La respuesta llegó a Moscú después de la medianoche. El oficial de Comunicaciones del turno de noche la imprimió y luego la dejó sobre la mesa de Mike Russell, donde quedó rápidamente olvidada. Debido a las ocho horas de diferencia con Washington, ésa era habitualmente la hora más ajetreada del día para recibir mensajes de entrada y aquello no era más que otro documento con un texto incoherente, que él no estaba autorizado a descifrar.
Como Mary Pat suponía, Ed apenas había dormido, aunque había procurado no moverse demasiado en la cama para no molestar a su esposa. Las dudas también formaban parte del juego del espionaje. ¿Era Oleg Ivan'ch un señuelo, un anzuelo del KGB, que él había mordido con excesiva rapidez y demasiada dureza? ¿Acaso los soviéticos habían salido a pescar al azar y habían atrapado un gran atún al primer intento? ¿Jugaba el KGB a esos juegos? No, según los extensos informes recibidos en Langley. Lo habían hecho en el pasado, pero iban dirigidos deliberadamente a conocidos participantes, de los que podían obtener pistas sobre otros agentes siguiéndolos para comprobar los lugares donde efectuaban los pases…
Pero ésa no era forma de jugar. Uno no pedía un billete de salida al primer encuentro, a no ser que quisiera algo específico, como la neutralización de un objetivo en particular, y ése no podía ser el caso. El y Mary Pat todavía no habían hecho gran cosa. Maldita sea, incluso en la embajada sólo un puñado de personas sabían quién era y lo que era. Aún no había reclutado a ningún nuevo agente, ni trabajado con los existentes. Estrictamente hablando, ése no era su trabajo. Se suponía que el jefe de delegación no hacía trabajo de campo. Su misión consistía en dirigir y supervisar a quienes lo hacían, como Dom Corso, Mary Pat y el resto de los miembros de su equipo, pequeño pero experto.
Y si los rusos supieran quién era, ¿por qué exponerlo tan pronto?; eso sólo serviría para facilitar a la CIA más conocimientos de los que ahora poseía, o que podía fácilmente averiguar. No era así como se ejercía el espionaje.
Otra posibilidad; supongamos que Rabbit era un personaje desechable, cuya función era la de identificar a Foley y facilitar luego información inútil o falsa. ¿Y si no era más que una estratagema para identificar al jefe de la delegación de Moscú? ¿Pero lo habrían elegido a él sin saber quién era? Ni siquiera el KGB disponía de suficientes recursos para llevar a cabo semejante misión con todos los empleados de la embajada. Esa era una forma muy torpe de actuar, que indudablemente pondría sobre aviso al resto del personal de la embajada de que algo muy extraño ocurría.
No, en el KGB eran demasiado profesionales para eso.
De modo que no podían haberlo elegido sin saber quién era y, de haberlo sabido, habrían querido ocultar dicha información para no revelar a la CIA una fuente o un método que sería claramente preferible no dar a conocer.
Por tanto, definitivamente Oleg Ivanovich no podía ser un señuelo.
Debía de ser auténtico.
Con su inteligencia y su experiencia, Foley era incapaz de elaborar una hipótesis en la que Rabbit no fuera genuino. El problema era que aquello no tenía mucho sentido.
Aunque, al fin y al cabo, ¿qué lo tenía en el mundo del espionaje?
Lo que tenía sentido era la necesidad de sacar a aquel individuo del país. Tenían una liebre que precisaba huir del oso.
—¿No puedes decirme qué te preocupa? —preguntó Cathy.
—No.
—¿Pero es importante?
—Sí —asintió Jack—. Sin duda lo es, pero el problema estriba en que no sabemos hasta qué punto es grave.
—¿Algo de lo que yo debería preocuparme?
—No. No se trata de una tercera guerra mundial, ni nada por el estilo. Pero en realidad no puedo hablar de ello.
—¿Por qué?
—Ya lo sabes, es confidencial. ¿Acaso me hablas tú de tus pacientes? Claro que no, porque tienes unas reglas éticas y yo tengo las de la confidencialidad.
A pesar de lo inteligente que era, Cathy todavía no lo había asimilado plenamente.
—¿Puedo ayudar de algún modo?
—Cathy, si tuvieras autorización para saberlo, tal vez podrías darnos tu opinión. O tal vez no. No eres psiquiatra, que es la especialidad indicada para esto: cómo reacciona la gente ante las amenazas, cuáles son sus motivaciones, cómo perciben la realidad y cómo determinan sus actos dichas percepciones. Hace algún tiempo que estudio su forma de pensar, incluso antes de pertenecer a la CIA, pero…
—Lo sé, es difícil introducirse en el cerebro de otro. ¿Y sabes qué te digo?
—¿Qué?
—Es más difícil con los cuerdos que con los locos. Las personas pueden pensar de un modo racional y, no obstante, cometer locuras.
—¿Debido a sus percepciones?
—En parte —asintió Cathy—, pero también porque han elegido creer en cosas completamente falsas, aunque por razones plenamente racionales.
A Ryan le pareció que merecía la pena hablar del tema más a fondo.
—Bien, háblame por ejemplo de… Iosif Stalin. Mató a mucha gente. ¿Por qué?
—En parte, por motivos racionales y, en parte, por pura paranoia. Cuando detectaba una amenaza, la atajaba de raíz. Pero tenía tendencia a ver amenazas donde no las había, o cuando no eran suficientemente graves para reaccionar con fuerza letal. Stalin vivía en la frontera entre la locura y la normalidad, y cruzaba de un lado a otro como alguien sobre un puente, incapaz de decidir dónde estaba su casa. En asuntos internacionales se lo suponía tan racional como cualquiera, pero tenía una veta implacable y nadie se atrevía a decirle que no. Uno de los médicos del Hopkins escribió un libro sobre él. Lo leí cuando estaba en la facultad.
—¿Y qué decía?
La doctora Ryan se encogió de hombros.
—No es muy bueno. Ahora se cree que los desequilibrios químicos en el cerebro son los causantes de las enfermedades mentales y no el hecho de que tu padre te maltratara, o de haber visto a tu madre en la cama con un macho cabrío. Pero ahora ya no podemos analizar la química de Stalin.
—Claro que no. Creo que lo incineraron y guardaron las cenizas… no recuerdo dónde —reconoció Jack. ¿Estaban en el muro del Kremlin? O puede que enterraran el ataúd, en lugar de incinerarlo. No valía la pena averiguarlo.
—Es curioso. Muchos personajes históricos hicieron lo que hicieron debido a su inestabilidad mental. Hoy podríamos curarlos con litio u otros productos que hemos descubierto, sobre todo en los últimos treinta años, pero en aquella época sólo disponían de alcohol y yodo. Y puede que también algún exorcismo —agregó al tiempo que se preguntaba si éstos eran reales.
—¿Y Rasputín padecía también un desequilibrio químico? —reflexionó Jack en voz alta.
—Tal vez. No sé mucho al respecto, salvo que era una especie de cura loco, ¿no es cierto?
—No era cura, sino una especie de místico seglar. Supongo que hoy en día sería un evangelista televisivo. Fuera lo que fuese, acabó con la casa Romanov, que en cualquier caso eran bastante inútiles.
—¿Y entonces Stalin tomó el poder?
—Primero Lenin, luego Stalin. Vladimir Ilich murió de un infarto.
—Tal vez hipertensión, o simplemente una acumulación de colesterol, hasta que un coágulo en el cerebro acabó con su vida. Pero Stalin fue peor, ¿no es cierto?
—Lenin no era un santo, pero lo de Stalin fue asombroso: Tamerlán reencarnado en el siglo XX, o tal vez uno de los césares. Cuando los romanos conquistaban una ciudad rebelde, mataban todo cuanto encontraban a su paso, incluidos los perros.
—¿En serio?
—Sin embargo, los británicos respetaron siempre a los perros. Les tienen demasiado cariño —agregó Jack.
—Sally echa de menos a Ernie —dijo Cathy como aportación femenina, aunque no del todo ajena a la conversación.
Ernie era el nombre del perro que tenían en su país.
—Yo también, pero se divertirá de lo lindo este otoño, cuando se levante la veda de los patos. Recuperará todas las piezas que hayan caído al agua.
Cathy se estremeció. Nunca había cazado nada más vivo que una hamburguesa en el supermercado, pero cortaba seres humanos con un bisturí. Como si eso tuviera sentido, pensó Ryan con una irónica sonrisa. Pero hasta la última vez que lo había comprobado, no había descubierto que en el mundo hubiera ninguna regla que lo obligara a ser lógico.
—No te preocupes, cariño. A Ernie le gustará. Te lo prometo.
—Sí, claro.
—Le encanta nadar —señaló Jack para pinchar un poco a su esposa—. ¿Algún problema ocular interesante en el hospital la próxima semana?
—Sólo casos rutinarios: examinar la vista y recetar gafas toda la semana.
—¿Nada divertido, como cortarle a algún desgraciado el ojo por la mitad y coserlo de nuevo?
—Ése no es el procedimiento habitual —replicó Cathy.
—Cariño, yo no podría cortarle a alguien el ojo con un cuchillo sin vomitar, o tal vez desmayarme.
Sólo pensar en ello le producía escalofríos.
—Debilucho —se limitó a responder su esposa, que no comprendía que eso no se incluyera en el plan de estudios de la academia de los marines en Quantico, Virginia.
Mary Pat se percató de que su marido seguía despierto, pero no era el momento de hablar, ni siquiera mediante el lenguaje de los sordomudos. Pensaba en las operaciones, en cómo sacar el paquete. Moscú sería demasiado difícil. Otros lugares de la Unión Soviética eran igualmente difíciles, porque la delegación de Moscú disponía de escasos recursos en otros lugares de ese vasto país; las operaciones de inteligencia solían centrarse en las capitales nacionales, porque ahí era donde podían instalarse «diplomáticos», que en realidad eran lobos con piel de cordero. La forma evidente de contrarrestar dicha situación consistía en usar la capital del estado exclusivamente para servicios administrativos relacionados con el gobierno y mantener alejados los aspectos militares, así como otros asuntos delicados, pero nadie lo hacía, por la simple razón de que los peces gordos del gobierno querían tener a todos sus funcionarios al alcance de la mano para poder disfrutar de su ejercicio del poder. Y ése era el aliciente de su vida, tanto en Moscú, como en Berlín, cuando gobernaba Hitler, como en Washington.
¿Pero de dónde saldría si no lo hacía de Moscú? Había sólo ciertos lugares a los que Rabbit podía desplazarse libremente. A ningún lugar al oeste de la alambrada, como Mary Pat denominaba el Telón de Acero que había dividido Europa en 1945. Y habría pocos sitios que un hombre como él querría visitar que fueran convenientes para la CIA. Quizá las playas de Sochi. En teoría, la marina podría acercar un submarino y rescatarlo, pero para eso no bastaba con silbar, ni sería fácil convencer a la armada.
Quedaban los fraternales Estados socialistas de Europa oriental, tan emocionantes para pasar unas vacaciones como el centro de Mississippi en pleno verano, ideal para disfrutar de un calor intenso y de las plantaciones de algodón. Polonia quedaba descartada. Varsovia estaba reconstruida después de la dura versión de la Wehrmacht de la renovación urbana, pero actualmente Polonia se había convertido en un lugar muy controlado, debido a sus problemas políticos internos, y el punto de salida más fácil, Gdansk, estaba sometido a tanta vigilancia como la frontera ruso-polaca. No ayudó el hecho de que allí los británicos organizaran el robo de un nuevo tanque ruso T-72. Mary Pat esperaba que le hubiera sido útil a alguien, pero un imbécil en Londres presumió de ello en la prensa, se divulgó la noticia y Gdansk dejó de ser un puerto conveniente de salida durante algunos años. ¿Tal vez la República Democrática de Alemania? Pero pocos eran los rusos a los que les importaba un comino Alemania y, además, allí había poco que ver. ¿Checoslovaquia? Su capital era supuestamente interesante, estaba repleta de monumentos arquitectónicos de la época imperial y tenía una intensa vida cultural. Su música y su ballet estaban casi a la altura de los rusos y la reputación de sus galerías de arte era excelente. Pero la frontera austro-checa también estaba muy estrechamente vigilada.
Quedaba… Hungría.
Hungría, pensó. Budapest también era una antigua ciudad imperial, en otra época gobernada rígidamente por la dinastía austríaca de los Habsburgo, conquistada por los rusos en 1945 después de una prolongada y sangrienta batalla contra las SS alemanas y probablemente reconstruida para recuperar la gloria del siglo anterior. No eran entusiastas del comunismo, como lo habían demostrado en 1956, antes de ser duramente sometidos por los rusos, siguiendo las órdenes personales de Jruschov, y luego bajo la tutela de Andrópov como embajador de la URSS recuperada para el feliz redil socialista, pero con un gobierno más liberal después de la breve y sangrienta rebelión. Todos los jefes rebeldes habían sido fusilados, ahorcados, o de algún otro modo eliminados. El perdón nunca había sido una virtud del marxismo-leninismo.
Pero muchos rusos se desplazaban en tren a Budapest. Esa ciudad era vecina de Yugoslavia, el San Francisco comunista, que los rusos no podían visitar sin autorización, pero Hungría mantenía tratos comerciales libres con Yugoslavia y allí los soviéticos podían comprar vídeos, zapatillas Reebok y lencería Fogal. Los rusos iban allí con una maleta llena, dos o tres vacías y una lista de la compra para todos sus amigos.
Los soviéticos podían desplazarse a dicho lugar con relativa libertad, porque disponían de rublos del Comecon, que todos los países socialistas debían aceptar por orden de su Gran Hermano moscovita. Budapest era en realidad el centro comercial del bloque oriental. Incluso se podían comprar cintas pornográficas para los magnetoscopios de fabricación nacional, según diseños robados de los japoneses y construidos en las fábricas de la hermandad socialista. Las cintas vírgenes se introducían de contrabando desde Yugoslavia y se utilizaban para grabar cualquier cosa y en cualquier lugar, desde grandes musicales hasta películas del Oeste. En Budapest había buenas galerías de arte, monumentos históricos, excelentes orquestas, y se suponía que la comida era bastante buena. Era un lugar perfectamente verosímil para que lo visitara Rabbit, con sus mejores intenciones aparentes de regresar a su querida Rodina.
He ahí el principio de un plan, pensó Mary Pat. Además, ya había perdido bastante sueño por una noche.
—Entonces, ¿qué ha ocurrido? —preguntó el embajador.
—Un agente del AVH tomaba café junto a la mesa donde mi agente ha dejado el paquete —explicó Szell en el despacho privado del embajador, situado en la esquina del último piso, en realidad donde en otra época se había hospedado el cardenal Iosif Mindszenty durante su prolongada estancia en la embajada estadounidense.
Era un personaje tan querido por el personal norteamericano como por el pueblo húngaro, encarcelado por los nazis, puesto en libertad con la llegada del Ejército Rojo y casi inmediatamente encarcelado de nuevo por no manifestar suficiente entusiasmo por la nueva fe rusa, aunque técnicamente se le imputó el cargo descabellado de ser un ferviente monárquico, que pretendía restaurar el poder imperial de la casa de los Habsburgo. Los comunistas locales no se habían distinguido por su talento creativo. Incluso a principios del siglo XX, los Habsburgo eran tan populares en Budapest como un cargamento de ratas con la peste bubónica.
—¿Por qué lo hacías personalmente, Jim? —preguntó el embajador Peter Ericsson, alias Spike, que debería responder al mensaje viperino, aunque perfectamente previsible, recibido por mediación del jefe de la delegación, que ahora estaba sobre su escritorio.
—¿Recuerdas que la esposa de Bob Taylor está embarazada? Tuvo algunos problemas ginecológicos y ambos se trasladaron al hospital general del Segundo Ejército en Kaiserslauten para una revisión.
—Sí, lo había olvidado —refunfuñó Ericsson.
—En cualquier caso, lo cierto es que he metido la pata —tuvo que reconocer Szell, que no era amigo de los subterfugios.
Esto supondría un tropiezo importante en su carrera en la CIA, pero ya no tenía remedio. Con toda seguridad, lo pasaría mucho peor aquel pobre desgraciado, cuya torpeza había estropeado la operación. Los agentes del servicio de seguridad nacional húngaro, conocido como AVH, que lo interrogarían, evidentemente no habían tenido ningún éxito desde hacía bastante tiempo y disfrutarían contándole la facilidad con que lo habían capturado. Malditos aficionados, pensó Szell, enojado. Pero el juego acababa con el gobierno húngaro declarándolo persona non grata y con una orden de expulsión del país que debía cumplirse en un plazo de cuarenta y ocho horas, preferiblemente con el rabo entre las piernas.
—Lamento perderte, Bob, pero no hay mucho que yo pueda hacer.
—Lo sé. En cualquier caso, ahora sería inútil para el equipo —respondió Szell con un prolongado suspiro de frustración. Había estado allí el tiempo suficiente para organizar un pequeño equipo de espías respetable, que obtenía información política y militar bastante buena, aunque no excesivamente importante, porque Hungría no era una gran potencia, a pesar de lo cual uno nunca sabe cuándo puede suceder algo interesante, incluso en un lugar como Lesotho, que Szell pensó que podría ser su próximo destino. Debería comprar crema de protección solar y una buena cazadora… Por lo menos ahora podría ver el campeonato mundial de béisbol en su país.
Pero de momento la delegación de Budapest permanecería cerrada. Aunque para consuelo de Szell, en Langley no la echarían de menos.
El mensaje al respecto, por supuesto debidamente codificado, se transmitiría al Fondo Tenebroso por el télex de la embajada. El embajador Ericsson redactó su respuesta al ministro de Asuntos Exteriores húngaro, negando rotundamente las absurdas alegaciones de que James Szell, segundo secretario de la embajada de los Estados Unidos de América, hubiera actuado en modo alguno de forma inconsecuente con su categoría de diplomático, y presentando una protesta oficial en nombre del Departamento de Estado de Estados Unidos. Tal vez la semana siguiente Norteamérica expulsaría a algún diplomático húngaro, que Washington decidiría si era oveja o cabra. Ericsson creía que sería oveja. ¿Para qué revelar, después de todo, que el FBI había identificado a una cabra? Era preferible dejar que siguiera mordiendo el césped del jardín que hubiera invadido y vigilarlo de cerca. Y así proseguía el juego. El embajador lo consideraba una estupidez, pero todo su personal participaba del mismo, con mayor o menor entusiasmo.
Resultó que el mensaje sobre Szell era suficientemente discreto para que en la central de la CIA pasara por tráfico rutinario y consideraran que no valía la pena molestar al director durante el fin de semana, aunque el juez Moore recibía evidentemente un informe todas las mañanas y los oficiales de servicio decidieron colectivamente que podía esperar hasta el domingo a las ocho, porque al juez le gustaba la vida ordenada. Además, en un marco general, Budapest no era particularmente importante.
>El domingo por la mañana en Moscú era como un domingo por la mañana en cualquier otro lugar, aunque con menos gente que se arreglara para ir a la iglesia. Ese era el caso de Ed y Mary Pat. Un sacerdote católico celebraba una misa en la embajada norteamericana los domingos por la mañana, pero a menudo no asistían a la misma, a pesar de que eran suficientemente católicos para sentirse culpables por la transgresión pecaminosa. Ambos se decían a sí mismos que mitigaba su culpa el hecho de hacer el trabajo de Dios, en el seno del país de los infieles. Su plan para hoy era llevar a Eddie a dar un paseo por el parque, donde tal vez encontraría algunos niños con quienes jugar. Por lo menos ésa era la misión de Eddie. Ed saltó de la cama y fue el primero en ir al baño, seguido de su esposa y luego del pequeño Eddie. No había periódicos matutinos y la televisión era tan mala como el resto de la semana. Por consiguiente, se vieron obligados a hablar durante el desayuno, cosa difícil para muchos norteamericanos. Su hijo era todavía suficientemente joven e influenciable para que Moscú le pareciera interesante, aunque todos sus amigos eran norteamericanos o ingleses, que residían como toda su familia en el recinto custodiado por el MGB o el KGB, nadie estaba demasiado seguro, aunque todos sabían que eso, en realidad, poco importaba.
La reunión estaba prevista para las once. Oleg Ivan'ch sería fácil de vislumbrar, al igual que ella; Mary Pat lo sabía perfectamente. Como un pavo real entre cuervos, solía decir su esposo (aunque el pavo real fuera en realidad un pájaro macho). Hoy decidió ser discreta. Sin maquillaje, el pelo cepillado, unos vaqueros y un jersey. No podía hacer mucho respecto a su cuerpo, que para su altura, según la estética local, debería ser unos diez kilos más pesado. Cuestión de régimen, suponía Mary Pat. O tal vez, cuando se disponía de comida en un país donde generalmente se pasaba hambre, uno la consumía. ¿Tal vez la capa de grasa hacía los inviernos más soportables? En cualquier caso, el referente de la moda para la mayoría de las mujeres rusas parecía una película de los Dead End Kids. Era fácil reconocer a las esposas de los personajes importantes, porque su ropa parecía casi de clase media, en lugar del estilo campesino más habitual típico de Apalache. Pero Mary Pat decidió que eso era injusto para con los habitantes de Apalache.
—¿Vienes, Ed? —preguntó después del desayuno.
—No, cariño. Pondré un poco de orden en la cocina y empezaré a leer este nuevo libro que conseguí la semana pasada.
—Lo hizo el camionero —dijo Mary Pat—. Ya lo he leído.
—Muchas gracias —refunfuñó su marido.
Acto seguido, consultó su reloj y salió de casa. El parque estaba a sólo tres largas manzanas en dirección este. Saludó con la mano al guardia de la garita, que según ella pertenecía definitivamente al KGB, y giró a la izquierda, con el pequeño Eddie de la mano. El tráfico en la calle era mínimo para los niveles norteamericanos, y empezaba a refrescar. Se alegraba de haberle puesto un jersey a su hijo. Cuando volvió la cabeza para mirar al niño, comprobó que, al parecer, nadie la seguía. Evidentemente podían vigilarla con prismáticos desde el otro lado de la calle, pero creyó que no lo hacían. Se había establecido de forma bastante convincente como rubia boba norteamericana y prácticamente todo el mundo se había tragado su personaje. Incluso los contactos periodísticos de Ed la consideraban más estúpida que él, y a él lo tomaban por un cretino, lo cual era ideal desde su punto de vista. Esos loros repetían todo lo que ella y Ed se decían, hasta que sus palabras quedaban tan solidificadas como el glaseado de sus pasteles. Todo llegaba a oídos del KGB con la máxima rapidez de los rumores, que en esa comunidad era casi la velocidad de la luz, porque los periodistas practicaban el incesto intelectual como forma de vida y los rusos incluían todo lo que oían en sus voluminosos historiales, hasta convertirlo en algo del «dominio público». Un buen oficial de campo utilizaba siempre a los demás para elaborar su tapadera. La tapadera parecía aleatoria, como la vida misma, y eso la convertía en verosímil, incluso para una espía profesional.
El parque era tan lúgubre como todo lo demás en Moscú. Unos pocos árboles y un césped podrido. Parecía que el KGB hubiera podado los árboles de todos los parques para convertirlos en malos puntos de encuentro. Eso debía de limitar también los lugares de reunión para los jóvenes moscovitas, aunque posiblemente unos besos no ofenderían a la conciencia del Centro, parecida a la de Poncio Pilatos en un día de reflexión.
Y ahí estaba Rabbit, a unos cien metros de distancia, bien situado, cerca de unos columpios que serían del agrado de un crío de tres o cuatro años. Al acercarse comprobó de nuevo que los rusos adoraban a sus pequeños y en este caso tal vez más que de costumbre, porque al pertenecer Rabbit al KGB tendría acceso a mejores artículos de consumo que el ruso medio y, como buen padre en cualquier lugar del mundo, mimaba a su pequeña. Buena señal respecto a su personalidad, pensó Mary Pat. Puede que incluso llegara a gustarle ese individuo, lo que supondría una bonificación inusual para un oficial de campo. Muchos agentes estaban tan perturbados como un delincuente del sur del Bronx. No la observó cuando se acercaba, salvo cuando movió aburridamente la cabeza como lo hacían los hombres cuando paseaban con un menor. Madre e hijo caminaron hacia él, como si estuvieran paseando tranquilamente.
—Eddie, ahí hay una niña a la que puedes saludar. Intenta hablarle en ruso —sugirió la madre.
—¡De acuerdo! —respondió el pequeño antes de salir corriendo como cualquier crío de su edad, hasta llegar junto a la niña—. Hola.
—Hola.
—Me llamo Eddie.
—Yo me llamo Svetlana Olegovna. ¿Dónde vives?
—Allí —respondió Eddie, señalando el recinto de extranjeros.
—¿Es su hijo? —preguntó Rabbit.
—Sí, Eddie hijo. Edward Edwardovich para usted.
—Vaya —exclamó Oleg Ivan'ch sin sonreír—. ¿Pertenece también a la CIA?
—No exactamente —respondió al tiempo que le tendía teatralmente la mano, para protegerlo en caso de que alguna cámara lo vigilara—. Me llamo Mary Patricia Foley.
—Comprendo. ¿Le gustó el shapka a su marido?
—La verdad es que sí. Tiene usted buen gusto para las pieles.
—Igual que muchos rusos —dijo antes de cambiar de tema, para hablar de lo importante—. ¿Ha decidido si puede ayudarme, o no?
—Sí, Oleg Ivan'ch, podemos ayudarlo. Tiene una hija encantadora. ¿Se llama Svetlana?
—Es mi pequeña zaichik —asintió el oficial de Comunicaciones.
La ironía era inquietante. Rabbit llamaba conejito a su hijita. Eso le provocó una radiante sonrisa.
—Bien, Oleg, ¿cómo podemos hacerlo llegar a Norteamérica?
—¿A mí me lo pregunta? —exclamó con no poca incredulidad.
—El caso es que necesitamos cierta información. Sus aficiones y sus intereses, por ejemplo, así como los de su esposa.
—Juego al ajedrez. Leo libros sobre los juegos de los viejos maestros. Mi esposa tiene una formación más clásica que la mía. Le encanta la música, la música clásica, no esa basura que hacen en Norteamérica.
—¿Algún compositor en particular?
Meneó la cabeza.
—Cualquiera de los clásicos: Bach, Mozart, Brahms… no conozco todos sus nombres. Esa es la pasión de Irina. Estudió piano de niña, pero no era suficientemente buena para que el estado se ocupara de su formación. Eso es lo que más lamenta y no tenemos un piano para que pueda practicar —agregó, consciente de que debía facilitarle esa clase de información para ayudarla en sus esfuerzos de salvarlos a él y a su familia—. ¿Qué más quiere saber?
—¿Alguno de ustedes tiene algún problema de salud, toman algún medicamento?
Hablaban nuevamente en ruso y Oleg se percató de la elegancia de su lenguaje.
—No, todos estamos bastante sanos. Mi Svetlana ha tenido las enfermedades infantiles habituales, pero sin ninguna clase de complicaciones.
—Bien —dijo Mary Pat, pensando en que eso simplificaba bastante las cosas—. Es una niña encantadora. Debe de sentirse muy orgulloso de ella.
—¿Pero le gustará la vida en Occidente? —reflexionó en voz alta.
—Oleg Ivan'ch, ningún pequeño ha tenido jamás razón alguna para que no le guste la vida en Norteamérica.
—¿Y cómo le sienta a su pequeño Edward vivir en la Unión Soviética?
—Echa de menos a sus amigos, evidentemente. Antes de venir lo llevamos a Disneylandia. Todavía habla mucho de ello. Entonces llegó la sorpresa.
—¿Disneylandia? ¿Qué es eso?
—Es un gran negocio comercial para divertir a los niños y para que los mayores recuerden su infancia. Está en Florida —agregó.
—Nunca había oído hablar de ello.
—Le parecerá extraordinario y muy divertido. Sobre todo para su hija. ¿Qué opina su esposa sobre sus planes? —preguntó después de hacer una pausa.
—Irina no sabe nada de esto —respondió Zaitzev, provocando una enorme sorpresa en su interlocutora norteamericana.
—¿Cómo ha dicho? —exclamó Mary Pat, que temía que estuviera completamente loco.
—Irina es una buena esposa. Hará lo que le diga.
El machismo ruso era del género agresivo.
—Oleg Ivan'ch, esto es muy peligroso. Debe ser consciente de ello.
—Lo peligroso para mí sería que me descubriera el KGB. Si eso sucede, soy hombre muerto, y no sólo yo —agregó a modo de coletilla, pensando que lo favorecería.
—¿Por qué quiere marcharse? ¿Qué lo ha convencido de que eso era necesario? —tuvo que preguntar Mary Pat.
—El KGB se propone matar a un hombre que no merece morir.
—¿Quién? —se sentía también obligada a preguntar—. Eso se lo diré cuando esté en Occidente.
—Me parece justo —respondió, actuando con suma cautela.
—Hay algo más —dijo Zaitzev.
—Diga.
—Tenga mucho cuidado con lo que transmita a su central. Hay razones para suponer que sus comunicaciones están intervenidas. Debe utilizar códigos de un solo uso, como lo hacemos nosotros en el Centro. ¿Comprende lo que le digo?
—Todas las comunicaciones sobre usted han sido codificadas primero y luego mandadas a Washington por valija diplomática.
La expresión de alivio en el rostro de Zaitzev fue inconfundible, aunque intentó disimularla. Además, acababa de revelarle algo de gran importancia.
—¿Somos víctimas de una infiltración? —preguntó Mary Pat.
—Ésa es otra cosa de la que sólo hablaré en Occidente.
Mierda, pensó Mary Pat. Tenían un topo en algún lugar y podía estar perfectamente en los jardines de la Casa Blanca.
¡Mierda!
—Bien, en su caso tomaremos las medidas máximas de seguridad —prometió, aunque eso significaba que tardarían dos días en intercambiar mensajes importantes, como en la época de la primera guerra mundial, y a Ritter le encantaría—. ¿Puede decirme qué métodos pueden ser seguros?
—Los británicos cambiaron sus máquinas codificadoras hace unos cuatro meses. Todavía no hemos logrado descifrar su código. De eso estoy seguro. No sé exactamente cuáles de sus transmisiones están intervenidas, pero algunas lo están plenamente. Por favor, no lo olvide.
—Lo tendré en cuenta, Oleg Ivan'ch.
Aquel individuo poseía información que la CIA realmente necesitaba. Tener las comunicaciones intervenidas era lo más peligroso que podía ocurrirle a cualquier servicio secreto. Se habían perdido y ganado guerras por dicha razón. Los rusos no disponían de la tecnología informática de los norteamericanos, pero tenían algunos de los mejores matemáticos del mundo y el cerebro de una persona era el más peligroso de todos los instrumentos, además de mucho más competente que los que descansaban sobre una mesa o en el suelo. ¿Acaso Mike Russell tenía códigos de un solo uso en la embajada? La CIA los había utilizado en otra época, pero los habían descartado por lo engorrosos que eran. La NSA se había hartado de repetir que Seymour Cray, en uno de sus mejores días, incluso con la ayuda de su superordenador CRAY-2 último modelo y cargado de anfetaminas, era incapaz de descifrar sus códigos. Si estaban equivocados, podrían perjudicar a Norteamérica hasta límites inimaginables. Pero había muchos sistemas de códigos, y los que descifraban uno no eran necesariamente capaces de descifrar otro. O eso decían todos… aunque Mary Pat no era una experta en la seguridad de las comunicaciones. Incluso ella debía confiar de vez en cuando en otra persona. Pero eso era como recibir un disparo en la espalda de la pistola de salida en los cien metros lisos y tener que correr de todos modos hacia la meta. Maldita sea.
—Es inconveniente, pero haremos lo necesario para protegerlo. ¿Quiere marcharse pronto?
—Esta semana sería ideal, no tanto por mis necesidades como por las del hombre cuya vida está en peligro.
—Comprendo —respondió Mary Pat sin tener realmente la menor idea.
Cabía la posibilidad de que aquel individuo la estuviera engañando, en cuyo caso ella reaccionaba como una auténtica profesional, pero no le daba esa impresión. No actuaba como un experimentado agente de campo. Pertenecía al mundo del espionaje, pero no como ella.
—Muy bien. Cuando llegue mañana al trabajo, redacte un informe de este encuentro —le indicó Mary Pat.
—¿Habla en serio? —preguntó Oleg, sorprendido.
—Por supuesto. Comuníquele a su supervisor que ha conocido a una norteamericana, esposa de un pequeño funcionario de la embajada. Facilítele mi descripción y la de mi hijo…
—Y les digo que es una norteamericana atractiva pero superficial, con un hijo muy guapo y bien educado —conjeturó—. Y que necesita mejorar el ruso. ¿Qué le parece?
—Aprende rápido, Oleg Ivan'ch. Apuesto a que juega bien al ajedrez.
—No lo suficiente. Nunca seré un gran maestro.
—Todos tenemos nuestras limitaciones, pero en Norteamérica comprobará que están mucho más lejos que en la Unión Soviética.
—¿A finales de esta semana?
—Cuando mi marido lleve una corbata roja, fije la hora y el lugar para un encuentro. Posiblemente reciba nuestra señal mañana por la tarde y entonces nos ocuparemos de los preparativos.
—Muy bien, que tenga un buen día. ¿Dónde aprendió usted el ruso?
—Mi abuelo era secretario privado de Aleksey Nikolaievich Romanov —explicó—. Durante mi infancia me contó muchas historias sobre aquel joven y su inoportuna muerte.
—Entonces, ¿su odio por la Unión Soviética está muy arraigado?
—Sólo para con su gobierno, Oleg. No hacia la gente de este país. Me gustaría verlos libres.
—Tal vez algún día, pero no pronto.
—La historia, Oleg Ivan'ch, no la fraguan los grandes acontecimientos, sino un cúmulo de pequeños sucesos.
Esa era una de sus creencias fundamentales. Una vez más, para las cámaras que pudieran o no estar presentes, le estrechó la mano y llamó a su hijo. Pasearon por el parque durante una hora más antes de regresar a su casa para almorzar.
Pero finalmente decidieron ir todos a almorzar a la embajada y por el camino no hablaron de nada más delicado que el maravilloso tiempo que hacía. A su llegada, todos comieron perritos calientes en la cantina y luego llevaron a Eddie a la guardería. Ed y Mary Pat fueron a su despacho.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el jefe de la delegación.
—Que su esposa, que por cierto se llama Irina, desconoce sus planes —respondió Mary Pat.
—¡Será cabrón! —exclamó inmediatamente su marido.
—Bueno, eso simplifica un poco nuestro riesgo de exposición. Por lo menos no se le escapará nada.
Ed se percató de que su esposa era siempre optimista.
—Sí, cariño, hasta que intentemos sacarlos del país y ella decida que no va a ninguna parte.
—El asegura que lo obedecerá. Ya sabes que aquí a los hombres les gusta llevar la voz cantante.
—Eso no funcionaría contigo —repuso el jefe de la delegación.
No funcionaría por diversas razones y una de las más importantes era que su esposa tenía tantos cojones como él.
—Yo no soy rusa, Eddie.
—Bien, ¿qué más ha dicho?
—No confía en nuestras comunicaciones. Cree que parte de nuestro sistema ha sido infiltrado.
—¡Joder! —exclamó—. ¿Más buenas noticias? —preguntó después de hacer una pausa.
—La razón por la que se marcha es que el KGB quiere matar a alguien que, según él, no merece morir.
—¿Ha dicho quién?
—No, hasta que respire aire libre. Pero hay buenas noticias.
Su esposa es una entusiasta de la música clásica. Debemos encontrar un buen director en Hungría.
—¿Hungría?
—Lo estuve pensando anoche. Es el mejor lugar de donde sacarlo. ¿No es ésa la delegación de Jimmy Szell?
—Efectivamente.
Ambos conocían a Szell de su época en La Granja, el centro de entrenamiento de la CIA en Tidewater, Virginia, junto a la autopista sesenta y cuatro, a pocos kilómetros de Colonial Williamsburg.
—Siempre pensé que merecía algo mejor —agregó Ed después de reflexionar unos instantes—. ¿Entonces lo que piensas es de Hungría a Yugoslavia?
—Siempre supe que eras muy listo.
—Bien… —dijo Ed, con la mirada fija en la pared, mientras su cerebro trabajaba—, podemos hacer que funcione.
—Tu señal será una corbata roja en el metro. Entonces él te pasará los detalles del encuentro, nosotros organizamos los preparativos y Rabbit abandona la ciudad acompañado de su esposa e hija. Por cierto, esto te encantará, habitualmente llama a su hija zaichik.
—¿Flopsy, Mopsy y Cotton-tail, los tres conejitos? —bromeó Ed.
—Me gusta. Llamémosla operación Beatrix —sugirió Mary Pat. De niños, ambos habían leído Las aventuras de Peter Rabbit, de la señora Potter. ¿Quién no lo había hecho?
—El problema será la aprobación de Langley. Si no podemos utilizar los canales habituales de comunicación, coordinarlo todo va a ser muy engorroso.
—En La Granja nunca nos dijeron que este trabajo iba a ser fácil. Recuerda las palabras de John Clark: «Sed flexibles».
—Sí, como los tallarines —repuso con un profundo suspiro—. Las limitaciones en las comunicaciones significan esencialmente que lo debemos organizar y llevar a cabo desde esta oficina sin la ayuda de la central.
—En cualquier caso, Ed, así es como se supone que debe hacerse. Lo único que hacen en Langley es decirnos que no podemos hacer lo que nos proponemos.
Después de todo, ésa era la función de toda oficina central en todos los negocios del mundo entero.
—¿Qué comunicaciones podemos utilizar?
—Rabbit dice que los británicos han instalado un nuevo sistema que todavía no han logrado descifrar. ¿Tenemos allí algún código de un solo uso?
El jefe de la delegación negó con la cabeza.
—No, que yo sepa —respondió Foley antes de levantar el teléfono y marcar un número—. ¿Mike, estás ahí? ¿Puedes venir a mi despacho? Gracias.
Russell llegó al cabo de un par de minutos.
—Hola, Ed, Mary. ¿Qué hacéis hoy en la oficina?
—Debo hacerte una pregunta.
—Adelante.
—¿Nos queda algún código de un solo uso?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Cuestión de seguridad adicional —respondió Mary Pat sin convencer a su interlocutor.
—¿Me estáis diciendo que mis sistemas no son seguros? —preguntó Russell con su inquietud debidamente disimulada.
—Hay razones para creer que algunos de nuestros sistemas de codificación no son completamente seguros, Mike —respondió Ed al oficial de Comunicaciones de la embajada.
—Mierda —masculló entre dientes antes de volver la cabeza, avergonzado—. Lo siento, Mary.
—No tiene importancia, Mike —sonrió Mary Pat—. No sé lo que significa esa palabra, pero ya la he oído antes.
Russell no acabó de captar el chiste. La conmoción de la revelación anterior le impedía apreciar el humor en aquel momento.
—¿Qué puedes decirme al respecto?
—Nada en absoluto, Mike —respondió el jefe de la delegación.
—¿Crees que es cierto?
—Lamentablemente, sí.
—Bueno, en mi despacho tengo unos pocos códigos de un solo uso, de ocho o nueve años de antigüedad. No he querido desprenderme de ellos… nunca se sabe.
—Michael, te felicito —asintió Ed.
—Permitirán tal vez unos diez despachos, de aproximadamente cien palabras cada uno, en el supuesto de que conserven los códigos correspondientes en Fort Meade, aunque mis superiores no suelen deshacerse de muchas cosas. Seguramente tendrán que buscarlos en algún archivo.
—¿Son difíciles de utilizar?
—Los detesto. Ya sabes por qué. Maldita sea, la clave Stripe tiene sólo un año. El sistema británico es una adaptación de la misma. Conozco al equipo en la división Z que la elaboró. Hablo de una codificación de ciento veintiocho bits, más una clave diaria única para cada máquina. No hay forma humana de descifrarla.
—A no ser que dispongas de un agente infiltrado en Fort Meade, Mike —señaló Ed.
—Entonces dejadlo en mis manos y despellejaré a ese hijo de puta con mi cuchillo de caza.
La idea lo había sulfurado tanto que no se molestó siquiera en disculparse por su grosería ante una dama. Aquel negro había despellejado numerosos ciervos de cola blanca, pero todavía aspiraba a convertir la piel de un oso en una alfombra y un viejo oso castaño ruso le vendría de maravilla.
—¿Puedo comunicárselo a Fort Meade? —preguntó.
—No con Stripe —respondió Foley.
—Cuando oigáis un grito aterrador desde Occidente, sabréis lo que es.
—Lo mejor es que de momento no se lo comentes a nadie, Mike —advirtió Mary Pat—. No tardarán en averiguarlo por otros canales.
Eso le indicó a Russell que el mensaje sobre una liebre que había transmitido hacía unos días se refería a alguien que quería huir a toda prisa, y ahora creyó comprender por qué. Rabbit era un especialista en comunicaciones y cuando alguien encontraba a uno de ésos, procuraba sacarlo en el primer tren del purgatorio. Cuanto antes significaba ahora, o con la máxima rapidez que pudieran hacerse los preparativos.
—De acuerdo. Dadme vuestro mensaje, lo codificaré en mi máquina Stripe y luego con un código de un solo uso. ¿Entenderán algo si leen mis comunicaciones? —preguntó procurando no estremecerse.
—Dímelo tú —respondió Ed Foley.
Russell reflexionó unos instantes antes de negar con la cabeza.
—No, no lo creo. Incluso cuando puedes descifrar las comunicaciones del contrincante, nunca logras leer más de un tercio de los mensajes. Los sistemas son demasiado complejos, a no ser que el agente infiltrado tenga acceso a los mensajes ya descodificados. Contra eso no hay defensa alguna, por lo menos desde mi perspectiva.
Y ésa era la otra idea auténticamente aterradora. Después de todo, era el mismo juego para todos y el mismo objetivo que intentaban alcanzar permanentemente: introducir a alguien hasta el mismo seno de la organización, para luego sacar información de la misma. Como su agente Cardenal, a quien nunca se referían en voz alta. Pero ése era el juego que habían elegido, conscientes de que su contrincante era bastante bueno, pero convencidos de que ellos eran mejores. He ahí el viejo sonsonete.
—Bien, Mike. Nuestro amigo cree en los códigos de un solo uso. Supongo que los demás también.
—En el caso de los rusos no cabe la menor duda, pero su personal debe de volverse loco para descifrar sus mensajes letra por letra.
—¿Has trabajado alguna vez en el lado de la infiltración? —preguntó Ed Foley.
Russell negó inmediatamente con la cabeza.
—No soy suficientemente listo y me alegro de ello. Muchos de esos individuos acaban en habitaciones acolchadas, cortando muñecas de papel con tijeras de plástico. Conozco a muchos de los que trabajan en la división Z. El jefe acaba de rechazar la cátedra de Matemáticas en Cal Tech. Es bastante listo, mucho más de lo que yo pueda llegar a serlo jamás —explicó Russell—. Tiene un nombre griego, Ed Popadopolous, y su padre dirigía un restaurante en Boston. ¿Creéis que envidio su trabajo?
—Supongo que no.
—Desde luego que no, ni aunque incluyeran a Pat Cleveland como bonificación.
Ed Foley sabía que Pat Cleveland era una mujer muy atractiva y Mike Russell necesitaba compañía femenina en su vida… —Te entregaré un despacho dentro de aproximadamente una hora, ¿de acuerdo?
—Estupendo —respondió Mike Russell antes de retirarse.
—Creo que le hemos puesto realmente nervioso —reflexionó Mary Pat en voz alta.
—El almirante Bennett, en Fort Meade, tampoco se alegrará. Debo redactar un mensaje.
—De acuerdo, voy a ver cómo se desenvuelve Eddie con los lápices de colores.
Mary Patricia Kaminsky Foley también se retiró.
El juez Arthur Moore recibía habitualmente sus informes a las siete y media de la mañana, salvo los domingos, cuando se levantaba tarde y la sesión tenía lugar a las nueve. Su esposa reconocía incluso la llamada a la puerta del oficial de Inteligencia nacional que llegaba a diario con la información, que el juez recibía siempre en el estudio privado de su casa en Great Falls, inspeccionada semanalmente por los expertos en electrónica de la CIA.
El mundo había permanecido relativamente tranquilo el día anterior; incluso a los comunistas les gustaba descansar el fin de semana, como había descubierto desde que ocupaba su cargo.
—¿Algo más, Tommy? —preguntó el juez.
—Malas noticias de Budapest —respondió el oficial de Inteligencia—. La oposición ha quemado a nuestro jefe de delegación, James Szell, cuando recogía un mensaje. Se desconocen los detalles, pero el gobierno húngaro lo ha declarado persona non grata. Su principal ayudante, Robert Taylor, está ausente del país por razones personales. Por consiguiente, la delegación de Budapest está temporalmente paralizada.
—¿Es eso muy problemático? —preguntó el director de la CIA, convencido de que no lo era.
—No es una gran tragedia. No parece que ocurra gran cosa en Hungría. Sus fuerzas armadas son bastante insignificantes dentro del Pacto de Varsovia y su política exterior, salvo en lo que concierne a su entorno inmediato, es un mero reflejo de la de Moscú. Dicha delegación nos ha facilitado una cantidad considerable de información militar, pero al Pentágono no le preocupa demasiado. Su ejército no se entrena lo suficiente para ser una amenaza, y los soviéticos los consideran poco fiables —concluyó el oficial.
—¿Es Szell de los que meten la pata? —preguntó el juez, que recordaba vagamente haberlo conocido en una recepción de la CIA.
—En realidad, Jimmy tiene buena reputación. Como ya le he dicho, señor, todavía desconocemos los detalles. Probablemente llegará a finales de esta semana.
—Bien. ¿Es eso todo?
—Sí, señor.
—¿Nada nuevo respecto al Papa?
—Ni una palabra, señor, pero nuestro personal tardará algún tiempo en sacudir todos sus árboles.
—Eso dice Ritter.
Foley tardó casi una hora en redactar su despacho. Debía ser breve pero completo y eso suponía un esfuerzo para él. A continuación se dirigió al despacho de Mike Russell. Permaneció allí, viendo cómo el jefe de Comunicaciones refunfuñaba, mientras codificaba el mensaje letra por letra con el maldito código de un solo uso, para rellenarlo luego con apellidos checos y codificarlo a continuación con su máquina Stripe. Acto seguido lo introdujo en el fax de seguridad, que evidentemente lo codificó una vez más, aunque ahora de forma gráfica en lugar de alfa-numérica. La codificación del fax era relativamente sencilla, pero como la oposición —que imaginaban que interfería la señal vía satélite de la embajada —no podía saber si el mensaje era gráfico o de texto, eso suponía una barrera más para los descifradores—. La señal ascendió a un satélite geosincrónico, para descender de nuevo a través de diversos repetidores, uno en Fort Belvoir, Virginia, otro en Sunnyvale, California, y por supuesto otro en Fort Meade, al que las demás estaciones transmitían la señal por fibra óptica de seguridad.
El personal de Comunicaciones en Fort Meade estaba formado enteramente por suboficiales uniformados, y cuando uno de ellos, un brigada de las fuerzas aéreas, pasó el mensaje por la máquina de descodificar, descubrió asombrado la anotación indicando que había sido codificado mediante el código NHG-1329 de un solo uso.
—¿Dónde diablos está eso? —preguntó al supervisor de guardia, un brigada de la marina.
—Maldita sea —comentó el marine—. No he visto uno de ésos desde hace mucho tiempo.
Tuvo que buscar en una carpeta de tres anillas hasta averiguar dónde estaba almacenado: en un rincón escondido del gran sótano del centro de Comunicaciones, custodiado por un sargento de los marines, cuyo sentido del humor, al igual que el de todos sus compañeros, le había sido extirpado quirúrgicamente en el centro médico de Bethesda, antes de ser destinado a Fort Meade.
—Hola, sargento, debo entrar a buscar algo —dijo el marine.
—Tendrá que hablar antes con el comandante —respondió el sargento.
Entonces el brigada de la marina se dirigió al despacho del comandante de las fuerzas aéreas, que estaba junto a su escritorio leyendo el periódico de la mañana.
—Buenos días, comandante. Necesito algo del sótano.
—¿Qué necesita, brigada?
—El código de un solo uso NHG-1329.
—¿Todavía los conservamos? —preguntó el comandante, sorprendido.
—Si no es así, mi comandante, puede utilizar esto para encender el fuego —respondió, entregándole el mensaje.
El oficial de las fuerzas aéreas le echó un vistazo.
—Manténgame informado, ¿entendido? —dijo mientras escribía una autorización en un cuaderno al borde de su escritorio—. Entréguele esto al marine.
—A sus órdenes, señor.
El brigada regresó al sótano, mientras el oficial de aviación se preguntaba por qué los marines hablaban siempre de una forma tan rara.
—Aquí la tienes, Sam —anunció el brigada, mostrándole la autorización al marine.
Este abrió la puerta de vaivén y el brigada entró en el sótano. La caja donde se encontraba el código no estaba cerrada con llave, probablemente porque cualquiera que cruzara los siete niveles de seguridad necesarios para llegar hasta allí debía de ser de tanta confianza como la esposa del presidente.
El código de un solo uso estaba en un pequeño cuaderno de anillas. El brigada de la armada firmó un recibo a la salida y regresó a su escritorio. El sargento de las fuerzas aéreas se le acercó y entre los dos emprendieron la ardua tarea de descifrar el mensaje.
—Maldita sea —observó el joven suboficial cuando habían descifrado dos tercios del mensaje—. ¿Se lo comentamos a alguien?
—Eso está por encima de nuestro rango, hijo. Supongo que el director se lo comunicará a las personas pertinentes. Y olvida lo que has oído —agregó.
Pero ninguno de ellos lo haría y ambos lo sabían. Después de todas las pruebas que debían haber superado para encontrarse donde estaban, la idea de que sus sistemas de comunicaciones no fueran seguros era como descubrir que su madre ejercía la prostitución en la calle Dieciséis de Washington.
—Sí, por supuesto, jefe —respondió el limpiabalas—. ¿Cómo vamos a entregarlo?
—Creo que por mensajero, hijo. ¿Te importa llamar a uno?
—A sus órdenes —respondió el sargento antes de retirarse con una sonrisa.
El mensajero, un sargento del ejército que conducía un Plymouth Reliant castaño claro, cogió el sobre sellado, lo colocó en un maletín junto a su asiento, se dirigió al cinturón de Washington por la carretera de Baltimore, siguió por George Washington Parkway y luego giró por la primera a la derecha, donde se encontraba la CIA. A partir de allí, el despacho, fuera lo que fuese, dejó de ser responsabilidad suya.
Por la dirección del sobre, lo llevaron al séptimo piso. Al igual que muchos departamentos gubernamentales, la CIA nunca dormía. En el piso superior estaba Tom Riley, oficial titulado de la Inteligencia nacional, que era quien presentaba los informes al juez Moore los fines de semana. Tardó unos tres segundos en comprender que aquello debía ser mandado inmediatamente al juez. Levantó su teléfono de seguridad y pulsó el número uno de marcación abreviada.
—Arthur Moore al habla —respondió inmediatamente una voz.
—Aquí Tom Riley, señor juez. Ha surgido algo. Me refiero a algo realmente importante.
—¿Ahora?
—Sí, señor.
—¿Puede usted venir aquí?
—Sí, señor.
—¿Puede acompañarlo Jim Greer?
—Sí, señor, y probablemente también el señor Bostock.
Aquello se ponía cada vez más interesante.
—Bien, llámelos y vengan.
Al otro extremo de la línea y antes de colgar el teléfono, Riley casi pudo oír: «¡Maldita sea, no puedo descansar ni un día a la semana!». Después de unos minutos para llamar a los otros dos altos mandos de la CIA y de una breve pausa para hacer tres fotocopias, Riley se dirigió a su coche.
Era la hora del almuerzo en Great Falls. La señora Moore, como siempre una perfecta anfitriona, preparó unos fiambres y unos refrescos para los inesperados invitados, antes de retirarse a su sala de estar, en el primer piso.
—¿De qué se trata, Tommy? —preguntó Moore.
Le gustaba el recientemente nombrado oficial de Inteligencia nacional. Era un experto en ruso, licenciado en la Universidad de Marquette, que había sido uno de los mejores analistas de Greer antes de ascender a su cargo actual. Pronto sería uno de los muchachos que acompañaban siempre al presidente en el avión presidencial.
—Esto ha llegado a última hora de esta mañana, vía Fort Meade —respondió Riley, distribuyendo las fotocopias.
—¡Dios mío! —exclamó Mike Bostock, que era el lector más rápido del grupo.
—Chip Bennett se pondrá contento —pronosticó James Greer.
—Sí, como cuando va al dentista —observó Moore—. Bien, señores, ¿qué nos dice esto?
—Significa, caballeros, que queremos a esa liebre cuanto antes en nuestra madriguera —respondió en primer lugar Bostock.
—¿Por Budapest? —preguntó Moore, recordando el informe recibido por la mañana.
—Hay que reflexionar —observó Bostock.
—Bien —dijo el juez inclinándose hacia adelante—. Pensemos. En primer lugar, ¿qué importancia tiene esta información?
—Dice que el KGB va a matar a alguien que no lo merece —respondió James Greer—. ¿No creen que esto parece sugerir que se trata del Papa?
—Lo más importante es que dice que nuestro sistema de comunicaciones puede estar intervenido —señaló Bostock—. Esto es lo fundamental de este mensaje, James.
—Bueno, sea como sea, queremos a ese individuo de nuestro lado, ¿no es cierto?
—Puede apostar su poltrona, señor juez —respondió el subdirector de Operaciones—. Con la máxima rapidez que podamos organizarlo.
—¿Podemos lograrlo con nuestros propios medios? —preguntó Moore a continuación.
—No será fácil. Budapest está cerrado.
—¿Cambia eso la importancia de sacar a esa dulce liebrecita de la tierra de los rojos? —preguntó el director de la CIA.
—No —respondió Bostock.
—Bien, si no podemos hacerlo nosotros, ¿pedimos ayuda?
—¿Se refiere a los británicos? —preguntó Greer.
—Ya lo hemos hecho en otras ocasiones. Tenemos buenas relaciones con ellos y a Basil le gusta que estemos en deuda con ellos —recordó Moore—. ¿Le parece aceptable, Mike? —agregó, dirigiéndose a Bostock.
—Sí, señor —asintió—. Pero tal vez sea una buena idea que uno de los nuestros esté presente como observador. Basil no podrá negarse.
—Bien, debemos decidir a quién de los nuestros podemos mandar. Y con qué rapidez —dijo Moore.
—¿Esta misma noche? —observó Greer, para deleite de los demás—. A mi entender, Foley está dispuesto a llevar a cabo la operación desde su propia delegación y es bastante capaz de hacerlo. Foley es un buen chico. Creo que debemos permitírselo. Y Budapest probablemente es un buen lugar de salida para nuestra liebre.
—Estoy de acuerdo —afirmó Mike Bostock—. Es un lugar al que un oficial del KGB puede ir de vacaciones y simplemente desaparecer.
—Descubrirán con mucha rapidez que ha desaparecido —reflexionó Moore en voz alta.
—También lo supieron cuando se fugó Arkady Shevchenko. ¿Y qué? No por eso dejó de facilitarnos buena información —señaló Bostock, que había ayudado a supervisar la operación, en realidad llevada a cabo por el FBI en la ciudad de Nueva York.
—Bien. ¿Qué le decimos a Foley? —preguntó Moore.
—Una palabra: «Aprobado» —respondió Bostock, que siempre apoyaba a sus oficiales de campo.
Moore miró a su alrededor.
—¿Alguna objeción?
Los presentes se limitaron a negar con la cabeza.
—Bien, Tommy. Regrese a Langley y mándele ese mensaje a Foley.
—Sí, señor.
El oficial de Inteligencia se puso en pie y se retiró. Algo bueno del juez Moore era que cuando uno precisaba una decisión, puede que no le gustara la que tomaba, pero siempre la obtenía.