CAPÍTULO DIECISIETE: TRANSMISIÓN RELÁMPAGO

En su despacho, Ed Foley escribió:

PRIORIDAD: RELÁMPAGO

A: SUBDIRECTOR DE OPERACIONES, CIA

C/C: DIRECTOR CIA, SUBDIRECTOR DE INTELIGENCIA

DE: JEFE DE LA DELEGACIÓN DE MOSCÚ

TEMA: RABBIT

TEXTO: TENEMOS UNA LIEBRE, ALTO CARGO CAÍDO DEL CIELO, DICE SER OFICIAL DE COMUNICACIONES EN EL CENTRO DEL KGB, CON INFORMACIÓN DE INTERÉS PARA EL GOBIERNO ESTADOUNIDENSE. ESTIMACIÓN: ES SINCERO. CINCO SOBRE CINCO. SE SOLICITA AUTORIZACIÓN URGENTE PARA EXTRACCIÓN INMEDIATA DE LA TIERRA DE LOS ROJOS. EL PAQUETE INCLUYE ESPOSA E HIJA (3).

SE SUPLICA PRIORIDAD CINCO SOBRE CINCO.

FIN.

Listo, pensó Foley, suficientemente conciso. Cuanto más cortos eran los mensajes de ese tipo, mejor, porque brindaban menos oportunidades a la oposición de analizar el texto y descifrar el código, en el supuesto de que cayera en sus manos.

Pero las únicas manos que tocarían ese mensaje serían las de la CIA. Apostaba mucho en este mensaje operativo. Cinco sobre cinco significaba que la importancia estimada de la información disponible, así como su supuesta precisión y la prioridad de la acción que proponía, eran del nivel cinco: el más elevado. Concedió exactamente la misma evaluación a la veracidad del sujeto. Cuatro ases no eran la clase de despacho que uno mandaba todos los días. Era la calificación que otorgaría a un mensaje de Oleg Penkovsky, o del propio agente Cardenal, que eran de una fiabilidad insuperable. Reflexionó unos instantes, preguntándose si su evaluación era correcta, pero a lo largo de su carrera, Ed Foley había aprendido a guiarse por sus instintos. Además, había contrastado sus ideas con las de su esposa, cuyos instintos eran igualmente agudos. Rabbit, término utilizado por la CIA para alguien que quería un billete de salida urgente de cualquier lugar nefasto en el que se encontrara, aseguraba mucho, pero todos los indicios apuntaban a que era lo que alegaba ser: el poseedor de cierta información sumamente importante. Eso lo convertía en un desertor de conciencia y por tanto, bastante fiable. Si fuera un impostor, un señuelo, habría pedido dinero, porque ésa era la mentalidad de los desertores del KGB, y la CIA nunca había hecho nada para desalentar dicha idea.

Por consiguiente, la sensación era correcta, pero «sensaciones correctas» no era lo que uno mandaba al séptimo piso por correo diplomático. En este caso deberían seguirle la corriente; confiar en él. Era el jefe de la delegación de Moscú, el más alto de los cargos de campo de la CIA, y le correspondía un nivel muy elevado de credibilidad. Deberían sopesar eso con los reparos que pudieran tener. Si se convocaba una reunión de la cumbre, podría poner el trato en peligro, pero ni el presidente ni el secretario de Estado tenían intención de hacerlo. Por tanto, no había ningún impedimento para que Langley aprobara algún tipo de acción si consideraban que estaba en lo cierto.

Foley no sabía siquiera por qué se cuestionaba a sí mismo. Él era el hombre de Moscú y, santo Dios, con eso bastaba. Levantó el teléfono y pulsó tres botones.

—Russell —respondió una voz.

—Mike, soy Ed. Te necesito aquí.

—De acuerdo.

Al cabo de un minuto y medio se abrió la puerta.

—Dime, Ed.

—Algo para la valija.

Russell consultó su reloj.

—Vamos muy justos de tiempo, amigo.

—Es breve. Me temo que debo insistir.

—Entonces, adelante, hermano.

Russell se dirigió a la puerta seguido de Foley. Afortunadamente, el pasillo estaba desierto y su despacho no estaba lejos.

Russell se sentó en su silla giratoria y encendió la máquina codificadora. Foley le entregó el papel, que Russell sujetó a un atril sobre el teclado.

—Bastante corto —asintió cuando empezaba a teclear.

Era casi tan hábil como la propia secretaria del embajador y concluyó el trabajo en un minuto, incluida la hojarasca, consistente en dieciséis apellidos elegidos al azar de la guía telefónica de Praga. Cuando la nueva página salió de la máquina, Foley la cogió, la dobló, la introdujo en un sobre y lo selló. Después de lacrar la solapa, se lo devolvió a Russell.

—Regreso dentro de cinco minutos, Ed —dijo el oficial de Comunicaciones de camino a la puerta.

Cogió el ascensor para bajar al primer piso. Allí se encontraba el correo diplomático, que se llamaba Tommy Cox, ex suboficial piloto de helicóptero del ejército, derribado cuatro veces en los Altiplanos Centrales cuando pertenecía a la Primera División de Caballería y con unos sentimientos exclusivamente negativos respecto a los adversarios de su país. La valija diplomática era una bolsa de lona, que llevaría sujeta con unas esposas a la muñeca durante el viaje. Ya tenía una reserva en el vuelo de un 747 de Pan Am, directo al aeropuerto internacional Kennedy de Nueva York, que duraría once horas, durante las que no podía beber ni dormir, pero llevaba consigo tres novelas de intriga para leer durante el viaje. Saldría de la embajada dentro de diez minutos en un coche oficial, y sus credenciales diplomáticas le garantizaban que las medidas de seguridad y de inmigración no le plantearían dificultad alguna. Los rusos eran en realidad bastante cordiales en dicho sentido, aunque seguro que se morían de ganas de ver lo que contenía la bolsa de lona. Evidentemente no se trataba de perfume ruso, ni de ropa interior femenina, para algún amigo de Nueva York o de Washington.

—Buen viaje, Tommy.

—Gracias, Mike —asintió Cox.

Russell regresó al despacho de Foley en el piso superior.

—Bien, ya está en la bolsa. El vuelo sale dentro de una hora y diez minutos.

—Bien.

—¿Es una liebre lo que creo que es?

—No puedo decírtelo, Mike —respondió Foley.

—Sí, lo sé, Ed. Perdona la pregunta.

Russell no era de los que quebrantan las reglas, aunque sentía tanta curiosidad como cualquiera. Y evidentemente sabía lo que era una liebre. Había pasado toda su vida en el mundo de las tinieblas con un trabajo u otro y su jerga no era tan difícil de comprender. Pero el mundo de las tinieblas tenía paredes y ésa era la realidad.

Foley cogió su copia del mensaje, lo guardó en la caja fuerte de su despacho y activó la combinación y la alarma. Luego bajó a la cafetería de la embajada, donde la televisión estaba sintonizada en la cadena de deportes y entretenimiento. Descubrió que los Yankees habían perdido una vez más por tres lanzamientos directos y una carrera hasta el banderín. ¿Acaso no había justicia en este mundo?, refunfuñó para sus adentros.

Mary Pat hacía labores domésticas, muy aburridas, pero que le brindaban una buena oportunidad para dejar el cerebro en posición neutra y permitir que se desbocara su imaginación. Bien, volvería a reunirse con Oleg Ivanovich. Ella sería quien debería calcular la forma de trasladar el «paquete», otro término de la CIA que significaba el material, persona o personas que debían sacar del país y llevar a un lugar seguro. Había muchas formas de hacerlo. Todas eran peligrosas, pero tanto ella como Ed, como los demás espías de campo de la CIA, estaban entrenados para el peligro. Moscú era una ciudad con varios millones de habitantes y, en dicho entorno, tres personas en movimiento no eran más que parte del ruido de fondo, como la caída de una sola hoja en un bosque otoñal, uno más de los búfalos de la manada en el parque nacional de Yellowstone, o uno de los coches en una autopista de Los Angeles en hora punta. Después de todo, no era tan difícil.

Bueno, en realidad, sí lo era. En la Unión Soviética, todos los aspectos de la vida personal estaban sujetos a un control. Aplicado a Norteamérica, evidentemente, el paquete no era más que uno de tantos coches en una autopista de Los Angeles, pero para ir a Las Vegas era necesario cruzar una línea estatal y se precisaba una razón para ello. Allí nada era fácil, en el sentido que lo sería en Norteamérica.

Y había algo más…

Sería preferible que los rusos no supieran que se había ido, pensó Mary Pat. Después de todo, no se consideraba un caso de asesinato si no había un cadáver, para que todo el mundo supiera que alguien había muerto. Asimismo, no se consideraría una deserción a no ser que los interesados aparecieran en otro lugar, donde se suponía que no debían estar. Por consiguiente, sería mucho mejor… si fuera posible…

¿No sería eso una buena patada en el trasero? ¿Pero cómo llevarlo a cabo? Eso era algo sobre lo que especular mientras pasaba la aspiradora a la alfombra de la sala de estar, lo cual, por cierto, anularía los efectos de los micrófonos que los rusos pudieran haber instalado en sus paredes… Entonces se detuvo de pronto. ¿Por qué desperdiciar semejante oportunidad? Ed y ella podían comunicarse mediante el lenguaje de los sordomudos, pero la gama de matices era sumamente limitada.

Se preguntó si a Ed le parecería bien. Tal vez, pensó. Normalmente, a él no se le ocurriría. Ed, a pesar de toda su pericia, no se distinguía por su intrepidez. Con todas sus virtudes, que eran muchas, se parecía más al piloto de un bombardero que al de un avión de caza. Pero Mary Pat pensaba como Chuk Yeager en el X-1, o como Pete Conrad en el módulo lunar. Era más hábil para los lanzamientos a larga distancia.

La idea tenía también implicaciones estratégicas. Si lograban sacar a Rabbit sin el conocimiento de la oposición, podrían utilizar sus conocimientos indefinidamente y dicha posibilidad, si llegaban a calcular cómo hacerlo, era realmente muy apetecible. No sería fácil y podría ser una complicación innecesaria, en cuyo caso se descartaría, pero valía la pena pensar en ello, si lograba que Ed se lo planteara. Necesitaría el talento planificador de su marido y su realismo, pero esa sola idea le hacía bullir la cabeza. A fin de cuentas, dependería de los medios disponibles… Y ésa sería la parte difícil. Pero «difícil» no significaba «imposible». Y para Mary Pat, «imposible» tampoco significaba «imposible». En absoluto.

El vuelo de Pan Am llegó a la hora prevista, tambaleándose sobre la ondulada pista de aterrizaje del aeropuerto de Sheremetyevo, famoso en el mundo de la aviación por su calzada semejante a una montaña rusa. Pero las pistas de despegue eran adecuadas y los turborreactores Prat & Whitney JT-9D impulsaron la nave a velocidad de rotación y el avión emprendió el vuelo. Tommy Cox, en el asiento 3-A, detectó con una sonrisa la reacción habitual cuando un avión norteamericano despegaba de Moscú: los pasajeros vitoreaban y aplaudían. No era una norma, ni lo sugería la tripulación. Sucedía espontáneamente, como muestra de lo impresionados que estaban los norteamericanos con la hospitalidad soviética. Cox, que no sentía el menor afecto por la gente que había suministrado las ametralladoras que habían alcanzado cuatro veces su Huey —por lo que le habían otorgado tres condecoraciones Purple Heart, que lucía en forma de franja en miniatura en la solapa, junto a dos estrellas de repetición—, compartía sus sentimientos. Miró por la ventana y observó cómo se alejaba el suelo a su izquierda, y entonces, cuando oyó el agradable son de la campanilla, se sacó un Winston y su Zippo del bolsillo. Lástima que no pudiera beber ni dormir en esos vuelos, pero la película que proyectaron era una que, asombrosamente, no había visto. En su trabajo, uno aprendía a apreciar los pequeños detalles. Doce horas hasta Nueva York, pero el vuelo directo era preferible a los que hacían escala en Frankfurt o en Heathrow. Dichos lugares no servían más que para tener que cargar su jodida bolsa de lona de un lado para otro, a veces sin la ayuda de ningún carro. Bueno, tenía un paquete entero de cigarrillos y el menú de la cena no parecía demasiado malo. Además, el gobierno le pagaba incluso por permanecer sentado durante doce horas, cuidando de una bolsa barata. Era mejor que pilotar su Huey por los Altiplanos Centrales. Cox hacía mucho que había dejado de preguntarse por la importante información que transportaba en su bolsa. Y si a otros les importaba, allá ellos.

Ryan había logrado escribir tres páginas —no había sido una jornada muy productiva— sin poder alegar siquiera que la elegancia de su prosa lo obligaba a trabajar despacio. Su lenguaje era culto, en gran parte había aprendido la gramática con curas y monjas y manejaba adecuadamente el vocabulario, pero no era particularmente refinado. En su primer libro, Águilas condenadas, el editor había eliminado del manuscrito todos los fragmentos de lenguaje artístico que había intentado, con el consiguiente furor silencioso y sumiso por su parte. Los pocos críticos que leyeron y comentaron su epopeya histórica, alabaron moderadamente la calidad de su análisis, pero señalaron lacónicamente que podía ser un buen libro de texto para estudiantes de historia, pero no algo en lo que el lector corriente quisiera malgastar su dinero. Se vendieron siete mil ochocientos sesenta y cinco ejemplares, no eran muchos para compensar dos años y medio de trabajo, pero Jack se recordaba a sí mismo que aquélla no había sido más que su primera experiencia y tal vez una nueva editorial le encontraría a un corrector que se comportara más como aliado que como enemigo. Después de todo, la esperanza era gratuita.

Pero la maldita obra no progresaría hasta que él la escribiera y tres páginas no justificaban una jornada entera encerrado en su estudio. Compartía el cerebro con otro problema y eso no era útil para la productividad.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Cathy, que acababa de aparecer de pronto a su espalda.

—Relativamente bien —mintió.

—¿Hasta dónde has llegado?

—Mayo. Halsey lucha contra su infección cutánea.

—¿Dermatitis? Puede ser algo muy molesto, incluso hoy en día —señaló Cathy—. Puede enloquecer a los pobres pacientes.

—¿Desde cuándo eres dermatóloga?

—He estudiado medicina general, Jack, ¿acaso lo has olvidado? Puede que no lo sepa todo, pero tengo bastantes conocimientos.

—Y además eres humilde —replicó Jack con una mueca.

—¿No te cuido debidamente cuando coges un resfriado?

En realidad, lo hacía.

—Supongo que sí. ¿Cómo están los chicos?

—Estupendamente. Sally se ha divertido en los columpios y ha hecho un nuevo amigo, Geoffrey Froggatt. Su padre es abogado.

—Magnífico. ¿Hay algo más por aquí, además de abogados?

—Bueno, hay un médico y un espía —señaló Cathy—. El problema está en que no puedo decirle a la gente lo que tú haces.

—¿Entonces qué les dices? —preguntó Jack.

—Que trabajas para la embajada.

Era bastante cierto.

—Un burócrata más —refunfuñó Jack.

—¿Preferirías volver a Merrill Lynch?

—No en esta vida.

—A algunas personas les gusta ganar un montón de dinero —dijo Cathy.

—Sólo como pasatiempo, cariño —respondió, consciente de que eso le proporcionaría a su suegro un año de felicidad, pero no pensaba volver a hacerlo en la vida; como buen marine, ya había servido su tiempo en el infierno—. Tengo cosas más importantes que hacer.

—¿Cómo qué?

—No puedo decírtelo.

—Ya lo sabía —dijo su esposa con una juguetona sonrisa—. Bueno, por lo menos no juegas con información privilegiada.

En realidad lo hacía, del género más nefasto, pero Ryan no podía revelárselo. Millares de personas trabajaban todos los días para averiguar cosas que se suponía que no debían saber, con el fin de cometer actos que se suponía que no debían cometer.

Pero ambos bandos jugaban diligentemente al mismo juego, porque no era sobre dinero; era un juego sobre vida y muerte, el más nefasto que existía. Pero a Cathy no le quitaba el sueño el tejido canceroso que había mandado al incinerador del hospital y probablemente aquellas células cancerosas también querían vivir, pero peor para ellas.

El coronel Bubovoy tenía el despacho sobre su mesa y lo leyó. No le temblaron las manos, pero encendió un cigarrillo para mejorar su contemplación. De modo que el Politburó estaba dispuesto a seguir adelante. El propio Leonid Ilich había firmado la carta dirigida al presidente del partido búlgaro. Le ordenaría al embajador que llamara el lunes por la mañana para organizar la reunión, que debería ser breve. Los búlgaros eran perritos falderos de la Unión Soviética, pero a veces resultaban de gran utilidad. Los soviéticos habían colaborado en el asesinato de Georgiy Markov en el puente londinense de Westminster; el KGB suministró el arma, si es que se puede denominar así al paraguas utilizado, con una diminuta cápsula metálica, para inyectar el veneno del ricino y silenciar al molesto desertor, que se habría ido de la lengua en el programa internacional de la BBC. De eso hacía ya algún tiempo, pero esas deudas no tenían fecha de caducidad, por lo menos a ese nivel de gobernación. Por consiguiente, ahora Moscú exigía el pago de la deuda. Existía también el pacto de 1964, en virtud del cual el DS se comprometía a llevar a cabo el trabajo sucio del KGB en Occidente. Asimismo, Leonid Ilich prometía el envío del nuevo modelo de tanques T-72 para un batallón completo, que siempre hacía que el jefe de un Estado comunista se sintiera mejor respecto a su seguridad política. Además, eran más baratos que los MiG-29 que solicitaban los búlgaros. Como si los pilotos búlgaros fueran capaces de manejar semejantes aparatos. Bubovoy recordó que, según se bromeaba en Rusia, los pilotos búlgaros debían introducir cuidadosamente sus bigotes en el casco de vuelo antes de poder cerrar la visera. Con o sin bigotes, los búlgaros eran considerados hijos de Rusia desde la época de los zares. Y por regla general eran chicos obedientes, aunque al igual que los rusos apenas apreciaran diferencia alguna entre el bien y el mal, si no se les sorprendía con las manos en la masa. Por consiguiente, manifestaría el debido respeto por ese jefe de Estado, que lo recibiría cordialmente como mensajero de una gran potencia, y el mandatario protestaría un poco antes de dar su consentimiento. Sería una actuación tan estilizada como la del bailarín Aleksander Gudonov y con una conclusión igualmente previsible.

A continuación se reuniría con Boris Strokov y se formaría una idea de la rapidez con que proseguiría la operación. A Boris Andreievich le emocionaría aquella perspectiva. Sería la mayor misión de su vida, como participar en una olimpiada, más excitante que sobrecogedora, seguida indudablemente de un ascenso después de ser completada con éxito, además quizá de un coche nuevo para Strokov, o tal vez una bonita casa de campo a las afueras de Sofía. Puede que ambas cosas. ¿Y para él?, se preguntó el oficial del KGB. Regresar a Moscú con estrellas de general, un lujoso despacho en el Centro y un bonito piso en Kutusovskie Prospekt. Regresar a Moscú era algo que le apetecía al delegado, que había pasado muchos años en el extranjero. Los suficientes, pensó. Más que suficientes.

—¿Dónde está el correo? —preguntó Mary Pat mientras pasaba la aspiradora por la alfombra de la sala de estar.

—Ahora debe de estar sobre Noruega —calculó su marido en voz alta.

—Tengo una idea —dijo Mary Pat.

—¿Qué? —preguntó Ed, no con poca inquietud.

—¿Y si lográramos sacar a Rabbit sin que ellos lo supieran?

—¿Cómo diablos lo haríamos? —preguntó sorprendido Ed, sin comprender qué se proponía su esposa—. Complicado —agregó lacónicamente.

—Pero factible —replicó Mary Pat.

—Cariño, eso son palabras mayores —repuso Ed, pero ella vio en sus ojos que lo pensaba.

—Sí, pero si lo logramos, menudo golpe —respondió Mary Pat mientras introducía la aspiradora bajo el sofá.

Eddie se acercó al televisor para poder oír lo que decían los robots Transformers. Buena señal. Si Eddie no alcanzaba a oír, tampoco lo harían los micrófonos del KGB.

—Vale la pena pensarlo —reconoció Ed—. Pero lograrlo… maldita sea.

—¿No nos pagan para ser creativos?

—Desde aquí no lo conseguiremos de ninguna de las maneras.

No, sin la utilización de muchos recursos, algunos de ellos no del todo fiables, lo que evidentemente suponía su mayor temor, del que no podían defenderse fácilmente. Ese era uno de los problemas en el mundo del espionaje. Si el servicio de contraespionaje del KGB identificaba a uno de sus agentes, solía tratar la situación con bastante astucia. Por ejemplo, podían mantener una pequeña charla con la persona en cuestión y ordenarle que siguiera operando, a cambio de lo cual tal vez viviría hasta fin de año. Sus agentes estaban entrenados para ahuyentar el miedo, pero las reacciones de una persona eran imprevisibles. Era mucho pedir de la supuesta dedicación de sus agentes y algunos, probablemente la mayoría, se doblegarían.

—Hay otros lugares a donde pueden ir —sugirió Mary Pat—. Europa oriental, por ejemplo. Sacarlos de esa manera.

—Supongo que es posible —reconoció nuevamente Ed—. Pero la misión aquí consiste en sacarlos, no en hacer méritos ante un juez en Alemania Oriental.

—Lo sé, pero piénsalo. Si logramos alejarlos de Moscú, dispondremos de mucha mayor flexibilidad en nuestras opciones.

—Sí, cariño, y también tendremos problemas de comunicaciones.

Y eso suponía un riesgo de echarlo todo a perder. El principio de «cuanto más sencillo mejor» era algo tan intrínseco de la CIA como la gabardina y el sombrero de fieltro en las películas malas.

Pero lo que Mary Pat sugería era muy interesante. Sacar a Rabbit de modo que los soviéticos lo creyeran muerto; eso significaba que no tomarían precauciones. Sería como mandar al capitán Kirk al cuartel general del KGB por teletransportador, invisible, y volverlo a sacar con montones de información importante sin que nadie supiera que había estado allí. Sería una de las cosas más perfectas jamás realizadas; como nunca se había hecho en el mundo real, se dijo Ed. Pensó unos instantes en lo afortunado que era de tener una esposa tan creativa tanto en el trabajo como en la cama.

Era estupendo.

Mary Pat sabía cómo leer su mente, simplemente mirándolo a la cara. Era un hombre cauteloso, pero ella había pulsado un botón muy sensible y él era suficientemente inteligente para reconocer el mérito de su idea. Supondría una complicación, pero tal vez no excesiva. Sacar el paquete de Moscú no sería coser y cantar, ni en las mejores circunstancias. Lo difícil sería cruzar la frontera finlandesa; siempre se hacía por Finlandia y todo el mundo lo sabía. Había formas de hacerlo, utilizando generalmente vehículos preparados con lugares ocultos para los pasajeros. A los rusos les resultaba difícil contrarrestar dicha táctica, porque si el conductor y el vehículo llevaban credenciales diplomáticas, la convención internacional limitaba sus posibilidades de registro. Cualquier diplomático que quisiera ganar dinero rápido podía hacerse con una pequeña fortuna haciendo contrabando de drogas, y Mary Pat estaba segura de que algunos lo hacían, aunque muy raramente los descubrían. Se podían hacer muchas cosas cuando uno tenía la garantía de que no acabaría en la cárcel. Pero ni siquiera eso ofrecía una seguridad absoluta. Si los rusos descubrían que aquel individuo había desaparecido, puede que se quebrantaran las reglas, debido a la importancia de la información almacenada en su cabeza. La otra cara de la violación de las reglas diplomáticas era que sólo generaban una protesta, acompañada de la declaración pública de que un diplomático extranjero practicaba el espionaje y de represalias contra algunos de sus diplomáticos. Pero los soviéticos tenían antecedentes de haber sacrificado un gran número de soldados con fines políticos, que para ellos suponían un precio aceptable con el fin de alcanzar sus propósitos. Por la información que poseía Rabbit, no dudarían en derramar sangre, incluida la suya. Mary Pat se preguntaba hasta qué punto comprendía aquel individuo el peligro en el que se encontraba y la magnitud de las fuerzas a las que se enfrentaba. Todo se reducía a si los soviéticos sabían que algo se fraguaba. De no ser así, todas sus medidas de vigilancia rutinarias, aunque meticulosas, eran previsibles. Pero si estaban sobre aviso, podían cerrar la ciudad de Moscú a cal y canto.

No obstante, todas las actividades clandestinas de la CIA se llevaban a cabo cautelosamente y disponían de planes alternativos por si fallaba algo, además de otras medidas, algunas desesperadas, que habían tenido un efecto satisfactorio cuando se habían utilizado. Aunque uno procuraba evitarlas.

—Estoy a punto de acabar —advirtió Mary Pat a su marido.

—De acuerdo, Mary Pat, seguiré pensando.

Su formidable mente empezó a examinar ideas. A veces necesita un pequeño empujón, pensó Mary Pat, pero una vez encaminado en la dirección adecuada, era como un perro con un hueso en la boca. Se preguntó cuánto dormiría su marido aquella noche. Indudablemente, lo averiguaría.

—Le gustas a Basil —dijo Murray, que fingía inspeccionar las rosas con Jack en el jardín mientras las mujeres estaban en la cocina.

—¿De veras?

—Sí, mucho.

—Pues no sé por qué —respondió Ryan—. Todavía no he hecho gran cosa.

—Tu compañero de trabajo le informa sobre ti todos los días. Simon Harding es un favorito, por si nadie te lo había dicho. De ahí que acompañara a Bas al número diez.

—Dan, creía que estabas en el FBI y no en la CIA —repuso Jack al tiempo que se preguntaba por el alcance del agregado jurídico.

—Bueno, me llevo bien con los muchachos a lo largo del pasillo y me relaciono un poco con los espías locales.

Al decir «los muchachos a lo largo del pasillo», Dan se refería al personal de la CIA. Pero una vez más, Jack se preguntó a qué rama del gobierno pertenecía realmente Murray. Todo, para quien sabía dónde mirar, parecía indicar que era «policía». ¿O tal vez eso también era un complejo disfraz? No, imposible. Dan había sido el mediador personal de Emil Jacobs, el discreto y competente director del FBI, y eso era demasiado rebuscado para una tapadera gubernamental. Además, Murray no tenía agentes en Londres. ¿O quizá sí?

¿Los tenía? Nada era nunca lo que parecía. Ryan detestaba ese aspecto de su trabajo en la CIA, pero debía reconocer que mantenía su mente plenamente despierta. Incluso cuando tomaba una cerveza en el jardín.

—Bueno, supongo que es de agradecer.

—No es fácil impresionar a Basil, muchacho. Pero él y el juez Moore se aprecian mutuamente. Jim Greer también. A Basil sencillamente le encanta su capacidad analítica.

—Es muy listo —reconoció Ryan—. He aprendido mucho de él.

—Te está convirtiendo en una de sus estrellas.

—¿De veras? —exclamó Ryan, que no siempre tenía esa impresión.

—¿No te has percatado de la rapidez con que te asciende? Como si fueras un catedrático de Harvard, o algo por el estilo.

—Universidad de Boston y Georgetown, no lo olvides.

—Sí, bueno, nosotros, los productos de los jesuitas, dirigimos el mundo, sólo que lo hacemos con humildad. La humildad es una asignatura que no enseñan en Harvard.

Indudablemente no alientan a sus licenciados a hacer algo tan plebeyo como trabajar en la policía, pensó Ryan. Recordó a los ex alumnos de Harvard en Boston, muchos de los cuales creían ser dueños del mundo, porque su papá se lo había comprado. Ryan prefería adquirirlo él mismo, debido indudablemente a su procedencia obrera. Pero Cathy no era como esos altaneros de clase alta y, sin embargo, había venido al mundo con un pan bajo el brazo. Evidentemente, nadie se avergonzaba de que su hijo o hija fuera médico y menos aún si se había licenciado en el Johns Hopkins. Tal vez Joe Muller no fuera tan malo después de todo, pensó fugazmente Ryan; había contribuido a la educación de una buena hija. Lamentablemente, para su yerno era un cretino insoportable.

—¿Entonces te gusta Century House?

—Es mejor que Langley. Aquello se parece demasiado a un monasterio. Por lo menos en Londres vivimos en la ciudad. Durante la hora del almuerzo puedes salir a tomar una cerveza o ir de compras.

—Lástima que el edificio se esté desintegrando. Es el mismo problema que han tenido con otros edificios en Londres: el hormigón, el cemento, o como lo llamen, es defectuoso. La fachada se desmorona. Es embarazoso, pero el constructor debe de estar muerto desde hace tiempo. No se puede llevar a un cadáver ante los tribunales.

—¿Nunca lo has hecho? —preguntó desenfadadamente Jack.

Murray negó con la cabeza.

—No, nunca le he disparado a nadie. En una ocasión estuve a punto de hacerlo, pero lo evité en el último momento. Menos mal, porque el memo estaba desarmado. No habría sido fácil explicárselo al juez —agregó mientras tomaba un trago de cerveza.

—¿Cómo va la policía local? —preguntó Jack, ya que después de todo era responsabilidad de Murray relacionarse con ellos.

—En realidad, bastante bien. Está bien organizada y dispone de buenos investigadores para asuntos importantes. No tienen muchos delitos callejeros de que preocuparse.

—No como en Nueva York o en Washington.

—En absoluto. ¿Algo interesante en Century House? —preguntó Murray.

—En realidad, nada. Me he dedicado sobre todo a examinar archivos antiguos, comparando viejos análisis con nuevos datos. Nada que valga la pena mencionar, pero no me queda más remedio que hacerlo. El almirante me da mucha cuerda, pero no dejo de estar atado.

—¿Qué opinas de nuestros primos?

—Basil es muy listo —respondió Ryan—. Pero ejerce cautela en cuanto a lo que me muestra. Supongo que es justo. Sabe que mando informes a Langley y en realidad no preciso saber mucho en cuanto a las fuentes… Pero puedo adivinar algunas cosas. «Seis» debe de disponer de buen personal en Moscú. Maldita sea, nunca me metería en ese juego —agregó después de hacer una pausa—. Nuestras cárceles son bastante nefastas; no quiero ni pensar cómo deben de ser las rusas.

—No vivirías lo suficiente para averiguarlo, Jack. No son la gente más indulgente del mundo, especialmente en lo que concierne al espionaje. Es mucho menos peligroso abatir a un policía en la puerta de una comisaría que ser espía.

—¿Y en nuestro caso?

—Es curioso lo patrióticos que son los reclusos. Los espías lo pasan mal en las cárceles federales; ellos y los pedófilos. Reciben mucha atención por parte de los ladrones y los atracadores, ya sabes, los delincuentes honrados.

—Sí, mi padre hablaba de ello de vez en cuando, de la jerarquía dentro de las cárceles, y uno no quiere estar en los peldaños inferiores.

—Mejor ser lanzador que receptor —rió Murray.

Había llegado el momento de formular una pregunta seria:

—Dime, Dan, ¿estás muy vinculado con el mundo del espionaje?

Murray examinó el horizonte.

—Nos llevamos bastante bien —fue todo lo que estaba dispuesto a responder.

—¿Sabes una cosa, Dan? —observó Jack—, si hay algo que haya llegado a preocuparme, son los eufemismos.

A Murray le gustó el comentario.

—En tal caso, compañero, estás en el lugar equivocado. Aquí todo el mundo habla de ese modo.

—Sí, sobre todo entre los espías.

—Bueno, si habláramos como todo el mundo, desaparecería el misterio y la gente comprendería lo jodido que está realmente todo —sonrió Murray antes de tomar un trago—. No lograríamos conservar la confianza de la gente. Apuesto a que ocurre lo mismo con los médicos y los corredores de Bolsa —sugirió el representante del FBI.

—Toda profesión tiene su jerga.

La supuesta razón era que facilitaba una comunicación más rápida y eficaz entre los miembros de la congregación, pero la realidad, evidentemente, era que privaba de conocimiento y de acceso a los demás. Aunque en el fondo eso no importaba, si uno estaba en el interior.

La desgracia tuvo lugar en Budapest y fue pura consecuencia de la mala suerte. El agente no era siquiera particularmente importante. Facilitaba información sobre las fuerzas aéreas húngaras, aunque era una organización que en el mejor de los casos nadie se tomaba demasiado en serio, al igual que las demás fuerzas armadas húngaras, que raramente se habían distinguido en el campo de batalla. En cualquier caso, aquí nunca había cuajado realmente el marxismo-leninismo, pero el estado disponía de un servicio de Inteligencia y Contrainteligencia muy atareado, aunque no particularmente competente, y no todos sus miembros eran estúpidos. Algunos incluso habían sido entrenados por el KGB, y si en algo eran expertos los rusos, era en el espionaje y el contraespionaje. El oficial en cuestión, Andreas Morrisay, estaba sentado en un bar de Andrassy Utca, tomando su café matinal, cuando vio que alguien cometía una equivocación. No se habría percatado de no haberse aburrido de su periódico, pero ahí estaba. Un húngaro, evidente por su forma de vestir, dejó caer algo. Tenía el tamaño aproximado de una caja de tabaco de pipa. Se agachó para recogerlo y entonces, curiosamente, lo pegó bajo su mesa. Y Andreas se percató de que no volvía a caerse; debía de llevar algún tipo de adhesivo. Y no sólo era eso inusual, sino que lo había visto en una película de entrenamiento en la academia del KGB, a las afueras de Moscú. Era una forma muy simple y obsoleta de hacer un pase, algo que hacían los espías enemigos para transferir información. Andreas pensó que era como entrar en un cine y ver una película de espías, consciente instintivamente de lo que sucedía. Su reacción inmediata fue la de dirigirse al servicio, donde había un teléfono público. Desde allí llamó a su oficina y habló menos de treinta segundos. A continuación utilizó el retrete, porque aquello podría durar un rato y de pronto estaba emocionado. Más valía prevenir. La central de su organización estaba a sólo media docena de manzanas y aparecieron dos de sus colegas, que se sentaron, pidieron un café y se pusieron a charlar animadamente. Andreas era relativamente nuevo en su trabajo, sólo llevaba en él un par de años, y todavía no había detenido a nadie. Pero hoy era su día, lo sabía. Estaba mirando a un espía. Un húngaro que trabajaba para alguna potencia extranjera, y aunque facilitara información al KGB soviético, cometía un delito por el que se lo podía detener, aunque en dicho caso el oficial de enlace del KGB no tardaría en resolver la situación. Transcurridos otros diez minutos, el húngaro se levantó y echó a andar, seguido por los otros dos agentes.

A continuación no sucedió nada durante más de una hora. Andreas pidió una ración de tarta de manzana, tan rica como en Viena, a trescientos kilómetros de distancia, a pesar del gobierno marxista de su país, porque a los húngaros les encantaba la buena comida y Hungría era un país agrícola, no obstante las restricciones impuestas a los agricultores orientales. Andreas encendió una serie de cigarrillos, leyó su periódico y se limitó a esperar que ocurriera algo.

Y por fin sucedió. Un hombre demasiado bien vestido para ser húngaro tomó asiento junto a su mesa, encendió un cigarrillo y se puso a leer el periódico.

El hecho de ser muy miope, en ese momento fue una ventaja para Andreas. Sus gafas eran tan gruesas que un observador tardaba varios segundos en ver hacia dónde miraban sus ojos y recordaba suficientemente bien su entrenamiento para no mirar ningún lugar en concreto durante más de unos breves segundos. En general parecía estar leyendo su periódico, como otra media docena de clientes en el elegante café, que de algún modo había sobrevivido a la segunda guerra mundial. Andreas, convencido de que aquel individuo debía de ser norteamericano, vio cómo tomaba su café y leía su periódico, hasta que dejó la taza en el plato, se metió la mano en el bolsillo para sacar un pañuelo que utilizó para sonarse la nariz y luego volvió a guardarlo.

Pero no sin antes recuperar la caja de tabaco de debajo de la mesa. Lo hizo con tanta pericia que sólo un agente del contraespionaje debidamente entrenado podría haberlo detectado, y Andreas se recordó a sí mismo que ése era precisamente su caso. Y fue su orgullo lo que generó la primera y más costosa equivocación del día.

El norteamericano acabó de tomarse su café y se marchó, seguido de cerca por Andreas. El extranjero se dirigió a la estación del metro, a una manzana de distancia, y casi llegó. Pero no del todo. Volvió la cabeza, sorprendido, cuando sintió una mano en el brazo.

—¿Puedo ver la caja de tabaco que ha cogido de la mesa? —preguntó educadamente Andreas, porque aquel extranjero, desde un punto de vista técnico, era probablemente un diplomático.

—¿Cómo dice usted? —respondió el extranjero, a juzgar por su acento era británico o norteamericano.

—La caja que está en el bolsillo de su pantalón —aclaró Andreas.

—No sé de qué me habla y tengo prisa —repuso y echó a andar.

No llegó muy lejos. Andreas desenfundó su pistola, una Agrozet checa modelo 50, y casi puso fin a la conversación, pero no del todo.

—¿Qué es esto? ¿Quién es usted?

—Documentación —dijo Andreas con la mano extendida, sin bajar la pistola—. Ya hemos capturado a su contacto. Queda usted detenido —agregó.

En las películas, el norteamericano habría desenfundado su propia pistola, y habría intentado huir por los veintiocho peldaños que descendían hacia el antiguo metro. Pero el temor del norteamericano era que aquel individuo hubiera visto demasiadas películas y se pusiera suficientemente nervioso para apretar el gatillo de la porquería de pistola checa que tenía en la mano. Por consiguiente, con deliberada lentitud para no asustar a aquel imbécil, se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó su pasaporte. Era negro, como los que se extienden a los diplomáticos, e inmediatamente reconocible por cretinos afortunados, como ese estúpido y jodido húngaro. El norteamericano, que se llamaba James Szell y era de ascendencia húngara, pertenecía a una de las muchas minorías étnicas llegadas a Norteamérica el siglo anterior.

—Soy un diplomático norteamericano, debidamente acreditado ante su gobierno. Lléveme inmediatamente a mi embajada.

Szell bullía por dentro. Evidentemente no lo manifestaba en su rostro, pero cinco años de trabajo en el campo acababan de llegar a un fin repentino. Y todo a causa de un agente novato de segunda categoría, que le facilitaba información mustia sobre unas fuerzas aéreas de tercera categoría. ¡Maldita sea!

—Antes deberá acompañarme —dijo Andreas con un movimiento de su pistola—. Por aquí.

El vuelo 747 de Pan Am aterrizó en Kennedy media hora antes de lo previsto a causa de que soplaban vientos favorables. Cox guardó sus libros en la bolsa, se puso en pie y, con un poco de ayuda de las azafatas, fue el primero en salir del avión. A continuación cruzó rápidamente la aduana, su bolsa de lona indicaba quién y lo que era, y de allí fue al próximo avión del puente aéreo a Washington. Transcurridos otros noventa minutos, estaba en el asiento trasero de un taxi con dirección al Fondo Tenebroso del Departamento de Estado. Una vez dentro del espacioso edificio, abrió la valija diplomática y ordenó su contenido. Entregó el sobre de Foley a un mensajero, que condujo por George Washington Parkway hasta Langley, donde las cosas sucedieron también con bastante rapidez.

El mensaje se entregó en mano en Mercury, centro de comunicaciones de la CIA, y después de descifrado e impreso se llevó en mano a la séptima planta. El original se arrojó al incinerador y no se conservó ninguna copia impresa, pero se grabó la versión electrónica en una casete VHS, que se guardó en un compartimento de Bufón.

Mike Bostock se encontraba en su despacho, y cuando vio el sobre de Moscú decidió que todo lo demás podía esperar: Comprobó inmediatamente que así era, pero al consultar su reloj se percató de que Bob Ritter estaba sobre el este de Ohio, desplazándose hacia el oeste en un 747 de All Nippon Airlines. Entonces decidió llamar al juez Moore a su casa para pedirle que acudiera a su despacho. El director de la CIA refunfuñó que lo haría inmediatamente y le ordenó llamar también a Jim Greer. Ambos vivían bastante cerca de la central de la CIA y aparecieron en el ascensor de ejecutivos con una diferencia de ocho minutos.

—¿Qué ocurre, Mike? —preguntó Moore a su llegada.

—Un mensaje de Foley. Parece que tiene algo interesante —intrépido o no, Bostock se caracterizaba por su discreción.

—Maldita sea —exclamó el director—. ¿Y Bob ya se ha marchado?

—Sí, señor, hace sólo una hora.

—¿De qué se trata, Arthur? —preguntó el almirante Greer; que llevaba una camisa barata de golf.

—Tenemos una liebre —respondió Moore mostrándole el mensaje.

Greer lo examinó detenidamente.

—Podría ser interesante —dijo después de reflexionar unos instantes.

—Sí, podría serlo —reconoció Moore antes de dirigirse al ayudante del subdirector de Operaciones—. Hábleme, Mike.

—Foley lo considera importante. Ed es uno de nuestros mejores oficiales de campo, al igual que su esposa. Quiere sacar a ese individuo y a su familia cuanto antes. Creo que en este caso debemos guiarnos por sus instintos, juez.

—¿Problemas?

—La cuestión es cómo llevar a cabo la misión. Normalmente lo dejaríamos en manos de nuestro personal de campo, a no ser que intentaran alguna locura, pero Ed y Mary son demasiado inteligentes para eso —dijo Bostock con un suspiro mientras contemplaba el valle del Potomac por los ventanales, que daban al parking de ejecutivos.

—Juez, Ed cree que ese individuo tiene información muy importante. No se lo podemos cuestionar. Es lógico suponer que Rabbit está muy introducido y quiere salir pitando del purgatorio. Incluir a su esposa y a su hija en el paquete es una complicación grave. Una vez más, debemos guiarnos por los instintos de nuestro personal en el campo. Sería interesante utilizar a ese individuo como agente para que nos facilitara información con regularidad, pero por alguna razón eso no es factible, o Ed considera que ya posee lo que necesitamos y queremos.

—¿Por qué no podrá decirnos algo más? —se preguntó Greer, con el despacho todavía en la mano.

—Es posible que tuviera prisa por entregarle este mensaje al correo, o que no quisiera confiar al sistema de envío información que la oposición podría utilizar para identificar a ese individuo. Para lo que ese sujeto conoce, Ed no ha querido confiar en los canales habituales de comunicación y eso, caballeros, es en sí mismo un mensaje.

—¿Entonces considera que debemos aprobar la petición? —preguntó Moore.

—No me parece que tengamos otra alternativa —señaló Bostock.

—De acuerdo, aprobada —declaró oficialmente el director de la CIA—. Comuníqueselo inmediatamente.

—Sí, señor —respondió Bostock antes de abandonar la sala.

—Bob va a cabrearse —comentó Greer con una carcajada.

—¿Qué puede ser tan importante para que Foley decida de pronto utilizar un atajo? —reflexionó Moore en voz alta.

—No nos queda más remedio que esperar para averiguarlo.

—Supongo, pero la paciencia no ha sido nunca mi fuerte.

—Bueno, plantéatelo como una oportunidad para adquirir esa virtud, Arthur.

—Estupendo.

Moore se puso en pie. Podía irse a casa y refunfuñar durante todo el día, como un crío en la víspera de Navidad, preguntándose qué aparecería bajo el árbol, en el supuesto de que ese año realmente hubiera Navidad.