El despertador sonó y ambos lo oyeron. Ed Foley se levantó para dirigirse al baño, que dejó pronto libre para su esposa, antes de ir a despertar a Eddie, mientras Mary Pat empezaba a preparar el desayuno. El pequeño encendió inmediatamente el televisor y sintonizó el programa de gimnasia matutino que parecen emitir en todas las ciudades del mundo, dirigido, también como en todo el mundo, por una mujer con un cuerpo impresionante, que parecía capaz de superar cómodamente las pruebas físicas de la academia de zapadores del ejército en Fort Banning, Georgia. Eddie había visto la serie de Lynda Carter en la televisión por cable en su casa de Norteamérica, por lo que la llamaba «monitora». Mary Pat opinaba que el pelo rubio de la rusa era producto de la química, mientras que Ed pensaba que dolía sólo de pensar en lo que hacía. Pero sin ningún periódico respetable ni página deportiva que leer, no tenía dónde elegir y semivegetaba frente al televisor, mientras su hijo disfrutaba hasta el final del programa para despertarse y sudar. El jefe de la delegación se percató de que el programa se emitía en directo. Por consiguiente, quienquiera que fuese esa mujer, debía de levantarse a las cuatro de la madrugada y probablemente aquel era también su ejercicio matutino. Bueno, por lo menos era verídico. Su marido debía de ser un paracaidista del Ejército Rojo, al que ella probablemente podía dar una buena paliza, pensó Ed Foley a la espera de las noticias.
Empezaban a las seis y media. El truco consistía en verlas y luego intentar deducir lo que sucedía realmente en el mundo, al igual que en Norteamérica, pensó el agente de la CIA con un refunfuño matutino. En la embajada vería el Early Bird, que mandaban desde Washington por fax de seguridad para los altos cargos diplomáticos. Para un norteamericano, vivir en Moscú era como estar en una isla desierta. Por lo menos disponían de una antena parabólica en la embajada, que les permitía recibir la CNN y otras cadenas, gracias a lo cual se sentían, prácticamente, como personas reales.
El desayuno era el desayuno. Al pequeño Eddie le gustaban los Frosted Flakes, con leche procedente de Finlandia, porque su madre no confiaba en el colmado del barrio y la tienda «sólo para extranjeros» estaba cerca de su casa. Ed y Mary Pat no hablaban mucho durante el desayuno a causa de los micrófonos que plagaban sus paredes. Nunca hablaban en casa de asuntos importantes, salvo mediante el lenguaje de los sordomudos y nunca delante de su hijo, porque los pequeños eran incapaces de guardar ningún tipo de secreto. En cualquier caso, sus vigilantes del KGB probablemente ya estaban completamente aburridos de los Foley, ya que ambos dedicaban gran parte de su tiempo al trabajo, e introducían sólo suficiente variedad en su conducta para parecer norteamericanos. Pero una cantidad limitada. Nunca excesiva. Lo habían planeado cuidadosa y meticulosamente en Langley, con la ayuda de un desertor del Segundo Directorio del KGB.
Mary Pat había preparado la ropa de su marido sobre la cama, incluida la corbata verde que llevaría con su traje de color castaño. Al igual que al presidente, su esposa consideraba que a Ed le sentaba bien el castaño. Volvería a ponerse también un impermeable, que llevaría suelto y desabrochado por si le pasaban de nuevo algún mensaje, y no bajaría la guardia en todo el día.
—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó a su esposa en la sala de estar.
—Lo de siempre. Puede que me encuentre con Penny después del almuerzo.
—Bien, salúdala de mi parte. Tal vez podamos cenar juntos más adelante, algún día de esta semana.
—Buena idea —respondió Mary Pat. Quizá puedan explicarme cómo funciona eso del rugby.
—Es igual que el fútbol americano, cariño, sólo que las reglas son un poco estúpidas —explicó el jefe de la delegación—. Bien, voy a contentar a los periodistas.
—De acuerdo —respondió Mary Pat con una carcajada y la mirada fija en las paredes—. Aquel individuo del Boston Globe es un idiota.
En la calle hacía un tiempo bastante agradable, con sólo un asomo de frío en el aire que anticipaba la próxima llegada del otoño. Foley saludó con la mano al guardia de la puerta, de camino a la estación. El vigilante de servicio de la mañana llegaba incluso a sonreír de vez en cuando. Evidentemente había pasado demasiado tiempo entre extranjeros, o tal vez eso formaba parte del entrenamiento del KGB. Llevaba el uniforme de la milicia moscovita, la policía local, pero a Foley le parecía demasiado inteligente para ser un simple agente uniformado. Los moscovitas sentían bastante desprecio por su policía local y dicho empleo no atraería a las personas más brillantes.
Poco tardó en recorrer las dos manzanas que separaban su casa de la estación del metro. Cruzar las calles en Moscú era bastante seguro, mucho más que en Nueva York, debido a la escasez de coches privados. Afortunadamente, porque los conductores rusos hacían que los italianos parecieran prudentes y ordenados. Los conductores de los omnipresentes volquetes, a juzgar por su uso de la vía pública, parecían ex conductores de tanques. Compró un ejemplar del Pravda en el quiosco y bajó por la escalera mecánica. Como correspondía a un hombre de costumbres fijas, llegaba a la estación todas las mañanas exactamente a la misma hora y consultaba el reloj de pared para comprobarlo. Los metros circulaban con una precisión inhumana y subió a su tren a las siete y cuarenta y tres en punto. No había vuelto la cabeza. Hacía demasiado tiempo que estaba en Moscú para comportarse como un turista, y calculó que para el agente del KGB que lo vigilaba eso convertiría a ese norteamericano en algo tan poco interesante como las gachas de alforfón que comían los rusos para desayunar, junto con su repugnante café. El control de calidad era algo que los soviéticos reservaban para sus armas nucleares y programas espaciales, aunque Foley tenía sus dudas en ese sentido, a juzgar por lo que había visto en esa ciudad, donde sólo el metro parecía funcionar correctamente. Era una extraña combinación de cosas al azar y de precisión germánica. Allí uno podía ver lo bien que funcionaban las cosas según su propósito y las operaciones de inteligencia gozaban de la máxima prioridad, con el fin de evitar que los enemigos de los soviéticos descubrieran no lo que tenían, sino aquello de lo que carecían. Foley disponía del agente Cardenal para informarlo a él y a su país de lo que disponía la Unión Soviética en el campo militar. Por regla general, la información era sabrosa, debido sobre todo a que cuanto más se aprendía menos había de qué preocuparse. No, allí lo más importante era la inteligencia política, porque por retrasados que fueran, seguían siendo suficientemente grandes para causar problemas, si no se los contrarrestaba desde el principio. Actualmente, la mayor preocupación en Langley estaba relacionada con el Papa. Evidentemente había hecho algo que podía resultar embarazoso para los rusos. Y a los soviéticos les gustaba tan poco como a los políticos norteamericanos sentirse incómodos en la arena política, tan poco que podían recurrir al Washington Post para vengarse. A Ritter y a Moore les preocupaba enormemente lo que pudieran hacer los rusos y especialmente cómo pudiera reaccionar Yuri Andrópov. Ed Foley no sentía ninguna debilidad por ese personaje en particular. Al igual que la mayoría en la CIA, sólo conocía su rostro, su nombre y sus evidentes problemas hepáticos, que habían trascendido gracias a algún medio desconocido por el jefe de la delegación. Tal vez los británicos… si es que uno podía confiar en ellos, reflexionó Ed. Debía confiar en ellos, pero tenían algo que le inquietaba. Quizá ellos también tuvieran dudas con respecto a la CIA. Ese juego era una locura. Ojeó la primera página; nada sorprendente, aunque el artículo sobre el Pacto de Varsovia era ligeramente interesante. Todavía les preocupaba la OTAN. Puede que les inquietara la posibilidad de que el ejército alemán marchara de nuevo hacia el este. Ciertamente eran bastante paranoicos… Probablemente, la paranoia se había inventado en Rusia. Quizá Freud la hubiera descubierto en un viaje a ese país, pensó mientras escudriñaba su entorno en busca de alguien que lo mirara, pero decidió que nadie lo hacía. ¿Era posible que el KGB hubiera dejado de seguirlo? Cabía esa posibilidad, pero era improbable. Si alguien, o con mayor probabilidad un equipo le vigilaba, sus componentes debían de ser expertos, ¿pero para qué utilizar expertos para vigilar a un agregado de prensa? Foley dio un suspiro. ¿Se preocupaba demasiado, o no era suficientemente paranoico? ¿Y cómo distinguir lo uno de lo otro? ¿Se habría expuesto a una operación de señuelo al ponerse la corbata verde? ¿Cómo diablos podía saberlo?
Si se había quemado, también lo había hecho su esposa, y eso estropearía dos prometedoras carreras en la CIA. El y Mary Pat eran la pareja favorita de Bob Ritter, el equipo universitario, los jóvenes profesionales de Langley, y ésa era una reputación que ambos debían proteger cuidadosamente y también incrementar. El propio presidente de Estados Unidos leería sus informes y tal vez tomaría decisiones basadas en la información que contenían; decisiones importantes que podrían afectar a la política de su país. Sin embargo, no debían pensar demasiado en dicha responsabilidad; podía volverlo a uno loco, convertirlo en excesivamente cauteloso, tan cauteloso que no consiguiera nunca nada. El verdadero problema en los servicios de Inteligencia consistía en situar la barrera entre la circunspección y la eficacia. Si uno se inclinaba demasiado en un sentido, nunca obtenía nada útil. Si lo hacía en el contrario, se quemaban él y sus agentes, lo que en ese país significaba una muerte segura para aquellos de cuyas vidas era responsable. Era un dilema que podía empujar perfectamente a alguien a la bebida.
El metro se detuvo en su estación, se dirigió a la puerta y luego a la escalera mecánica. Estaba bastante seguro de que nadie le había metido la mano en el bolsillo. Al llegar a la calle lo comprobó. Nada. De modo que quienquiera que fuese sólo coincidía con él en el metro por la tarde, o sus rivales lo habían descubierto. Tendría algo de lo que preocuparse durante todo el día.
—Éste es para ti —dijo Dobrik, entregándoselo—. De Sofía.
—No me digas —respondió Zaitzev.
—Está escrito sólo para tus ojos, Oleg Ivan'ch —dijo el oficial de guardia del turno de noche—. Por lo menos es corto.
Zaitzev cogió el mensaje y vio la referencia 15-8-82-666 a modo de membrete. Evidentemente consideraron que al utilizar un número en lugar de un nombre no era preciso codificar el membrete. No reaccionó ni dijo nada. Por supuesto, Kolya sentía curiosidad, el deporte de la sección consistía en preguntarse por lo que uno no podía leer. Ese mensaje había llegado sólo cuarenta minutos después de que se hubo marchado.
—Bueno, algo con que empezar la jornada. ¿Algo más, Nikolay Konstantinovich?
—No, eso es todo, por lo demás no hay nada pendiente —respondió Dobrik que, por todos los defectos que pudiera tener, era un trabajador muy eficiente—. Y ahora considero mi turno oficialmente concluido. En casa me espera una botella de vodka.
—Antes deberías comer algo, Kolya —advirtió Zaitzev.
—Eso dice mi madre, Oleg. Puede que me coma un bocadillo para desayunar —bromeó.
—Duerme bien, camarada comandante, tomo el relevo.
Zaitzev se sentó en su butaca. A los diez minutos había descifrado el mensaje. El delegado de Sofía se daba por enterado de que el coronel Rozhdiéstvensky era su contacto para la operación 15-8-82-666. Así quedaba debidamente zanjado y 15-8-82-666 acababa de convertirse en una operación de pleno derecho. Introdujo el mensaje descifrado en un sobre amarillo, lo cerró y lo lacró.
—Realmente van a llevarlo a cabo —se dijo Oleg Ivanovich así mismo con el entrecejo fruncido—. ¿Qué puedo hacer yo ahora?
Trabajar como de costumbre el resto del día y buscar la corbata verde en el metro de regreso a su casa. ¿Y rezar para encontrarla? ¿O rezar para no hacerlo?
Zaitzev ahuyentó la idea de su mente y llamó a un mensajero para que llevara el despacho en mano al piso superior. Al cabo de un momento apareció sobre su mesa una cesta de despachos para procesar.
—Joder —exclamó Ed Foley después de leer el extenso mensaje de Ritter y Moore, en nombre del presidente.
Para esto debería emplearse a fondo.
En la delegación de Moscú no existía ninguna lista de los agentes, ni siquiera por sus nombres en clave, ni en la caja fuerte del despacho de Foley, que además de la combinación incorporaba una alarma de dos fases, con un teclado exterior y otro diferente interior, que Foley programaba personalmente. En caso de que sonara la alarma, los marines de la embajada tenían orden de acudir con las armas desenfundadas, porque los documentos de dicha caja eran los más confidenciales del edificio.
Sin embargo, Foley tenía los nombres de todos los rusos que trabajaban para la CIA esculpidos en sus pupilas, junto a sus especialidades respectivas. Actualmente eran doce los que estaban en activo, después de que uno se quemó la semana anterior a su llegada a Moscú. Nadie sabía cómo había sucedido, pero Foley temía que los rusos tuvieran un topo en la propia central de Langley. Era una herejía suponerlo, pero al igual que la CIA lo intentaba con el KGB, el KGB lo intentaba con la CIA, y no había ningún árbitro en el campo que permitiera a los jugadores conocer el resultado. El agente perdido, cuyo nombre en clave era Sousa, era un teniente coronel en el servicio de Inteligencia militar ruso que había contribuido a identificar importantes filtraciones en el Ministerio de Defensa alemán y otras fuentes de la OTAN, que facilitaban al KGB secretos políticos y militares de primer orden. Pero aunque quizá aquel individuo respirara todavía, en realidad estaba muerto. Foley esperaba que no lo introdujeran vivo en un horno crematorio, como lo habían hecho con otra fuente del mismo servicio en los años cincuenta. Era una forma muy cruel de ejecutar a alguien, incluso para los rusos bajo el mandato de Jruschov, que seguramente había mantenido despierto muchas noches al oficial del caso.
Deberían utilizar a dos, o quizá a tres de sus agentes en ese caso. Disponían de un buen elemento en el KGB y otro en el Comité Central del partido. Tal vez alguno de ellos hubiera oído algo sobre una posible operación contra el Papa.
Maldita sea, pensó Foley, ¿se han vuelto locos? Tenía que extender mucho su imaginación. Como descendiente de irlandeses y católico por formación y afiliación religiosa, Ed Foley se veía obligado a realizar un esfuerzo mental para dejar a un lado sus creencias personales. Puede que semejante complot superara los límites de lo razonable, pero se trataba de gente que no reconocía el concepto de la limitación, ciertamente en lo concerniente a organismos extranjeros. Para ellos, Dios era la política y una amenaza a su mundo político era como un desafío del propio Lucifer al orden divino. Salvo que aquí acababa la comparación. Era más parecido a un desafío del arcángel Miguel al orden infernal. Mary Pat lo denominaba las entrañas de la bestia, y en ese caso la bestia era terriblemente perversa.
—¡Papá! —exclamó Sally después de despertarse con su sonrisa habitual.
La acompañó al baño y luego al comedor, donde la esperaban sus gachas de avena. Llevaba todavía puesto su pelele de conejo, con una larga cremallera. Era amarillo, de la última talla y le apretaba los pies. Pronto tendría que cambiar de indumentaria para dormir, pero eso era cosa de Cathy.
Tenían su rutina establecida. Cathy daba de comer al pequeño Jack y, a medio desayuno, su marido dejaba el periódico y subía a afeitarse. Cuando él acababa de vestirse, ella había terminado de darle el desayuno al pequeño e iba a lavarse y a vestirse, mientras Jack se ocupaba de que su hijo eructara y de ponerle los calcetines para que no se le enfriaran los pies y también para que pudiera quitárselos y comprobar si sabían igual que el día anterior, lo cual era una de sus nuevas habilidades.
Poco tardó Margaret Van der Beek en llamar a la puerta, seguida casi de inmediato de Ed Beaverton, que permitió a los padres escapar al trabajo. En la estación Victoria, Cathy se despidió con un beso de su marido y se dirigió al metro para trasladarse a Moorefields, mientras Jack lo hacía por otra línea a Century House, a punto de empezar la jornada laboral.
—Buenos días, sir John.
—Hola, Bert —respondió Ryan, obseRyando a Bert Canderton, que tenía un aspecto inconfundiblemente militar, y decidió preguntarle—: ¿A qué regimiento pertenecía usted?
—Era brigada en los Royal Green Jackets, señor.
—¿Infantería?
—Efectivamente, señor.
—Creí que llevaban chaquetas rojas —observó Ryan.
—Bueno, eso es culpa suya, de los yanquis. Durante la guerra de la Independencia, sus fusileros causaron tantas bajas en mi regimiento que el coronel decidió que una túnica verde sería menos peligrosa. Y así ha seguido desde entonces.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Estoy esperando una plaza de alabardero en la Torre, señor. Dicen que es posible que haya una dentro de un mes aproximadamente.
En su chaqueta de guardia de seguridad, Canderton lucía una franja de condecoraciones, probablemente no otorgadas por su higiene dental, y el brigada de un regimiento británico era semejante a un sargento mayor artillero en el cuerpo de los marines.
—He estado allí, en su club —dijo Ryan—. Una buena tropa.
—Efectivamente. Allí tengo un amigo, Mick Truelove. Está en el regimiento Queen's.
—Bien, brigada, no permita que entren los malos —dijo Ryan mientras introducía su tarjeta en la ranura electrónica que controlaba la puerta de entrada.
—Así lo haré, señor —prometió Canderton.
Harding estaba en su escritorio cuando llegó Ryan. Jack colgó su chaqueta en el perchero.
—¿Cómo estás aquí tan temprano, Simon?
—Vuestro juez Moore mandó un fax a Bas anoche, poco después de las doce. Aquí está —respondió Harding, mostrándole el documento.
Jack le echó una ojeada.
—Conque el Papa, ¿eh?
—Vuestro presidente está interesado y también la primera ministra —respondió Harding mientras encendía de nuevo su pipa—. Basil nos ha llamado temprano para repasar la información de que disponemos.
—Bien, ¿qué tenemos?
—No mucho —reconoció Harding—. No puedo hablarte de nuestras fuentes…
—Simon, no soy imbécil. Disponéis de alguien cerca del poder, un confidente de algún miembro del Politburó o alguien en la secretaría del partido. ¿No os ha contado nada? —dijo Ryan, que tenía ante sí una información muy interesante, que debía de proceder de alguien en el interior de la gran marquesina roja.
—No puedo confirmar tu sospecha —advirtió Harding—, pero estás en lo cierto, ninguna de nuestras fuentes nos ha facilitado información alguna, ni siquiera que la carta de Varsovia haya llegado a Moscú, aunque sabemos que debe de haberlo hecho.
—Es decir, que no sabemos un carajo.
—Exactamente —asintió sobriamente Simon.
—Es asombroso que esto ocurra tan a menudo.
—Forma parte del trabajo, Jack.
—¿Y la primera ministra está por mearse en las bragas? Harding, que no había oído nunca aquel americanismo, parpadeó dos veces.
—Eso parece.
—¿Entonces qué se supone que debemos contarle? Evidentemente no quiere oír que no lo sabemos.
—A nuestros líderes políticos no les gusta oír eso.
Tampoco a los nuestros, reconoció Ryan para sus adentros.
—¿Cómo se las arregla entonces Basil para entretener al personal?
—En realidad, bastante bien. En este caso podrá decir que tu gente tampoco sabe gran cosa.
—¿Se han explorado otros servicios de la OTAN?
Harding negó con la cabeza.
—No. En primer lugar podría filtrarse a la oposición que estamos interesados, y en segundo lugar, que sabemos poco.
—¿Son buenos nuestros amigos?
—Depende. A veces el Servicio de Documentación Exterior y de Contraespionaje francés obtiene buena información, pero no les gusta compartirla. Lo mismo ocurre con nuestros amigos israelíes. Los alemanes están enteramente comprometidos. Ese tal Markus Wolf de Alemania Oriental es un genio en su oficio, tal vez el mejor del mundo, y está bajo control soviético. Los italianos tienen algunas personas de talento, pero también tienen problemas con las infiltraciones. Es probable que el mejor servicio europeo sea precisamente el del propio Vaticano. Pero si los rusos están haciendo algo ahora, lo ocultan con mucho acierto. Son buenos en ese sentido.
—Eso he oído —respondió Ryan—. ¿Cuándo debe ir Basil a Downing Street?
—Después del almuerzo. A las tres de la tarde, tengo entendido.
—¿Y qué podremos darle?
—Me temo que no mucho. Lo peor del caso es que puede que Basil quiera que lo acompañe.
—Será divertido —refunfuñó Ryan—. ¿Has hablado antes con ella?
—No, pero la primera ministra ha visto mis análisis. Bas dice que quiere conocerme —agregó con un escalofrío—. Preferiría tener algo concreto que contarle.
—Bien, veamos si podemos analizar lo que tenemos —dijo Jack después de sentarse—. ¿Qué sabemos exactamente?
Harding le entregó un fajo de documentos. Ryan se acomodó en su butaca y los hojeó.
—Tienes la carta de Varsovia de una fuente polaca, ¿no es cierto?
Harding titubeó, pero era evidente que debía responder.
—Sí, efectivamente.
—¿Pero nada de Moscú propiamente dicho?
—No —respondió Harding negando con la cabeza—. Sabemos que se remitió la carta a Moscú, pero eso es todo.
—Entonces estamos realmente a oscuras. Puede que te convenga tomar una cerveza antes de cruzar el río.
—Gracias, Jack —dijo Harding, elevando la mirada—. Era precisamente lo que necesitaba para levantar el ánimo. Guardaron unos momentos de silencio.
—Yo trabajo mejor con un ordenador —dijo Ryan—. ¿Es difícil conseguir uno aquí?
—No es fácil. Deben ser a prueba de tormenta para asegurarse de que nadie pueda leer electrónicamente las teclas que se pulsan desde el exterior de este edificio. Puedes pedírselo a la administración.
Pero no hoy, pensó Ryan. Había descubierto que la burocracia en Century House era por lo menos tan complicada como en Langley, y después de trabajar varios años en el sector privado, podía volverlo a uno loco. Bien, podía intentar elaborar algunas ideas para evitar que a Simon le abrieran un nuevo boquete en las entrañas. La primera ministra era una dama, pero en términos de exigencias, el padre Tim de Georgetown se quedaba corto al lado de ella.
Oleg Ivan'ch regresó de su almuerzo en la cafetería del KGB y examinó los hechos. Muy pronto debería decidir qué contarle a su norteamericano y cómo hacerlo.
Si era un empleado regular de la embajada, habría entregado la primera nota al jefe de la CIA en la delegación diplomática. Sabía que debía de haber un jefe de delegación norteamericano, cuyo trabajo consistía en espiar en la Unión Soviética, al igual que lo hacían los rusos en todo el mundo. La gran incógnita era si lo espiaban a él. ¿Podía haberle tendido una trampa el Segundo Directorio, cuya reputación asustaba al mismísimo diablo? ¿O tal vez aquel supuesto norteamericano era en realidad un señuelo ruso?
Por consiguiente, en primer lugar debía asegurarse de que el contacto era genuino. ¿Pero cómo hacerlo…?
De pronto tuvo una idea. Sí, pensó. Eso era algo que nunca podría hacer el KGB y le permitiría estar seguro de que trataba con alguien capaz de hacer lo que precisaba. Nadie podría simularlo. Para celebrarlo, Zaitzev encendió otro cigarrillo y volvió a concentrarse en los despachos matutinos de la delegación de Washington.
Era difícil apreciar a Tony Prince. El corresponsal del New York Times en Moscú estaba bien considerado por los rusos y eso, por lo que concernía a Ed Foley, demostraba la debilidad de su personalidad.
—¿Qué te parece tu nuevo trabajo, Ed? —preguntó Prince.
—Todavía me estoy aclimatando. Tratar con la prensa rusa es bastante interesante. Son previsibles, pero de un modo imprevisible.
—¿Cómo puede ser alguien imprevisiblemente previsible? —preguntó el periodista con una sonrisa torcida.
—Verás, Tony, sabes lo que van a decir, pero no cómo formularán la pregunta.
Y la mitad son espías, o por lo menos enlaces, por si no te habías dado cuenta, pensó.
Prince forzó una carcajada. Se consideraba intelectualmente superior. Foley había fracasado como corresponsal de sucesos en Nueva York, mientras que Prince se había servido de sus conocimientos políticos para alcanzar uno de los mejores cargos en el periodismo norteamericano. Tenía algunos buenos contactos en el gobierno soviético, que cultivaba asiduamente, a menudo simpatizando con ellos respecto a la conducta del tedioso régimen actual en Washington, que de vez en cuando intentaba explicar a sus amigos rusos, señalando a menudo que él no había votado por ese maldito actor, ni tampoco ninguno de sus colegas en la oficina de Nueva York.
—¿Has conocido ya al nuevo individuo, Alexándrov?
—No, pero uno de mis contactos que lo conoce dice que es una persona razonable y habla en favor de la coexistencia pacífica. Más liberal que Suslov. He oído que está bastante enfermo.
—Yo también lo he oído, pero no estoy seguro de lo que tiene.
—Es diabético, ¿no lo sabías? Ésa es la razón por la que los médicos de Baltimore vinieron a tratarle los ojos. Retinopatía diabética —explicó Prince, pronunciándolo lentamente para que Foley lo comprendiera.
—Tendré que preguntarle al médico de la embajada lo que eso significa —comentó Foley mientras tomaba ostentosamente nota en su cuaderno—. ¿Entonces crees que ese tal Alexándrov es más liberal?
Para Prince, la palabra liberal significaba buena persona.
—Bueno, todavía no lo conozco, pero eso es lo que piensan mis fuentes. También creen que cuando Suslov pase a mejor vida, Mijáil Yevgeniyevich ocupará su puesto.
—¿De veras? Tendré que comunicárselo al embajador.
—¿Y al jefe de la delegación?
—¿Sabes quién es? Yo no lo sé —dijo Foley.
—Ron Fielding —respondió Prince con una ceja levantada—. Maldita sea, todo el mundo lo sabe.
—No es posible —protestó Ed con tanta energía como su talento histriónico le permitía—. Es el primer canciller del consulado, no un espía.
La deducción nunca ha sido tu fuerte, pensó Prince con una sonrisa. Sus contactos rusos habían señalado a Fielding y sabía que no le mentirían.
—Bueno, es sólo una suposición, claro está —prosiguió el corresponsal.
Y si creyeras que soy yo, lo divulgarías a los cuatro vientos, ostentoso cretino, pensó Foley.
—Bien, como tú sabes, estoy autorizado a saber ciertas cosas, pero no ésta.
—Sé quién lo sabe —anunció Prince.
—Sí, pero no voy a preguntárselo al embajador, Tony. Me pondría a parir.
—No es más que un cargo político, Ed, nada especial. Debería ocuparlo un buen diplomático, pero el presidente no me pidió consejo.
Gracias a Dios, dijo el jefe de la delegación para sus adentros.
—¿No es cierto que Fielding lo ve con frecuencia? —pregunto Prince.
—El canciller del consulado trabaja directamente con el embajador, Tony, ya lo sabes.
—Sí, muy conveniente, ¿no te parece? ¿Con qué frecuencia lo ves tú?
—¿Te refieres al jefe? Generalmente una vez al día.
—¿Y Fielding?
—Más que yo. Tal vez dos o tres veces.
—Ahí lo tienes —concluyó pomposamente Prince—. Siempre se nota.
—Lees demasiadas novelas de James Bond —repuso desdeñosamente Foley—. O tal vez de Matt Helm.
—Despierta, Ed —aconsejó elegantemente Prince.
—Si Fielding es el jefe de los espías, ¿quiénes son sus ayudantes? Yo no tengo la menor idea.
—Bueno, ésos tienen siempre buenas tapaderas —reconoció Prince—. La verdad es que tampoco tengo ninguna pista.
—Lástima. Eso es algo a lo que se juega en la embajada, a adivinar quiénes son los espías.
—Lo siento, pero no puedo ayudarte.
—Supongo que tampoco necesito saberlo —reconoció Foley. Nunca se es suficientemente curioso para ser un buen periodista, pensó Prince con una amable sonrisa.
—¿Entonces te mantiene tu trabajo muy ocupado?
—No es agotador. Por cierto, ¿podemos hacer un trato?
—Por supuesto —respondió Prince—. ¿De qué se trata?
—¿Estás dispuesto a comunicárnoslo si oyes algo interesante?
—Puedes leerlo en el Times, generalmente en primera plana y en grandes titulares —respondió para asegurarse de que Foley comprendiera lo importante que era, además de penetrante analista.
—Bueno, ya sabes, hay cosas que el embajador prefiere conocer de antemano. Me ha dicho que te lo preguntara extraoficialmente.
—Esto es una cuestión ética, Ed.
—Si se lo cuento a Ernie, sé que no le gustará.
—Tú trabajas para él, pero yo no.
—Eres un ciudadano norteamericano, ¿no es cierto?
—No apeles a mi patriotismo, ¿vale? —respondió cansadamente Prince—. De acuerdo, si me entero de que están a punto de lanzar armas nucleares, te lo comunicaré. Pero me parece más probable que seamos nosotros quienes cometamos semejante estupidez.
—Tony, sé razonable.
—Esa mierda del «foco del mal en el mundo» no era exactamente la idea de Abe Lincoln, ¿no te parece?
—¿Me estás diciendo que el presidente se equivoca? —preguntó el jefe de la delegación, considerando hasta qué punto se hundiría la opinión de ese cretino.
—Sé lo del gulag, ¿vale? Pero eso forma parte del pasado. Los rusos se han suavizado desde la muerte de Stalin, aunque no parece que la nueva administración lo haya comprendido todavía.
—Mira, Tony, aquí yo no soy más que un currante. El embajador me ha solicitado que te transmitiera una simple petición. ¿Debo entender que tu respuesta es «no»?
—Exactamente.
—En tal caso, no esperes ninguna postal de Ernie Fuller por Navidad.
—Ed, mi obligación es para con el New York Times y mis lectores, eso es todo.
—Bien, de acuerdo. Debía preguntártelo —dijo Foley a la defensiva, que no esperaba nada mejor de aquel individuo, pero le había sugerido al embajador Fuller que lo sondearan y el embajador había dado su visto bueno.
—Lo comprendo —respondió Prince al tiempo que consultaba su reloj—. Por cierto, tengo una reunión en el edificio del Comité Central del partido comunista.
—¿Algo que yo debería saber?
—Ya te lo he dicho, puedes leerlo en el Times. ¿No te mandan por fax el Early Bird desde Washington?
—Sí, a veces lo recibimos.
—Entonces pasado mañana podrás leerlo —dijo Prince, ya de pie para retirarse—. Díselo a Ernie.
—Lo haré —respondió Foley al tiempo que le tendía la mano, antes de decidir acompañarlo al ascensor.
De regreso entró en el servicio para lavarse las manos. A continuación se dirigió al despacho del embajador.
—Hola, Ed, ¿ha hablado con ese tal Prince?
—Acabo de despedirme de él —asintió Foley.
—¿Ha mordido el anzuelo?
—No, me ha escupido en la cara.
—¿No se lo advertí? —dijo Fuller con una torcida sonrisa—. Cuando yo tenía su edad, había algunos periodistas patrióticos, pero con el paso del tiempo la mayoría lo han superado.
—No me sorprende. Cuando Tony era un crío en Nueva York, nunca le gustaron mucho los policías, pero lograba convencerlos para que hablaran con él. Cuando se lo propone, ese cabrón puede ser muy persuasivo.
—¿Ha intentado sonsacarle algo?
—No, señor. No soy suficientemente importante para eso.
—¿Qué le ha parecido la petición de Washington respecto al Papa? —preguntó Fuller cambiando de tema.
—Me ocuparé de que alguien lo investigue, pero…
—Lo sé, Ed. No quiero saber exactamente lo que hace al respecto. Si averigua algo, ¿podrá contármelo?
—Eso depende, señor —respondió Foley, dando a entender que probablemente no.
Fuller lo aceptó.
—Bien, ¿algo más?
—Prince investiga algo que debería aparecer en el periódico pasado mañana. Ahora se dirige al Comité Central, según me ha dicho. Ha confirmado que Alexándrov sustituirá a Mijáil Suslov, cuando Miguel el Rojo estire la pata. Si se lo cuentan a él, debe de ser oficial. Me parece que nos lo podemos creer. Tony tiene buenos contactos entre sus políticos y coincide con lo que nuestros otros amigos nos cuentan acerca de Suslov.
—Nunca he hablado con él. ¿Cómo es?
—Uno de los últimos creyentes, igual que Alexándrov. Cree que Marx es el único dios y Lenin su profeta, y que su sistema político y económico realmente funciona.
—¿De veras? Hay quien nunca aprende.
—Desde luego. De eso no cabe la menor duda, señor. Ya quedan pocos, pero Leonid Ilich no es uno de ellos, ni tampoco lo es su aparente sucesor, Yuri Vladimirovich. Sin embargo, Alexándrov es un aliado de Andrópov. Esta tarde se celebrará una reunión del Politburó.
—¿Cuándo sabremos de qué han hablado?
—Probablemente dentro de un par de días.
Aunque no sabemos exactamente cómo lo averiguaremos, señor, pensó Foley.
No era necesario. Ernie Fuller conocía las reglas del juego. Se informaba plenamente a los embajadores en todos los países del mundo sobre el funcionamiento de la embajada que iban a dirigir. Para ir a Moscú, uno debía someterse a un lavado de cerebro voluntario en el Fondo Tenebroso y en Langley. En realidad, el embajador norteamericano en Moscú era el jefe del servicio de Inteligencia de su país en la Unión Soviética y Foley consideraba que el tío Ernie era bastante bueno.
—Bien, manténgame informado si puede.
—Así lo haré, señor —prometió el jefe de la delegación.