CAPÍTULO ONCE: MALABARISMO

Evidentemente, poco se podía hacer de momento. Sirvieron la cena, comieron y Eddie volvió a su vídeo de dibujos animados. Era fácil contentar a un niño de cuatro años, incluso en Moscú. Sus padres se centraron en lo suyo. Hacía muchos años habían visto por televisión El milagro de Ana Sullivan, donde Annie Sullivan (Anne Bancroft) enseñaba a Helen Keller (Patty Duke) el lenguaje de los sordomudos y decidieron que podía ser una forma útil de comunicarse, si no con rapidez, sí en silencio, e introdujeron sus propias abreviaciones.

—Bien, ¿tú qué opinas? —preguntó Ed.

—Podría ser muy interesante —respondió Mary.

—Desde luego.

—¡Caramba, Ed, este individuo trabaja en Mercury, bueno, en su equivalente!

—Lo más probable es que sólo tenga acceso a sus formularios para mensajes —advirtió cautelosamente el jefe de delegación—. Pero me pondré la corbata verde de todos modos y cogeré el mismo metro durante una semana más o menos.

—Estupendo —respondió su esposa.

—Espero que no sea una trampa, ni un señuelo —observó Ed.

—Gajes del oficio, cariño —repuso Mary Pat, a quien no le asustaba la perspectiva de que llegaran a descubrirla, aunque prefería no pasar por ese vergonzoso trance.

Se esforzaba más en la busca de oportunidades que su marido, que era más propenso a preocuparse. Aunque, curiosamente, no en esta ocasión. Si los rusos lo habían identificado como jefe de la delegación, o incluso como un simple espía de campo, aunque eso le parecía improbable, deberían ser muy imbéciles para quemarlo de ese modo, con tanta rapidez y de manera tan poco profesional. A no ser que pretendieran hacer algún tipo de declaración política, lo cual parecía ilógico, y el KGB era tan fríamente lógico como el señor Spock en Vulcano. Ni siquiera el FBI se entretendría con semejante juego. Por consiguiente, esa oportunidad debía de ser auténtica, a no ser que el KGB hubiera decidido poner a prueba a todos los diplomáticos para comprobar qué caía del árbol. Foley decidió que era posible, pero sumamente improbable y valía la pena intentarlo. Se pondría la corbata verde para comprobar lo que ocurría y prestaría mucha atención a todos los rostros en el vagón.

—¿Se lo has contado a Langley? —preguntó Mary a continuación.

—Es demasiado pronto para eso —respondió Ed, moviendo la cabeza.

Mary Pat asintió y a continuación fingió que montaba a caballo para indicar que se había iniciado una persecución y por fin había comenzado el juego. Era como si temiera que sus habilidades se oxidaran, pero su marido consideraba que eso era sumamente improbable. Ed estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que había pasado por la escuela sin un solo castigo, porque las hermanas nunca lo habían descubierto haciendo ninguna travesura.

Pero a él tampoco, pensó Ed.

—Mañana será un día interesante —dijo Ed.

Su esposa le respondió con un sugerente movimiento de la cabeza.

Lo difícil del resto de la velada fue no seguir hablando del tema. Incluso con su formación y experiencia, no lograban quitarse de la cabeza la idea de disponer de un agente en el Mercury ruso. Era un cuadrangular potencial al final de la novena del séptimo partido del campeonato mundial de béisbol, con Reggie Jackson Foley como jugador del año.

Maldita sea.

—Dime, Simon, ¿qué sabemos realmente acerca de ese individuo?

—No mucho a nivel personal —reconoció Harding—. En primer, segundo y último lugar, es un hombre del partido. Supongo que dirigir el KGB ha ampliado sus horizontes. Se dice que prefiere los licores occidentales a su propio vodka y que le gusta el jazz norteamericano, pero eso podrían ser rumores divulgados deliberadamente por el Centro para que parezca que simpatiza con Occidente; muy improbable en mi humilde opinión. Ese individuo es un maleante. Su historial en el partido no es precisamente un ejemplo de moderación. No se progresa en esa organización salvo con una actitud agresiva y cabe destacar que a menudo los que sobresalen han aplastado a sus propios mentores de camino a la cima. Es el evolucionismo de la demencia, Jack. Los más fuertes sobreviven, pero demuestran su fortaleza destruyendo a quienes suponen una amenaza para ellos, o simplemente aplastando a gente para demostrar su crueldad en el campo de su elección.

—¿Es inteligente? —preguntó Ryan a continuación. Harding dio otra calada a su pipa de brezo.

—No es imbécil. Tiene un sentido muy desarrollado de la naturaleza humana; probablemente es un buen psicólogo aficionado, puede que incluso brillante.

—No lo habrás comparado con algún personaje de Tolstoi o de Chejov… —comentó Jack, ya que Simon era, después de todo, un licenciado en Literatura.

Harding descartó la sugerencia.

—Eso sería demasiado fácil. No, la gente como él no suele aparecer en la literatura, porque los autores carecen de la imaginación necesaria. En la literatura alemana, Jack, nadie había anticipado a un personaje como Hitler. Evidentemente, Stalin se consideraba a sí mismo un segundo Iván el Terrible y Sergei Eisenstein le siguió la corriente con su película épica, pero eso es sólo para quienes carecen de la imaginación necesaria para ver a las personas como son, en lugar de parecerse a alguien que comprenden. No, Stalin era un monstruo complejo y fundamentalmente incomprensible, salvo tal vez para los psiquiatras, que no es mi caso —aclaró Harding—. No es preciso comprenderlos plenamente para pronosticar sus actos, porque esas personas son racionales dentro de su propio contexto. Eso es lo único que hay que entender, o por lo menos así lo he creído siempre.

—A veces pienso que debería involucrar a Cathy en este trabajo.

—¿Por ser médica? —preguntó Harding.

—Sí, entiende muy bien a la gente —asintió Ryan—. De ahí procede el informe sobre Mijáil Suslov. Ninguno de los médicos que lo redactaron es psiquiatra —recordó Jack a su compañero.

—Bueno, el caso es que sabemos muy poco sobre la vida privada de Andrópov —reconoció Harding—. Nunca se le ha encargado a nadie que lo investigue a fondo. Si asciende a secretario general, imagino que su esposa se convertirá en una figura semipública. De todos modos, no existe ningún indicio de que sea homosexual ni nada por el estilo. Ten en cuenta que allí son bastante intolerantes con respecto a esa aberración. Alguno de sus colegas indudablemente lo habría utilizado contra él para arruinar su carrera. El armario en el que se esconden en la Unión Soviética es muy hondo. Es preferible el celibato —concluyó el analista.

Bien —pensó Ryan—, esta noche llamaré al almirante y le diré que los británicos tampoco lo saben. Era curiosamente decepcionante, pero de algún modo previsible. A pesar de lo mucho que sabían los servicios de Inteligencia, las frecuentes lagunas en su conocimiento a menudo sorprendían a los foráneos, pero no tanto a los que pertenecían a los mismos. Ryan era todavía demasiado nuevo para sorprenderse y decepcionarse. Un casado estaría acostumbrado a los compromisos, y permitiría que su esposa se saliera con la suya en muchos sentidos, porque todo hombre casado era en mayor o menor medida esclavo del sexo, a no ser que fuera un pertinaz maleante, y pocos pertenecían a dicha categoría. Y menos serían aun los que de ese modo llegaran a formar parte de cualquier jerarquía, porque en toda organización uno debía adaptarse para progresar. Así era la naturaleza humana y ni siquiera el partido comunista de la Unión Soviética podía evitarlo, por mucho que hablaran del nuevo hombre soviético que intentaban crear en su sociedad. Sí, seguro, pensó Ryan.

—Bien —dijo Harding después de consultar su reloj—, creo que ya hemos servido bastante a su majestad por hoy.

—Estoy de acuerdo —respondió Ryan, levantándose para coger su chaqueta del perchero.

Cogería el metro hasta la estación Victoria, para enlazar con el Lionel a su casa. Empezaba a fastidiarle la rutina. Habría sido preferible buscar alojamiento en la ciudad y evitar los desplazamientos, pero entonces Sally no dispondría de un jardín donde jugar, y Cathy había sido inflexible en ese sentido. Una prueba más de que también él era esclavo del sexo, pensó de camino al ascensor. Bueno, podría ser peor. Después de todo, su esposa era una buena ama.

El coronel Bubovoy llegó a la embajada a su regreso del aeropuerto. Lo esperaba un breve despacho, que descodificó rápidamente: trabajaría con el coronel Rozhdiéstvensky. No le sorprendió particularmente. Aleksey Nikolayev era el perrito faldero de Andrópov. Y probablemente ése era un buen trabajo, pensó el delegado. Bastaba con mantener contento al jefe y Yuri Vladimirovich probablemente no era un exigente cabrón como lo había sido Beria. Quizá los jerarcas del partido fueran exageradamente precisos en sus exigencias, pero cuando alguien había trabajado en la secretaría del partido sabía indudablemente cómo relacionarse con la gente. La era de Stalin estaba realmente superada.

Parecía que tenía que organizar un asesinato, pensó Bubovoy, y se preguntó cómo reaccionaría Boris Strokov. Strokov era un profesional, con escasos sentimientos y menos conciencia profesional. Para él, el trabajo era el trabajo. Pero la magnitud de esa misión superaba todo lo que había hecho trabajando en el Dirzhavna Sugurnost. ¿Le asustaría eso, o le emocionaría? Sería interesante comprobarlo. Su colega búlgaro se caracterizaba por una frialdad que alarmaba e impresionaba simultáneamente al oficial del KGB. Podía ser útil disponer de su pericia. Y si el Politburó precisaba eliminar a ese molesto polaco, tendrían que matarlo. Era una lástima, pero si sus creencias eran verdaderas, ¿no se limitaban a mandarlo al cielo como un santo mártir?

Ésa debía de ser, con toda seguridad, la ambición secreta de todo sacerdote.

La única preocupación de Bubovoy eran las repercusiones políticas, que serían épicas, y por tanto le convenía permanecer lo más ajeno posible a la operación. Si fracasaba, no sería culpa suya. Ese tal Strokov era el mejor para ese trabajo, nadie podría negarlo basándose en su historial, como lo confirmaría llegado el caso una comisión investigadora. Le había advertido al director que un disparo, por cerca que estuviera el pistolero, no sería necesariamente fatal. Debería escribirlo en un informe para asegurarse de que su evaluación formal constara en el escaso papeleo relacionado con la operación 15-8-82-666. Lo redactaría personalmente, lo mandaría por valija diplomática al Centro y guardaría una copia en la caja fuerte de su despacho, sólo para asegurarse de tener las espaldas debidamente cubiertas.

Pero de momento debería esperar la autorización del Politburó. ¿Decidirían aquellos viejos seguir adelante? Ésa era la cuestión, sobre la que no estaba dispuesto a apostar. Brézhnev era un viejo caduco. ¿Lo convertía eso en más sanguinario o cauteloso? La pregunta era demasiado difícil para que la dilucidara el coronel. Se decía que Yuri Vladimirovich era el heredero aparente. En tal caso, ésa era su oportunidad para demostrar su valía.

—Así pues, Mijáil Yevgeniyevich, ¿cuento con tu apoyo mañana? —preguntó Andrópov entre copa y copa en su casa.

Alexándrov removió el selecto vodka castaño en su copa.

—Suslov no asistirá mañana a la reunión. Dicen que sufre una crisis renal y que le quedan menos de dos semanas. ¿Me apoyarás para su cargo? —aprovechó para preguntar, sin responder a la pregunta anterior.

—¿Necesitas preguntármelo, Misha? —respondió el director del Comité de Seguridad Nacional—. Claro que te apoyaré.

—Muy bien. Dime, ¿qué margen de probabilidades de éxito tiene esa operación que propones?

—Según mi personal, el cincuenta por ciento. Utilizaremos a un oficial búlgaro para organizarla, pero por razones de seguridad el asesino tendrá que ser un turco…

—¿Un despreciable musulmán? —exclamó Alexándrov.

—Misha, quienquiera que sea, casi con toda seguridad será capturado, muerto, según nuestro plan. En una misión como ésta, es imposible plantearse escapar. De ahí que no podamos utilizar a uno de los nuestros. La naturaleza de la misión nos impone ciertas limitaciones. Lo ideal sería usar a un experto francotirador, del Spetsnaz por ejemplo, a trescientos metros de distancia, pero eso delataría el asesinato como obra de una nación. No, esto debe parecer el acto de un loco solitario, como los que abundan entre los norteamericanos. Con todas las pruebas que obtuvieron en el asesinato de Kennedy, algunos imbéciles en Norteamérica todavía nos acusan a nosotros o a Castro. No, las pruebas que queden en este caso deben indicar claramente que no estamos involucrados. Eso limita nuestros métodos operativos. Creo que éste es el mejor plan que podemos elaborar.

—¿Con qué detenimiento lo has estudiado? —preguntó Alexándrov antes de tomar un trago.

—Lo mantenemos muy en secreto. Es imprescindible en una operación como ésta. La seguridad debe ser hermética, Mijáil Yevgeniyevich.

—Supongo que tienes razón —reconoció el hombre del partido—, pero el riesgo del fracaso…

—Misha, en todos los aspectos de la vida hay algún riesgo. Lo importante es que la operación no se vincule a nosotros y eso lo podemos garantizar con toda certeza. En el peor de los casos, ¿no crees que una herida grave reducirá el anhelo de Karol por crearnos problemas?

—Debería hacerlo…

—Y medio fracaso significa medio éxito —recordó Andrópov a su invitado.

—Entonces te apoyaré. Leonid Ilich también lo hará. Con eso bastará. ¿Cuánto tardarás luego en llevarlo a la práctica?

—Aproximadamente un mes, puede que seis semanas.

—¿Tan de prisa?

Raramente se resolvían tan rápidamente los asuntos del partido.

—¿Qué sentido tendría esta «acción ejecutiva» (¿no es así como lo llaman los norteamericanos?), si hubiera que esperar mucho tiempo? Si hay que hacerlo, es preferible hacerlo cuanto antes para evitar intrigas políticas adicionales por su parte.

—¿Quién lo sustituirá?

—Algún italiano, supongo. Su elección fue una aberración de primer orden. Tal vez su muerte aliente a los romanos a volver a sus antiguas costumbres —sugirió Andrópov, provocando la risa de su invitado.

—Sí, esos fanáticos religiosos son muy previsibles.

—¿Entonces mañana me apoyarás, cuando proponga la misión? —preguntó de nuevo Andrópov para estar completamente seguro.

—Sí, Yuri Vladimirovich. Contarás con mi apoyo. Y yo contaré con el tuyo para el cargo de Suslov.

—Mañana, camarada —prometió Andrópov.