Se esperaba que Mary Pat visitara la embajada de vez en cuando para charlar con su marido de asuntos familiares o comprar algo especial en el economato. En dichas ocasiones siempre se ataviaba, más que para circular por las calles de Moscú, con su pelo bien peinado y sujeto con una juvenil diadema y bien maquillada, para parecer una típica cabeza de chorlito norteamericana cuando entraba en el aparcamiento. Sonreía para sus adentros. Le gustaba ser rubia natural, y todo lo que contribuyera a que pareciera una boba favorecía su tapadera.
Entró alegremente por la puerta principal, saludando con la mano a los siempre educados marines y se dirigió al ascensor. Encontró a su marido solo en su despacho.
—Hola, cariño —dijo Ed, que se levantó para darle un beso antes de retroceder para contemplarla—. Estás muy hermosa. —Es un disfraz muy eficaz.
También había tenido mucho éxito en Irán, especialmente cuando estaba embarazada. En aquel país no se trataba particularmente bien a las mujeres, pero sí con una curiosa deferencia, especialmente cuando estaban embarazadas, por lo que había comprobado antes de abandonar definitivamente el país. Era un destino por el que no sentía nostalgia alguna.
—Sí, muñeca. Ya sólo necesitas una tabla de surf y una bonita playa, tal vez la de Banzai.
—Por Dios, Ed, no seas ridículo. Además, la playa de Banzai está en Hawai, bobo —repuso Mary Pat antes de cambiar rápidamente de tema—. ¿Se ha izado la bandera invertida?
—Sí. Las cámaras de televisión no han mostrado a nadie en la calle que prestara especial atención. Veremos si nuestro amigo introduce algún mensaje en mi bolsillo de regreso a casa esta noche.
—¿Qué han dicho los marines?
—Han preguntado por qué, pero Dom no les ha dado ninguna explicación. Maldita sea, él tampoco lo sabe.
—Dominic es un buen espía —comentó Mary Pat.
—A Ritter le gusta. Por cierto… —dijo Foley que acababa de recordarlo, mientras sacaba un mensaje del cajón y se lo mostraba a su esposa.
—Mierda —exclamó Mary Pat después de echarle una fugaz mirada—. ¿El Papa? ¿Esos cabrones quieren matar al Papa? Mary Pat no siempre hablaba como una rubia californiana. —Bueno, no disponemos de información que lo sugiera directamente, pero si es lo que se proponen, se supone que debemos averiguarlo.
—Parece un trabajo para Talador —sugirió Mary Pat, refiriéndose a su contacto en la secretaría del partido.
—O tal vez Cardenal —reflexionó Ed.
—Todavía no nos hemos puesto en contacto con él —señaló su esposa.
Pero pronto llegaría el momento de hacerlo. Observaban su piso todas las noches para comprobar la combinación de luces y persianas en su sala de estar. Su casa estaba convenientemente cerca de donde vivían ellos y la línea de comunicación, que empezaba con un trozo de cinta adhesiva pegada a una farola, estaba bien establecida. Colocar la primera señal era responsabilidad de Mary Pat. Había paseado ya con el pequeño Eddie por el lugar indicado media docena de veces.
—¿Es un trabajo adecuado para él? —preguntó Mary Pat—. El presidente quiere saberlo —señaló su esposo.
Pero Cardenal era el más importante de sus agentes locales y sólo debían alertarlo en casos de extrema importancia. Además, les comunicaría automáticamente algo como aquello si fuera consciente de ello.
—Sí, pero yo esperaría hasta que Ritter nos ordene lo contrario.
—Estoy de acuerdo —reconoció Foley.
Si Mary Pat aconsejaba precaución, indudablemente era lo indicado. Después de todo, era a ella a quien le gustaba arriesgarse y apostar contra la banca. Aunque eso tampoco significaba que fuera imprudente.
—De momento lo mantendré en suspenso —agregó Ed.
—Será interesante ver lo que hace a continuación tu nuevo contacto.
—Puedes apostar tu bonito trasero. ¿Quieres conocer al embajador?
—Supongo que ya va siendo hora de que lo haga —respondió Mary Pat.
—¿Te has recuperado de lo de anoche? —preguntó Ryan, que había llegado por primera vez al despacho antes que Harding.
—Supongo que sí.
—Si te sirve de consuelo, yo todavía no he hablado nunca con el presidente. Y no me entusiasma precisamente dicha perspectiva. Como dijo Mark Twain, refiriéndose a un individuo al que habían embadurnado con alquitrán y cubierto de plumas, si no fuera por el honor que representa, habría preferido ahorrarme la experiencia.
Harding soltó una pequeña carcajada.
—Exactamente, Jack. Le tiemblan a uno un poco las rodillas.
—¿Es tan dura como dicen?
—Creo que no me gustaría enfrentarme a ella en un campo de rugby. También es excepcionalmente inteligente. No le pasa nada por alto y hace muy buenas preguntas.
—Bueno, Simon, nos pagan para contestarlas —señaló Ryan.
No tenía sentido temer a las personas que hacían bien su trabajo y que necesitaban buena información para hacerlo debidamente.
—Y a ella también, Jack. Tiene que contestar preguntas en el Parlamento.
—¿Sobre esta clase de asuntos? —preguntó Jack, sorprendido.
—No esto concretamente. A veces hablan con la oposición, pero bajo reglas muy estrictas.
—¿Le preocupan las filtraciones? —se interesó Jack con curiosidad.
En Norteamérica, había juntas selectivas cuyos miembros recibían una formación intensa sobre lo que podían y lo que no podían decir. A la CIA le preocupaban las filtraciones, después de todo eran políticos, pero nunca había oído hablar de ninguna filtración grave en el Capitolio. Dichos miembros solían proceder de la CIA y por regla general del séptimo piso, o del ala oeste de la Casa Blanca. Eso no significaba que la CIA se sintiera cómoda con ninguna clase de filtraciones, pero por lo menos éstas solían ser atajadas y a menudo consistían en desinformación, por motivaciones políticas. Aquí ocurría probablemente lo mismo, especialmente porque los medios de comunicación estaban sometidos a controles que habrían provocado una conmoción en el New York Times.
—Uno siempre tiene sus dudas con respecto a esa gente, Jack. Por cierto, ¿llegó algo nuevo anoche?
—Nada nuevo respecto al Papa —respondió Ryan—. Nuestras fuentes, por lo que son, se han encontrado con un muro de piedra. ¿Vais a soltar a vuestros espías de campo?
—Sí, la primera ministra le ha dejado claro a Basil que quiere más información. Si algo le sucediera a Su Santidad, bueno…
—Se le fundiría la junta de la culata, ¿no es cierto?
—Los norteamericanos tenéis expresiones muy curiosas, Jack. ¿Y vuestro presidente?
—Se le corroerían las tripas, y no precisamente de una borrachera. Su padre era católico y aunque su madre lo educó como protestante, le sentaría muy mal incluso que el Papa cogiera un resfriado.
—El caso es que, aunque obtengamos alguna información, no es seguro que podamos aprovecharla para nada.
—Ya lo he pensado, pero por lo menos podríamos advertir a su servicio de seguridad. Hasta ahí podemos llegar y puede que cambie su programa, aunque lo dudo. Preferirá que le disparen como a un hombre. Pero tal vez podamos entrometernos en los planes de los malos. Es imposible saberlo hasta que dispongamos de algunos datos concretos. En cualquier caso, ése no es realmente nuestro trabajo.
Harding meneó la cabeza, con su taza de té en las manos.
—Tienes razón, los agentes de campo nos facilitan los datos y nosotros intentamos determinar lo que significan.
—¿No te parece frustrante? —preguntó Ryan, puesto que Harding era mucho más veterano que él.
—Frecuentemente. Sé que los agentes de campo sudan sangre haciendo su trabajo y los que no tienen una tapadera «legal» corren peligro físico, pero nosotros, que usamos su información, no siempre lo vemos desde su perspectiva. Por consiguiente, ellos no nos aprecian tanto a nosotros como nosotros a ellos. A lo largo de los años he conocido a algunos de ellos y son buenos chicos, pero es un choque cultural, Jack.
Si lo pensaba uno bien, con toda probabilidad los agentes de campo eran también unos analistas bastante buenos, pensó Ryan, y se preguntó con qué frecuencia lo reconocía la comunidad de analistas. Ryan lo grabó en su mente para no olvidarlo. Después de todo, se suponía que la CIA era un gran equipo feliz. Evidentemente no lo era, ni siquiera al nivel del séptimo piso.
—Hemos recibido esto de Alemania Oriental —anunció Jack al tiempo que le entregaba una carpeta—. Ciertos rumores en su jerarquía política la semana pasada.
—Esos malditos prusianos —masculló Harding mientras abría la carpeta y examinaba la primera página.
—Anímate. A los rusos tampoco les gustan demasiado. —No se lo reprocho en absoluto.
Zaitzev no dejaba de pensar en su despacho, mientras su cerebro trabajaba de forma automática. Debería reunirse con su nuevo amigo norteamericano. Eso suponía cierto peligro, a no ser que pudiera encontrar un buen lugar perfectamente anónimo. La buena noticia era que en Moscú abundaban dichos lugares. La mala, que el Segundo Directorio del KGB probablemente los conocía todos. Pero eso no importaba, siempre y cuando el lugar estuviera suficientemente abarrotado de gente.
¿Qué le diría?
¿Qué pediría?
¿Qué ofrecería?
Buenas preguntas. El peligro sólo aumentaría. La mejor salida consistiría en abandonar permanentemente la Unión Soviética con su esposa e hija.
Sí, eso le pediría, y si el norteamericano se negaba, se sumergiría de nuevo en su realidad habitual, consciente de que lo había intentado. Él tenía cosas que ellos querían y le aclararía que el precio de dicha información era su huida.
Vivir en Occidente, pensó. Con todo lo decadente que el estado predicaba a todos los que leían periódicos o veían la televisión, todas las cosas terribles de las que hablaban. La forma en que Norteamérica trataba a las minorías. Incluso mostraban imágenes por televisión de los barrios depauperados, aunque también mostraban los coches. Si Norteamérica oprimía a los negros, ¿por qué les permitía comprar tantos automóviles? ¿Por qué los autorizaba a manifestarse en las calles? Si eso hubiera sucedido en la URSS, el gobierno habría llamado a las fuerzas armadas. Por consiguiente, la propaganda estatal no podía ser completamente cierta. Además, ¿acaso no era él blanco? ¿Qué le importaban unos negros descontentos que podían comprarse un coche si lo deseaban? Al igual que la mayoría de los rusos, que sólo habían visto negros por televisión, su primera reacción había consistido en preguntarse si realmente existían personas color chocolate, pero sí, existían. El KGB tenía operaciones en África. Luego se preguntó si recordaba alguna operación del KGB en Norteamérica en la que hubieran utilizado a algún agente negro. No muchos, tal vez uno o dos, y ambos eran sargentos del ejército norteamericano. Si los negros estaban oprimidos, ¿cómo llegaban a sargentos? En el Ejército Rojo sólo admitían en la escuela de suboficiales a las personas políticamente fiables. Otra mentira al descubierto y, en este caso, sólo porque él trabajaba en el KGB. ¿Qué otras mentiras se contaban? ¿Por qué no marcharse? ¿Por qué no pedirle al norteamericano un billete de salida?
¿Pero se lo concederían?, se preguntaba Zaitzev.
Claro que lo harían. Podía facilitarles mucha información sobre las operaciones del KGB en Occidente. Conocía los nombres de los oficiales y los nombres en clave de los agentes que traicionaban a los gobiernos occidentales y a los que desearían eliminar definitivamente.
¿Lo convertiría eso en cómplice de asesinato?, se preguntó. No. Después de todo, esas personas eran traidores. Y un traidor es un traidor…
¿Y en qué vas a convertirte tú, Oleg Ivanovich?, preguntó la vocecita de su interior, sólo para atormentarlo.
Pero ahora se sentía suficientemente fuerte para ahuyentarla con un simple movimiento de la cabeza. ¿Traidor? No, lo que hacía era impedir un asesinato y eso era algo honorable.
Pero todavía debía calcular cómo hacerlo. Tenía que reunirse con el espía norteamericano y pedirle lo que quería.
¿Dónde y cuándo?
Debería ser un lugar concurrido, donde la gente se mezclara con tanta naturalidad que ni siquiera un agente del contraespionaje del Segundo Directorio pudiera ver lo que ocurría ni oír lo que se decía.
Y de pronto se le ocurrió. Su esposa trabajaba en un lugar semejante.
Lo escribiría en otro formulario en blanco y lo transferiría en el metro, como en las dos ocasiones anteriores. Entonces comprobaría si el norteamericano estaba realmente dispuesto a seguirle la corriente. Ahora era él quien iba al volante. Tenía algo que ellos deseaban, controlaría cómo podían obtenerlo, elaboraría las reglas del juego y ellos deberían ajustarse a las mismas. Era así de simple.
Sí, se dijo a sí mismo. ¿No era genial? Haría lo que el KGB siempre había deseado: dictar términos a la CIA norteamericana.
Director por un día, dijo el comunicador para sus adentros. Esas palabras tenían un sabor exquisito.
En Londres, Cathy observaba a dos oftalmólogos ingleses que operaban a un albañil llamado Ronald Smithson de un tumor detrás del ojo derecho. La radiografía mostraba una masa de un tamaño similar al de media pelota de golf, tan preocupante como para que el señor Smithson sólo tuviera que esperar cinco semanas para la operación. Eso suponía unos treinta y tres días más que en el Hopkins, pero mucho menos de lo habitual en Inglaterra.
Los dos cirujanos de Moorefields eran Clive Hood y Geoffrey Phillips, ambos experimentados residentes decanos. Se trataba de un procedimiento bastante rutinario. Después de exponer el tumor, se extraía una muestra que se mandaba congelada al laboratorio de patología, donde había un buen histopatólogo de servicio que determinaría si el tumor era benigno o maligno. Cathy esperaba que fuera benigno, puesto que los malignos podían causarle problemas al paciente. Las probabilidades eran bastante buenas, pensó. A simple vista no parecía particularmente agresivo, y solía acertar en un ochenta y cinco por ciento de los casos. No era muy científico pensar de ese modo y ella lo sabía. Era casi una superstición, pero eso era algo con lo que los cirujanos, al igual que los jugadores de béisbol, estaban familiarizados. Esa era la razón por la que siempre se ponían los calcetines del mismo modo por la mañana, o en su caso las medias, porque se acostumbraban a una forma de vida, y los cirujanos eran seres de costumbres fijas, que solían aplicar sus hábitos a su trabajo. Después de mandar la muestra congelada al laboratorio de patología, ya sólo era cuestión de extraer la masa encapsulada de un gris rosáceo.
—¿Qué hora es, Geoffrey? —preguntó el doctor Hood.
—La una menos cuarto, Clive —respondió el doctor Phillips después de consultar el reloj de pared.
—¿Qué te parece si nos tomamos un descanso para almorzar?
—No tengo ningún inconveniente. Me apetece comer algo. Deberemos llamar a otro anestesista para que mantenga inconsciente al señor Smithson —dijo el encargado de mantener al paciente dormido.
—Adelante, Owen, llámalo —sugirió Hood.
—De acuerdo —respondió el doctor Ellis antes de abandonar su silla junto a la cabeza del paciente y dirigirse al teléfono que colgaba de la pared—. Dos minutos.
—Excelente. ¿Dónde vamos a almorzar, Geoffrey? —preguntó Hood.
—¿Al Frog and Toad? Sirven un excelente beicon con lechuga, tomate y patatas fritas.
—Estupendo —accedió Hoocl.
Cathy Ryan, detrás del doctor Phillips con la boca cerrada tras su mascarilla, abrió enormemente sus ojos azules. ¿Iban a dejar a un paciente inconsciente sobre la mesa de operaciones, mientras iban a almorzar? ¿Qué eran esos individuos, unos brujos?
En aquel momento llegó el anestesista suplente, perfectamente equipado y listo para entrar en acción.
—¿Algo que precise saber, Owen? —preguntó a Ellis.
—Pura rutina —respondió el primer anestesista mientras señalaba varios instrumentos que medían las constantes vitales del paciente y Cathy pudo comprobar que todo era perfectamente normal.
A pesar de lo cual…
Hood entró el primero en el vestuario, donde los cuatro médicos se quitaron sus batas verdes y se pusieron sus chaquetas antes de salir al pasillo y descender por la escalera a la planta baja. Cathy los siguió, sin saber qué otra cosa podía hacer.
—Dígame, Catherine, ¿qué les parece Londres? —preguntó amablemente Hood.
—Nos gusta mucho —respondió ella, todavía aturdida.
—¿Y a sus hijos?
—Tenemos una niñera muy agradable, una joven sudafricana.
—Una de nuestras costumbres más civilizadas —asintió Phillips.
El bar estaba en City Road, escasamente a una manzana de allí. Pronto encontraron una mesa. Hood sacó inmediatamente un cigarrillo, lo encendió y se percató de que Cathy lo miraba con desaprobación.
—Sí, lo sé, señora Ryan, no es sano y además es un mal ejemplo para un médico, pero todos tenemos derecho a una debilidad humana, ¿no le parece?
—Le pide aprobación a la persona equivocada —respondió ella.
—Bueno, echaré el humo en otra dirección —repuso Hood con una carcajada cuando se acercaba el camarero—. ¿Qué cerveza vais a tomar?
Menos mal que fumaba, pensó Cathy, porque le costaba asimilar más de un susto a la vez y como mínimo en este caso estaba advertida. Hood y Phillips se decidieron por John Courage, Ellis prefirió Tetley's y Cathy optó por una coca-cola. Hablaron sobre todo de medicina, como suelen hacerlo los médicos.
Por su parte, Catherine Ryan se reclinó en su silla de madera, obseRyando cómo los tres médicos disfrutaban de su cerveza y uno de ellos de un cigarrillo, mientras su bendito paciente yacía inconsciente bajo los efectos del óxido nitroso en el quirófano número tres.
—¿Cómo hacemos las cosas aquí? ¿De un modo diferente del Johns Hopkins? —preguntó Hood al tiempo que apagaba su cigarrillo.
A Cathy le entraron ganas de vomitar, pero decidió no hacer ninguno de los comentarios que rondaban por su cabeza.
—Bueno, la cirugía es cirugía. Me sorprende que no dispongan de más escáneres TAC, de resonancia magnética y de tomografía positrónica. ¿Cómo pueden prescindir de ellos? En mi país, señor Hood, ni siquiera me plantearía una intervención sin una buena serie de imágenes del tumor.
—Tiene razón —dijo Hood después de reflexionar un instante—. Nuestro albañil podría haber esperado unos meses más, si hubiéramos tenido una buena idea del tamaño del tumor.
—¿Tanto esperan para extirpar un hemangioma? —exclamó Cathy—. En mi país lo hacemos inmediatamente.
No precisaba aclarar que eso dolía dentro del cráneo, presionaba el glóbulo ocular y a veces enturbiaba la visión, y por eso el señor Smithson había acudido a su médico de cabecera. Se quejaba también de unas terribles jaquecas, que debieron de volverle loco hasta que le recetaron un analgésico con codeína.
—Aquí las cosas son un poco diferentes. Esa debe de ser una buena forma de ejercer la medicina —pensó Cathy—, por horas, en lugar de por paciente. Llegó el almuerzo. El bocadillo no estaba mal, mejor que la comida hospitalaria a la que estaba acostumbrada, pero todavía no había digerido que esos individuos bebieran cerveza. La cerveza local era dos veces más fuerte que la norteamericana, ¡y se tomaban una pinta entera, dieciséis onzas!
—¿Ketchup para las patatas, Cathy? —preguntó Ellis al tiempo que le pasaba la botella—. ¿O debería llamarla lady Catherine? Tengo entendido que su alteza es el padrino de su hijo.
—Bueno, más o menos. Accedió a serlo después de que Jack se lo pidió de improviso en el hospital de la academia naval. Sus verdaderos padrinos son Robby y Sissy Jackson. Robby es piloto de caza en la armada; Sissy es concertista de piano.
—¿Es ése el negro de los periódicos?
—Efectivamente. Jack lo conoció cuando ambos eran profesores en la academia naval y son muy buenos amigos.
—Por supuesto. ¿Entonces era cierto lo que publicaron los periódicos? Me refiero a…
—Procuro no pensar en ello. Lo único bueno que sucedió aquella noche fue la llegada del pequeño Jack.
—Lo entiendo perfectamente, Cathy —respondió Ellis entre bocado y bocado—. Si las noticias eran correctas, debió de ser una experiencia terrible.
—No fue divertido —dijo Cathy con un esbozo de sonrisa—. Las contracciones y el parto fueron la parte buena.
Los tres británicos soltaron una carcajada. Todos tenían hijos y habían estado presentes en los partos, que no eran más amenos para las inglesas que para las norteamericanas. Al cabo de media hora regresaron a Moorefields. Hood se fumó otro cigarrillo por el camino, pero tuvo los buenos modales de colocarse a sotavento de su colega norteamericana. A los diez minutos estaban de nuevo en el quirófano. El anestesista suplente les informó de que no había sucedido nada inusual y prosiguieron con la operación.
—¿Quieren que los ayude? —preguntó Cathy, esperanzada.
—No, gracias, Cathy —respondió Hood—. Lo tengo todo bajo control —agregó al tiempo que se inclinaba sobre el paciente que, por suerte, estaba profundamente dormido y no podía oler la cerveza en su aliento.
La doctora Catherine Ryan pensó en felicitarse a sí misma por no poner el grito en el cielo, pero se limitó a acercarse todo lo posible con el fin de asegurarse de que aquellos dos ingleses no le extirpaban la oreja al paciente por equivocación. Quizá el alcohol los ayudara a estabilizar el pulso, se dijo a sí misma. Pero tuvo que concentrarse para evitar que le temblaran sus propias manos.
El Crown and Cushion era un bar londinense típico y encantador. El bocadillo estaba bueno y Ryan saboreó una pinta de cerveza John Smith mientras charlaba con Simon. Pensó fugazmente en la idea de que sirvieran cerveza en la cafetería de la CIA, pero sabía que eso no ocurriría. Algún congresista lo averiguaría y armaría un escándalo ante las cámaras, evidentemente mientras degustaba una copa de Chardonnay con su almuerzo en el Capitolio, o algo un poco más fuerte en su despacho. Allí la cultura era diferente, y ¡viva la diferencia!, pensó mientras cruzaba Westminster Bridge Road en dirección al Big Ben, que al contrario de lo que suponen los turistas, es el nombre del reloj y no el de la torre, que es en realidad el campanario de la iglesia de Santa María. Ryan estaba seguro de que los diputados disponían de tres o cuatro bares en su propio edificio, sin que con toda probabilidad se emborracharan más que sus colegas norteamericanos.
—¿Sabes lo que te digo, Simon?, creo que esto preocupa a todo el mundo.
—Es una lástima que mandara esa carta a Varsovia, ¿no te parece?
—¿Cabía esperar que no lo hiciera? —replicó Ryan—. Después de todo, ¿acaso no se trata de su pueblo, de su patria? Es su parroquia la que los rusos intentan oprimir.
—Ese es el problema —reconoció Harding. Pero los rusos no cambiarán. Han llegado a un punto muerto.
—Sí —asintió Ryan—. ¿Qué probabilidades existen de que los rusos se retracten?
—Sin una razón muy sólida, casi inexistentes. ¿Intentará vuestro presidente que lo hagan?
—Aunque pudiera, no lo haría. No en un asunto como éste, amigo mío.
—Por consiguiente, tenemos dos bandos. Uno impulsado por lo que se considera moralmente correcto y el otro por la necesidad política, por el miedo a permanecer impasible. Como te he dicho, Jack, es un maldito punto muerto.
—Al padre Tim de Georgetown le gustaba decir que las guerras las empezaban hombres asustados. Temían las consecuencias de la guerra, pero tenían aún más miedo de no luchar. Menuda manera de dirigir el mundo —reflexionó Ryan en voz alta al tiempo que le abría la puerta a su amigo.
—Supongo que 1914 sería el modelo.
—Efectivamente, pero por lo menos aquellos individuos creían todos en Dios. La segunda parte fue un poco diferente en ese sentido. Los participantes en esa ocasión, por lo menos los malos, no vivían bajo esa limitación en particular. Como tampoco lo hacen los de Moscú. Ten en cuenta que nuestras acciones deben tener ciertos límites, o de lo contrario podemos convertirnos en monstruos.
—Cuéntaselo al Politburó, Jack —sugirió Harding a la ligera.
—Sí, Simon, claro está —dijo Ryan de camino al lavabo para librarse de una parte del líquido que había ingerido durante su almuerzo.
El atardecer no llegó con suficiente rapidez para ninguno de los dos participantes. Ed Foley se preguntaba qué sucedería a continuación. No había ninguna garantía de que aquel individuo prosiguiera con lo que había empezado. Siempre podía echarse atrás y, en realidad, eso sería lo más sensato. La traición era peligrosa fuera de la embajada estadounidense. Seguía llevando una de las dos únicas corbatas verdes que tenía, para que le diera suerte, porque había llegado a un punto en el que contaba la suerte. Quienquiera que fuese aquel individuo, procuraría que no se arrepintiera.
Vamos, amigo, sigue acercándote y te daré lo que quieras, pensaba Foley, intentando alcanzarlo con su mente. Un pase vitalicio a Disneylandia y todos los partidos de fútbol americano que quieras ver. Oleg Penkovsky quería conocer a Kennedy y, bueno, probablemente podrían organizar un encuentro con el nuevo presidente. Maldita sea, incluirían incluso una película en el cine privado de la Casa Blanca.
Al otro lado de la ciudad, Mary Pat pensaba exactamente en eso mismo. Si esto seguía adelante, ella jugaría un papel en el primer cuadro de la obra. Si ese individuo trabajaba en el Mercury ruso y quería un billete de salida de la madre Rusia, entre ella y Ed deberían calcular la forma de convertir su sueño en realidad. Había formas de hacerlo y no sería la primera vez, pero no eran lo que podría llamarse «rutinarios». La seguridad fronteriza soviética no era exactamente perfecta, pero sí bastante intensa, lo suficiente para poner a uno nervioso, y a pesar de que ella tenía una actitud que solía funcionar bien en casos importantes, hacía que uno se sintiera bastante incómodo. Entonces Mary Pat empezó a explorar ideas, sólo a nivel mental, mientras hacía labores domésticas y el pequeño Eddie dormía la siesta. Y así pasaron lentamente las horas, segundo tras segundo de eterna duración.
Ed Foley no había mandado todavía ningún mensaje a Langley. No disponía de nada sustancial que comunicar y no tenía sentido ilusionar a Bob Ritter por algo que todavía no se había desarrollado. Con cierta frecuencia, la gente se ponía en contacto con la CIA, pero luego le entraba miedo y se echaba atrás, sin que uno pudiera perseguirla. Lo más corriente era que uno no supiera siquiera quién había sido y, aunque lo supiera, si la persona en cuestión decidía no seguir adelante, lo más sensato por su parte era denunciar a su contacto al KGB. Eso lo identificaba a uno como espía y reducía prácticamente a cero el valor que tenía para su país, al tiempo que el denunciante demostraba ser un ciudadano leal y fiel a la Unión Soviética, que cumplía con su obligación a la patria.
La gente no se percataba de que la CIA casi nunca reclutaba a sus agentes. No, eran ellos quienes se acercaban, unas veces de forma inteligente y otras no. Eso lo dejaba a uno expuesto a caer en una posible trampa. El FBI norteamericano era bastante bueno en esa clase de juego y el Segundo Directorio del KGB también lo utilizaba, sólo para identificar a los espías entre el personal de la embajada, que siempre valía la pena. Si uno los conocía, siempre podía seguirlos para ver dónde dejaban los mensajes y luego vigilar el lugar, hasta comprobar quién los recogía. Así se descubría a un traidor, que podía conducir a otros traidores y, con un poco de suerte, uno podía acabar descubriendo un círculo de espías, por lo que obtendría una estrella dorada, o una bonita estrella roja, en su historial. Los agentes del contraespionaje podían basar toda su carrera en un caso como éste, tanto en Rusia como en Norteamérica, y por consiguiente se aplicaban con bastante ahínco. El personal del Segundo Directorio era numeroso, supuestamente la mitad de los empleados del KGB, y eran espías profesionales e inteligentes que disponían de toda clase de recursos, sumados a la paciencia de un buitre volando en círculos sobre el desierto de Arizona, husmeando el aire en busca del olor de una presa muerta, para lanzarse luego sobre el cadáver.
Pero el KGB era más peligroso que un buitre. El buitre no practicaba activamente la caza, pero Ed Foley nunca podía estar seguro de que no lo siguieran cuando circulaba por Moscú. En algún caso podía detectar a alguien, pero eso sólo significaría que le habían puesto deliberadamente a un vigilante torpe, o sumamente inteligente, para comprobar si intentaba deshacerse de él. Todos los agentes del servicio de Inteligencia habían recibido entrenamiento en vigilancia y contravigilancia con técnicas válidas y reconocidas a nivel universal, razón por la cual Foley nunca las utilizaba. Jamás. Ni siquiera en una sola ocasión. Era demasiado peligroso pasarse de listo en ese juego, porque uno nunca podía ser suficientemente listo. Había otras medidas que se podían adoptar cuando era necesario, como el pase al cruzarse sin detenerse, conocido por todos los espías del mundo, pero a pesar de ello muy difícil de detectar, debido a su sencillez. Cuando eso fallaba, era generalmente porque a tu agente le habían tendido una trampa. Era mucho más difícil conseguir un agente que un oficial de campo. Foley gozaba de protección diplomática. Aunque los rusos dispusieran de una filmación suya, abusando sexualmente de la cabra de compañía de Andrópov, no podrían hacer nada al respecto. Técnicamente era un diplomático, protegido por la convención de Viena, lo que convertía a su persona en inviolable, incluso en tiempo de guerra, aunque entonces la situación era algo más delicada. Pero, según Foley, eso no suponía ningún problema. En dicha situación moriría carbonizado, como todos los demás habitantes de Moscú y, por consiguiente, no se sentiría solo donde residieran los espías en otra vida.
Por entretenidas que fueran, ahuyentó las superficialidades de su mente. El quid de la cuestión era si ese amigo ruso daría el próximo paso, o si desaparecería de nuevo entre la maleza, con la satisfacción de haber obligado a la embajada estadounidense a bailar a su son en una fría mañana moscovita. Para averiguarlo era preciso colocar las cartas boca arriba. ¿Sería un siete y medio, o sólo una pareja de cuatros?
Ésa era la razón por la que uno se metía en esta profesión, se recordó Ed Foley a sí mismo: por la emoción de la caza. Sin duda era muy emocionante, aunque el juego desapareciera en la bruma del bosque. Pero era más divertido despellejar el oso que olfatearlo.
¿Qué impulsaba a ese individuo a hacer lo que hacía? ¿El dinero? ¿La ideología? ¿La conciencia? ¿Su ego? Esas eran razones clásicas, resumidas en el acrónimo DICE. Ciertos espías se contentaban con un tarro de mayonesa lleno de billetes de cien dólares. Algunos llegaban a creer en la política de los países extranjeros a los que servían, con el fervor religioso de un converso. Otros sentían remordimientos porque su madre patria hacía algo que ellos eran incapaces de consentir. También había quienes sabían sencillamente que eran mejores que sus jefes y ésa era una forma de vengarse de esos cabrones.
Históricamente, los espías ideológicos eran los más productivos. Los hombres arriesgaban la vida por sus creencias, de ahí que las guerras religiosas fueran tan sangrientas. Foley prefería a los de motivación monetaria; ésos eran siempre racionales y se la jugaban, porque a mayor riesgo mayor recompensa. Los que seguían los impulsos de su amor propio eran susceptibles y problemáticos. La venganza no era nunca un buen motivo para nada y los que se movían por ese sentimiento solían ser inestables. La conciencia era casi tan buena como la ideología; por lo menos les impulsaba alguna clase de principio. Lo cierto era que la CIA pagaba bien a sus agentes, aunque sólo fuera por espíritu de equidad y, además, no les perjudicaba tener esa reputación. El hecho de saber que serían debidamente recompensados ayudaba a los indecisos a dar el último paso. Independientemente de la motivación de cada uno, unos buenos honorarios eran siempre un incentivo. Los ideólogos también tenían que comer, al igual que los que tenían remordimientos. Y los impulsados por el amor propio consideraban que la buena vida era una forma bastante agradable de vengarse.
¿En qué categoría estás tú, Iván? —se preguntó Foley—. ¿Qué te impulsa a traicionar a tu país? Los rusos eran ferozmente patrióticos. Cuando Stephen Decantur dijo «nuestro país, para bien o para mal», podía haber sido un ruso quien hablaba. Pero el país estaba muy mal gobernado… trágicamente mal. Rusia debía de ser la nación más desgraciada del mundo; en primer lugar, era demasiado grande para ser gobernada con eficacia, luego en manos de los sumamente ineptos Romanov y a continuación, cuando ni siquiera ellos podían reprimir la vitalidad de su pueblo, sumida en las fauces sangrientas de la primera guerra mundial, con una cantidad tan ingente de víctimas que Vladimir Ilich Ulyanov, Lenin, logró hacerse con el poder e instaurar un régimen político calculado para provocar destrucción en su propio seno, dejando luego el país en manos de Iosif Stalin, el psicópata más sanguinario después de Calígula. La acumulación de tanto abuso empezaba a corroer la fe del pueblo…
Sin duda te divaga la mente, Foley, se dijo el jefe de la delegación. Otra media hora. Saldría de la embajada a la hora justa y cogería el metro, con su impermeable suelto y desabrochado, para comprobar lo que ocurría. Se dirigió al lavabo; a veces su vejiga se excitaba tanto como su intelecto.
Al otro lado de la ciudad, Zaitzev se tomaba su tiempo. Sólo podría escribir una sola vez el mensaje, ya que tirarlo a la papelera ante la mirada de cualquiera era demasiado peligroso, tampoco se podía confiar en la incineración del contenido de la bolsa y, evidentemente, no podía quemarlo en su cenicero. Por consiguiente, compuso mentalmente el mensaje y lo repasó una y otra vez en su cabeza.
El proceso duró más de una hora antes de decidirse a escribir subrepticiamente el mensaje, doblarlo y guardarlo en su paquete de cigarrillos.
El pequeño Eddie introdujo su cinta predilecta de los Transformers en el vídeo. Mary Pat observaba desinteresadamente, detrás de su hijo, con la mirada fija en el suelo de la sala. De pronto se le ocurrió.
Eso es lo que soy —comprendió—. Me transformo de rubia superficial, ama de casa, en espía de la CIA. Sin ningún salto violento. Le gustó la idea. Le provocaría al oso soviético una úlcera estomacal, con suerte hemorrágica, que no se curaría bebiendo leche ni tomando Almax. Dentro de cuarenta minutos, Ed descubriría si su nuevo amigo estaba realmente dispuesto a jugar, en cuyo caso, ella dirigiría al nuevo agente. Lo llevaría de la mano, recibiría su información y la mandaría a Langley.
¿Qué nos ofrecerá? —se preguntó Mary Pat—. ¿Algo suculento? ¿Trabaja en el centro de comunicaciones, o sólo tiene acceso a los formularios en blanco? Probablemente abundaban en el Centro… En ese caso, las medidas de seguridad debían de ser bastante rigurosas. Sólo se confiaría el acceso a las comunicaciones del KGB a unas pocas personas…
Y ése era el cebo en el anzuelo, pensó mientras veía la transformación de un tractor Kenworth en un robot bípedo. Por Navidad tendrían que empezar a comprar esos juguetes. Se preguntó si el pequeño Eddie necesitaría ayuda para efectuar la transformación.
Llegó el momento. Ed saldría de la embajada a la hora en punto, para alivio de su vigilante, si es que lo tenía. En el supuesto de que existiera, se percataría de que llevaba nuevamente una corbata verde y pensaría que la anterior no era tan inusual, no lo suficiente para servir de señal a algún agente que pudiera trabajar con él. Ni siquiera el KGB pensaría que todos los empleados de la embajada eran espías, pensó Foley. A pesar de la paranoia general en la Unión Soviética, incluso ellos conocían las reglas del juego, y su amigo del New York Times probablemente habría dicho a sus propios contactos que Foley era un inepto hijo de perra, que ni siquiera había triunfado como corresponsal de crímenes en la Gran Manzana, donde la abundancia de delitos hacía que ese campo fuera tan difícil como ver la televisión los fines de semana. La mejor tapadera para un espía era ser estúpido y quién mejor para organizárselo que ese arrogante cretino de Anthony —no solo Tony— Prince.
En la calle, el aire era fresco por la proximidad del otoño. Ed se preguntaba si el invierno ruso haría honor a su reputación. De ser así, habría que abrigarse. Pero lo que realmente detestaba Foley era el calor, a pesar de que recordaba haber jugado al béisbol en la calle y haberse rociado con los aspersores de las bocas de incendios. La inocencia de la juventud estaba muy lejana, sumamente lejana, se dijo a sí mismo el jefe de la delegación mientras consultaba su reloj al entrar en la estación del metro. Como de costumbre, la puntualidad del metro era ejemplar y Ed entró en el vagón habitual.
Zaitzev pensaba, al tiempo que se acercaba. Su amigo norteamericano hacía exactamente lo mismo de siempre: leía el periódico, sujeto de la barra superior con la mano derecha, el impermeable suelto a su alrededor… y al cabo de un par de minutos ya estaba junto a él.
La visión periférica de Foley todavía funcionaba. Ahí estaba aquel individuo, vestido exactamente igual que antes. Vamos, Iván, haz la transferencia… Ten cuidado, muchacho, muchísimo cuidado, pensó, consciente de que esa actividad sería demasiado peligrosa para hacerla repetidamente. Tendrían que fijar un lugar conveniente para realizar los intercambios. Pero primero deberían organizar un encuentro y probablemente dejaría que fuera Mary Pat quien se ocupara de ello. Su disfraz era mejor…
Zaitzev esperó a que el tren redujera la velocidad. Aprovechó el movimiento de los pasajeros para meter y sacar rápidamente la mano del bolsillo que se le ofrecía. Luego retrocedió lentamente, no muy lejos para no llamar la atención, con movimientos naturales fácilmente justificables por el meneo del vagón.
¡Sí! Muy bien, Iván. Todas sus fibras deseaban que volviera la cabeza y mirara a aquel individuo, pero las reglas no lo permitían. Si en el vagón había alguien que lo vigilaba, algo semejante no le pasaría inadvertido, y la función de Ed Foley no era llamar la atención. De modo que esperó pacientemente hasta llegar a su estación y en esta ocasión giró a la derecha, alejándose de Iván, hasta llegar al andén y luego al aire fresco de la calle.
No se metió la mano en el bolsillo. Caminó hasta su casa, con la misma naturalidad que se pone el sol en un día despejado, y subió al ascensor sin meterse todavía la mano en el bolsillo, porque podía haber perfectamente una cámara de vídeo en el techo.
Foley no sacó el mensaje del bolsillo hasta después de haber entrado en su casa. En esta ocasión, el papel estaba repleto de palabras en tinta negra, como siempre, en inglés. Quienquiera que fuese ese ruso, pensó Foley, era un hombre educado y eso era una buena noticia.
—Hola, Ed —dijo su esposa con un beso para los micrófonos—. ¿Ha ocurrido algo interesante hoy en la oficina?
—La mierda habitual. ¿Qué hay para cenar?
—Pescado —respondió mientras contemplaba el papel en las manos de su marido y levantaba el pulgar.
¡Aleluya!, pensaron ambos. Tenían un agente, ni más ni menos que un espía del KGB, trabajando para ellos.