CAPÍTULO DIECISÉIS: UN GORRO DE PIEL PARA EL INVIERNO

—¿Qué es lo que han hecho? —preguntó Jack.

—¡Han dejado de trabajar a media operación y se han ido a un bar a tomar una cerveza! —repitió Cathy.

—Bueno, yo también.

—¡Tú no estabas trabajando en un quirófano!

—¿Qué ocurriría si hicieras eso en nuestro país?

—Poca cosa —respondió Cathy—. Probablemente me retirarían la licencia para ejercer la medicina, ¡después de que Bernie me amputara las jodidas manos con una sierra mecánica!

Eso llamó la atención de Jack. Cathy no solía decir tacos.

—¡No me digas!

—Para almorzar he comido beicon con tomate y patatas fritas, o a la francesa, como las denominamos los paletos de las colonias. Por cierto, también he tomado una coca-cola.

—Me alegro, doctora —dijo Ryan mientras se acercaba para darle un beso, que su esposa parecía necesitar.

—Nunca había visto nada parecido —prosiguió Cathy—. Puede que en algún maldito lugar perdido de Montana hagan esas jodidas barbaridades, pero no en un hospital de verdad.

—Tranquilízate, Cathy. Estás empezando a hablar como un carretero.

—O tal vez como un ex marine blasfemo —sonrió por fin—. Jack, no he abierto la boca. No sabía qué decir. Técnicamente, esos dos carniceros oculares son mis superiores, pero si hicieran esa barbaridad en nuestro país, estarían acabados. Ni siquiera les permitirían operar perros.

—¿Está bien el paciente?

—Ah, sí. La muestra congelada confirmó que el tumor era benigno, y nos limitamos a extirpárselo y a cerrar la herida. Estará perfectamente después de cuatro o cinco días de recuperación. No tendrá problemas de visión, ni más jaquecas, ¡pero esos sujetos lo han operado con alcohol en la sangre!

—¿De qué preocuparse, si no ha sufrido ningún daño? —sugirió tímidamente Jack.

—Jack, no es así como se supone que debe ser.

—Entonces denúncialos a tu amigo Byrd.

—Debería hacerlo. Realmente debería hacerlo.

—¿Y qué ocurriría?

—¡No lo sé! —exclamó ella, nuevamente enojada.

—Es muy grave quitarle a alguien el pan de la mesa y a ti se te calificaría de perturbadora —advirtió Jack.

—En el Hopkins, Jack, les habría llamado la atención en aquel mismo momento y se habría organizado un escándalo, pero aquí no soy más que una invitada.

—Y sus costumbres son diferentes.

—No tan diferentes, Jack. Lo que ha sucedido es muy poco profesional, potencialmente peligroso para el paciente, y ésa es una línea que uno nunca debe cruzar. En el Hopkins, si tienes un paciente en recuperación, o quirófano al día siguiente, no tomas siquiera un vaso de vino con la cena. Eso es porque se sitúa al paciente ante todo lo demás. Sí, claro, si regresas a tu casa de una fiesta, ves a alguien herido en la carretera y eres la única persona que puede ayudar, haces lo que puedes hasta conseguir un médico que esté completamente sereno, al que seguramente le contarás que habías tomado un par de copas antes de ver al accidentado. También es cierto que durante el internado te obligan a hacer un horario imposible, para que aprendas a tomar buenas decisiones cuando no funcionas a pleno rendimiento, pero siempre hay alguien para apoyarte si no estás capacitado, y se supone que debes saberlo cuando la situación te supera. Eso me ocurrió en una ocasión durante mi servicio en pediatría y me asusté muchísimo cuando cierto niño dejó de respirar, pero contaba con la ayuda de una buena enfermera. Llamamos inmediatamente al especialista y, gracias a Dios, salvamos al pequeño sin daños permanentes. Pero Jack, uno no crea situaciones deficientes; uno no las busca. Se enfrenta a ellas cuando aparecen, pero no las genera deliberadamente.

—De acuerdo, Cathy, ¿entonces qué vas a hacer?

—No lo sé. En mi hospital acudiría directamente a Bernie, pero no estoy en mi hospital…

—¿Quieres un consejo?

Miró fijamente a su marido con sus ojos azules.

—Sí, dime, ¿tú qué opinas?

Lo que él creyera realmente no tenía ninguna importancia, y Jack lo sabía. Sólo era cuestión de guiarla a su propia decisión.

—Si no haces nada, ¿cómo te sentirás dentro de una semana?

—Fatal, Jack. He visto algo que…

Su marido le dio un abrazo.

—Cathy, tú no me necesitas. Haz lo que creas que debes hacer. De lo contrario tendrás remordimientos. Nunca te arrepientas de hacer lo que es debido, por adversas que sean las consecuencias. Lo justo es justo, mi lady.

—Ellos también me han llamado lady. Eso me hace sentir incómoda…

—Lo comprendo, cariño. En la oficina de vez en cuando me llaman sir John. Hay que seguirles la corriente. Después de todo, no es un insulto.

—Aquí a los cirujanos no los llaman doctor, sino señor o señora. ¿Por qué diablos harán eso?

—Es una costumbre local. Se remonta a la armada real en el siglo XVII. Los médicos de los barcos generalmente eran jóvenes tenientes y en la armada a alguien de dicho rango lo llaman señor en lugar de teniente. De algún modo, esa costumbre se trasladó a la vida civil.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cathy.

—Cathy, tú estás doctorada en Medicina, pero no olvides que yo lo estoy en Historia. Sé muchas cosas, como colocar una tirita en una herida después de desinfectarla. Hasta ahí llegan mis conocimientos médicos, a pesar de que algo nos enseñaron en la escuela, pero no me considero capaz en un futuro próximo de curar una herida de bala. Eso lo dejo para ti. Y estoy encantado de hacerlo.

—Te curé el invierno pasado —le recordó Cathy a su marido.

—¿Y acaso no te di un millón de gracias? —preguntó antes de darle un beso—. Gracias, cariño.

—Tendré que mencionárselo al profesor Byrd.

—Cariño, ante la duda, haz lo que creas oportuno. Ésa es la función de nuestra conciencia, recordarnos lo que es justo.

—No les caeré bien después de esto.

—No importa, Cathy. Tú eres quien debe gustarse a sí misma. No a los demás. Salvo a mí, claro está —agregó Jack.

—¿Te gusto?

—Lady Ryan, adoro tus bragas sucias —respondió con una radiante sonrisa.

—Muchas gracias, sir John —respondió, finalmente relajada.

—Discúlpame mientras voy arriba a cambiarme —dijo antes de detenerse en el umbral de la puerta—. ¿Debo lucir mi espada ceremonial para la cena?

—No, sólo la normal —sonrió ahora también Cathy—. ¿Qué ocurre en la oficina?

—Nos pasamos el tiempo aprendiendo lo que no sabemos.

—¿Te refieres a descubrir cosas nuevas?

—No, me refiero a descubrir lo mucho que no sabemos y que deberíamos saber. Nunca se acaba.

—No te preocupes. Lo mismo ocurre en mi profesión.

Y Jack se percató de que la semejanza entre ambos oficios consistía en que, si metías la pata, alguien podía morir. Y eso no tenía ninguna gracia.

Cuando apareció de nuevo en la cocina, Cathy estaba dándole de comer al pequeño Jack. Sally miraba la televisión, el gran pacificador infantil, sintonizada ahora en un canal local, en lugar de ver las cintas del Correcaminos. La cena se estaba cocinando. ¿Por qué una adjunta de cátedra de oftalmología insistía en preparar ella misma la cena, como la esposa de un camionero? Eso era algo que su marido no se explicaba, pero tampoco ponía ninguna objeción; era una buena cocinera. ¿Habría recibido lecciones de cocina en Bennington? Tomó asiento y se sirvió una copa de vino blanco.

—Espero que la profesora no tenga ningún inconveniente.

—Supongo que no tienes que operar mañana.

—Ninguna operación programada, lady Ryan.

—Entonces me parece bien —dijo al tiempo que levantaba al pequeño sobre el hombro para que eructara, cosa que hizo con gran deleite.

—Maldita sea, pequeño, has impresionado a tu padre.

—Claro —respondió la madre mientras le secaba la boca con la toalla que llevaba al hombro—. ¿Un poco más? —A John Patrick Ryan hijo no le pareció mal la oferta.

—¿Qué es lo que no sabéis? ¿Todavía os preocupa la esposa de ese individuo? —preguntó Cathy, bastante tranquilizada.

—No hay ninguna noticia sobre ese tema —reconoció Jack—. Nos preocupa lo que puedan hacer respecto a cierto asunto.

—¿No puedes contarme de qué se trata? —preguntó Cathy.

—Así es —confirmó Jack—. Los rusos, como dice mi amigo Simon, son gente muy rara.

—También lo son los británicos —comentó Cathy.

—Dios mío, me he casado con Carrie Nation —dijo Jack mientras tomaba un sorbo de Pinot Grigio, un buen vino blanco italiano que vendían en la bodega del barrio.

—Sólo cuando corto a alguien con un bisturí.

A Cathy le gustaba expresarlo de ese modo, porque a su marido siempre le producía un escalofrío.

—¿Quieres una? —le preguntó a su esposa levantando la copa.

—Tal vez cuando haya terminado. ¿No hay nada de lo que puedas hablar? —preguntó después de hacer una pausa.

—Lo siento, cariño, son las normas.

—¿Y nunca las rompes?

—Puede convertirse en una mala costumbre. Es preferible no empezar.

—¿Qué ocurre cuando algún ruso decide trabajar para nosotros?

—Eso es diferente. Entonces trabaja para las fuerzas de la verdad y de la belleza en el mundo. Nosotros —recalcó Ryan— somos los buenos.

—¿Y ellos qué opinan?

—Que son ellos. Pero también lo creía un individuo llamado Adolf —recordó—. Y no se habría llevado muy bien con Bernie.

—Pero hace mucho tiempo que está muerto.

—No lo están todos los que son como él, cariño. Créeme.

—Algo te preocupa, Jack. Se te nota. ¿Y no puedes hablar de ello?

—Sí, algo me preocupa, y no, no puedo hablar de ello.

—De acuerdo —asintió Cathy.

La información secreta no le interesaba más allá del deseo abstracto de saber lo que ocurría en el mundo. Sin embargo, como médico, eran muchas las cosas que realmente deseaba saber, como por ejemplo la forma de curar el cáncer, pero que desconocía y que, con reticencias, había aprendido a aceptar. Pero en medicina no había mucho lugar para los secretos. Cuando alguien encontraba algo que ayudaba a los pacientes, publicaba el descubrimiento en su revista médica predilecta para ponerlo inmediatamente en conocimiento de todo el mundo. Indudablemente, la CIA no lo hacía muy a menudo y eso molestaba a Cathy.

—De acuerdo, ¿entonces qué hacéis cuando descubrís algo importante?

—Lo comunicamos al piso de arriba. Desde allí va directamente a sir Basil y yo se lo transmito al almirante Greer. Generalmente a través del teléfono de seguridad.

—¿Cómo el que tenemos arriba?

—Efectivamente. Luego lo transmitimos por fax de seguridad o, si es realmente importante y preferimos no confiar en los sistemas de codificación, sale de la embajada por correo diplomático.

—¿Con qué frecuencia sucede eso?

—No ha ocurrido desde que estoy aquí, pero no soy yo quien toma esas decisiones. Después de todo, la valija diplomática llega a su destino en ocho o nueve horas. Mucho más de prisa que en otra época.

—Creía que ese artefacto telefónico que tenemos arriba era invulnerable.

—Bueno, aunque algunas de las cosas que tú haces también sean casi perfectas, ¿acaso no las haces con sumo cuidado? Pues nosotros también.

—¿Qué clase de cosas? Teóricamente hablando, claro está —preguntó Cathy, con una sonrisa de autosuficiencia.

—Cariño, sabes muy bien cómo formular una pregunta. Digamos que disponemos de cierta información sobre su arsenal nuclear, procedente de un agente muy introducido, y que se trate de algo verdaderamente importante, pero perder dicha información supondría revelar a la oposición la identidad del agente. Eso sería lo que se mandaría por valija diplomática. Lo esencial es proteger la fuente.

—Porque si lo identifican…

—Es hombre muerto, probablemente de forma muy desagradable. Se cuenta que en una ocasión introdujeron a alguien vivo en un horno crematorio, encendieron el gas y lo filmaron, pour encourager les autres, como habría dicho Voltaire.

—¡Ya nadie hace ese tipo de cosas! —exclamó inmediatamente Cathy.

—Hay alguien en Langley que asegura haber visto la película. Aquel pobre desgraciado se llamaba Popov y era un oficial del servicio secreto ruso que trabajaba para nosotros. Sus jefes se disgustaron mucho con él.

—¿Hablas en serio? —insistió Cathy.

—Completamente. Se dice que mostraban dicha película a los cadetes de su academia como advertencia sobre el peligro de cruzar la línea, lo cual a mí me parece mala psicología, pero como ya te he dicho, conozco a alguien que dice haberla visto. En cualquier caso, ésta es una de las razones por las que procuramos proteger a nuestras fuentes.

—Es un poco difícil de creer.

—¿De veras? ¿Cómo que un cirujano se tome un descanso para almorzar y beber una cerveza?

—Pues… sí.

—Vivimos en un mundo imperfecto, cariño.

No insistiría. Cathy dispondría de todo el fin de semana para reflexionar y él se dedicaría a su libro sobre Halsey.

En Moscú, los dedos se movían a toda velocidad.

—¿Cómo vas a comunicárselo a Langley? —preguntó Mary Pat.

—No estoy seguro —respondió Ed.

—Por mensajero —sugirió ella—. Esto podría ser realmente importante.

—Ritter se pondrá contento —asintió Ed.

—Y con razón —dijo su esposa—. ¿Quieres que organice el encuentro? —preguntó a continuación.

—Hablas bastante bien el ruso —reconoció Ed.

Ahora fue ella quien asintió. Ed sabía que hablaba un elegante ruso literario, que allí estaba reservado para la gente muy educada. Al soviético medio le parecía increíble que un extranjero pudiera hablar tan bien su idioma. Pero cuando daba un paseo o hablaba con los dependientes de alguna tienda, nunca hablaba de ese modo, sino que fingía trabarse con frases complicadas. De lo contrario habría llamado inmediatamente la atención y, por tanto, evitarlo era una parte importante de su tapadera, incluso más que su pelo rubio y sus maneras norteamericanas. Sin duda, eso la habría puesto en evidencia.

—¿Cuándo? —preguntó a continuación.

—Iván dice que mañana. ¿Animada?

Mary Pat le dio una palmada en la cadera a su marido, acompañada de una juguetona sonrisa, indicando que podía apostar su trasero.

Foley quería a su esposa con todas las fuerzas de las que un hombre era capaz y eso incluía el respeto que le inspiraba el amor que ella sentía por la labor que ambos desempeñaban. El Departamento de Personal de Paramount no podía haberle encontrado mejor esposa. Esa noche harían el amor. Puede que la norma en el boxeo fuera evitar el sexo la noche antes del combate, pero para Mary Pat la norma era todo lo contrario, y que se jodieran los micrófonos de la pared si lo captaban, pensó el jefe de la delegación de Moscú con una pícara sonrisa.

—¿Cuándo te marchas, Bob? —preguntó Greer al subdirector de Operaciones.

—El domingo. Viajo en ANA hasta Tokio, y de allí a Seúl.

—Me alegro de que seas tú y no yo. Detesto esos vuelos largos —comentó el subdirector de Inteligencia.

—Bueno, uno intenta pasar medio viaje durmiendo —respondió Ritter, a quien se le daba bien dormir en los aviones.

Tenía prevista una reunión con la CIA coreana para repasar la situación con los norcoreanos y los chinos, que preocupaba tanto a él como a los coreanos.

—En cualquier caso —agregó—, actualmente suceden pocas cosas en mi departamento.

—Es muy astuto por tu parte salir de la ciudad cuando el presidente me atosiga por el asunto del Papa —reflexionó en voz alta el juez Moore.

—Lo siento, Arthur —respondió Ritter con una irónica sonrisa—. Mike Bostock se ocupará de todo en mi ausencia.

Ambos directivos conocían y apreciaban a Bostock, un espía de campo profesional, experto en asuntos soviéticos y centroeuropeos. Pero su temeridad era algo excesiva para gozar de la confianza del Capitolio, lo cual todos lamentaban. Las personas temerarias tenían sus utilidades, como por ejemplo Mary Pat Foley.

—¿Todavía no sabemos nada de la reunión del Politburó?

—Aún no, Arthur. Tal vez sólo hablaran de asuntos rutinarios. No siempre se reúnen para planear la próxima guerra nuclear.

—Claro —respondió Greer con una carcajada—. Ellos creen que somos nosotros quienes lo hacemos. Maldita sea, son unos paranoicos.

—Recuerda lo que dijo Henry: «Incluso los paranoicos tienen enemigos». Y en eso consiste nuestro trabajo —les recordó Ritter a sus compañeros.

—¿Todavía reflexionando sobre tu plan de «La máscara de la muerte roja», Robert?

—Aún nada concreto. El personal con el que he hablado… maldita sea, Arthur, les dices que piensen por sí mismos, que intenten ir más allá, y ¿qué hacen?, ¡pues todavía lo hacen peor!

—No olvides que aquí escasea el espíritu empresarial. Esto es un organismo estatal, un funcionariado. Tiende a militar contra el pensamiento creativo. Esa es nuestra función —señaló el juez Moore—. ¿Cómo podemos cambiarlo?

—Tenemos algunos empleados del mundo real. Maldita sea, hay uno en mi equipo que es incapaz de no ir más allá en sus pensamientos.

—¿Te refieres a Ryan? —preguntó Ritter.

—Es uno de ellos —asintió Jim Greer.

—No es uno de nosotros —comentó el subdirector de Operaciones.

—Bob, no se pueden tener todas las ventajas —replicó el subdirector de Inteligencia—. Hay que elegir entre uno que piensa como cualquiera de nuestros burócratas, u otro que piensa de forma creativa. Ryan conoce el reglamento, es un ex marine capaz incluso de pensar de pie y pronto será un analista de primer orden. Es el mejor oficial joven que he visto desde hace años —prosiguió Greer después de hacer una pausa—, y no sé qué tienes contra él, Robert.

—A Basil le gusta —agregó Moore—, y Basil es un hombre a quien no es fácil engañar.

—La próxima vez que vea a Jack, me gustaría mencionarle lo de la «muerte roja».

—¿De veras? —preguntó Moore—. Está muy por encima de su rango.

—Arthur, sabe más de economía que cualquiera de mis empleados del Departamento de Inteligencia. La única razón por la que no lo he destinado a la sección de economía es porque es demasiado inteligente para imponerle dicha limitación. Si quieres destruir la Unión Soviética sin una guerra, Bob, la única forma de lograrlo es arruinar su economía. Ryan ganó un montón de dinero porque sabía cómo funciona. Os lo aseguro, sabe cómo separar el grano de la paja. Tal vez descubra cómo arrasar un campo de trigo. En cualquier caso, ¿qué puede haber de malo en ello? Tu proyecto es puramente teórico, ¿no es cierto?

Después de todo, Greer tenía razón.

—¿Y bien? —preguntó el director de la CIA dirigiéndose a Ritter.

—Bueno, qué diablos, de acuerdo —admitió el subdirector de Operaciones—. Siempre y cuando no hable con The Washington Post. No queremos que se divulgue esa idea; al Congreso y a la prensa les daría un infarto.

—¿Qué Jack hable con la prensa? —dijo Greer—. No es probable. No busca favores de nadie, ni siquiera de nosotros. Creo que es alguien en quien podemos confiar. En las arcas del KGB no hay suficiente dinero para sobornarlo. Y eso es más de lo que puedo decir de mí mismo —bromeó.

—Recordaré tus palabras, James —prometió Ritter con una sonrisa.

En Langley, ese tipo de bromas solían limitarse al séptimo piso.

Los grandes almacenes eran parecidos en todo el mundo y GUM supuestamente era el homólogo en Moscú de Macy's en Nueva York. En teoría, pensó Ed Foley cuando entraba por la puerta principal. Al igual que la Unión Soviética era en teoría una unión voluntaria de repúblicas y, también en teoría, Rusia tenía una constitución que estaba por encima de la voluntad del partido comunista de la Unión Soviética. Y, en teoría, había también lo que en su jerga denominaban un rabbit, un conejo, pensó, mirando a su alrededor.

Subieron por la escalera mecánica al primer piso. Era una escalera antigua, con gruesos peldaños de madera, en lugar de los metálicos que se usaban desde hacía tiempo en Occidente. El departamento de pieles estaba situado al fondo a la derecha y, a primera vista, su selección de artículos no parecía demasiado andrajosa.

Tampoco lo parecía Iván, vestido igual que en el metro. ¿Sería ése su mejor traje?, se preguntó Foley. De ser así, le convenía trasladarse cuanto antes a un país occidental.

Aparte de la calidad de la mercancía, aquí mediocre en el mejor de los casos, los grandes almacenes eran todos iguales, aunque aquí los departamentos eran tiendas semiautónomas. Pero su Iván era listo. Había sugerido que se encontraran en el lugar donde habría artículos de alta calidad. Desde hacía varios milenios, Rusia era un lugar de inviernos fríos, donde incluso los elefantes necesitaban abrigos de pieles, y puesto que el veinticinco por ciento de la sangre humana irriga el cerebro, los hombres necesitan gorros. Los de calidad media se llamaban shapkas y eran esencialmente tubulares, sin ninguna forma precisa, pero servían para evitar que se congelara el cerebro. Los mejores eran de almizclero, mientras que los de marta y de visón se encontraban sólo en las tiendas especializadas, frecuentadas casi exclusivamente por las mujeres ricas: esposas o amantes de los jefes del partido. Pero el noble almizclero, animal de los pantanos que apestaba —aunque de algún modo eliminaban el mal olor de su piel, para que no se confundiera a su usuario con un pozo negro—, tenía un pelo muy fino que además era un buen aislante. Un animal apestoso con pretensiones. Pero eso no era lo importante.

Ed y Mary Pat también podían comunicarse con la mirada, aunque su gama de frecuencias era bastante limitada. La hora del día les era favorable. Acababan de llenar las estanterías de gorros para el invierno, pero el tiempo otoñal hacía que la gente no se precipitara para comprarlos. Sólo había un individuo con una chaqueta de color castaño y Mary Pat se dirigió hacia él, después de indicarle a su marido que se alejara, como si pretendiera comprarle un regalo.

Aquel hombre estaba de compras, igual que ella, en la sección de sombreros. Quienquiera que sea —pensó Mary Pat—, no es un imbécil.

—Disculpe —dijo ella en ruso.

—Diga —respondió el individuo después de volver la cabeza.

Mary Pat lo observó. Tenía poco más de treinta años, pero parecía mayor. Debido al estilo de vida en Rusia, la gente parecía envejecer más rápidamente incluso que en la ciudad de Nueva York. Su pelo era castaño, al igual que sus ojos, de mirada inteligente. Buena señal.

—Busco un gorro de invierno para mi marido —dijo en su mejor ruso—, como ha sugerido usted en el metro.

La señora Foley se percató inmediatamente de que él no esperaba encontrarse con una mujer. Parpadeó y la observó, intentando compaginar su impecable ruso con el hecho de que debía de ser norteamericana.

—¿En el metro?

—Exactamente. A mi marido le ha parecido mejor que acudiera yo a la cita, en lugar de él —dijo mientras cogía un gorro y lo acariciaba, antes de volverse hacia su nuevo amigo, como para pedir su opinión—. Dígame, ¿qué quiere de nosotros?

—¿A qué se refiere? —respondió.

—Usted se ha acercado a un norteamericano y le ha pedido una cita. ¿Quiere ayudarme a elegir un gorro para mi marido? —repitió Mary Pat casi en un susurro.

—¿Es usted de la CIA? —preguntó después de recuperar casi por completo el control de su mente.

—Sí, mi marido y yo trabajamos para el gobierno norteamericano. Y usted para el KGB.

—Así es —respondió—, en Comunicaciones, la central de Comunicaciones.

—¿De veras? —preguntó mientras se volvía hacia el estante y cogía otro shapka.

Joder, pensó Mary Pat, ¿era cierto lo que decía, o sólo quería un billete barato a Nueva York?

—¿Cómo puedo estar segura de eso? —insistió Mary Pat.

—Porque lo digo yo —respondió, sorprendido y ligeramente ofendido de que se cuestionara su honradez; ¿acaso esa mujer creía que se jugaba la vida por diversión?—. ¿Por qué habla conmigo?

—Los mensajes del metro me han llamado la atención —respondió mientras examinaba un gorro castaño y fruncía el entrecejo, como si le pareciera demasiado oscuro.

—Señora, trabajo en el Octavo Directorio.

—¿En qué sección?

—Simple proceso de comunicaciones. No formo parte del servicio de Inteligencia. Soy oficial de Comunicaciones. Transmito mensajes de salida a diversas delegaciones, y cuando las respuestas del campo llegan a mi despacho, las dirijo a los destinatarios correspondientes. Por consiguiente, veo muchos mensajes operativos. ¿Es suficiente eso para sus propósitos?

Por lo menos sabía desenvolverse debidamente, señalando el shapka y moviendo la cabeza antes de indicar otro más claro, casi rubio.

—Supongo que sí. ¿Qué quiere de nosotros?

—Tengo información de gran importancia, de muchísima importancia. A cambio de dicha información, quiero un pasaje a Occidente para mí, mi esposa y mi hija.

—¿Qué edad tiene su hija?

—Tres años y siete meses. ¿Puede ofrecerme lo que necesito?

La pregunta inyectó medio litro de adrenalina en su flujo sanguíneo. Debería decidirse de un modo casi inmediato y su decisión comprometería toda la fuerza de la CIA en un solo caso. Sacar a tres personas de la Unión Soviética no sería coser y cantar.

Pero Mary Pat se percató de que aquel individuo trabajaba en Mercury y sabría cosas a las que un centenar de agentes bien colocados no tendrían acceso. Era guardián de las joyas de la corona rusa, más valiosas que los genitales del propio Brézhnev y, por consiguiente…

—Sí, podemos sacarlos a usted y a su familia. ¿Cuándo?

—El tiempo es de suma importancia en la información que poseo. Tan pronto como sea posible. No revelaré mi información hasta que esté en Occidente, pero le aseguro que es de gran importancia; la suficiente para impulsarme a tomar esta medida —agregó como coletilla.

No te excedas, Iván, pensó Mary Pat. Un agente movido por el orgullo podría decirles que tenía los códigos de lanzamiento de los misiles estratégicos, cuando lo único que poseía era la receta de caldo de su madre, y sacarlo del país supondría un desperdicio de recursos, que debían administrarse con suma cautela. Pero frente a dicha posibilidad, Mary Pat tenía sus ojos. Miró al alma de aquel individuo y vio que podía ser muchas cosas, pero con toda probabilidad no un mentiroso.

—Sí, podemos hacerlo con mucha rapidez, si es necesario. Debernos hablar del lugar y de los métodos. No podemos seguir hablando aquí. Sugiero que nos reunamos en otro sitio para hablar de los detalles.

—Es muy sencillo —respondió Zaitzev al tiempo que fijaba el lugar para la mañana siguiente.

Tienes mucha prisa, pensó Mary Pat.

—¿Cómo le llamo? —preguntó por fin.

—Oleg Ivanovich —respondió automáticamente antes de percatarse de que había dicho la verdad, en una situación en la que probablemente convenía disimular.

—Estupendo. Yo me llamo María —dijo ella—. ¿Entonces qué shapka me recomienda?

—¿Para su marido? Indudablemente, éste —respondió Zaitzev a la vez que le entregaba el de color más claro.

—Entonces lo compraré. Gracias, camarada.

Examinó brevemente el gorro y miró la etiqueta mientras se dirigía al mostrador: ciento ochenta rublos, más de lo que ganaba mensualmente un obrero moscovita. Para efectuar la compra tuvo que entregarle el slzapka a una dependienta, dirigirse luego a la caja y pagar al contado —puesto que los soviéticos no habían descubierto todavía las tarjetas de crédito—, obtener un recibo y entregárselo a la primera dependienta, que le devolvió el gorro.

Era cierto, los rusos eran realmente más ineficaces que el gobierno norteamericano. Resultaba asombroso que eso fuera posible, pero ver era creer, reflexionó Mary Pat con la bolsa de papel castaño en las manos antes de reunirse con su marido y salir rápidamente a la calle.

—Bueno, ¿qué me has comprado? —preguntó Ed.

—Algo que te gustará —prometió su esposa levantando la bolsa, pero sus brillantes ojos azules lo decían todo.

Entonces consultó su reloj. Eran las tres de la madrugada en Washington, demasiado temprano para llamar por teléfono. Ese asunto no era para el personal del turno de noche, ni siquiera para los empleados de confianza que trabajaban en Mercury. Eso lo había aprendido a fuerza de palos. No, lo que harían en este caso sería escribirlo, codificarlo y mandarlo por valija diplomática. Luego sólo precisarían la aprobación de Langley.

Su coche había sido inspeccionado el día anterior por el mecánico de la embajada, como se hacía de forma rutinaria con los de todos los empleados para no delatarlos como espías, y las señas en la puerta y en el capó permanecían intactas desde la noche anterior. El Mercedes 280 tenía también una alarma bastante sofisticada. De modo que Ed Foley se limitó a subir el volumen del radiocasete. Sonaba una cinta de los Bee Gees que indudablemente ofendería a quien la escuchara por un micrófono oculto, a suficiente volumen para saturarlo. En el asiento del pasajero, Mary Pat se movía al ritmo de la música, como una buena californiana.

—Nuestro amigo necesita transporte —dijo en voz baja para que sólo su marido la oyera—. Para él, su esposa y su hija, de tres años y medio.

—¿Cuándo? —preguntó Ed

—Pronto.

—¿Cómo de pronto?

—Eso depende de nosotros.

—¿Va en serio? —preguntó Ed para aclarar si valía la pena que se tomaran la molestia.

—Creo que sí.

No se podía estar seguro, pero Mary Pat tenía buen ojo para evaluar a las personas, y su marido estaba dispuesto a apostar por ella.

—De acuerdo —asintió.

—¿Tenemos compañía? —preguntó a continuación.

—No —respondió Foley, cuya mirada se dividía a partes iguales entre la calzada y los retrovisores.

Si alguien los seguía, debía de ser el hombre invisible.

—Bien —dijo Mary Pat antes de bajar un poco el volumen de la música—. A mí también me gusta, Ed, pero un poco más suave para los oídos.

—De acuerdo, cariño. Por la tarde tengo que volver a la oficina.

—¿Para qué? —preguntó en ese tono semienojado con el que todos los maridos del mundo están familiarizados.

—Tengo papeleo pendiente desde ayer…

—Y quieres ver los resultados del béisbol —refunfuñó— Ed, ¿por qué no recibimos la televisión por satélite en nuestro edificio?

—Están en ello, pero los rusos ponen ciertas dificultades. Temen que pueda ser una herramienta para el espionaje —agregó con asco.

—Sí, claro —dijo Mary Pat, sólo por si el KGB disponía de un operario clandestino muy listo que deambulara de noche por el aparcamiento—. Sólo faltaría eso.

Puede que el FBI lo lograra, y aunque debían tornar medidas contra dicha posibilidad, dudaba de que los rusos fueran capaces de hacerlo. Sus aparatos de radio eran demasiado voluminosos. No obstante, actuaban como paranoicos, ¿pero lo eran lo suficiente?

Cathy salió con Sally y el pequeño Jack a la calle. Había un parque a una manzana y media de su casa, junto a Fristow Way, con unos columpios que a Sally le gustaban y césped que el pequeño arrancaba e intentaba comerse. Acababa de descubrir cómo utilizar sus manos, con dificultad y torpeza, pero todo lo que llegaba a su pequeño puño pasaba acto seguido a la boca, como bien sabían todos los padres en el mundo entero. No obstante, era una buena oportunidad para que los pequeños tomaran un poco el sol, ya que las noches invernales serían allí largas y oscuras, y al mismo tiempo le proporcionaba a Jack la paz necesaria en la casa para dedicarse a su libro sobre Halsey.

Había sacado ya uno de los textos médicos de Cathy, Principios de la medicina interna, para informarse sobre el herpes, esa infección de la piel que había atormentado al almirante norteamericano en un momento muy inoportuno. Después de leer la sección sobre dicha enfermedad, que resultaba estar emparentada con la varicela, comprendió que debió de ser como una tortura medieval para el aviador naval de edad ya avanzada, agravada por el hecho de que su querido grupo de combate, que lo formaban el Enterprise y el Yorktown, debería zarpar sin él hacia una importante confrontación. Pero se lo tomó como un hombre, igual que todo lo demás en la vida de William Frederick Halsey hijo, y recomendó a Raymond Spruance para que ocupara su puesto. Difícilmente podían haber sido aquellos dos hombres más diferentes. Halsey era un blasfemo, un borracho, fumador empedernido y ex jugador de fútbol americano. Spruance era un intelectual abstemio, que no fumaba ni se sabía que hubiera levantado jamás la voz enojado. Pero se hicieron íntimos amigos y más adelante se turnarían en el mando de la flota del Pacífico, denominada tercera o quinta flota, según quien la mandara. Ryan consideraba que ésa era una pista evidente de que Halsey también era un intelectual y no un agresor sin contemplaciones, como proclamaba la prensa contemporánea. Un erudito como Spruance no habría entablado amistad con un zoquete. Pero sus subordinados pelearon entre sí, como gatos por una hembra en celo, probablemente la equivalencia militar de «mi papá es más fuerte que el tuyo», como niños de unos siete años, sin respeto intelectual alguno.

Tenía los comentarios de Halsey sobre la enfermedad, pero sus propias palabras debían de haber sido cambiadas por su editor y coautor, porque Bill Halsey se expresaba realmente como un carretero borracho, lo cual era probablemente una de las razones por las que tanto gustaba a los periodistas. Habría sido interesante reproducirlas.

Sus notas y algunos documentos de referencia estaban amontonados junto a su ordenador Apple II. Jack utilizaba WordStar como procesador de textos. Era bastante complicado, pero mucho más fácil que una máquina de escribir. Se preguntaba cuál sería la editorial adecuada para el libro. La Navel Institute Press manifestaba de nuevo su interés, pero Jack se planteaba la posibilidad de elegir una de las grandes editoriales. Sin embargo, antes debía terminar el maldito libro, y se sumergió de nuevo en el complejo cerebro de Halsey.

Pero hoy, inusualmente para él, titubeaba. Su mecanografía, con tres dedos y un pulgar (ambos pulgares en días excepcionales), era como siempre, pero su cerebro no se concentraba debidamente, como si quisiera pensar en otra cosa. Esa era una maldición ocasional de su trabajo como analista en la CIA. Algunos problemas se negaban a desaparecer, y obligaban a su mente a repasarlos una y otra vez hasta encontrar una respuesta, que a menudo tenía escaso sentido en sí misma. Lo mismo le había ocurrido de vez en cuando durante su época en Merrill Lynch, cuando investigaba asuntos bursátiles en busca de valores o peligros ocultos en las operaciones y finanzas de algunas transacciones comerciales. Eso lo había enfrentado en algunas ocasiones a los peces gordos de la oficina de Nueva York, pero Ryan nunca había estado dispuesto a hacer algo simplemente porque se lo ordenaba un superior. Incluso en el cuerpo de marines, como oficial, por joven que fuera, se esperaba que reflexionara y, como corredor de Bolsa, sus clientes confiaban en que protegiera su dinero como si fuera suyo. En general lo había logrado. Después de invertir sus propios fondos en los Ferrocarriles de Chicago y del Noroeste, recibió las críticas de sus supervisores, pero los clientes que habían seguido su consejo obtuvieron unos buenos beneficios y eso le sirvió para ganar un montón de clientes nuevos. Ryan había aprendido a escuchar sus instintos, a rascar los picores que no alcanzaba a ver ni apenas a sentir. Ésa era una de dichas situaciones, en la que el sujeto era el Papa. La información de la que disponía no llegaba a configurar una imagen completa, pero eso era algo a lo que ya estaba acostumbrado. En el negocio bursátil había aprendido cómo y cuándo apostar su dinero en imágenes incompletas, y en nueve de cada diez casos había acertado.

Pero ahora sólo sentía el picor, y no tenía nada que apostar. Algo ocurría, sólo que no sabía qué. Lo único que había visto era la copia de una carta de advertencia mandada a Varsovia y remitida a Moscú, donde un puñado de ancianos la verían como una amenaza.

No era mucho en lo que basarse, se dijo Ryan. Le entraron ganas de fumar un cigarrillo. A veces eso ayudaba a pensar, pero se organizaría un escándalo si Cathy olía el humo en la casa. Y en casos como ése, el chicle no surtía el efecto deseado.

Necesitaba a Jim Greer. A menudo, el almirante lo trataba como a un hijo adoptivo, después de haber perdido a su propio hijo como teniente de los marines en Vietnam, por lo que Ryan había averiguado, y de vez en cuando le ofrecía la oportunidad de analizar algún problema. Pero no tenía suficiente intimidad con sir Basil Charleston y la edad de Simon estaba demasiado cerca de la suya, aunque no su experiencia. Y ése no era un problema que pudiera resolver por sí mismo. Le gustaría poder discutirlo con su esposa, sabía que los médicos eran bastante listos, pero eso estaba prohibido y, además, en realidad Cathy no conocía suficientemente bien la situación para comprender las amenazas. Como hija de un financiero millonario, se había criado en un entorno más privilegiado, en un gran piso de Park Avenue, siempre había asistido a las mejores escuelas, tuvo su propio coche el día en que cumplió los dieciséis años y estaba perfectamente protegida de todos los riesgos de la vida. No era el caso de Jack. Su padre era policía, durante la mayor parte de su carrera en la brigada de homicidios, y aunque no solía hablar de su trabajo en casa, Jack le había formulado suficientes preguntas para comprender que el mundo real podía ser un lugar de peligros imprevisibles y que algunas personas no pensaban como seres humanos. Los llamaban «los malos» y podían ser realmente perversos. Para él no existía la vida desprovista de conciencia. No sabía si eso lo había adquirido en su lejana infancia, o en las escuelas católicas, o si formaba parte de su estructura genética. Sabía que quebrantar las reglas raramente era algo positivo, pero también era consciente de que las reglas eran producto de la razón y que la razón estaba por encima de las mismas, lo cual significaba que podían quebrantarse si existía una razón excepcionalmente buena para ello. Eso se denominaba juicio y, curiosamente, los marines se lo habían fomentado. Se estimaba una situación, se examinaban las opciones y luego se actuaba. A veces era preciso hacerlo a toda prisa y de ahí que los oficiales cobraran más que los sargentos, aunque siempre era aconsejable escuchar la opinión del suboficial si el tiempo lo permitía.

Pero ahora Ryan no disponía de ninguna de esas cosas y ésa era la mala noticia. No se vislumbraba ninguna amenaza inmediatamente identificable y ésa era la buena noticia. Pero en su ambiente actual las amenazas no siempre eran fácilmente detectables y su trabajo consistía en encontrarlas, reuniendo la información disponible. Pero eso tampoco abundaba ahora. Era sólo una posibilidad, que debía aplicar a las mentes de personas que no conocía y con las que nunca hablaría, de las que únicamente sabía lo que otros, a quienes tampoco conocía, habían escrito sobre ellas. Era como navegar en una de las carabelas de Cristóbal Colón, creyendo que debía de haber tierra, pero sin saber dónde ni cuándo aparecería, con la esperanza de que no lo hiciera de noche, ni en una tormenta, y que no estuviera precedida de una barrera coralífera que destrozara el casco del barco. Su propia vida no corría peligro, pero al igual que se había sentido profesionalmente obligado a tratar el dinero de los demás como si fuera suyo, debía considerar que la vida de un hombre que potencialmente se encontraba en peligro tenía tanta importancia como la de su propia hija.

Y de ahí procedía el escozor. Pensó en llamar al almirante Greer, pero en Washington no eran siquiera las siete de la mañana y no le haría a su jefe ningún favor despertándolo con el pitido agudo del teléfono de seguridad de su casa; más aún porque no tenía nada que contarle y sólo preguntas que formularle. Por consiguiente, se reclinó en su silla, con la mirada fija en la pantalla verde de su monitor Apple, en busca de algo que sencillamente no estaba ahí.