarse inmediatamente.
Había una silla giratoria frente a un escritorio sospechosamente limpio. Jack la probó. Estarían un poco apretados, aunque no demasiado. Bajo el teléfono de su mesa había un codificador para llamadas de seguridad y Ryan se preguntó si funcionaría tan bien como el STU que utilizaban en Langley. El centro gubernamental de comunicaciones de Cheltenham trabajaba en estrecha cooperación con la NSA y puede que fuera el mismo aparato, con una caja de plástico diferente. Debía seguir recordándose a sí mismo que estaba en un país extranjero y esperaba que no le resultara demasiado difícil. Aquí la gente hablaba de un modo extraño, con las vocales mucho más abiertas, aunque el efecto de las películas norteamericanas y de la televisión global acercaba la lengua inglesa a la versión norteamericana de forma lenta pero segura.
—¿Te ha hablado Bas del Papa? —preguntó Simon.
—Sí. Esa carta podría ser un bombazo. Se pregunta cómo reaccionarán los rusos.
—Todos nos lo preguntamos. ¿Alguna idea, Jack?
—Como acabo de decirle a tu jefe, si Stalin siguiera ahí, tal vez decidiera acortarle la vida al Papa, pero eso supondría un enorme riesgo.
—El problema, a mi parecer, es que a pesar de que suelen tomar las decisiones de una forma bastante colectiva, la influencia de Andrópov va en ascenso y puede que él sea menos reticente que los demás.
Jack se acomodó en su butaca.
—Hace un par de años, los colegas de mi esposa en Hopkins viajaron a Rusia. Mijáil Suslov padecía una retinopatía diabética, además de una fuerte miopía, y fueron allí para curarle y enseñar al mismo tiempo el procedimiento a los médicos rusos. Entonces Cathy era sólo médico residente. Pero Bernie Katz formaba parte del equipo que viajó. Es el director de Wilmer, un excelente cirujano ocular y un gran tipo. La CIA los entrevistó, a él y a los demás, a su regreso. ¿Has visto ese documento?
Ahora había interés en su mirada.
—No. ¿Vale la pena?
—Si hay algo que he aprendido estando casado con una doctora, es a escuchar lo que dice cuando habla de la gente. Sin duda le presté atención a Bernie. Vale la pena leerlo. Existe una tendencia universal a hablarles con franqueza a los médicos y, como ya he dicho, los médicos suelen ver cosas que a la mayoría nos pasan inadvertidas. Dijeron que Suslov era listo, cortés, formal, pero al mismo tiempo, alguien en quien era mejor no confiar si llevaba un cuchillo o una pistola en la mano. En realidad le desagradaba el hecho de tener que depender de unos norteamericanos para que le salvasen la vista. Le molestaba que ningún ruso fuera capaz de hacer lo que necesitaba. Por otra parte, dijeron que su hospitalidad fue excelente después de hacer su trabajo. De modo que no son completamente bárbaros, como Bernie en parte se esperaba, siendo judío de ascendencia polaca, creo que todavía en la época de los zares. ¿Quieres que mi oficina te mande ese informe?
Harding agitó un fósforo sobre su pipa.
—Sí, me gustaría verlo. En el fondo, los rusos no son tan raros. En ciertos aspectos son sumamente cultos. Rusia es el único lugar del mundo donde un poeta todavía puede ganarse dignamente la vida. Sienten reverencia por sus poetas y eso es algo que admiro bastante en ellos, pero al mismo tiempo… bueno, el propio Stalin se resistía a perseguir a los artistas, particularmente a los literatos. Recuerdo a uno que vivió bastante más de lo que cabía esperar… No obstante, acabó su vida en un campo de trabajo. De modo que su civilización tiene sus límites.
—¿Hablas su idioma? Yo nunca lo he aprendido.
El analista británico asintió.
—Puede ser un idioma hermoso para la literatura, semejante al griego clásico. Se presta a la poesía, pero encubre una capacidad para la barbarie que hiela la sangre en las venas. En muchos sentidos son gente bastante previsible, especialmente en lo que concierne a las decisiones políticas, dentro de sus limitaciones. Lo imprevisible de sus reacciones radica en la conjunción de su conservadurismo inherente y su dogmática visión política. Nuestro amigo Suslov está gravemente enfermo del corazón, supongo que debido a la diabetes, pero su sucesor es Mijáil Yevgeniyevich Alexándrov, ruso y marxista a partes iguales, con la moral de Lavrenti Beria. Detesta profundamente Occidente. Supongo que le aconsejó a Suslov, de quien es muy amigo, que aceptara la ceguera antes que someterse al tratamiento de unos médicos norteamericanos. ¿Y no me has dicho que ese tal Katz era judío? Eso tampoco habría ayudado. No es en absoluto un personaje atractivo. Cuando Suslov abandone este mundo, creemos que dentro de unos meses, se convertirá en el nuevo ideólogo del Politburó. Apoyará a Yuri Vladimirovich en todo lo que se proponga, aunque se trate de un ataque físico contra Su Santidad.
—¿Realmente crees que podría llegar tan lejos? —preguntó Jack.
—Sí, es posible.
—Bien, ¿se ha mandado esa carta a Langley?
Harding asintió.
—Vuestro jefe de delegación local ha venido hoy a recogerla. Imagino que tu gente tiene sus propias fuentes, pero sería absurdo arriesgarse.
—Estoy de acuerdo. Pero si los rusos hacen algo tan extremo, se organizará un gran escándalo.
—Tal vez, pero ellos no ven las cosas como nosotros, Jack.
—Lo sé. Es difícil dar semejante salto con la imaginación.
—Se necesita tiempo —reconoció Simon.
—¿Sería útil leer su poesía? —se preguntó Ryan en voz alta. Había leído sólo algunos de sus poemas, además traducidos, lo cual no era la mejor forma de leer poesía.
—No demasiado —respondió Harding, negando con la cabeza—. Así es como algunos protestan. Sus quejas deben ser suficientemente recónditas para que sus lectores más obtusos puedan limitarse a disfrutar del tributo lírico a alguna figura femenina en particular, sin percatarse del grito a la libertad de su expresión. Probablemente hay una sección entera del KGB que analiza los poemas en busca de contenido político oculto, a quien nadie presta particular atención hasta que los miembros del Politburó se percatan de que el contenido sexual es demasiado explícito. No olvides que son un puñado de mojigatos… Es sumamente curioso que sean tan moralistas.
—Es difícilmente criticable que no aprueben Debbie Does Dallas —sugirió Ryan, y Harding casi se atragantó con el humo de su pipa.
—Desde luego. No es exactamente El rey Lear. Ellos han dado autores como Tolstoi, Chejov y Pasternak.
Jack no había leído a ninguno de ellos, pero aquel no parecía el mejor momento para reconocerlo.
—¿Qué dice? preguntó Alexándrov.
La indignación era previsible, aunque sorprendentemente sosegada, pensó Andrópov. Quizá sólo levantara la voz ante un público más numeroso, o con mayor probabilidad ante sus subordinados en las dependencias de la secretaría del partido.
—Aquí está la carta y la traducción —respondió el director del KGB a la vez que le entregaba los documentos.
El asistente del ideólogo en jefe tomó los papeles y los leyó lentamente. No quería que un solo matiz escapara a su enojo. Andrópov esperó y encendió un Marlboro mientras lo hacía. El director se percató de que su visitante no tocaba el vodka que le había servido.
—Ese santo varón se vuelve ambicioso —declaró finalmente después de dejar los papeles sobre la mesa.
—Estoy de acuerdo —observó Yuri.
—¿Se siente invulnerable? —exclamó con asombro—. ¿No se percata de que dichas amenazas tienen consecuencias?
—Mis expertos consideran que sus palabras son auténticas y no creen que tema las posibles consecuencias.
—Si a lo que aspira es a convertirse en mártir, tal vez deberíamos complacerlo…
La forma en que se apagó gradualmente su voz heló la sangre ya fría en las venas de Andrópov. Era el momento de hacer una advertencia. El problema de los ideólogos era que sus teorías no siempre tenían debidamente en cuenta la realidad, ante cuyo hecho estaban esencialmente ciegos.
—Mijáil Yevgeniyevich, semejante actuación no debe llevarse a cabo a la ligera. Podría tener consecuencias políticas.
—No, no importantes, Yuri. No importantes —repitió Alexándrov—. Pero estoy de acuerdo en que debemos considerar detenidamente nuestra inevitable respuesta antes de actuar.
—¿Qué opina el camarada Suslov? ¿Se lo has preguntado?
—Misha está muy enfermo —contestó Alexándrov sin ninguna aflicción aparente.
Eso sorprendió a Andrópov. Su interlocutor le debía mucho a su superior enfermo, pero esos ideólogos vivían circunscritos en su pequeño mundo.
—Me temo que su vida está tocando a su fin.
Esa parte no era sorprendente. No había más que verlo en las reuniones del Politburó. En el rostro de Suslov se reflejaba esa expresión desesperada, propia de quien sabe que se le acaba el tiempo. Quería arreglar el mundo antes de abandonarlo, pero también sabía que eso excedía sus capacidades y dicho descubrimiento le había provocado una desagradable sorpresa. ¿Había comprendido finalmente que el marxismo-leninismo no era el camino verdadero? Andrópov había llegado a dicha conclusión cinco años antes. Pero eso, evidentemente, no era de lo que uno hablaba en el Kremlin. Ni tampoco con Alexándrov.
—Ha sido un buen camarada durante muchos años. Si lo que dices es cierto, lamentaremos enormemente su pérdida —declaró el jefe del KGB a modo de genuflexión ante el altar de la teoría marxista y de su moribundo sacerdote.
—Efectivamente —asintió Alexándrov en el mismo papel que su interlocutor y que todos los miembros del Politburó, no porque fuera ni aun remotamente cierto, sino porque era necesario y porque a la vez era lo que se esperaba de ellos.
Al igual que su colega, Yuri Vladimirovich no creía por convicción, sino porque lo que fingía creer era la fuente de lo real: el poder. Qué diría ese hombre a continuación, se preguntaba el director. Andrópov lo necesitaba y Alexándrov lo necesitaba también a él, puede que aún más. Mijáil Yevgeniyevich no gozaba del poder personal necesario para convertirse en secretario general del partido comunista de la Unión Soviética. Se lo respetaba por su conocimiento teórico y por su devoción a la religión estatal en la que el marxismo-leninismo se había convertido, pero ninguno de los miembros del ejecutivo lo consideraba un candidato apropiado a la presidencia. Sin embargo, su apoyo sería indispensable a quien tuviera dicha ambición. Al igual que en la Edad Media, cuando el primogénito se convertía en señor del castillo y el segundo hijo en obispo de la diócesis correspondiente, Alexándrov, como Suslov en su momento, debía aportar la justificación espiritual, si es que ése era el término apropiado, para su ascenso al poder. El sistema de equivalencias y comprobaciones seguía vigente, aunque más perverso que antes.
—Evidentemente ocuparás su lugar cuando llegue el momento —declaró Andrópov como promesa de alianza.
Alexándrov objetó, naturalmente… o fingió hacerlo.
—Hay muchos hombres excelentes en la secretaría del partido.
—Tú eres el más veterano y el que gozas de mayor confianza —respondió el director del Comité de Seguridad Nacional, quitándole importancia con un ademán.
—Muy amable por tu parte, Yuri —dijo Alexándrov, consciente de que su interlocutor tenía razón—. ¿Entonces qué vamos a hacer con respecto a ese loco polaco?
Y eso, expresado sin tapujos, sería el coste de la alianza. Con el fin de obtener el apoyo de Alexándrov para el cargo de secretario general, Andrópov debería engrosar un poco su manto de ideólogo, haciendo algo que en cualquier caso ya se proponía hacer. No le suponía el menor esfuerzo.
—Misha, emprender una operación como ésta no es un ejercicio simple ni superficial —repuso el director del KGB en un tono grave y frío—. Debe planificarse muy bien, prepararse con la mayor cautela y meticulosidad, y luego el Politburó deberá aprobarla con los ojos abiertos.
—Parece que tienes algo en mente…
—Tengo muchas cosas en mente, pero un sueño no es un plan. Para avanzar es preciso pensar detenidamente y planificar, sólo para averiguar si lo que uno se propone es factible. Proseguir paso a paso con cautela —advirtió Andrópov—. Incluso así, no hay garantía alguna ni pueden hacerse promesas. No se trata de una producción cinematográfica. El mundo real, Misha, es complejo.
Eso era lo máximo que podía acercarse para decirle a Alexándrov que no se alejara demasiado de su caja de teorías y juguetes, para adentrarse en el mundo real de sangre y consecuencias.
—Eres un buen miembro del partido. Sabes lo mucho que hay en juego.
Con esas palabras, Alexándrov le comunicaba a su interlocutor lo que se esperaba de la secretaría. Para Mijáil Yevgeniyevich, el partido y sus creencias constituían el estado, y el KGB era la espada y la coraza del partido.
Curiosamente, Andrópov se percataba de que con toda seguridad aquel Papa polaco creía lo mismo respecto a sus principios y a su visión del mundo. Pero esos principios, estrictamente hablando, no podía decirse que constituyeran una ideología. Aunque, para el caso, podrían hacerlo, se dijo Yuri Vladimirovich a sí mismo.
—Mi personal lo examinará detenidamente. No podemos conseguir lo imposible, Misha, pero…
—¿Pero qué hay de imposible para este organismo del estado soviético?
Era una pregunta retórica, con una respuesta sangrienta. Y peligrosa, más peligrosa de lo que aquel intelectual imaginaba. El director del KGB se percató de lo mucho que se parecían. Su interlocutor, que saboreaba tranquilamente su Starka de color castaño, creía plenamente en una ideología indemostrable. Y deseaba la muerte de un hombre que también creía en cosas indemostrables. Qué situación tan curiosa. Una batalla de ideas, cada conjunto de las cuales temía a las demás. ¿Temía? ¿Qué temía Karol? Ciertamente no la muerte. Su carta a Varsovia lo proclamaba sin palabras. En realidad llamaba a la muerte a gritos. Aspiraba a convertirse en mártir. ¿Por qué haría un hombre algo semejante?, se preguntó el director, utilizar su propia vida o su propia muerte como una arma contra su enemigo. Sin duda consideraba tanto a Rusia como al comunismo como enemigos, uno por razones nacionalistas y el otro por convicción religiosa… ¿pero temía a dicho enemigo?
No, probablemente no, reconoció Yuri Vladimirovich para sus adentros. Eso dificultaba su labor. Su organismo necesitaba el miedo para alcanzar sus objetivos. El miedo era su fuente de poder y no podía manipular a alguien que no lo tuviera…
Pero podía asesinar a aquellos que no pudiera manipular. ¿Quién, después de todo, recordaba gran cosa sobre Leon Trotski?
—Hay pocas cosas realmente imposibles. Meramente difíciles —reconoció finalmente el director.
—¿Estudiarás entonces las posibilidades?
—Sí, a partir de mañana por la mañana —asintió cautelosamente.
Y así se inició el proceso.