Foley sabía que el mayor impedimento para dirigir su delegación era la diferencia horaria. Si permanecía en la embajada a la espera de una respuesta, quizá transcurrirían varias horas y no ganaría nada con ello. Por tanto, inmediatamente después de transmitir el mensaje, había recogido a su familia y se había dirigido a casa, con Eddie comiendo aparatosamente otro perrito caliente de camino al coche y con una copia facsímil del New York Daily News en la mano. Hacía tiempo que pensaba que la suya era la mejor página de deportes de los periódicos de Nueva York, aunque sus titulares eran algo morbosos. Mike Lupica conocía el béisbol mejor que el resto de los aspirantes a jugadores, y Ed Foley siempre había respetado sus análisis. Podría haber sido un buen espía si hubiera elegido una línea de trabajo útil. Por eso ahora podía ver por qué los Yankees habían hecho el ridículo esa temporada. Parecía que los condenados Orioles iban a ganar la liga y eso, para su sensibilidad neoyorquina, era un crimen peor que la imagen que ese año daban los Rangers.
—Eddie, ¿te apetece patinar? —le preguntó a su hijo, sentado en el asiento trasero, con el cinturón de seguridad abrochado.
—¡Sí! —respondió en seguida el muchacho.
No cabía duda de que Eddie era hijo suyo, y quizá allí podría aprender a jugar a hockey sobre hielo correctamente. En el armario de su padre lo estaban esperando el mejor par de patines de hockey junior que había podido comprar y otro par para cuando le crecieran los pies. Mary Pat ya se había interesado por las ligas juveniles locales y ésas, pensaba su esposo, estaban entre las mejores del país; tal vez fueran incluso mejores que las canadienses.
En general, era vergonzoso que no pudiera tener un teléfono de seguridad en su casa, pero Rabbit le había dicho que quizá no sería totalmente seguro y, además, eso les indicaría a los rusos que él no era meramente un funcionario de la embajada que hacía de canguro de los reporteros locales.
Para la familia Foley, el sábado y el domingo eran los días de la semana más aburridos. Desde luego, debían pasar algún tiempo con su hijo, pero eso también podían hacerlo en su casa de Virginia, que ahora habían alquilado. Estaban en Moscú por su trabajo, a ambos les apasionaba, y confiaban en que algún día su hijo lo entendería. De momento, su padre leía algunos libros con él. El chico iba pescando el alfabeto y parecía que leía palabras, aunque como símbolos caligráficos en vez de como construcciones fonéticas. Eso satisfacía a su padre, aunque Mary Pat tenía algunas dudas al respecto. Después de treinta minutos de lectura, el pequeño Eddie le habló a su padre durante media hora acerca de unas cintas de vídeo de los Transformers, para satisfacción del primero y desconcierto del segundo.
Desde luego, la mente del jefe de la delegación estaba pensando en Rabbit y ahora retornó a la sugerencia de su esposa de sacar el paquete sin que el KGB supiera que se había ido. Fue durante el vídeo de los Transformers cuando le volvió a la cabeza. No se puede hablar de asesinato sin tener un cadáver, pero cuando hay un cadáver no cabe la menor duda de que se ha cometido un asesinato. Pero ¿y si el cuerpo no era el correcto?
Una vez oyó decir a Doug Henning que la esencia de la magia era controlar la percepción del público. Si pudieras determinar lo que ven, entonces también podrías dictar lo que piensan que ven, y precisamente de ahí lo que recordarían haber visto y lo que entonces contarían a los demás. La clave estaba en darles algo que esperaran ver, por increíble que fuera. La gente, incluso la gente inteligente, creía toda clase de cosas imposibles. Eso era indudablemente cierto en Moscú, donde los dirigentes de ese vasto y poderoso país creían en una filosofía política tan fuera de tono con la realidad contemporánea como el derecho divino de los reyes. Además, sabían que era una filosofía falsa y aun así se imponían la creencia como si fueran las Sagradas Escrituras grabadas en oro por la propia mano de Dios. Era evidente que se les podía engañar; después de todo, trabajaban arduamente para engañarse a sí mismos.
De acuerdo, ¿cómo engañarlos?, se preguntó Foley. Dale al otro algo que espere ver y lo verá tanto si realmente está ahí como si no. ¿Pretendían hacerles creer a los soviéticos que Rabbit y su familia no habían abandonado la ciudad, sino que habían… muerto?
Los muertos no cuentan historias, había dicho supuestamente el capitán Kidd. Ni tampoco los muertos equivocados.
¿Acaso no lo habían hecho los británicos en la segunda guerra mundial?, se preguntó Foley. Sí, había leído el libro en la escuela secundaria, e incluso entonces, en el instituto de Fordham, le había impresionado el concepto operativo. La habían denominado operación Mincemeat. Aquel concepto ciertamente era muy elegante, ya que se trataba de hacer creer al oponente que era listo, y a la gente le gusta sentirse lista. Especialmente a los tontos, se recordó a sí mismo Foley. Y los servicios de Inteligencia alemanes en la segunda guerra mundial no valían siquiera lo que costaba la pólvora necesaria para mandarlos al infierno. Eran tan ineptos que los alemanes habrían sido mejor asesorados prescindiendo por completo de ellos; el astrólogo de Hitler habría sido igual de bueno y probablemente habría salido mucho más barato.
Pero los rusos fueron condenadamente listos, temidos desde el punto de vista estratégico, aunque no tan listos como para encontrar algo que esperaban encontrar, tirarlo al cubo de la basura y seguir buscando lo que no esperaban. No, en eso consistía la naturaleza humana, e incluso el nuevo hombre soviético que trataban de fabricar estaba sujeto a la misma, aunque el gobierno soviético tratase de evitarlo.
¿Cómo afrontaremos eso?, se preguntó en silencio mientras en la televisión un tractor se transformaba en un robot de dos piernas, el mejor para combatir las fuerzas del mal, fueran cuales fuesen…
Sí, era evidente, solamente tenías que darles lo que necesitaban ver para demostrar que Rabbit y sus compañeros estaban muertos, para darles lo que los muertos siempre dejan. Eso sería complicado, pero no tanto como para que fuera imposible organizarlo. No obstante, necesitarían ayuda. Ese pensamiento no le dio seguridad a Ed Foley. En su trabajo, confiabas más en ti mismo que en los demás y, quizá, en otros de tu propia organización, pero los menos posibles. Cuando era imprescindible confiar en gente de alguna otra organización, realmente no tenías más remedio que aguantarte. En las instrucciones recibidas en Langley antes de su misión había sido informado de que podía confiar en Nigel Haydock, un británico muy dócil y capacitado, y un buen espía de campo en un servicio estrechamente unido. Sí, le agradaba su apariencia y habían congeniado bastante bien, pero, maldita sea, no pertenecía a su organización.
Sin embargo, Ritter le había dicho que, si era necesario, se podía confiar en él para que echara una mano, y el propio Rabbit, cuya honradez no debía poner en duda, le había dicho que las comunicaciones de los británicos aún no se habían descifrado. La vida de Foley no dependía de eso, pero su carrera sí.
De acuerdo, pero qué hacer, o mejor dicho, cómo hacerlo en este caso. Nigel era el agregado comercial de la embajada británica, justo al otro lado del río delante del propio Kremlin, una legación que se remontaba a la época de los zares y que supuestamente molestaba sobremanera a Stalin, al tener que ver todas las mañanas desde la ventana de su despacho la bandera del Reino Unido. Y los británicos ayudaron a reclutar y posteriormente a utilizar al coronel Oleg Penkovsky, de la Jefatura de Inteligencia del estado Mayor soviético, el agente que evitó la tercera guerra mundial y, durante su servicio, reclutó a Cardenal, la joya más brillante de la corona de la CIA. Por tanto, si tenía que confiar en alguien, esa persona tendría que ser Nigel. La necesidad era la madre de muchas cosas, y si Rabbit tuviera problemas, entonces sabrían que se habían infiltrado en el servicio secreto de Inteligencia una vez más. Se dio cuenta de que tendría que disculparse ante Nigel simplemente por pensar de ese modo, pero eso era puramente profesional, nada personal.
Paranoia, Eddie —se dijo a sí mismo el jefe de delegación—. No puedes sospechar de todo el mundo. ¡Claro que puedo!
Además, sabía que Nigel Haydock pensaba de la misma forma con respecto a él. Sencillamente, así eran las reglas del juego.
Y si sacaban a Rabbit, eso sería una prueba irrefutable de que Haydock era honrado. Por nada del mundo los rusos permitirían que esa liebre escapara con vida. Sabía demasiado.
¿Tenía alguna idea Zaitzev del peligro en el que se estaba metiendo? Había confiado en la CIA para que lo sacara a él y a su familia vivos del averno…
Pero toda la información a la que tenía acceso, ¿no bastaba para formarse una opinión?
¡Santo Dios, en todo aquello había tantos engranajes como en una fábrica de bicicletas!
La cinta terminó y Master Truck Robot, o como se llamara, se transformó de nuevo en un tractor y se fue al compás de «Transformers, more than meets the eye…». Bastaba con que a Eddie le gustara. Así que le había dedicado un rato agradable a su hijo y se había reservado algún tiempo para pensar en lo suyo; en general, no había sido una mala tarde de domingo.
—Entonces, ¿cuál es el plan, Arthur? —preguntó Greer.
—Buena pregunta, James —respondió el director de la CIA.
Estaban mirando la televisión en su guarida: los Orioles y los White Sox, que jugaban en Baltimore. Mike Flanagan estaba lanzando, y se lo veía encaminado a conseguir otro premio Cy Young, y el parador en corto novato que los Orioles acababan de sacar estaba jugando realmente bien, seguramente tendría un buen futuro en la gran liga. Ambos estaban bebiendo cerveza y comiendo galletas saladas, como si fueran gente corriente disfrutando de una tarde de domingo con el pasatiempo americano. Y en parte era cierto.
—Basil nos ayudará; podemos confiar en él —opinó el almirante Greer.
—De acuerdo. Cualquier problema que pudiera existir es cosa del pasado y lo mantendrá tan oculto como el joyero de la reina. Pero queremos a uno de los nuestros a su lado.
—¿Tú qué opinas?
—El jefe de la delegación de Londres, no; todo el mundo sabe quién es, incluso los taxistas.
Eso no se discutió. El jefe de la delegación de Londres llevaba mucho tiempo en el espionaje, y ahora era más un administrador que un oficial de campo activo. Lo mismo se podría decir de la mayoría de su personal, para quienes Londres era un empleo fácil, y mayoritariamente un destino para gente que esperaba la jubilación. Eran buenas personas, sólo que estaban a punto de colgar las zapatillas.
—Quienquiera que sea, deberá ir a Budapest y tendrá que ser invisible.
—Por tanto, alguien a quien no conozcan.
—¡Ajá! —asintió Moore mientras le daba un mordisco a su bocadillo y cogía algunas patatas.
—No tendrá mucho que hacer, simplemente manifestar a los británicos que está presente. Comprobar su honradez.
—Basil querrá entrevistar a ese individuo.
—Eso es inevitable —acordó Moore—. También tiene derecho a meter el hocico.
Ése era un estilo que había aprendido como juez de un singular caso de apelación sobre el crimen organizado. Él y sus compañeros juristas de Austin, Texas, se habían reído de ello durante semanas, después de rechazar la apelación por cinco a cero.
—También queremos que intervenga en esto uno de los nuestros.
—Puedes apostar tu trasero, James —acordó nuevamente Moore.
—Y mejor que nuestro hombre sea de por allí. El cambio horario puede ser un poco duro.
—Por supuesto.
—¿Qué hay de Ryan? —sugirió Greer—. Está bien escondido bajo el radar. Nadie sabe quién es; es uno de los míos, ¿no es cierto? Ni tan sólo parece un oficial de campo.
—Su cara salió en los periódicos —objetó Moore.
—¿Crees que el KGB lee la página de sociedad? Como mucho habrán creído que es un aspirante a escritor, y si tienen algún expediente, estará en algún subsótano del Centro. Eso no debería ser un problema.
—¿Tú crees? —preguntó Moore.
Seguro que eso le causaría dolor de estómago a Bob Ritter, lo cual no era malo del todo. Bob se había visto en sueños apoderándose de las operaciones de la CIA y, aunque era un buen hombre, nunca sería director de la organización, por muchas razones, la menos importante de las cuales no era que al Congreso no le gustaran los espías con complejo de Napoleón.
—¿Está capacitado para ello?
—El muchacho es un ex marine, y no olvides que sabe cómo mantener los pies en el suelo.
—Ha demostrado su valía, James. No mea sentado —reconoció el director de la CIA.
—Y todo lo que tiene que hacer es vigilar a nuestros amigos, no jugar a espías en suelo enemigo.
—A Bob le dará un ataque de histeria.
—Mantener a Bob en su lugar no nos va a perjudicar, Arthur.
Especialmente si esto funciona, pensó. Y debería funcionar.
Una vez fuera de Moscú debería ser una operación rutinaria; tensa, desde luego, pero rutinaria.
—¿Y si mete la pata?
—Arthur, Jimmy Szell nos falló en Budapest y es un oficial de campo experimentado. Ya sé que con toda probabilidad no fue culpa suya, seguramente fue mala suerte, pero demuestra el argumento. La mayoría de estos casos son cuestión de suerte. Los británicos harán todo el trabajo, y estoy seguro de que Basil reunirá a un buen equipo.
Moore sopesaba la idea en silencio. Ryan era muy nuevo en la CIA, pero era una estrella emergente. Lo que ayudó fue su experiencia, hacía menos de un año, cuando se enfrentó dos veces armado a sus contrincantes y los eliminó. Algo bueno tenía la armada, y eso era que no se especializaba en la formación de debiluchos. Ryan podía pensar y actuar con rapidez y eso era una buena baza en su poder. Mejor aún, a los británicos les gustaba. Había visto los comentarios de sir Basil Charleston sobre la ocupación de Ryan en Century House y empezaba a caerle simpático el joven analista norteamericano. Era una buena oportunidad para introducir a un nuevo talento, y aunque no se había graduado en La Granja, eso no significaba que estuviera perdido en el bosque. Había penetrado en la maleza y se había deshecho de un par de lobos.
—James, no es muy ortodoxo, pero no voy a negarme por esa razón. De acuerdo, suéltalo. Espero que no se mee en los pantalones.
—¿Cómo llamó Foley a esta operación?
—Beatrix, dijo, como en el cuento de Peter Rabbit.
—Foley está pisando fuerte, Arthur, y su esposa, Mary Patricia, es excelente.
—En eso estamos todos de acuerdo, James. Ella sería una gran amazona de rodeos y él un buen marshall al oeste de Pecos —dijo el director de la CIA.
Le gustaba ver a algunos de los jóvenes talentos que producía la organización. ¿De dónde procedían? Venían de muchos lugares diferentes, pero parecían tener el mismo fuego en las venas que él había tenido treinta años atrás, trabajando con Hans Tofte. No diferían mucho de los Rangers de Texas que él había admirado de joven, gente elegante pero que hacían lo que tenían que hacer.
—¿Cómo se lo comunicamos a Basil?
—Anoche llamé a Chip Bennett y le dije que tuviera a su gente lista para atrapar a algunos incautos. Esta noche debería estar en Langley. Hoy mismo los trasladaremos en el 747 hasta Londres y desde allí mandaremos a algunos a Moscú. Esto nos permitirá comunicarnos con seguridad, aunque no cómodamente.
Eso, en realidad, ya estaba hecho. Un sistema computarizado que se usaba para anotar los signos punto y raya del código morse internacional se conectó a una radio altamente sensible, sintonizada a una frecuencia que ninguna organización humana utilizaba y transformaba el ruido en letras romanas. Uno de los técnicos de Fort Meade comentó que el ruido intergaláctico que estaban copiando eran residuos estáticos producidos por el Big Bang, por lo cual unos años atrás Penzias y Miller habían recibido el Premio Nobel. Eso era así de aleatorio, a menos que uno pudiera descodificarlo para saber lo que Dios pensaba, lo cual estaba más allá de las posibilidades incluso de la división Z de la Agencia de Seguridad Nacional. Una impresora matricial escribía las letras en conjuntos con tres copias de papel carbón, el original para el autor, una copia para la CIA y otra para la NSA. Todos tenían suficientes letras como para transcribir un tercio de la Biblia, y cada página y cada línea estaban identificadas alfanuméricamente para que fuera posible su identificación. Tres personas separaban las páginas y se aseguraban de que los conjuntos estuvieran ordenados correctamente antes de colocarlos en carpetas de anillas para facilitar su manejo. Luego entregaban dos juegos a un suboficial de las fuerzas aéreas que llevaba las copias de la CIA a Langley. El jefe técnico se preguntó qué era eso tan importante que requería dichas claves de un solo uso, que la NSA había superado desde hacía mucho tiempo con su adoración institucional a la tecnología electrónica. De todas maneras, no era su deber averiguarlo, por lo menos no en Fort Meade, Maryland.
>Ryan miraba la televisión y trataba de acostumbrarse a las comedias. Se había criado para que le gustara el humor británico; después de todo, los británicos habían inventado a Benny Hill. Ese tipo debía de estar mal de la cabeza para hacer algunas de las cosas que hacía. No obstante, tardó algún tiempo en acostumbrarse a las series de la televisión; las señales eran diferentes, y aunque hablaban inglés tan bien como cualquier norteamericano, los matices de aquí tenían una dimensión sutil que ocasionalmente se le escapaban. Pero no a su esposa, observó Jack. Su esposa se tronchaba de risa con los chistes, y se reía de cosas que él apenas comprendía. En ese instante sonó el teléfono de seguridad que se encontraba en su cuarto de arriba. Corrió por la escalera para cogerlo. No podían haberse equivocado de número. British Telecom era una corporación semiprivada que hacía exactamente lo que el gobierno le mandaba; quienquiera que hubiera elegido su número habría escogido uno tan diferente de los habituales que sólo un niño podría marcarlo por error.
—Ryan —dijo.
—Jack, aquí Greer. ¿Qué tal la tarde del domingo en la querida Inglaterra?
—Hoy ha llovido. No he salido a cortar el césped —informó Ryan. Eso no le preocupaba demasiado. Odiaba cortar el césped desde que de pequeño aprendió que, por mucho que uno lo corte, el condenado vuelve a crecer en pocos días como antes.
—Aquí los Orioles ganan a los White Sox cinco a dos después de seis lanzamientos. Creo que tu equipo ganará la liga.
—¿Quién ganará la liga nacional?
—Si tuviera que apostar, diría que los Phillies, muchacho.
—Apuesto un dólar a que se equivoca, señor. Mis Orioles parecen prometedores desde aquí.
Lo cual no era lo mismo que desde allí, ¡maldita sea! El día en que perdieron los Colts se pasó al béisbol. El juego era más interesante desde un punto de vista táctico, aunque le faltaba la lucha varonil de la liga nacional de fútbol americano.
—¿Qué ocurre en Washington una tarde de domingo, señor?
—Sólo quería ponerlo sobre aviso. Hay un mensaje camino de Londres que tiene que ver con usted. Se trata de una nueva tarea que durará unos tres o cuatro días.
—De acuerdo.
Aquello despertó su interés, pero tenía que saber de qué se trataba antes de emocionarse demasiado. Probablemente lo necesitaban para unos nuevos análisis. Generalmente eran económicos, ya que al almirante le gustaba la forma en que él manejaba los números.
—¿Es importante?
—Estamos interesados en lo que usted puede hacer con ello —fue todo lo que el subdirector de Inteligencia quiso decirle. Ese tipo debe de enseñar a los zorros cómo burlar a los perros y a los caballos. Menos mal que no es británico. La aristocracia local le dispararía por arruinar su carrera de obstáculos, se dijo Ryan.
—De acuerdo, señor, me mantendré a la espera. Supongo que no puede darme más detalles… —sugirió, un tanto esperanzado.
—Ese nuevo parador en corto, Ripken, volvió por la línea de la izquierda, consiguió la sexta carrera, una fuera, fondo de la séptima.
—Gracias, señor. Es más divertido que «Hotel Fawlty».
—¿Y eso qué es?
—Es lo que aquí llaman una comedia, almirante. Si se entiende, es divertida.
—Infórmeme de ello la próxima vez que venga —sugirió el subdirector de Inteligencia—. A la orden, almirante.
—¿La familia bien?
—Todos bien, señor, gracias por preguntar.
—De acuerdo, buena suerte. Hasta la vista.
—¿Quién era? —preguntó Cathy desde la sala de estar.
—El jefe. Me manda algo para trabajar.
—¿Qué exactamente?
Nunca se cansaba de intentarlo.
—No me lo ha dicho; sólo me ha anticipado que tengo algo nuevo con que jugar.
—¿Y no te dijo qué era?
—Al almirante le gustan las sorpresas.
—¡Ja! —fue la respuesta de su esposa.
El mensajero se instaló en su asiento de primera clase. El paquete que llevaba en su bolsa de mano estaba debajo del asiento delantero, y tenía varias revistas para leer. Dado que no era un correo diplomático oficial sino uno encubierto, podía fingir que era una persona normal, un disfraz que se quitó al llegar al mostrador de inmigración de la terminal cuatro de Heathrow, para subirse a un coche de la embajada que lo llevaría a Grosvenor Square. Su propósito, antes de regresar a su país después de un día y medio, era ir a un bonito bar inglés y tomar cerveza británica. Eso era un desperdicio de talento y entrenamiento para un nuevo oficial de campo, pero todos tenían que pagar su precio y ése era el de ese joven recién salido de La Granja. Se consoló pensando que, fuera lo que fuese, debía de ser relativamente importante. Seguro, Wilbur. Si fuera muy importante, iría en el Concorde.
Ed Foley estaba durmiendo el sueño de los justos. Al día siguiente encontraría una excusa para dirigirse a la embajada británica, mantener una charla con Nigel y planear la operación. Si todo iba bien, llevaría puesta la corbata más roja que tuviera, cogería el mensaje de Oleg Ivan'ch, fijaría la próxima cita y seguiría adelante con la operación. ¿Quién era, a quién trataba de matar el KGB?, se preguntó. ¿Al Papa? Eso tenía nervioso a Bob Ritter. ¿O a otra persona? El KGB tenía una forma muy expeditiva de tratar con la gente que no le gustaba; la CIA, no. En realidad, no habían matado a nadie desde los años cincuenta, cuando el presidente Eisenhower había usado a la CIA, con mucha habilidad, como alternativa al uso de tropas uniformadas de forma manifiesta. Pero esa habilidad no se transmitió a la administración Kennedy, que echó a perder casi todo lo que tocó. Seguramente leyeron demasiados libros de James Bond. En la ficción todo era más simple que en el mundo real, incluso en la ficción escrita por ex espías de campo. En el mundo real, subirse la cremallera puede tener sus dificultades.
Planeaba una operación bastante compleja, pero no dejaba de repetirse que no lo era tanto. ¿Se equivocaba? La mente de Foley vagaba, mientras el resto de su conciencia seguía dormida. Incluso mientras dormía seguía dándole vueltas y más vueltas. En sus sueños vio liebres que corrían alrededor de un campo verde, mientras unos zorros y unos osos las observaban. Los depredadores no se movían para darles caza, quizá porque eran muy rápidas o tal vez porque estaban muy cerca de sus madrigueras. ¿Pero qué ocurría cuando las liebres se alejaban de sus madrigueras? Entonces los zorros lograban cazarlas y los osos se las tragaban enteras… ¿Y acaso su trabajo no consistía en proteger a los mamíferos pequeños?
Pero en su sueño, los zorros y los osos sólo miraban, mientras el águila volaba en círculos sobre sus cabezas. El águila había jurado dejar a las liebres tranquilas, aunque un zorro podía ser un buen bocado si conseguía atraparlo con sus garras justo por detrás de la cabeza. Así podría dejárselo a los osos para comer, pues los osos no le hacen ascos a ninguna clase de comida. No, al señor oso no le importaba lo más mínimo. Era un oso grande y viejo, y su vientre siempre estaba vacío. Si tuviera la ocasión, incluso se comería una águila, pero el águila era muy rápida y lista. Bastaba con mantener los ojos bien abiertos, se dijo la noble águila, que debía ser cautelosa a pesar de sus grandes habilidades y su buena vista. Y se elevó con las corrientes ascendentes de aire caliente, obseRyando… No debía intervenir en la refriega. A lo sumo podía descender y alertar a las liebres del peligro que corrían, pero la estupidez de esos animales era proverbial; masticaban la hierba sin preocuparse demasiado de lo que ocurría a su alrededor. Ese era su trabajo, se dijo la noble águila, usar su magnífica vista para asegurarse de que sabía todo lo que necesitaba saber. La tarea de la liebre era correr cuando era necesario y con la ayuda del águila, correr hacia otro campo, uno sin zorros ni osos, de manera que tuviera libertad para criar más liebrecitas y vivir felices para siempre, como los personajes Flopsy, Mopsy y Cotton-tail de Beatrix Potter.
Foley se dio la vuelta y el sueño terminó, con el águila vigilando el peligro y las liebres comiendo hierba, mientras los zorros y los osos observaban desde la lejanía, inmóviles, ya que no sabían cuál de ellas se alejaría lo suficiente de su madriguera.
El molesto zumbido del despertador hizo que los ojos de Foley se abrieran de par en par. Se dio la vuelta para desconectarlo, saltó de un brinco de la cama y se dirigió al cuarto de baño. De repente echó de menos su casa de Virginia. Tenía más de un cuarto de baño, en realidad, dos y medio, lo que daba un margen de flexibilidad si ocurría una emergencia. El pequeño Eddie se levantó cuando lo despertaron y casi inmediatamente después se sentó en el suelo delante del televisor; cuando aparecieron las imágenes, gritó: ¡la monitora! Esto provocó la sonrisa de sus padres y probablemente la de los tipos del KGB que se encontraban al otro lado de los micrófonos ocultos.
—¿Tienes algo importante que hacer hoy en la oficina? —preguntó Mary Pat desde la cocina.
—Bueno, debería de haber el tráfico normal de fin de semana desde Washington. Tengo que pasarme por la embajada británica antes del almuerzo.
—¿Ah, sí? ¿Para qué? —preguntó su esposa.
—Quiero comentarle un par de cosas a Nigel Haydock —respondió mientras ella freía el beicon.
Los días en que había un importante trabajo de espionaje, Mary Pat preparaba huevos con beicon. Él se preguntaba si algún día los escuchas del KGB llegarían a darse cuenta de ello. Probablemente, no. Nadie es tan concienzudo, y los hábitos alimenticios de los norteamericanos probablemente les interesaban sólo en la medida en que los extranjeros, normalmente, comían mejor que los rusos.
—Salúdalos de mi parte.
—De acuerdo. —Bostezó y tomó un sorbo de café—. Deberíamos invitarlos, ¿qué te parece el próximo fin de semana?
—Por mí, está bien. ¿Rosbif y lo de costumbre?
—Sí, trataré de comprar maíz congelado.
Los rusos cultivaban maíz que podías comprar en los mercados abiertos de los granjeros, y era bueno, pero no era como el Silver Queen de Virginia que tanto apreciaban. Normalmente encargaban maíz congelado, que las fuerzas aéreas traían de Rhein Main, y los perritos calientes Chicago Red, que servían en la cantina de la embajada, así como todos los demás sabores de su país, tan importantes en un destino como aquél. Quizá era tan cierto en París como allí, pensó Ed. El desayuno pasó de prisa, y media hora después ya casi estaba vestido.
—¿Qué corbata me pongo hoy, cariño?
—Bueno, en Rusia debes llevar una roja de vez en cuando —respondió mientras le pasaba la corbata con un guiño, junto con la aguja de plata de la buena suerte.
—Bien, aquí está Edward Foley, padre, oficial del servicio exterior —dijo mientras se miraba en el espejo para ajustársela al cuello.
—A mí me parece bien, cariño —comentó Mary Pat con un sonoro beso.
—Adiós, papi —dijo el pequeño mientras su padre se dirigía a la puerta.
Levantó la mano en vez de darle un beso. Ya era mayorcito para esas mariconadas.
El resto del viaje fue pura rutina. Caminar hacia el metro. Comprar su periódico en el quiosco y coger el mismo tren por cinco copecs, porque si siempre cogía el mismo para regresar a casa, con el fin de que el KGB lo clasificara como alguien que seguía una estricta rutina, debía reflejar los mismos hábitos tanto por la mañana como por la tarde. Al llegar a la embajada entró en su despacho y esperó a que Mike Russell le trajera los mensajes de la mañana. Mientras hojeaba los mensajes y examinaba los encabezados, en seguida vio que había más que de costumbre.
—¿Alguna cosa sobre lo que hablamos? —preguntó el oficial de Comunicaciones.
—Parece que no —respondió Foley—. ¿Has tenido problemas?
—Ed, mi trabajo es conseguir que entre y salga material con seguridad.
—Míralo desde mi posición, Mike. Si me descubren, seré tan inútil como las tetillas de los machos. Por no mencionar a las personas que morirán a causa de ello.
—Sí, ya te oigo. —Russell hizo una pausa—. No puedo creer que sean capaces de desmantelar mis sistemas, Ed. Como dijiste, perderías gente por todos lados.
—Quiero estar de acuerdo contigo, pero nunca se puede ser demasiado precavido, ¿no te parece?
—Coincido plenamente contigo, amigo. Si pillo a cualquiera husmeando en mi operación, no vivirá lo suficiente como para hablar con el FBI —prometió en tono siniestro.
—No te entusiasmes demasiado.
—Ed, cuando estuve en Vietnam, los mensajes inseguros mataron a muchos soldados. Difícilmente puede ser algo tan importante.
—Si me entero de algo, me aseguraré de que lo sepas, Mike.
—De acuerdo —Russell se retiró, casi sacando humo por las orejas.
Foley organizó sus mensajes y empezó a leerlos. Todos iban dirigidos al jefe de la delegación, pero sin especificar nombre alguno. Seguían preocupados por el KGB y el Papa, pero, aparte de Rabbit, no tenía nada nuevo de que informar y sólo la esperanza le inducía a creer que Flopsy tendría algo nuevo que aportar. Había mucho interés en la reunión del Politburó de la semana anterior, pero en cuanto a eso, tenía que esperar que sus fuentes le informaran. Dudas en cuanto a la salud de Leonid Brézhnev, pero aunque conocían el nombre de sus médicos, un equipo completo, ninguno de ellos hablaba directamente con la CIA. Viendo la imagen de Leonid Ilich por televisión, era evidente que no iba a correr el maratón en los próximos juegos olímpicos. Pero las personas en sus condiciones podían durar años, lo cual eran buenas y malas noticias. Brézhnev no iba a hacer nada nuevo ni diferente, pero, dado que se volvía cada vez más irracional, no había forma de predecir qué tonterías podría intentar, y lo seguro era que no iba a retirarse de Afganistán. Le importaban un comino las vidas de los jóvenes soldados rusos y menos cuando podía oír los pasos de la muerte acercándose a su puerta. La CIA estaba interesada en la sucesión, pero era casi seguro que Yuri Vladimirovich Andrópov sería el próximo individuo que se sentaría a la cabeza de la mesa, a menos que ocurriera una muerte repentina o que metiera la pata en algún asunto político importante. Sin embargo, Andrópov era un político demasiado astuto para eso; era el típico zarevich. Sólo cabía esperar que no tuviera demasiada vitalidad, y si los rumores sobre su enfermedad hepática eran ciertos, no la tendría. Cada vez que Foley lo veía por la televisión rusa se fijaba en si su piel tenía una tonalidad amarillenta, lo cual confirmaría dicha enfermedad, pero el maquillaje podía esconderlo, si es que usaban maquillaje con sus jefes políticos… ¿Cómo saberlo?, se preguntó. Quizá debería preguntárselo a la Dirección de Ciencia y Tecnología de Langley.
Después de relevar a Kolya Dobrik, Zaitzev tomó asiento y miró por encima el montón de mensajes que había sobre su mesa. Le tomó algo más de tiempo que de costumbre pasar los mensajes a sus destinatarios, ya que decidió memorizar lo máximo posible. De nuevo había uno del agente Cassius dirigido al agente de Inteligencia Política del piso de arriba y también al Instituto Americocanadiense, donde los académicos descifraban incógnitas como apoyo para el Centro. Había uno de Neptuno, solicitando dinero para el agente que pasaba tan buena información sobre comunicaciones al KGB. Neptuno le recordaba el mar, y Zaitzev buscó en su memoria mensajes anteriores procedentes de dicha fuente. Se trataba principalmente de la armada norteamericana y él era la causa de su preocupación por la seguridad de las comunicaciones norteamericanas. Seguro que el KGB le pagaba grandes cantidades de dinero, cientos de miles de dólares norteamericanos en metálico, algo que al KGB seguramente le costaba conseguir; para la Unión Soviética era más fácil pagar con diamantes, ya que podía extraerlos de Siberia oriental. De hecho habían pagado a algunos norteamericanos con diamantes, pero el FBI los había pillado y el KGB nunca trató de negociar su liberación… Menuda gala de lealtad. Sabía que los norteamericanos lo intentaban, pero casi siempre ya habían ejecutado a la gente que intentaban liberar. Este recuerdo lo dejó paralizado.
Ahora ya no había marcha atrás y la CIA era suficientemente competente como para que el KGB le tuviera miedo, y eso significaba que estaba en buenas manos.
Más tarde recordó que tenía que hacer otra cosa. Como Mary Pat le había sugerido que informara de su encuentro, cogió el bloc de informes de contactos que tenía en el cajón de su escritorio y empezó a escribir. La describió: guapa, de unos veintinueve o treinta años, madre de un precioso niño, no muy brillante, con gestos muy norteamericanos, habilidades lingüísticas modestas, buen vocabulario pero con una pronunciación y una sintaxis pobres, que hacían que su ruso fuera comprensible pero poco natural. No había valorado la posibilidad de que fuera oficial de Inteligencia, como consideraba que era su obligación. Quince minutos después llevó el informe al oficial del Departamento de Seguridad.
—Esto es una pérdida de tiempo —dijo mientras lo entregaba al oficial, un capitán al que habían pasado por alto dos veces para el ascenso.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó el oficial de Seguridad después de echarle un vistazo.
—Está todo aquí —dijo, señalando el formulario de contacto—. Llevé a dar un paseo por el parque a mi zaichik y apareció ella con su niño. Se llama Eddie; evidentemente, su verdadero nombre es Edward, Edwardovich, o como dicen los norteamericanos, Edward hijo; creo que ella me dijo que tiene cuatro años, un muchachito muy lindo. Hablamos unos minutos de algunas cosas y luego ambos se alejaron.
—¿Qué impresión tienes de ella?
—Si es una espía, entonces estoy seguro de la victoria del socialismo —respondió Zaitzev—. Es guapa, pero más bien flacucha y no demasiado brillante. Supongo que es una típica ama de casa norteamericana.
—¿Algo más?
—Eso es todo, camarada capitán. Tardé más tiempo en escribirlo que el que estuve hablando con ella.
—Se agradece tu vigilancia, camarada mayor.
—Sirvo a la Unión Soviética —respondió Zaitzev antes de regresar a su escritorio.
Pensó que era una buena idea por su parte que tuviera que salvar tan a menudo esa encrucijada. Después de todo, quizá escondía algo, pero si no, sencillamente sería una nota más en los archivos del KGB, una información proporcionada por uno de sus oficiales, certificando que no suponía ninguna amenaza para el mundo socialista.
De vuelta en su escritorio, continuó con su repaso mental del trabajo del día. Cuanto más le diera a la CIA, mejor le pagarían. Quizá llevaría a su hija al parque de atracciones Disney Planet; seguro que allí su pequeña zaichik se lo pasaría de maravilla. Sus mensajes incluían, además, otros países, que también memorizó. Había un nombre en clave en Inglaterra, Ministro, que era interesante. Probablemente estaba en su Ministerio del Exterior y suministraba información político-diplomática que interesaba mucho a los de arriba.
Foley se dirigió a la embajada británica en uno de los coches oficiales. Después de mostrarles su identificación, fueron bastante cordiales, y Nigel bajó a su encuentro en el vestíbulo.
—¡Hola, Ed! —lo saludó con un cordial apretón de manos y una sonrisa—. Por aquí.
Subieron por la escalera de mármol y después se dirigieron hacia la derecha hasta su despacho. Haydock cerró la puerta y le indicó que se sentara en un sillón de piel.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Tenemos una liebre —dijo Foley saltándose los preliminares.
Y con eso lo dijo todo. Haydock sabía que Foley era un espía, un «primo», según la terminología británica.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Porque necesitaremos vuestra ayuda para sacarlo. Queremos hacerlo vía Budapest y nuestra delegación allí ha sido quemada. ¿Qué tal vuestra operación en esa ciudad?
—El jefe es Andy Hudson, antiguo oficial del regimiento de paracaidistas, un tipo competente. Rebobina, Edward. ¿Qué puedes contarme y por qué es tan importante?
—Supongo que dirás que es como caído del cielo. Parece que se trata de un oficial de Comunicaciones. Es muy real, Nigel. He solicitado permiso para sacarlo y Langley me ha dado luz verde. Un póquer de ases, amigo —añadió.
—¿Entonces es un individuo de alta prioridad y fiabilidad máxima?
—Sí —dijo Foley inclinando la cabeza—. ¿Quieres la buena noticia?
—Si hay alguna…
—Dice que nuestras comunicaciones pueden estar en peligro, pero vuestro nuevo sistema aún no ha sido descifrado.
—Es bueno saberlo. ¿Eso quiere decir que nosotros podemos comunicarnos libremente pero vosotros no?
Asintió de nuevo.
—Esta mañana me he enterado de que un ayudante de comunicaciones está en camino, quizá hayan encontrado un par de claves para mí. Puede que lo descubra más tarde.
Haydock se echó hacia atrás en su sillón y encendió un cigarrillo, un Silk Cut bajo en nicotina. Se había pasado a ese tipo de tabaco para contentar a su esposa.
—¿Tienes algún plan? —preguntó El espía británico.
—Cuento con que coja el tren de Budapest. A partir de ahí… Foley esbozó el plan que se le había ocurrido a él y a su esposa.
—Muy original, Edward —dijo Haydock—. ¿Cuándo leíste lo de Mincemeat? ¿Sabías que figura en el plan de estudios de nuestra academia?
—Cuando era niño; creía que era algo muy ingenioso.
—En sentido abstracto, no es una mala idea, pero las piezas que necesitas no puedes comprarlas en la ferretería.
—Ya lo imagino, Nigel. Es mejor que comencemos a movernos con rapidez si queremos hacer la jugada.
—De acuerdo —asintió Haydock—. Basil querrá saber algunos detalles. ¿Qué más puedo contarle?
—Esta mañana tendría que recibir en mano una carta del juez Moore. Todo lo que puedo decir es que el tipo parece muy real.
—¿Dijiste que es un oficial de Comunicaciones del Centro?
—Sí.
—Eso puede ser de mucho valor —comentó Haydock—, especialmente si se trata de un funcionario de Comunicaciones.
—Eso es lo que pensamos —asintió ahora lentamente Foley, con la mirada fija en su anfitrión.
—¡Joder! —exclamó Haydock, asimilando finalmente la idea—. Esto podría ser muy valioso. ¿Y es como caído del cielo?
—Exacto. En realidad, es un poco más complicado, pero básicamente se reduce a eso, amigo.
—¿Sin trampas ni señuelos?
—Desde luego he pensado en ello, ¿pero tú crees que tendría sentido? —preguntó Foley.
Los británicos sabían que pertenecía a la CIA, pero no que fuera el jefe de la delegación.
—Si me hubieran descubierto, ¿para qué precipitarse?
—Cierto —tuvo que reconocer Nigel—, sería una torpeza.
—Entonces, ¿Budapest? Por lo menos es más fácil que Moscú. También hay una mala noticia. Su esposa no entra en el plan —tuvo que decirle Foley.
—Debes de estar bromeando, Edward.
—Qué más quisiera, pero así son las cosas.
—Bueno, ¿qué sería la vida sin algunas complicaciones? ¿Alguna preferencia acerca de cómo sacar a Rabbit? —preguntó sin dar a conocer lo que estaba pensando.
—Supongo que eso le corresponde a Hudson, vuestro hombre en Budapest. No es mi territorio, ni mi cometido decirle cómo debe llevar esta operación.
Haydock asintió. Era una de esas cosas que ya se saben, pero que hay que decirlas de todos modos.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Pronto, tan pronto como sea posible. En Langley están tan ansiosos como yo.
Estaba seguro de que era una buena oportunidad para hacer méritos como jefe de delegación en Moscú.
—¿Estás pensando en Roma? Sir Basil me ha hablado de ello.
—¿Vuestra primera ministra está interesada?
—Me imagino que tanto como vuestro presidente. Esta jugada enturbiará bastante las aguas.
—Será un triunfo —comentó Foley—. Bien, quería poneros sobre antecedentes. Seguramente, sir Basil te mandará un mensaje hoy, un poco más tarde.
—Entendido, Edward. Estaré preparado para entrar en acción cuando llegue.
Consultó su reloj; era demasiado pronto para ofrecerle una cerveza a su invitado en el bar de la embajada. Lástima.
—Llámame cuando recibas la autorización. ¿De acuerdo?
—Desde luego. Nos ocuparemos de todo por ti, Ed. Andy Hudson es un buen oficial y dirige la operación de Budapest de forma muy meticulosa.
—Estupendo —dijo Foley.
—¿Qué te parece si cenamos pronto? —preguntó Haydock.
—Sí, creo que es mejor que sea pronto. Penny parece que ya está casi lista para dar a luz. ¿Cuándo la mandarás a casa?
—Dentro de dos semanas. Ahora ese pequeño cabroncete no deja de dar vueltas y patadas.
—Hombre, eso siempre es una buena señal.
—En el caso de que se adelantara, aquí en la embajada tenemos a un buen doctor.
Pero en realidad el doctor de la embajada no quería atender partos, nunca lo hacía.
—Bueno, si es un niño, Eddie le dejará sus vídeos de los Transformers —prometió Ed.
—¿Qué es eso de los Transformers?
—Si es un niño, ya te enterarás —aseguró Foley.