Andrópov llegó al Kremlin a las doce cuarenta y cinco para la reunión de la una. Su chófer condujo el ZIL hecho a mano por la imponente estructura de ladrillo de la puerta de Spasskiy, por los controles de seguridad y más allá de la guardia de honor de la división Tamanskiy, estacionada a las afueras de Moscú y utilizada principalmente para desfiles y ceremonias. Los soldados saludaron elegantemente, pero el gesto les pasó inadvertido a los ocupantes del vehículo. Se encontraban a ciento cincuenta metros de su destino, donde otro soldado sostenía la puerta abierta. Andrópov detectó su saludo y movió distraídamente la cabeza para que el brigada supiera que lo había visto, antes de entrar en el edificio de color amarillento. En lugar de subir por los peldaños de piedra, Andrópov giró a la derecha para subir en el ascensor hasta el primer piso, seguido de su ayudante, el coronel Rozhdiéstvensky, para quien éste sería el servicio oficial más interesante e intimidante desde que pertenecía al KGB.
Había más seguridad en los pisos superiores: oficiales uniformados y armados del Ejército Rojo, por si surgía algún problema. Pero no habría ningún problema en su ascenso a la secretaría general, pensó Andrópov. Esto no sería un golpe de Estado. Sería elegido por sus pares políticos, en la forma que la Unión Soviética gestionaba la transición del poder: de manera torpe y ruda, pero previsible. El de mayor capital político presidiría ese consejo de pares, porque confiarían en que no impusiera la fuerza de su voluntad y se rigiera por consenso colegial. Ninguno de ellos quería a otro Stalin, ni siquiera a otro Jruschov, que podría emprender hazañas aventureras. A esos hombres no les gustaban las aventuras. La historia les había enseñado que al apostar cabía la posibilidad de perder y ninguno de ellos había llegado tan lejos para perder algo, por poco que fuera. Eran los caciques en una nación de jugadores de ajedrez, para quienes la victoria era el resultado de hábiles movimientos realizados paciente y progresivamente durante varias horas, cuya conclusión parecería tan inevitable como la puesta del sol.
Ese era hoy uno de los problemas, pensó Andrópov cuando ocupaba su escaño junto al ministro de Defensa Ustínov. Ambos estaban cerca de la presidencia, en las sillas reservadas para los miembros del Consejo de Defensa, el Orborony soviético, que eran los cinco componentes más decanos del gobierno soviético, incluido Suslov, ministro de Ideología. Ustínov levantó la cabeza.
—Yuri —dijo el ministro a modo de saludo.
—Buenos días, Dmitri —respondió Andrópov, que ya había llegado a su escaño con el mariscal de la Unión Soviética.
Nunca obstruiría sus peticiones de fondos para las infladas y mal dirigidas fuerzas armadas soviéticas, que deambulaban torpemente por Afganistán como una ballena varada en la playa. Todos creían que probablemente acabarían por ganar. Después de todo, el Ejército Rojo nunca había fracasado… a no ser que uno recordara la primera incursión de Lenin en Polonia, en 1919, que acabó con la ignominia de una derrota aplastante. No, preferían recordar la derrota infligida a Hitler después de que los alemanes llegaron prácticamente hasta las puertas del propio Kremlin y cuyo avance sólo se detuvo gracias a la intervención del más fiel aliado de los rusos a lo largo de la historia: el General Invierno. Andrópov no era un fiel devoto de las fuerzas armadas soviéticas, pero seguían siendo un manto de seguridad para el resto del Politburó, porque se aseguraban de que el país obedeciera sus órdenes. No debido al amor, sino a que el Ejército Rojo poseía grandes cantidades de armamento. El KGB y el Ministerio del Interior también estaban bien armados para controlar al Ejército Rojo y evitar que se les ocurriera alguna idea extravagante. Para mayor seguridad, el KGB disponía además del Tercer Directorio, cuyo trabajo consistía en vigilar a todas y cada una de las compañías del Ejército Rojo. En otros países se denominaba revisión y control. Aquí era el control del terror.
Leonid Ilich Brézhnev fue el último en llegar, caminando como el viejo campesino que era, con el rostro antes varonil cubierto ahora de arrugas. Se acercaba a los ochenta, edad que podría alcanzar, pero que a juzgar por su aspecto no superaría. Eso era bueno y malo a la vez. No había forma de dilucidar lo que pululaba por su cerebro senil. En otra época había sido un hombre de gran poder personal, Andrópov lo recordaba claramente. Había sido un hombre vigoroso, aficionado a caminar por los bosques en busca de ciervos o incluso osos, un gran cazador. Pero ahora hacía años que no mataba nada, bueno, quizá seres humanos sí, aunque eran otros los que apretaban el gatillo. No obstante, no por ello se había suavizado con la edad, sino todo lo contrario. Sus ojos castaños eran todavía taimados, aún a la expectativa de alguna traición, que a veces descubría incluso cuando no existía. En la época de Stalin, esto significaba frecuentemente la pena de muerte. Pero no ahora. Ahora se limitaban a desposeer a la víctima, retirarle el poder y relegarla a una provincia lejana donde moriría de hastío.
—Buenas tardes, camaradas —dijo el secretario general con tanta amabilidad como su tono gruñón le permitía.
Por lo menos ya no se estilaba hacer abiertamente la pelota, con los cortesanos comunistas esforzándose por complacer al emperador marxista. Se podía perder media hora en esas bobadas y Andrópov tenía importantes asuntos que tratar.
Leonid Ilich había sido informado de antemano, y después de tomar un sorbo de té se dirigió al director del KGB:
—Yuri Vladimirovich, ¿tienes algo de qué hablarnos?
—Gracias, camarada secretario general. Camaradas —empezó a decir—, ha surgido algo que requiere nuestra atención. Hizo una seña al coronel Rozhdiéstvensky, que rodeó rápidamente la mesa a la vez que distribuía copias de la carta de Varsovia.
—Lo que tenéis ante vosotros es una carta remitida la semana pasada a Varsovia por el Papa de Roma. Considero que esto es una amenaza política potencial para nosotros.
Lo que tenía cada uno de ellos era una fotocopia del documento original, ya que algunos hablaban polaco, acompañada de una traducción literal al ruso, con notas a pie de página.
—Ya la he leído —dijo Alexándrov desde su alejado escaño de «candidato».
En deferencia al alto rango del enfermo terminal Mijáil Suslov, su escaño a la izquierda de Brézhnev y junto a Andrópov estaba vacío, pero sobre su lugar en la mesa había los mismos documentos que tenían los demás; tal vez Suslov los hubiera leído en su lecho de muerte y arremetiera una última vez desde el nicho que lo esperaba en el muro del Kremlin.
—Esto es un escándalo —exclamó inmediatamente el mariscal Ustínov, también cerca de los ochenta—. ¡Quién se ha creído que es ese sacerdote!
—Es polaco —les recordó Andrópov a sus colegas—, y considera que tiene la obligación de brindar protección política a sus ex compatriotas.
—¿De qué pretende protegerlos? —preguntó el ministro del Interior—. La amenaza en Polonia procede de sus propios contrarrevolucionarios.
—Y su gobierno no tiene suficientes agallas para enfrentarse a ellos. Ya os advertí el año pasado que deberíamos intervenir —dijo el primer secretario del partido de Moscú.
—¿Y si se resisten? —preguntó el ministro de Agricultura desde su escaño al fondo de la mesa.
—Podéis estar seguros de ello —reflexionó en voz alta el ministro de Exteriores—. Por lo menos opondrán resistencia política.
—¿Dmitri Fiódorovich? —dijo Alexándrov dirigiéndose al mariscal Ustínov, que vestía su uniforme militar con dos palmos de condecoraciones, incluidas dos estrellas de «Héroe de la Unión Soviética».
Había obtenido sus medallas por su valor político, no en el campo de batalla, pero era uno de los más listos de los presentes, que se había distinguido como comisario popular de armamento en la «gran guerra patriótica» y por haber contribuido a encaminar a la URSS hacia la era espacial. Su opinión era previsible, pero respetable por su sagacidad.
—La cuestión, camaradas, es si los polacos opondrían resistencia armada. Eso no supondría una amenaza militar, pero crearía una situación política sumamente embarazosa, tanto aquí como en el extranjero. Es decir, no podrían detener al Ejército Rojo en el campo de batalla, pero si lo intentaran, las repercusiones políticas serían graves. Por eso apoyé el año pasado nuestra decisión de aplicar presión política en Varsovia, que como recordaréis se llevó a cabo con éxito.
A sus setenta y cuatro años, Dmitri Fiódorovich había aprendido a ser cauteloso, por lo menos en lo concerniente a la política internacional. La preocupación implícita era el efecto que tendría dicha resistencia en los Estados Unidos de Norteamérica, que acostumbraban a meter las narices en lo que no era de su incumbencia.
—Eso podría perfectamente instigar agitación política en Polonia, según mis analistas —comentó Andrópov, y se sintió un ligero escalofrío en la sala.
—¿Qué gravedad reviste y hasta qué punto puede llegar a empeorar, Yuri Vladimirovich? —preguntó Brézhnev bajo sus frondosas cejas, que hablaba por primera vez.
—Polonia sigue siendo inestable, debido a elementos contrarrevolucionarios en su propia sociedad. Su sector laboral, en particular, está inquieto. Tenemos nuestras fuentes dentro de ese conciliábulo que denominan «solidaridad», y dicen que la agitación va en aumento. El problema con el Papa es que, si cumple su amenaza y se traslada a Polonia, los polacos dispondrán de un punto de concentración, y si son los suficientes, puede que intenten cambiar su forma de gobierno —respondió delicadamente el director del KGB.
—Eso no es aceptable —repuso sosegadamente Leonid Ilich, en un ambiente donde sólo se levantaba la voz para liberar el estrés personal y el tono tranquilo era mucho más peligroso—. Si Polonia cae, a continuación lo hará Alemania…
Seguida de todos los países del Pacto de Varsovia, lo cual dejaría a la Unión Soviética sin su zona de protección frente a Occidente. La OTAN era fuerte y lo sería aún más cuando entrara en efecto el nuevo crecimiento defensivo de Estados Unidos. Habían recibido ya información sobre ese asunto tan preocupante. Sabían que ya habían hecho entrega de sus nuevos tanques, que serían trasladados a Alemania Occidental, así como sus nuevos aviones. Lo más aterrador era el régimen intensivo de entrenamiento que recibían los soldados norteamericanos. Efectivamente parecían preparativos para avanzar hacia el este.
La caída de Polonia y Alemania supondría reducir el desplazamiento a territorio soviético en más de mil kilómetros, y no había un solo hombre en aquella mesa que no recordara la última vez que los alemanes habían penetrado en la Unión Soviética. A pesar de todas las protestas de que la OTAN no era más que una alianza defensiva, cuyo propósito era el de evitar que el Ejército Rojo llegara a los Campos Elíseos, para Moscú la OTAN y las demás alianzas norteamericanas eran como una enorme soga concebida para su cuello. Todos lo habían pensado detenidamente, y en realidad no necesitaban agregar inestabilidad política a sus problemas. Los comunistas, aunque no necesariamente tan fervientes como Suslov y su heredero ideológico Alexándrov, temían sobre todo que su pueblo se alejara de la fe verdadera, que constituía la fuente de su propio poder y gran comodidad personal. Todos habían llegado al poder a remolque de una revolución campesina, que había derrocado a la dinastía Romanov, o por lo menos eso se decían a sí mismos, a pesar de lo que contara realmente la historia, y no se hacían ninguna ilusión sobre cuál sería su propio destino en caso de una revuelta,
—De modo que ese cura polaco supone una amenaza —dijo Brézhnev cambiando de posición.
—Sí, camaradas, así es —afirmó Andrópov—. Esta carta es un verdadero ataque contra la estabilidad política en Polonia y, por consiguiente, contra la totalidad del Pacto de Varsovia. La Iglesia católica sigue teniendo mucho poder político en toda Europa, incluidos nuestros fraternales aliados socialistas. Si dimitiera del Papado y regresara a su patria, eso en sí constituiría una importantísima declaración política.
—En una ocasión, Iosif Visariónovich Stalin preguntó de cuántas divisiones disponía el Papa. La respuesta evidentemente es de ninguna, pero no podemos descartar su poder. Supongo que podríamos intentar disuadirlo mediante contactos diplomáticos…
—Eso sería una verdadera pérdida de tiempo —repuso inmediatamente el ministro de Asuntos Exteriores—. Siempre que hemos mantenido algún contacto diplomático ocasional con el propio Vaticano, nos han escuchado educadamente, se han expresado razonablemente y luego han hecho lo que se les ha antojado. No, no podemos influir en él, ni siquiera amenazando a la Iglesia. Interpretan las amenazas como si fueran retos.
Y eso puso las cartas boca arriba sobre la mesa. Andrópov le estaba agradecido al ministro de Asuntos exteriores, que también lo apoyaba en el asunto de la sucesión. Se preguntó perezosamente si Brézhnev sabía o si le preocupaba lo que sucediera después de su muerte; le preocuparía el destino y la protección de sus hijos, pero eso tenía fácil solución. Se les podría otorgar a todos ellos sinecuras en el partido para que no tuvieran que depender de nadie en el futuro.
—Yuri Vladimirovich, ¿qué puede hacer el KGB acerca de esta amenaza? —preguntó a continuación Brézhnev, mientras Andrópov reflexionaba agradecido sobre lo fácil que era de manejar.
—Quizá sea posible eliminar la amenaza eliminando a su autor —respondió el director en un tono pausado y frío.
—¿Matarlo? —preguntó Ustínov.
—Sí, Dmitri.
—¿Qué peligro supondría esto? —preguntó inmediatamente el ministro de Asuntos Exteriores, a quien le preocupaban este tipo de cosas como a todos los diplomáticos.
—No podemos evitarlo por completo, pero podemos controlarlo. Mi personal ha elaborado un concepto operativo, que consistiría en disparar al Papa durante una de sus comparecencias en público. He traído a mi ayudante, el coronel Rozhdiéstvensky, para que nos informe al respecto. Con vuestro permiso, camaradas. Aleksey Nikolay'ch —agregó después de que todos asintieran.
—Camaradas —dijo el coronel después de levantarse para dirigirse al atril, procurando controlar el temblor de sus rodillas—, la operación no tiene nombre, ni lo tendrá por razones de seguridad. El Papa aparece en público todos los miércoles por la tarde. Generalmente circula por la plaza de San Pedro en un vehículo que no ofrece protección alguna contra un atentado y se acerca a tres o cuatro metros de la multitud allí reunida.
Rozhdiéstvensky había elegido cuidadosamente sus palabras. Todos los presentes que estaban situados alrededor de aquella mesa estaban familiarizados con la Biblia y con su terminología. Uno no podía criarse, ni siquiera en ese país, sin adquirir cierto conocimiento del cristianismo, aunque sólo fuera para detestarlo.
—La cuestión, por consiguiente —prosiguió el coronel, consiste en cómo hacer llegar a un hombre con una pistola a la primera línea de los espectadores, con el fin de que pueda efectuar su disparo a una distancia suficientemente corta para que sea probablemente certero.
—¿No «seguro»? —preguntó con cierta indignación el ministro del Interior.
Rozhdiéstvensky hizo un esfuerzo para no destemplarse.
—Camarada ministro, raramente tratamos con certezas absolutas. Ni siquiera un experto en armas cortas puede garantizar un disparo perfecto contra un blanco en movimiento, y las realidades tácticas no le permitirán apuntar cuidadosamente. El asesino deberá sacar rápidamente el arma de donde la tenga escondida y disparar. Puede que logre efectuar dos, o incluso tres disparos, antes de que lo inmovilice la muchedumbre. En ese momento, un segundo agente matará al asesino por la espalda con una pistola con silenciador y luego se dará a la fuga. De ese modo no quedará nadie para hablar con la policía italiana. Utilizaremos a nuestros aliados socialistas búlgaros para seleccionar al asesino, hacerlo llegar al lugar adecuado y luego eliminarlo.
—¿Cómo huirá nuestro amigo búlgaro, dadas las circunstancias? —quiso saber Brézhnev.
Andrópov se percató de que su conocimiento personal de las armas de fuego le permitía eludir los aspectos técnicos.
—Es probable que la muchedumbre se concentre en el asesino y no preste atención al disparo del agente secreto que se efectúe a continuación. Será prácticamente silencioso y habrá mucho ruido del gentío. Luego retrocederá y huirá —explicó Rozhdiéstvensky—. El agente que queremos utilizar tiene mucha experiencia en esta clase de operaciones.
—¿Tiene un nombre? —preguntó Alexándrov.
—Sí, camarada, y se lo puedo facilitar si lo desean, pero por razones de seguridad…
—Correcto, coronel —intervino Ustínov—. En realidad no necesitamos saber su nombre, ¿verdad, camaradas?
Todos asintieron alrededor de la mesa. Para esos hombres, el secretismo era algo tan natural como orinar.
—¿Y por qué no un francotirador? —preguntó el ministro del Interior.
—Correríamos el riesgo de que lo descubrieran. La fuerza de seguridad del propio Vaticano, mercenarios suizos, patrulla por los edificios alrededor de la plaza y…
—¿Son buenos esos milicianos suizos? —preguntó alguien.
—¿Hay que ser bueno para ver a un hombre con un rifle y dar la voz de alarma? —respondió razonablemente Rozhdiéstvensky—. Camaradas, cuando se organiza una operación como ésta, se procuran mantener las variables rigurosamente bajo control. La complejidad es un peligroso enemigo en toda empresa de ese género. Como está planeado, sólo precisamos introducir a dos hombres en una muchedumbre de millares de personas y lograr que se acerquen todo lo posible al Papa. Luego es sólo cuestión de efectuar el disparo. Es fácil ocultar una pistola entre la ropa holgada. No se somete al público a ninguna clase de control ni de cacheo. Sí, camaradas, éste es el mejor plan que podernos elaborar, a no ser que quieran mandar a un pelotón de soldados del Spetsnaz a los apartamentos del Vaticano. Evidentemente, eso funcionaría, pero sería imposible ocultar una operación semejante. Esta misión, si se realiza, depende sólo de dos personas, de las cuales sólo una sobrevivirá y casi con toda certeza huirá tranquilamente.
—¿Qué nivel de fiabilidad tienen los participantes? —preguntó el presidente de la Comisión de Control del partido.
—El oficial búlgaro ha matado personalmente a ocho hombres y tiene buenos contactos en la comunidad criminal turca, donde seleccionará a nuestro asesino.
—¿Un turco? —preguntó alguien del partido.
—Sí, un musulmán —confirmó Andrópov—. Es mucho mejor para nosotros que se le pueda atribuir la operación a un turco mahometano, ¿no les parece?
—Eso no nos perjudicaría —afirmó el ministro de Asuntos Exteriores—. En realidad, podría incrementar el aspecto barbárico del islam a los ojos de Occidente. Eso induciría a Norteamérica a aumentar su apoyo a Israel y molestaría a los países musulmanes donde compran su petróleo. El plan está revestido de una elegancia que me resulta atractiva, Yuri.
—La complejidad del plan se limita enteramente a sus consecuencias —observó el mariscal Ustínov—, no a su propia realización.
—Correcto, Dmitri —confirmó Andrópov.
—¿Qué probabilidades existen de que se relacione esta operación con nosotros? —preguntó el secretario del partido ucraniano.
—Si lo único que dejamos es a un turco muerto, será muy difícil establecer conexiones —respondió el director del KGB—. Esta operación no tiene nombre. El número de personas involucradas es inferior a veinte y la mayoría estamos ahora en esta sala. No habrá constancia escrita. Camaradas, la seguridad de esta operación será absoluta. Debo insistir en que ninguno de vosotros se lo comente a nadie. Ni a vuestras esposas, ni a vuestros secretarios particulares, ni a vuestros asesores políticos. De ese modo no habrá filtraciones. No olvidemos que los servicios de Inteligencia occidentales siempre intentan descubrir nuestros secretos. En este caso, no podernos permitir que ocurra.
—Deberías haber limitado esta discusión al Consejo de Defensa —reflexionó Brézhnev en voz alta.
—Lo pensé, Leonid Ilich —respondió Andrópov—, pero las implicaciones políticas de este asunto requieren la atención de todo el Politburó.
—Comprendo —asintió el secretario general, pero sin llegar a comprender que Andrópov había elegido cuidadosamente dicha vía para no parecer un aventurero ante los ojos de quienes en un futuro próximo lo elevarían a la presidencia—. Muy bien, Yuri. No tengo ninguna objeción —concluyó pensativamente Brézhnev.
—Sigue siendo una perspectiva peligrosa —dijo el secretario de la república socialista soviética rusa federada—. Debo reconocer que no me siento plenamente cómodo con este plan.
—Gregoriy Vasiliyevich —respondió el jefe del partido ucraniano—, en lo que concierne a Polonia, si su gobierno cae, yo sufriré consecuencias que no me resultan atractivas. Y tú estás en la misma situación —advirtió—. Si ese polaco regresa a su país, los resultados podrían ser desastrosos para todos nosotros.
—Soy consciente de ello, pero el asesinato de un jefe de Estado no debe tomarse a la ligera. Creo que antes deberíamos avisarlo; hay formas de llamar su atención.
El ministro de Asuntos Exteriores meneó la cabeza.
—Ya lo he dicho antes, sería perder el tiempo. Los hombres como él no comprenden lo que significa la muerte. Podríamos amenazar a los miembros de su iglesia en los países del Pacto de Varsovia, pero con toda probabilidad eso surtiría el efecto contrario al deseado. Nos colocaría en la peor situación posible, con las consecuencias de atacar a la Iglesia católica y sin la opción de eliminar a ese problemático sacerdote. No —insistió, negando con la cabeza—, si hay que hacerlo, debe hacerse bien, decisivamente y con rapidez. Yuri Vladimirovich, ¿cuánto tiempo se necesita para llevar a cabo esta misión?
—¿Coronel Rozhdiéstvensky? —preguntó el director del KGB.
Todas las miradas se centraron en el coronel y éste procuró mantener un tono de voz nivelado. Estaba en aguas muy profundas para un mero coronel. Toda la operación descansaba ahora sobre sus hombros, lo cual era una posibilidad que nunca había considerado plenamente. Pero si aspiraba a conseguir sus estrellas de general, no le quedaba más remedio que aceptar la responsabilidad.
—Camarada ministro, calculo unas cuatro o seis semanas si hoy autorizan ustedes la operación y se informa debidamente al Politburó búlgaro. Utilizaremos a uno de sus agentes, para lo cual su permiso es necesario.
—¿Andrey Andreievich? —preguntó Brézhnev—. ¿Qué cooperación cabe esperar de Sofía?
El ministro de Asuntos Exteriores reflexionó un instante antes de responder.
—Eso dependerá de lo que les pidamos y de cómo lo hagamos. Si les revelamos el propósito de la operación, puede que titubeen un poco.
—¿Podemos pedir su cooperación sin revelarles el propósito de la misma? —preguntó Ustínov.
—Creo que sí. Podemos ofrecerles simplemente cien nuevos tanques o algunos cazas, como gesto de solidaridad socialista —sugirió el ministro de Asuntos Exteriores.
—Seamos generosos —dijo Brézhnev—. Estoy seguro de que en el Ministerio de Defensa tienen alguna solicitud pendiente, ¿me equivoco, Dmitri?
—¡Permanentemente! —confirmó el mariscal Ustínov—. ¡Nunca dejan de pedir más tanques y más MiGs!
—Entonces cargad los tanques en un tren y mandadlos a Sofía. Camaradas, tenemos que votar —dijo el secretario general del Politburó.
Los once miembros con voz y voto se sintieron ligeramente presionados. Los siete «candidatos», sin voto, se limitaron a observar y a asentir.
Como de costumbre, el voto fue unánime. Nadie votó en contra, a pesar de que algunos ocultaban dudas en su silencio. En esta sala, nadie quería alejarse demasiado del espíritu colectivo. Aquí el poder estaba tan circunscrito como en cualquier otro lugar del mundo, hecho acerca del que raramente reflexionaban y sobre el que nunca actuaban.
—Muy bien —dijo Brézhnev dirigiéndose a Andrópov—. El KGB está autorizado a realizar esta operación y que Dios tenga piedad de su alma polaca —agregó con cierta ligereza campesina—. ¿Algo más?
—Camarada, con tu permiso… dijo Andrópov al tiempo que el jefe asentía—. Nuestro hermano y amigo Mijáil Andreievich Suslov abandonará pronto esta vida, después de un prolongado y fiel servicio al partido que todos apreciamos. Su escaño ya está vacío debido a su enfermedad y es preciso ocuparlo. Yo propongo a Mijáil Yevgeniyevich Alexándrov como nuevo secretario del Comité Central de Ideología y miembro de pleno derecho con voz y voto en el Politburó.
Alexándrov logró incluso ruborizarse. Levantó las manos y habló con absoluta sinceridad:
—Camaradas, mi amigo, nuestro amigo, está todavía vivo. No puedo ocupar su escaño mientras siga vivo.
—Está muy bien lo que dices, Misha —observó el secretario general, utilizando el diminutivo cariñoso de su nombre de pila—. Pero Mijáil Andreievich está gravemente enfermo y le queda poco tiempo de vida. Sugiero que posterguemos momentáneamente la moción de Yuri. Dicho nombramiento, evidentemente, deberá ser ratificado por el conjunto del Comité Central.
Pero eso, como todos sabían, no llegaba siquiera a mera formalidad. Brézhnev acababa de dar su visto bueno a la promoción de Alexándrov y eso era todo lo que se precisaba.
—Gracias, camarada secretario general.
Y ahora Alexándrov podía contemplar la silla vacía que estaba a la izquierda de Brézhnev, consciente de que dentro de pocas semanas sería oficialmente suya. Lloraría como todos los demás cuando Suslov muriera y sus lágrimas serían igualmente frías. E incluso Mijáil Andreievich lo comprendería. Su mayor problema consistía ahora en enfrentarse a la muerte, el más descomunal de los misterios de la vida, y preguntarse qué había más allá. Todos los presentes deberían enfrentarse a eso, pero en su caso estaba suficientemente lejano, en principio, para olvidarlo. Esa era una de las diferencias entre ellos y el Papa, de cuya muerte pronto serían responsables, pensó Yuri Andrópov.
La sesión se levantó poco después de las cuatro de la tarde. Se despidieron como siempre con cumplidos y apretones de manos, antes de emprender cada uno su camino. Andrópov, seguido del coronel Rozhdiéstvensky, tardó un poco en salir. Pronto sería el último en hacerlo, como era prerrogativa del secretario general.
—Camarada director, tenga la bondad de disculparme un momento —dijo Rozhdiéstvensky antes de dirigirse al servicio.
Al cabo de un minuto y medio regresó, claramente aliviado.
—Lo ha hecho muy bien, Aleksey —dijo Andrópov cuando reemprendieron la marcha por la escalera, en lugar de coger el ascensor. ¿Qué impresión le ha causado?
—El camarada Brézhnev está más frágil de lo que imaginaba.
—Sí, es cierto. No le ha servido de mucho dejar de fumar —dijo Andrópov mientras se metía la mano en el bolsillo en busca de sus Marlboro, ya que ahora no fumaban en las reuniones del Politburó por deferencia a Leonid Ilich, y el director del KGB necesitaba un cigarrillo inmediatamente—. ¿Algo más?
—Ha sido asombrosamente consensual. Supongo que esperaba más discrepancias, más discusión.
Las discusiones entre espías en el número dos de la plaza Dzerzhinskiy eran mucho más animadas, especialmente cuando hablaban de operaciones.
—Son todos muy cautelosos, Aleksey. Los que tienen tanto poder al alcance de la mano siempre lo son, como corresponde. Pero a menudo no actúan porque temen hacer algo nuevo y diferente.
Andrópov sabía que su país necesitaba cosas nuevas y diferentes, y se preguntaba lo difícil que sería para él llevarlas a cabo.
—Pero, camarada director, nuestra operación…
—Eso es distinto, coronel. Cuando se sienten amenazados, entonces pueden actuar. Temen al Papa. Y probablemente hacen bien, ¿no le parece?
—Camarada director, sólo soy un coronel. Mi función es servir, no mandar.
—Siga así, Aleksey. Es más seguro.
Andrópov entró en el coche, se sentó y se sumió inmediatamente en sus pensamientos.
Al cabo de una hora, Zaitzev concluía su jornada laboral y esperaba su relevo. El coronel Rozhdiestvensky apareció junto a él sin previo aviso.
—Capitán, necesito mandar esto a Sofía inmediatamente —dijo el coronel—. ¿Ve alguien más estos mensajes? preguntó después de hacer una pausa.
—No, camarada coronel. El titular del mensaje lo identifica como algo sólo para mí. Así consta en las ordenanzas.
—Bien. Que siga así —dijo, entregándole el documento.
—A sus órdenes, camarada coronel.
Zaitzev vio cómo se marchaba. Apenas disponía de tiempo para el encargo antes de retirarse.
ALTO SECRETO
INMEDIATO Y URGENTE
DE: DIRECCIÓN, MOSCÚ CENTRO
A: DELEGADO DE SOFÍA
REFERENCIA: IDENTIFICADOR OPERATIVO 15-8-82-666
OPERACIÓN APROBADA. PRÓXIMO PASO APROBACIÓN INTERMEDIA POLITBURÓ BÚLGARO. ESPERA PLENA APROBACIÓN DENTRO DE DIEZ DÍAS A LO SUMO. SIGUE PLANEANDO OPERACIÓN.
FIN.
Zaitzev vio salir el télex y a continuación entregó una copia a un mensajero para que la llevara en mano al piso superior. Luego se retiró a paso un poco más ligero que de costumbre. En la calle sacó su paquete de Trud del bolsillo para fumar otro cigarrillo antes de bajar por la escalera mecánica al andén del metro. Entonces consultó el reloj de pared. Se percató de que había caminado demasiado deprisa y dejó que se le escapara el primer tren, mientras manoseaba como pretexto su paquete de cigarrillos por si alguien lo estaba obseRyando, aunque si alguien lo hacía, ya era hombre muerto. Le temblaron las manos sólo de pensar en ello. El próximo tren salió del túnel a la hora en punto y se subió al vagón apropiado, entre una quincena aproximada de trabajadores como él…
Y ahí estaba, leyendo un periódico, con el impermeable desabrochado y la mano derecha sujeta a la barra cromada del techo.
Zaitzev se le acercó. En la mano derecha llevaba la segunda nota, que acababa de sacar de su paquete de cigarrillos. Se percató tardíamente de que llevaba una corbata verde brillante, sujeta con una aguja dorada. Vestía un traje castaño, una camisa blanca de aspecto caro y el periódico ocultaba su cara. No volvió la cabeza y Zaitzev siguió acercándosele.
Una de las cosas que Ed Foley había aprendido en La Granja había sido a perfeccionar su visión periférica. Con entrenamiento y práctica, en realidad uno podía llegar a ampliar el campo de visión más de lo que parecía. Durante su entrenamiento en la CIA había aprendido a leer los números de las casas cuando caminaba por una calle sin volver la cabeza. Era como montar en bicicleta; cuando uno lo había aprendido, bastaba con concentrarse para hacerlo cuando fuera necesario. Y así fue como vio a alguien que se le acercaba lentamente. Era un varón blanco, de metro ochenta aproximadamente, corpulencia media, ojos y pelo castaños, ropa pardusca y necesitaba un corte de pelo. No vio el rostro con suficiente claridad para recordarlo, o identificarlo en una rueda de reconocimiento, pero se percató de que sus facciones eran eslavas. Expresión impasible, pero sus ojos definitivamente lo miraban. Foley no permitió que variara el ritmo de su respiración, aunque puede que aumentaran los latidos de su corazón.
Adelante, Iván. Llevo la jodida corbata verde, como me lo pediste. Había subido en la estación adecuada. La central del KGB estaba a sólo una manzana de la boca del metro. Sí, probablemente era un espía. No se trataba de una trampa. Si perteneciera al Segundo Directorio, lo habrían organizado de otro modo. Eso era demasiado evidente, chapucero, no como lo haría el KGB. Habrían elegido otra estación del metro.
Ese individuo es realmente auténtico, se dijo a sí mismo Foley. Se obligó a ser paciente, lo cual no fue fácil siquiera para un agente experimentado como él, pero respiró hondo imperceptiblemente y esperó, al tiempo que ordenaba a las terminaciones nerviosas de su piel que comunicaran el más leve cambio de peso de su impermeable sobre sus hombros…
Zaitzev miró a su alrededor tan desinteresadamente como supo. Nadie le prestaba atención, ni miraba vagamente hacia él. Entonces deslizó su mano derecha en el bolsillo abierto con rapidez, aunque no excesiva. Luego la retiró.
Bien, Iván, ¿qué dice en esta ocasión tu mensaje?, pensó Foley mientras su corazón se saltaba un par de latidos.
Una vez más tenía que ser paciente. No tendría sentido hacer que mataran a ese individuo. Si pertenecía realmente al Mercury ruso, no había forma de prever lo importante que aquello podía ser. Como cuando algo mordía por primera vez el anzuelo en alta mar, que podía ser un pez espada, un tiburón, o una bota perdida. Si era un bonito pez espada azulado, ¿qué tamaño tendría? Pero no podía tirar todavía del sedal hasta que hubiera mordido el anzuelo. Eso, si sucedía, ocurriría más adelante. La fase de reclutamiento en las operaciones de campo, que consistía en convertir a algún inocente ciudadano soviético en un agente, en una fuente de información para la CIA, en un espía, era más difícil que ligar en una recepción de las juventudes católicas. El verdadero arte consistía en no dejar a la chica embarazada, o al agente muerto. Las reglas del juego consistían en empezar por un baile rápido, luego uno lento, más adelante un beso, seguido del primer manoseo, y entonces, con suerte, desabrocharle la blusa y…
Cesó el sueño cuando el tren se detuvo. Foley soltó la mano de la barra y miró a su alrededor…
Y ahí estaba, mirándolo, y archivó su rostro en su álbum fotográfico mental.
No muy hábil, muchacho. Eso podría costarte la vida. Nunca mires directamente a tu enlace en un lugar público, pensó Foley cuando pasaba junto a él sin prestarle atención, por el camino más largo hasta la puerta.
A Zaitzev le impresionó el norteamericano. Había visto a su nuevo contacto ruso, pero sin revelar nada en los ojos, ni siquiera mirarlo directamente, pero cruzándose con él hacia el fondo del vagón. Y de pronto el norteamericano se había alejado. Sé lo que espero que seas, deseó Oleg Ivan'ch con toda la fuerza de su mente.
Después de ascender cinco metros, ya en la calle, Foley se negaba todavía a permitir que su mano se metiera en el bolsillo de su impermeable. Estaba seguro de que otra mano había penetrado en el mismo; lo había percibido. Y ese ruso, quienquiera que fuese, no lo había hecho en busca de dinero.
Foley pasó frente al guardia de la puerta, entró en el edificio y subió en el ascensor. Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Sólo después de cerrarla a su espalda se llevó la mano al bolsillo.
Mary Pat estaba allí, obseRyando su rostro, y vio el destello descuidado de comprobación y descubrimiento.
Sacó la nota del bolsillo. Como la vez anterior, se trataba de un formulario para un mensaje y en él había algo escrito. Lo leyó y releyó de inmediato, e incluso por tercera vez antes de entregárselo a su esposa.
A Mary Pat también se le iluminó la mirada.
Era un pescado, pensó Foley, puede que grande. Y pedía algo considerable. Quienquiera que fuese, no era estúpido. No sería fácil organizar lo que quería, pero podría hacerlo. Sólo significaría enojar al brigada y sobre todo enojarlo visiblemente, porque la embajada estaba siempre vigilada. Algo como eso no podría parecer rutinario, ni deliberado, pero tampoco debía ser una actuación merecedora de un Oscar: Estaba seguro de que los marines podrían hacerlo. Cogió la mano de Mary Pat entre las suyas.
—Hola, cariño —dijo para los micrófonos.
—Hola, Ed —respondió su esposa mientras le indicaba con la mano que aquel individuo era genuino.
Ed asintió con la cabeza.
—¿Mañana por la mañana? —preguntó Mary Pat por signos, y Ed asintió de nuevo.
—Cariño, debo volver a la embajada. Maldita sea, me he dejado algo sobre la mesa.
Mary Pat levantó un pulgar a modo de respuesta.
—No tardes. Estoy preparando la cena. He comprado un buen trozo de carne para asar en la tienda finlandesa. Con patatas al horno y mazorcas de maíz.
—Parece apetitoso —respondió Ed—. Media hora como mucho.
—Bien, date prisa.
—¿Dónde están las llaves del coche?
—En la cocina.
Ambos caminaron en dicha dirección.
—¿Debo marcharme sin un beso? —preguntó Ed en su mejor tono de marido sometido.
—Supongo que no —respondió juguetonamente su esposa. ¿Algo interesante hoy en el trabajo?
—Sólo ese tal Prince, del Times.
—Es un cretino.
—¿A mí me lo dices? Hasta luego, cariño.
Foley se dirigió a la puerta, todavía con su impermeable.
Al salir saludó con la mano al guardia de la puerta, e hizo una mueca de frustración para dar la impresión adecuada. Los guardias probablemente tomaban nota de sus entradas y salidas, puede que incluso llamaran a alguien, y con un poco de suerte cotejarían su desplazamiento a la embajada con las grabaciones del piso, y los chupatintas del Segundo Directorio pondrían una cruz en el lugar adecuado del formulario de vigilancia, confirmando que Ed Foley efectivamente había metido la pata y había olvidado algo en su despacho. Debería acordarse de llevar una carpeta en el asiento del Mercedes a su regreso. Los espías se ganaban esencialmente la vida recordándolo todo y no olvidando nada.
A esa hora de la tarde, el desplazamiento en coche a la embajada fue más rápido que en el metro, pero eso era algo incorporado a su rutina laboral. A los pocos minutos entró por la puerta de la embajada, frente al centinela de los marines, cogió una tarjeta de visitante antes de entrar corriendo entre otros marines y subió a su despacho. Allí levantó el teléfono e hizo una llamada mientras cogía una carpeta e introducía en la misma un ejemplar del International Herald Tribune.
—Sí, ¿Ed? —respondió la voz de Dominic Corso, uno de sus agentes de campo.
Corso, en realidad mayor que su jefe, figuraba oficialmente como agregado comercial. Trabajaba en Moscú desde hacía tres años y estaba bien considerado por el jefe de la delegación. También era neoyorquino, nacido en el municipio de Richmond, en Staten Island, y era hijo de un detective de la policía de Nueva York. Tenía el aspecto de lo que era, un mulato neoyorquino, pero bastante más listo de lo que los racistas estarían dispuestos a reconocer. Tenía los penetrantes ojos castaños de un viejo zorro rojo, pero disimulaba su inteligencia.
—Necesito que hagas algo.
—¿De qué se trata?
Foley se lo contó.
—¿Hablas en serio? —preguntó, por tratarse de algo inusual.
—Sí.
—Bien, se lo diré al brigada. Me preguntará por qué. El brigada Tom Drake, suboficial al mando del contingente de marines de la embajada, sabía para quién trabajaba Corso.
—Dile que se trata de una broma, pero que es importante.
—De acuerdo —asintió Corso. ¿Algo que yo necesite saber?
—No de momento.
Corso parpadeó. Pensó que debía de tratarse de un asunto delicado si el jefe no compartía la información, pero eso no era inusual. En la CIA, a menudo uno no sabía lo que hacía su propio equipo. No conocía demasiado bien a Foley, pero sí lo suficiente para respetarlo.
—Bien, iré a verlo ahora.
—Gracias, Dom.
—¿Cómo le sienta al niño la vida en Moscú? —preguntó el agente de campo de camino a la puerta.
—Se va adaptando. Le gustará más cuando haya aprendido a patinar un poco. Realmente le gusta el hockey.
—Bueno, para eso está en la ciudad adecuada.
—No cabe la menor duda —dijo Foley mientras se ponía de pie y cogía su carpeta. Vamos a resolver esto, Dom.
—Inmediatamente, Ed. Hasta mañana.