Si hay algo constante en el espionaje, eso es lo poco que duermen los que lo ejercen. Lo provoca el estrés, compañero inseparable de los espías. Cuando a Ed Foley y a Mary Pat les costaba dormir, siempre podían comunicarse por signos en la cama.
—Es del todo auténtico —dijo Ed.
—Estoy de acuerdo. ¿Hemos tenido alguna vez a alguien tan introducido? —preguntó su esposa.
—Ni de lejos —respondió Ed.
—En Langley alucinarán.
—Es un bombazo —reconoció él.
Final de la novena, bases cargadas, dos fuera, cuenta completa y el lanzador acababa de efectuar un gran lanzamiento curvado que subiría al marcador. Siempre y cuando no lo estropearan todo, se advirtió Foley a sí mismo.
—¿Quieres que intervenga? —preguntó a continuación su esposa.
—Hay que esperar.
Mary Pat respondió con un suspiro que ya lo sabía. Incluso ellos se impacientaban. Foley veía aquella pelota bombeada en medio del campo, en el cenit de su trayectoria, y al bateador de Louisville con las manos apretadas y la mirada tan fija en la misma que distinguía incluso sus costuras, dispuesto a golpearla con tanta fuerza que saldría del estadio y acabaría en el centro de la ciudad. Le mostraría a Reggie Jackson quién era el auténtico bateador en ese campo…
Si no lo estropeaba todo, se repitió a sí mismo. Pero Ed Foley había llevado a cabo una operación semejante en Teherán y había conseguido un agente en la comunidad revolucionaria, que lo convirtió en el único oficial de campo de la delegación que podía medir el pulso del deterioro de la situación para el sha y sus informes encendieron la luz de su estrella en Langley, convirtiéndolo así en uno de los protegidos de Bob Ritter.
Y también le sacaría el jugo a ésta.
En Langley, Mercury era el lugar al que todos temían, porque sabían que un empleado bajo control extranjero podría derrumbar prácticamente el edificio entero. Esa era la razón por la que todos pasaban dos veces al año por «la caja», donde los mejores expertos del FBI los sometían al detector de mentiras, ya que no confiaban siquiera en los especialistas de la propia CIA para dicha función. Un oficial de campo o un analista en jefe corruptos podían quemar a muchos agentes y muchas misiones, con el consiguiente peligro para todos los involucrados, pero una filtración en Mercury sería como soltar a una agente femenina del KGB en la Quinta Avenida con una tarjeta oro de la American Express. Podría conseguir todo lo que se le antojara. Maldita sea, el KGB podría llegar a pagar un millón de dólares por una fuente semejante. Arruinarían la Hacienda rusa, pero la rentabilizarían con uno de los huevos de Fabergé de Nicolás II, sin el menor remordimiento.
Todo el mundo sabía que el KGB debía disponer de la contrapartida de Mercury, pero ningún servicio de Inteligencia había logrado meterse en el bolsillo a un ruso que perteneciera al mismo.
Foley se preguntaba cómo debía de ser; qué aspecto tenía la sala. En Langley era inmensa, del tamaño de un parking, sin paredes ni tabiques interiores para que todos pudieran verse. Había siete estructuras cilíndricas para almacenar casetes, con los nombres de los enanitos de Disney, e incluso cámaras de televisión en el interior, por si algún lunático intentaba entrar, aunque probablemente eso le costaría la vida, pues los potentes extractores giraban sin previo aviso. Además, sólo los grandes ordenadores, incluido el más rápido y más potente fabricado por Cray Research, sabían qué casete contenía ciertos datos y dónde se encontraba. La seguridad allí, a múltiples niveles y verificada a diario, o tal vez a todas horas, era asombrosa. De vez en cuando y al azar, probablemente el FBI, a cuya pandilla de detectives se les daba bastante bien esa función, seguían a los empleados desde el trabajo hasta su casa. Debía de ser agobiante para los que trabajaban allí, pero si alguien se había quejado en alguna ocasión, la queja no había llegado hasta Ed Foley. Los marines debían correr sus cinco kilómetros diarios y someterse a inspecciones formales, y los empleados de la CIA tenían que soportar la asfixiante paranoia institucional, pero así eran las cosas. El detector de mentiras era particularmente molesto y la CIA disponía incluso de psiquiatras que entrenaban al personal para engañar al detector. Tanto Ed como su esposa habían recibido dicho entrenamiento, y a pesar de eso la CIA los obligaba a pasar por la caja por lo menos una vez al año para comprobar su lealtad o verificar si todavía recordaban su entrenamiento.
¿Pero hacía lo mismo el KGB? Sería una locura no hacerlo, pero Ed no estaba seguro de que dispusieran de la tecnología necesaria y, por consiguiente, tal vez lo hicieran, o tal vez no. Había muchas cosas con respecto al KGB que tanto él como la CIA desconocían. En Langley se hacían muchas conjeturas imaginarias, basadas sobre todo en la idea de que «si nosotros lo hacemos, ellos también deben de hacerlo», lo cual era una soberana estupidez. Nunca dos personas, ni mucho menos dos países, habían hecho las cosas exactamente del mismo modo y ésa era la razón por la que Ed Foley era uno de los mejores en ese oficio de locos. Era consciente de ello. Nunca dejaba de buscar. Nunca repetía nada del mismo modo, salvo como artimaña, para dar a alguien una falsa impresión, especialmente a los rusos, que casi con toda seguridad padecían la misma enfermedad burocrática que restringía las mentes de la CIA.
—¿Y si ese individuo quiere un billete de salida? —preguntó Mary Pat.
—Primera clase en Pan Am —respondió su marido moviendo los dedos tan rápidamente como pudo, con derecho a acostarse con la azafata.
—Eres muy malo —repuso Mary Patricia con el sonido apagado de una carcajada.
Pero sabía que Ed tenía razón. Si ese individuo quería jugar a los espías, lo más sensato podría ser sacarlo de la URSS, trasladarlo a Washington y ofrecerle un pase vitalicio a Disneylandia después de haberlo interrogado. Un ruso recibiría una sobrecarga sensorial en el Reino Mágico, por no mencionar el recientemente inaugurado Epcot Center. Después de visitar la Montaña Espacial, Ed había bromeado acerca de que la CIA debería alquilar un día el lugar para que lo visitaran los miembros del Politburó soviético, probaran todas las atracciones, comieran unas hamburguesas, tomaran unas coca-colas y a la salida se les explicara que eso era lo que hacían los norteamericanos para divertirse, pero que lamentablemente no se les podía mostrar lo que hacían cuando trabajaban en serio. Si eso no los dejaba aterrados, nada lo haría. Pero los Foley estaban seguros de que surtiría el efecto deseado. Incluso los más importantes, que tenían acceso a todo lo que el KGB extraía de su Enemigo Principal, eran personas eminentemente insulares y provincianas. En general creían en la propaganda porque no tenían nada con qué compararla, ya que en efecto eran tan víctimas del sistema como los pobres campesinos que conducían los camiones.
Pero los Foley no vivían en aquel mundo de fantasía.
—¿Y qué haremos después de satisfacer su petición? —preguntó entonces Mary Pat.
—Paso a paso —respondió Ed mientras ella asentía en la oscuridad.
Al igual que un parto, éste era un proceso que no podía acelerarse para evitar malformaciones. De todos modos quedaba claro que su marido no era un cascarrabias y le dio un beso a oscuras.
Zaitzev no se comunicaba con su esposa. En su caso, ahora, ni siquiera medio litro de vodka lo ayudaría a dormir. Había hecho su petición. Sólo al día siguiente sabría con seguridad si trataba con alguien capaz de ayudarlo. Lo que había pedido no era del todo razonable, pero no disponía del tiempo ni de la seguridad necesarios para ceñirse a la razón. Se sentía seguro con el convencimiento de que ni siquiera el KGB podría falsificar lo que había especificado. Sí, claro, podrían conseguirlo de los polacos, los rumanos, o de algún otro país socialista, pero no de los norteamericanos. Incluso el KGB tenía sus límites.
De modo que no le quedaba más remedio que esperar, pero seguía sin poder dormir. Mañana no sería un camarada muy feliz. Empezaba a sentir ya la resaca como un terremoto atrapado en los confines de su cráneo…
—¿Cómo te ha ido, Simon? preguntó Ryan.
—Podría haber sido peor, La primera ministra no me ha arrancado la cabeza de cuajo. Le he dicho que sólo teníamos lo que teníamos y Basil me ha apoyado. Quiere más; lo ha dicho en mi presencia.
—No me sorprende. ¿Has oído alguna vez a un presidente que quisiera menos información, amigo?
—No últimamente —reconoció Harding.
Ryan se percató de que su compañero rezumaba estrés. Estaba seguro de que le apetecería tomarse una cerveza antes de volver a su casa. El analista británico cargó su pipa, la encendió y le dio una honda calada.
—Si hace que te sientas mejor, Langley dispone de tan poca información como vosotros.
—Lo sé. Ella lo ha preguntado y eso ha sido lo que Basil le ha contestado. Evidentemente ha hablado con vuestro juez Moore antes de la entrevista.
—Entonces todos compartimos la misma ignorancia. Menudo consuelo —refunfuñó Simon Harding.
Hacía mucho que había pasado la hora de volver a casa. Ryan había esperado para ver qué contaría Simon sobre la reunión en el número diez de Downing Street, porque su función consistía también en recoger información sobre los británicos. Ellos lo comprenderían, porque las reglas del juego eran iguales para todos. Consultó su reloj.
—Bueno, para mí ha llegado la hora de volver a casa. Nos veremos mañana.
—Que duermas bien —deseó Harding cuando Ryan se dirigía a la puerta.
Jack estaba bastante seguro de que Simon no lo haría. Sabía lo que Harding ganaba como funcionario de nivel medio, y no era suficiente para un día tan estresante. Pero, ya en la calle, se recordó a sí mismo que así era la vida en la gran ciudad.
—¿Qué le has dicho a tu personal, Bob? —preguntó el juez Moore.
—Exactamente lo que tú me dijiste, Arthur. El presidente quiere información. Todavía no hay nada. Decidle al jefe que tendrá que ser paciente.
—Eso he dicho yo y no le ha gustado demasiado —respondió el director de la CIA.
—Lo cierto, juez, es que no puedo evitar que caiga la lluvia. Hay muchas cosas sobre las que no tenemos poder y el tiempo es una de ellas. Ya es mayor y será capaz de comprenderlo, ¿no crees?
—Sí, Robert, pero le gusta conseguir lo que necesita. Está preocupado por Su Santidad, ahora que el Papa ha sacudido la colmena…
—Nosotros también creemos que lo ha hecho. Quizá los rusos sean suficientemente listos para actuar por vía diplomática, decirle que se tranquilice, dejar que se resuelva la situación y…
—Bob, eso no funcionaría —interrumpió el almirante Greer—. No es un personaje a quien se pueda amedrentar con jerga jurídica, ¿no te parece?
—No —reconoció Ritter.
Ese Papa no era un hombre dispuesto a transigir en asuntos de gran importancia. Había superado toda clase de situaciones desagradables, desde los nazis de Hitler hasta el comisariado de asuntos interiores de Stalin, y había mantenido su iglesia unida formando un círculo con los carromatos, como se protegían los colonos de los ataques de los indios en las películas del Oeste. Había mantenido su iglesia viva en Polonia y no precisamente cediendo ante asuntos importantes. Y a base de defender su territorio, había conservado suficiente fuerza moral y política para amenazar a las demás superpotencias mundiales. No, aquel individuo no cedería ante ninguna presión.
La mayoría de los seres humanos temían la muerte y la ruina, pero él no. Los rusos nunca entenderían por qué, pero comprenderían el respeto que merecía. Empezaba a estar claro para Bob Ritter y para los demás altos mandos del servicio de Inteligencia en la sala que la única respuesta que tendría sentido para los miembros del Politburó sería atentar contra el Papa. Y hoy se había reunido el Politburó, pero era frustrante desconocer de qué habían hablado o a qué conclusiones habían llegado.
—Bob, ¿tenemos algún medio de averiguar de qué han hablado hoy en el Kremlin?
—Tenemos varias posibilidades y se les habrá avisado dentro de un par de días, o si descubren algo importante, quizá decidan facilitar la información por cuenta propia. Si llegan a comprender la importancia de este asunto, sería de esperar que tomaran la iniciativa de preparar un informe y entregárselo a su contacto oficial —respondió Ritter—. Por cierto, Arthur, me gusta tan poco como a ti esperar sin saber nada, pero debemos dejar que esto siga su curso. Conoces tan bien como yo los peligros de poner a nuestros agentes entre la espada y la pared.
Los tres lo sabían. Algo parecido había provocado la muerte de Oleg Penkovsky. La información que obtuvo evitó probablemente una guerra nuclear y contribuyó al reclutamiento del agente residente más antiguo de la CIA, Cardenal, pero no le sirvió de mucho a Penkovsky. Cuando lo descubrieron, el propio Jruschov exigió su cabeza y la consiguió.
—Sí —reconoció Greer—, y esto no es tan importante en el marco global de la situación.
—Efectivamente —tuvo que admitir el juez Moore, aunque no le entusiasmaba particularmente la perspectiva de explicárselo al presidente.
Pero el nuevo jefe comprendía las cosas cuando uno las explicaba con claridad. Lo realmente aterrador era lo que pudiera hacer el presidente si el Papa moría inesperadamente. El jefe era a su vez un hombre de principios, pero también de sentimientos. Eso sería tan enfurecedor como agitar una bandera soviética frente a un toro de lidia. Uno no podía permitir que los sentimientos entorpecieran el arte de gobernar, eso sólo servía para evocar más sentimientos, frecuentemente de aflicción por los recientemente fallecidos. Y los milagros de la nueva tecnología sólo servían para incrementar el número de víctimas. El director de la CIA se reprendió a sí mismo por haberlo pensado. El nuevo presidente era un hombre reflexivo. Sus sentimientos estaban supeditados a su intelecto, muy superior a lo que generalmente se creía, especialmente en los medios de comunicación, que sólo prestaban atención a su sonrisa y a su personalidad histriónica. Pero los medios de comunicación, al igual que muchos políticos, se sentían mucho más cómodos tratando con las apariencias que con la realidad; después de todo, exigía un esfuerzo intelectual mucho menor. El juez Moore miró a sus principales subordinados.
—De acuerdo, pero no olvidemos que uno puede sentirse muy solo ante él en el despacho oval cuando no tiene lo que él quiere.
—Estoy seguro de ello, Arthur —reconoció compasivamente Ritter.
Todavía podía echarse atrás, reflexionó Zaitzev, aún sin poder dormir. Junto a él, Irina respiraba plácidamente dormida. El sueño de los justos, lo llamaban; no el insomnio del traidor.
Lo único que debía hacer era detener aquello. Así de sencillo. Sólo había dado dos pequeños pasos. Tal vez el norteamericano conociera su rostro, pero eso tenía fácil solución, bastaba con coger otro metro, viajar en otro vagón. Nunca volvería a verlo, su contacto quedaría tan roto como un vaso de cristal caído al suelo y su vida volvería a la normalidad, pero su conciencia… ¿no volvería a turbarlo? Era su conciencia la que lo había metido en ese lío. No, eso no desaparecería.
Pero la otra cara de la moneda era la preocupación, el insomnio y el miedo a perpetuidad. El miedo era algo que todavía no había experimentado, pero estaba seguro de que llegaría. Sólo había un castigo para la traición: la muerte del traidor, seguida de la ruina de sus supervivientes. Los mandarían a Siberia, a contar árboles como eufemísticamente lo llamaban. Era el infierno soviético, un lugar de condena eterna, cuya única escapatoria era la muerte.
En realidad, Zaitzev se percató de que eso era precisamente lo que le haría su conciencia si no seguía adelante, hasta que perdió finalmente la batalla y se quedó dormido.
Al cabo de un segundo, o al menos eso le pareció, sonó el despertador. Afortunadamente no le habían atormentado las pesadillas. Esa era la única buena noticia de la mañana. Parecía que su cabeza estuviera a punto de estallar, empujando los ojos fuera de sus órbitas. Se tambaleó hasta el cuarto de baño, donde se refrescó la cara y se tomó tres aspirinas con la vana esperanza de que aplacaran su resaca en unas horas.
No se sentía con ánimo para comer salchichas, porque también tenía el estómago revuelto, y decidió desayunar cereales, leche y un poco de pan con mantequilla. Pensó en tomar café, pero finalmente se decidió por un vaso de leche, que le sentaría mejor a su estómago.
—Bebiste demasiado anoche —dijo Irina.
—Sí, querida, ya lo sé —logró responder sin resultar desagradable.
Su estado no era culpa suya, e Irina era una buena esposa para él y una buena madre para Svetlana, su pequeña zaichik. Sabía que superaría el día que tenía por delante, pero no le entusiasmaba la idea de afrontarlo. Lo peor del caso era que debía empezar temprano y lo hizo, afeitándose mal y apresuradamente, pero adquiriendo un aspecto presentable con su corbata y su camisa limpia. Antes de salir guardó otras cuatro aspirinas en el bolsillo de su chaqueta y, para activar la circulación, bajó por la escalera en lugar de coger el ascensor. El aire matutino era bastante fresco y eso también lo ayudó ligeramente de camino al metro. Compró un ejemplar de Izvestia, se fumó un Trud y se sintió un poco más animado.
Si alguien lo reconocía…, bueno, pocos lo harían. No estaba en su vagón habitual, ni en su tren de costumbre; solía desplazarse quince minutos más tarde. Era uno de tantos rostros anónimos que llenaban el metro.
Por consiguiente, nadie se percataría de que se apeaba en la estación equivocada.
La embajada norteamericana estaba a sólo dos manzanas, y se dirigió hacia la misma mientras consultaba su reloj.
Conocía el horario exacto porque había estado allí antes, como cadete en la academia del KGB, trasladado en autobús a primera hora de la mañana, con otros cuarenta y cinco compañeros de estudios. Vestían incluso su uniforme oficial en dicho desplazamiento, probablemente para recordarles su identidad profesional. Incluso entonces parecía una pérdida de tiempo, pero el comandante de la academia era un hueso y ahora aquel desplazamiento servía para algo que le habría escandalizado. Zaitzev encendió otro cigarrillo cuando empezó a vislumbrar el edificio.
Consultó su reloj. Todos los días, a las siete y media en punto, izaban la bandera. Hacía diez años, el comandante de la academia la había señalado y les había dicho: «¡Mirad, camaradas, ése es el enemigo! Ahí es donde vive en nuestra hermosa ciudad de Moscú. En ese edificio residen espías, que aquellos de vosotros que ingreséis en el Segundo Directorio intentaréis identificar y expulsar de nuestro bello país. Ahí viven, y trabajan los que espían en nuestra tierra y a nuestro pueblo. Esa es su bandera».
«Nunca lo olvidéis».
Y entonces, a la hora en punto, unos miembros del cuerpo de marines de Estados Unidos, con sus atractivos uniformes, izaron la bandera hasta la cima del asta blanca, coronada por una águila de bronce. Zaitzev había comprobado la hora de su reloj en la estación del metro. Debería ocurrir… ahora.
Una corneta tocó una melodía para él desconocida. Sólo alcanzaba a vislumbrar las gorras blancas de los marines, apenas visibles sobre el parapeto de piedra de la azotea del edificio. Él estaba al otro lado de la calle, junto a la vieja iglesia que el KGB había llenado de aparatos electrónicos.
Ahí está, pensó, mirando fijamente entre un grupo de transeúntes, en la acera de hormigón resquebrajado.
Y lo vio. Cuando apareció la parte superior de la bandera, era de rayas rojas y blancas horizontales, en lugar del cuadro azul con las cincuenta estrellas blancas. ¡Izaban la bandera al revés! Estaba inequívocamente boca abajo. Y así llegó hasta la cima del asta.
Habían hecho lo que les había pedido. Zaitzev caminó rápidamente hasta el final de la manzana, giró a la derecha, luego de nuevo a la derecha, regresó a la estación del metro de donde había salido y, previo pago de una gran moneda de cobre de cinco copecs, subió a otro metro en dirección a la plaza Dzerzhinskiy.
En aquel momento, como por obra de magia, desapareció su resaca. Casi la olvidó hasta subir de nuevo por la escalera mecánica.
Los norteamericanos están dispuestos a ayudarme, se dijo el oficial de Comunicaciones. Me ayudarán. Puede que, después de todo, logre salvar la vida del cura polaco. Caminaba con alegría cuando entró en el Centro.
—¿Qué coño significaba eso, señor? —preguntó el brigada Drake a Dominic Corso después de volver a izar debidamente la bandera.
—No sabría decírselo, brigada —respondió Corso, aunque su mirada indicaba lo contrario.
—A sus órdenes, señor. ¿Qué pongo en el informe?
—Nada, brigada. Alguien cometió un estúpido error y usted lo corrigió.
—Lo que usted diga, señor Corso.
El brigada tendría que darles una explicación a los marines, pero sería parecida a la que acababa de recibir, aunque en un lenguaje bastante más blasfemo. Si alguien del regimiento de marines de la embajada le hacía alguna pregunta, respondería que había recibido órdenes de la embajada y el coronel D'Amici tomaría las medidas que creyera oportunas. Qué diablos, que se las apañara con Corso. El brigada de Helena, Montana, esperaba que al ser ambos latinos se comprenderían mejor. De lo contrario, el coronel D'Amici les haría pasar un mal rato a él y a sus marines.
Zaitzev se instaló en su silla después de relevar al comandante Dobrik. El tráfico de la mañana era un poco más escaso que de costumbre y empezó su rutina habitual. A los cuarenta minutos cambió de nuevo la situación.
—Camarada comandante —dijo una voz últimamente familiar, y al volver la cabeza vio al coronel Rozhdiéstvensky.
—Buenos días, camarada coronel. ¿Tiene algo para mí?
—Esto —respondió Rozhdiéstvensky, entregándole un formulario—. Le ruego que lo mande inmediatamente en clave de un solo uso.
—A sus órdenes. ¿Una copia para usted?
—Correcto —asintió el coronel.
—Supongo que está permitido utilizar un mensajero interno para entregársela…
—Sí, lo está.
—Muy bien. Saldrá dentro de unos minutos.
—Bien —respondió Rozhdiéstvensky antes de retirarse. Zaitzev examinó el despacho, que afortunadamente era corto. Tardó sólo quince minutos en codificarlo y transmitirlo.
ALTO SECRETO
INMEDIATO Y URGENTE
DE: DIRECCIÓN, MOSCÚ CENTRO
A: DELEGADO DE SOFÍA
REFERENCIA: IDENTIFICADOR OPERATIVO 15-8-82-666
APROBACIÓN OPERATIVA ESPERADA HOY POR LOS CANALES SEÑALADOS EN NUESTRA REUNIÓN. INFORME CUANDO SE HAYAN ESTABLECIDO LOS CONTACTOS APROPIADOS.
Y eso significaba que la operación 666 seguía adelante. El día anterior le había producido a Zaitzev un escalofrío, pero hoy no; hoy sabía que haría algo para impedirla. Si algo malo ocurría a partir de ahora, sería culpa de los norteamericanos. Eso suponía una diferencia considerable. Ahora sólo debía encontrar la forma de mantener algún tipo de contacto regular con ellos.
En el piso superior, Andrópov tenía en su despacho al ministro de Asuntos Exteriores.
—Bien, Andrey, ¿cómo vamos a hacerlo?
—Normalmente, nuestro embajador se reuniría con su primer secretario, pero, en interés de la seguridad, tal vez sea conveniente intentar otro enfoque.
—¿De cuánta autoridad ejecutiva goza su primer secretario? —preguntó el director.
—Prácticamente de la misma que Koba hace treinta años.
Bulgaria se gobierna de forma muy autoritaria. Los miembros de su Politburó representan distintas circunscripciones, pero en realidad sólo el primer secretario del partido tiene poder decisivo.
—Bien —respondió Yuri Vladimirovich, para quien eso era una buena noticia, antes de levantar el teléfono para hablar con su secretario—. Dígale al coronel Rozhdiéstvensky que se presente.
Al cabo de dos minutos entró el coronel por la puerta del armario.
—A sus órdenes, camarada director.
—Andrey, éste es el coronel Rozhdiéstvensky, mi ayudante ejecutivo. Coronel, ¿habla nuestro delegado en Sofía directamente con el jefe del gobierno búlgaro?
—Rara vez, camarada, pero lo ha hecho ocasionalmente en el pasado.
A Rozhdiéstvensky le sorprendió que el director no lo supiera, pero todavía estaba aprendiendo el funcionamiento de las operaciones de campo. Por lo menos tenía el buen sentido de preguntar sin avergonzarse.
—Muy bien. Por razones de seguridad, preferiríamos que la totalidad del Politburó búlgaro no estuviera al corriente del alcance de la operación 666. Por consiguiente, ¿cree que el coronel Bubovoy podría informar directamente al jefe de su partido y obtener su aprobación de una forma más expeditiva?
—Para ello, probablemente sería necesaria una carta firmada por el camarada Brézhnev —respondió Rozhdiéstvensky.
—Sí, ésa sería la mejor manera de hacerlo —confirmó inmediatamente el ministro de Asuntos Exteriores—. Bien pensado, coronel —agregó en señal de aprobación.
—Muy bien. Hoy la conseguiremos. ¿Estará Leonid Ilich en su despacho, Andrey?
—Sí, Yuri. Lo llamaré antes para decirle lo que se necesita. Puedo ordenar que la redacten en mi oficina, si te parece, ¿o prefieres que lo hagan aquí?
—Con tu permiso, Andrey —respondió cortésmente Andrópov—, es preferible que lo hagamos nosotros. Y la mandaremos por mensajero a Sofía para que la entreguen mañana o pasado mañana.
—Mejor concederle unos días a nuestro camarada búlgaro, Yuri. Son nuestros aliados, pero, después de todo, siguen siendo un Estado soberano.
—Claro está, Andrey.
Todos los países del mundo tenían una burocracia, cuyo único propósito era el de retrasar la ejecución de las cosas importantes.
—Además, no queremos que todo el mundo sepa que nuestro delegado le hace una visita sumamente importante —agregó el ministro de Asuntos Exteriores.
Al coronel Rozhdiéstvensky no le pasó inadvertido que, al tiempo que decía eso, el ministro le daba al director del KGB una pequeña lección sobre seguridad operativa.
—¿Cuánto tiempo después de eso, Aleksey Nikolayvich? —preguntó Andrópov a su ayudante.
—Por lo menos unas semanas. Camarada director —decidió proseguir al detectar enojo en la mirada de su jefe—, para seleccionar a un asesino no bastará con levantar el teléfono y marcar un número. Strokov será necesariamente cuidadoso en su elección. Después de todo, las personas no son tan previsibles como las máquinas y éste es el aspecto más importante y más delicado de la operación.
—Sí, supongo que tiene razón, Aleksey. Muy bien. Comuníquele a Bubovoy que está en camino un mensaje en mano.
—¿Ahora, camarada director, o cuando lo tengamos firmado y listo para mandar? —Rozhdiéstvensky formuló la pregunta como un experto burócrata, comunicándole a su jefe implícitamente la mejor forma de hacerlo.
Este coronel llegará lejos, pensó el ministro de Asuntos Exteriores, que registraba por primera vez su nombre.
—Buena observación, coronel. Muy bien, se lo comunicaré cuando la carta esté lista para su envío.
—A sus órdenes, camarada director. ¿Desea algo más de mí?
—No, esto es todo por ahora —respondió Andrópov, dándole permiso para que se retirara.
—Yuri Vladimirovich, tienes un buen ayudante.
—Sí, aquí me queda todavía mucho por aprender —reconoció Andrópov—. Y él me educa todos los días.
—Tienes suerte de disponer de tantos expertos.
—Es verdad, Andrey Andreievich. Es verdad.
En su despacho, a lo largo del pasillo, Rozhdiestvensky redactó un breve despacho para Bubovoy. Aquello avanzaba con rapidez, pensó, aunque no tan de prisa como deseaba el director del KGB. Realmente anhelaba la muerte de ese sacerdote. El Politburó parecía temeroso de que hubiera terremotos políticos, pero Rozhdiéstvensky dudaba de que eso sucediera. El Papa, después de todo, no era más que un ser humano, pero el coronel había amoldado su asesoramiento a lo que su jefe deseaba oír, como todo buen funcionario, sin dejar de informarle de lo que precisaba saber. Su cargo realmente estaba revestido de mucho poder. Rozhdiéstvensky sabía que podía arruinar la carrera de los oficiales que no le gustaran, e influir significativamente en las operaciones. Si algún día la CIA intentaba reclutarlo, podría ser un agente de gran valor. Pero el coronel Rozhdiéstvensky era un patriota y, además, probablemente los norteamericanos no tenían la menor idea de quién era ni de lo que hacía. La CIA inspiraba más miedo del que merecía. Los norteamericanos carecían realmente de sensibilidad para el espionaje. Los ingleses la tenían, pero el KGB y sus predecesores habían logrado infiltrarlos con cierto éxito en el pasado. Hoy no tanto, lamentablemente. Todos los jóvenes comunistas de Cambridge de los años treinta eran ahora unos viejos que estaban cumpliendo condena en cárceles británicas o cobrando pacíficamente su pensión estatal, o tal vez pasando los últimos años de su vida en Moscú, como Kim Philby, considerado un borracho incluso por los moscovitas. Probablemente bebía porque sentía nostalgia de su país, echaba de menos el lugar donde había crecido, la comida, la bebida, los partidos de fútbol y los periódicos de los que siempre había discrepado filosóficamente. Qué terrible debe de ser la vida de un desertor, pensó Rozhdiéstvensky.
¿Qué voy a pedir?, se preguntó Zaitzev. ¿Dinero? La CIA probablemente pagaba muy bien a sus espías, más de lo que podría llegar a gastar en la vida. Lujos inimaginables. ¡Un magnetoscopio! Empezaban a aparecer en Rusia, fabricados sobre todo en Hungría, imitaciones de aparatos occidentales. Lo más difícil era conseguir cintas, especialmente las pornográficas, para las que había mayor demanda. Algunos de sus colegas del KGB hablaban de esas cosas. Zaitzev nunca había visto ninguna, pero sentía tanta curiosidad como cualquiera. Los dirigentes de la Unión Soviética eran muy conservadores. Quizá los miembros del Politburó fueran demasiado viejos para disfrutar del sexo y, por consiguiente, tampoco tenían por qué hacerlo los jóvenes.
Sacudió la cabeza. ¡Basta! Debía decidir qué decirle al norteamericano en el metro. Durante su almuerzo reflexionó sobre esa cuestión en la cafetería del KGB.