Tenía mucho en que pensar. Era como si la decisión no la hubiera tomado por cuenta propia, como si una fuerza ajena se hubiera apoderado de su mente Y; a través de la misma, de su cuerpo, transformándolo a él en un mero espectador. Al igual que la mayoría de los rusos, no se duchaba, pero se lavaba la cara y se afeitaba con una navaja, en cuyo proceso se cortó tres veces. Lo resolvió con papel higiénico, por lo menos los síntomas, aunque no la causa. Las imágenes del sueño desfilaban todavía ante sus ojos, al igual que aquella película de guerra por televisión. Prosiguieron durante el desayuno, provocando una sensación lejana en su mirada, que su esposa detectó, aunque decidió no hacer ningún comentario. Pronto llegó la hora de ir al trabajo. Se puso en camino como un autómata, en dirección a la estación del metro como por control remoto, con el cerebro quiescente y furiosamente activo al mismo tiempo; era como si de pronto se hubiera dividido en dos personas independientes pero lejanamente vinculadas, que avanzaban por sendas paralelas hacia un destino que no alcanzaba a vislumbrar ni comprender. Se sentía arrastrado como una astilla de madera por las aguas bravas de un torrente montañoso, a tal velocidad que no alcanzaba siquiera a ver los acantilados situados a ambos lados. Lo cogió casi por sorpresa encontrarse en el vagón del metro, desplazándose por los oscuros túneles excavados por presos políticos de Stalin bajo la dirección de Nikita Sergueievich Jruschov, rodeado de cuerpos silenciosos y casi anónimos de otros ciudadanos soviéticos, que también se dirigían a puestos de trabajo por los que sentían escaso aprecio y poco sentido del deber. Pero lo hacían porque así ganaban el dinero con el que compraban comida para sus familias, como engranajes diminutos en la gigantesca máquina del estado soviético, al que afirmaban servir y que a su vez servía supuestamente a sus familias.
—¿Pero acaso no era todo una mentira? —se preguntó Zaitzev—. ¿Cómo servía al Estado soviético el asesinato de un sacerdote? ¿Cómo servía a toda esa gente? ¿Cómo les servía a él, a su esposa y a su hija? ¿Les daba eso de comer? ¿Les brindaba la oportunidad de comprar en las tiendas «cerradas» y adquirir cosas con las que los demás obreros no podían siquiera soñar?
Pero Oleg Ivan'ch se recordó a sí mismo que su situación era más holgada que la de casi todos los que compartían el vagón con él. ¿No debería estar agradecido? ¿No comía mejor comida, bebía mejor café, tenía un televisor mejor y dormía entre sábanas mejores? ¿Acaso no disfrutaba de todas las comodidades que esas personas anhelaban? ¿Por qué estaba tan trastornado? La respuesta era tan evidente que tardó casi un minuto en comprenderla. Se debía a que su posición, la que le brindaba las comodidades de las que gozaba, le aportaba también conocimientos y, en este caso, por primera vez en su vida, el conocimiento era una maldición. Conocía el pensamiento de los hombres que determinaban el rumbo de su país, y en dicho conocimiento veía que el rumbo era falso, perverso, y dentro de su mente había un mecanismo que lo examinaba y lo consideraba erróneo. Y de dicha valoración surgía la necesidad de hacer algo para cambiarlo. No podía protestar y al mismo tiempo esperar conservar lo que pasaba por libertad en su país. No disponía de medio alguno a través del cual transmitir su conocimiento a otros, aunque tal vez otros coincidieran con su valoración y desearan pedir explicaciones a los gobernantes de su país. No, no había forma de actuar desde el interior en la estructura existente. Para hacerlo era imprescindible ocupar un cargo tan elevado que antes de expresar cualquier duda uno debía pensarlo cuidadosamente ante la posibilidad de perder sus privilegios, y en dichas circunstancias la cobardía templaba la conciencia por temor a lo mucho que podía perder. Nunca había oído hablar de ningún político importante de su país que adoptara dicha actitud por una cuestión de principios y osara decirles a sus pares que se estaban equivocando. No, el propio sistema lo impedía mediante la clase de gente a la que seleccionaba. Los corruptos sólo elegían a otros corruptos como pares, para evitar que se cuestionaran las bases de sus vastos privilegios. Así como los príncipes zaristas raramente consideraban el efecto de su gobierno en los siervos, si es que alguna vez lo hacían, los nuevos príncipes marxistas nunca cuestionaban el sistema que les concedía su lugar en el mundo. ¿Por qué? Pues porque el mundo no había cambiado de forma, sólo de color, del blanco zarista al rojo socialista, y al conservar su forma había conservado también sus métodos, y en un mundo rojo era difícil detectar un poco más de sangre derramada.
El metro se detuvo en su estación y Zaitzev bajó al andén por la puerta corrediza, subió por la escalera mecánica de la izquierda y salió a la calle en un día despejado de finales de verano, de nuevo entre una muchedumbre que se dispersaba conforme avanzaba. Un grupo de personas se dirigían decididamente al edificio de piedra que albergaba el Centro, entraron por las puertas de bronce y cruzaron el primer control de seguridad. Zaitzev le mostró su pase al guardia uniformado, que después de examinar la fotografía del documento y mirarlo a la cara, movió la cabeza hacia la derecha para indicar que podía entrar en el vasto edificio. Con el mismo aspecto impasible que cualquier otro día, Zaitzev descendió al sótano por la escalera de piedra, cruzó otro control de seguridad y finalmente llegó a la amplia zona de trabajo del centro de comunicaciones.
El personal de noche estaba terminando su turno. En el despacho de Zaitzev se encontraba el individuo que trabajaba desde la medianoche hasta las ocho de la mañana, Nikolay Konstantinovich Dobrik, recientemente ascendido a comandante como él.
—Buenos días, Oleg —dijo cordialmente Dobrik mientras se desperezaba en la silla giratoria.
—Buenos días, Kolya. ¿Cómo ha ido el turno de noche?
—Mucho tráfico anoche desde Washington. Ese loco del presidente volvió de nuevo a la carga. ¿Sabías que somos «el centro del mal en el mundo moderno»?
—¿Eso dijo? —preguntó Zaitzev con incredulidad.
—Efectivamente —asintió Dobrik. La delegación de Washington nos mandó el texto de su discurso, elaborado para exaltar a los miembros de su partido, pero incendiario a pesar de todo. Supongo que el embajador recibirá una amonestación del Ministerio de Exteriores, y el Politburó probablemente se pronuncie al respecto. ¡Pero por lo menos leerlo me ha animado la guardia!
—Supongo que no lo transmitieron por código de un solo uso.
Eso habría sido una auténtica pesadilla para los empleados.
—No, transmisión mecánica, gracias a Dios —respondió Dobrik sin pretender ser enteramente irónico con su expresión, que se utilizaba habitualmente como eufemismo, incluso en el Centro—. Nuestros especialistas todavía intentan hallarle sentido a sus palabras. El departamento político lo examinará durante varias horas, o probablemente días, apuesto que con la ayuda de psiquiatras.
Zaitzev no pudo evitar soltar una carcajada. La comunicación de ida y vuelta entre los doctores y los agentes indudablemente sería entretenida, y como todos los buenos funcionarios, solían leer todos los mensajes divertidos.
—Cabe preguntarse cómo esa clase de hombres llegan a gobernar países importantes —comentó Dobrik después de levantarse, mientras encendía un cigarrillo.
—Creo que lo denominan proceso democrático —respondió Zaitzev.
—En ese caso, agradezcamos la voluntad colectiva del pueblo, expresada a través del querido partido.
Dobrik era un buen miembro del partido, a pesar de la ironía intencionada de su comentario, como evidentemente todos los demás en esa sala.
—Por supuesto, Kolya respondió Zaitzev al tiempo que consultaba el reloj de pared y comprobaba que había llegado seis minutos temprano En cualquier caso, camarada comandante, tomo el relevo.
—Gracias, camarada comandante —dijo Dobrik de camino a la puerta.
Zaitzev se sentó en la silla, todavía caliente del trasero de Dobrik, y firmó la tarjeta de entrada, tomando nota de la hora. A continuación vació el cenicero en la papelera —Dobrik nunca lo hacía— y empezó su nueva jornada laboral. Relevar a su compañero era una operación automática pero agradable. Apenas lo conocía, salvo por aquellos breves intercambios al principio de la jornada. No comprendía cómo alguien podía ofrecerse voluntario para trabajar permanentemente de noche. Por lo menos Dobrik le dejaba siempre la mesa limpia, sin moretones de trabajos inacabados, lo cual le brindaba a Zaitzev unos minutos para mentalizarse y prepararse para el trabajo.
En este caso, sin embargo, esos pocos minutos solo sirvieron para evocar las imágenes que, al parecer, no estaban a punto de desvanecerse. Oleg Ivanovich encendió su primer cigarrillo de la jornada laboral y ordenó los papeles sobre su mesa metálica, mientras su mente estaba en otro lugar, ocupándose de asuntos que de momento prefería desconocer. Pasaban diez minutos de la hora cuando entró un oficinista con una carpeta.
—De la delegación de Washington, camarada comandante —anunció el funcionario.
—Gracias, camarada —respondió Zaitzev. Abrió el sobre y empezó a examinar los despachos.
Cassius había mandado más información; efectivamente más inteligencia política. No conocía el nombre ni el rostro de Cassius, pero debía de formar parte del equipo de un alto parlamentario, incluso tal tez de un senador. A juzgar por la gran calidad de la inteligencia política que mandaba, parecía tener acceso a información secreta de alto nivel. De modo que el ayudante de un importante político norteamericano trabajaba también para la Unión Soviética. Y su motivación era ideológica, siempre la mejor porque no cobraba.
Leyó el despacho y escudriñó su memoria en busca del recipiente apropiado en el piso superior El coronel Anatolyi Giegorovich Fokin, en el departamento político, cuya dirección era Sección de Washington, Línea PR, Primer Departamento, Primer Directorio, y estaba en el cuarto piso.
A las afueras de la ciudad, el coronel Ilya Fiódorovich Bubovoy se apeó del avión de la mañana, recién llegado de Sofía. Había tenido que levantarse a las tres de la madrugada para coger el vuelo a Moscú y un coche de la embajada lo había llevado hasta el aeropuerto. La citación procedía de Aleksey Rozhdiéslvensky, a quien conocía desde hacía varios años y que había tenido la cortesía de llamarlo el día anterior para asegurarle que su llamada al Centro no obedecía a ninguna razón perjudicial. A pesar de que Bubovoy tenía la conciencia tranquila, era agradable saberlo. Con el KGB nunca se podía estar seguro. Como cuando a un alumno le ordenaban presentarse en el despacho del director, los oficiales solían ponerse nerviosos al recibir una llamada de la central. En cualquier caso, el nudo de su corbata era impecable y llevaba los zapatos perfectamente lustrados. No vestía de uniforme, puesto que su identidad como delegado en Sofía era técnicamente secreta.
Un sargento uniformado del Ejército Rojo, que pertenecía en realidad al KGB, pero cuya identidad era secreta, porque nunca se sabía si la CIA o algún otro servicio occidental vigilaba el aeropuerto, lo recibió en la puerta de la terminal y lo acompañó a un coche. Bubovov compró un ejemplar del SorvietSkiy-Sport en un quiosco, de camino al vehículo. El recorrido duraría treinta y cinco minutos. El equipo de fútbol de Sofía había derrotado al Dynamo de Moscú por tres a dos hacía unos días, y el coronel se preguntaba si los periodistas deportivos pedirían las cabezas del equipo moscovita, utilizando evidentemente la debida retórica marxista. Los buenos socialistas siempre ganaban, pero los periodistas deportivos solían confundirse cuando ambos equipos eran socialistas.
Foley estaba también en el metro, un poco tarde esa mañana. Un corte de corriente imprevisto había alterado la hora de su despertador y se había levantado con los rayos del sol que se filtraban por la ventana, en lugar de con el habitual zumbido metálico. Como siempre, procuró no mirar demasiado a su alrededor, pero no pudo resistir la tentación de intentar localizar al dueño de la mano que se había introducido en su bolsillo. Sin embargo, nadie lo miraba. Lo intentaría de nuevo por la tarde, en el tren de las 17.41, por si acaso. Por si acaso, ¿qué? Foley no lo sabía, pero ése era uno de los aspectos emocionantes del tipo de trabajo que había elegido. Si había sido una simple casualidad, no importaba, pero durante los próximos días viajaría en el mismo tren, en el mismo vagón y aproximadamente en el mismo lugar. Si alguien lo seguía, no le llamaría la atención. En realidad, a los rusos les resultaba reconfortante seguir a alguien que tuviera una rutina; el comportamiento azaroso de los norteamericanos podía desconcertarlos. Por consiguiente, se portaría como un «buen» norteamericano, les mostraría lo que querían ver y no les parecería extraño. El jefe de la delegación de Moscú movió la cabeza, asombrado.
Al llegar a su parada subió a la calle por la escalera mecánica, para luego recorrer el corto camino hasta la embajada, frente a Nuestra Señora de los Microchips y el horno de microondas más grande del mundo. A Foley siempre le gustaba ver la bandera izada y los marines en el interior, como prueba adicional de que estaba en el lugar correcto. Estaban siempre apuestos, con sus camisas de color caqui y sus pantalones azules de gala, sus pistolas enfundadas y la gorra blanca.
Su despacho estaba desordenado como de costumbre; ser un poco desorganizado formaba parte de su tapadera.
Pero su tapadera no incluía el Departamento de Comunicaciones. No podía hacerlo. El jefe de Comunicaciones en la embajada era Mike Russell, ex teniente coronel de la ASA, el servicio de comunicaciones de seguridad del ejército, actualmente como civil al servicio de la NSA, que oficialmente hacía lo mismo para la totalidad del gobierno. Moscú era un destino difícil para Russell. Como negro y divorciado sin pareja, aquí no le resultaba fácil conseguir compañía femenina, porque los rusos tenían conocidos reparos respecto a las personas de piel oscura. La llamada a la puerta era reconocible.
—Adelante, Mike —dijo Foley.
—Buenos días, Ed —respondió Russell, que medía más de metro ochenta y, a juzgar por su cintura, debía vigilar lo que comía, pero era bueno con los códigos y las comunicaciones, y de momento eso bastaba. Una noche tranquila para ti.
—¿Y eso?
—Sí, aquí está todo —respondió entregándole un sobre que acababa de sacarse del bolsillo de la chaqueta—. No parece nada importante.
También había descifrado el mensaje. Ni siquiera el embajador tenía tanto acceso autorizado como el jefe de Comunicaciones. De pronto Foley se alegró del racismo ruso. Era mucho más improbable que Mike se pasara al enemigo. La idea era aterradora. De todo el personal de la embajada, Mike Russell era el que podía delatarlos a todos, razón por la cual los servicios de Inteligencia siempre intentaban corromper a los encargados de codificación, esos funcionarios mal pagados y despreciados con enorme poder informativo en cualquier embajada.
Foley cogió el sobre y lo abrió. El despacho que contenía era menos que rutinario, prueba irrefutable de que la CIA no era más que otra gran burocracia gubernamental, por importante que fuera su trabajo. Refunfuñó e introdujo el papel en la trituradora, cuyos discos de acero rotativos lo convirtieron en fragmentos de unos dos centímetros cuadrados.
—Debe de ser agradable hacer el trabajo del día en diez segundos —comentó Russell con una carcajada.
—Apuesto a que no era así en Vietnam.
—Ni de lejos. Recuerdo una ocasión en la que uno de mis hombres localizó un transmisor del vietcong, en el cuartel general de asistencia militar en Vietnam y nos dio la noche.
—¿Lo encontrasteis?
—Desde luego —asintió Russell—. La población local se enfureció realmente con aquel cretino. Acabó mal, por lo que me contaron.
Entonces Russell era teniente. Había nacido en Detroit y su padre, que trabajaba en la construcción de bombarderos B-24 durante la segunda guerra mundial, nunca se cansó de repetirle que era mucho más satisfactorio que fabricar automóviles Ford. Russell lo detestaba todo en este país, que no apreciaba ni siquiera la música soul, pero la remuneración adicional por prestar servicio en Moscú, que oficialmente se consideraba un destino ingrato, le permitiría adquirir algún día una propiedad en la Alta Península, donde podría cazar aves y ciervos hasta cansarse.
—¿Algo para mandar, Ed? —agregó Russell.
—No, hoy no hay nada, por lo menos de momento.
—Entendido. Que tengas un buen día —deseó Russell antes de retirarse.
No era como en las novelas de espías; el trabajo de un agente de la CIA era mucho más aburrido que emocionante. Foley dedicaba por lo menos dos tercios de su tiempo como agente de campo a redactar informes, que alguien en Langley leería o no, o a la espera de citas inciertas. Disponía de agentes para realizar el trabajo en la calle, porque su identidad era demasiado confidencial para exponerse a que lo descubrieran, algo que de vez en cuando debía recordarle a su esposa. A Mary Pat le gustaba demasiado la acción. Era un poco preocupante, aunque ninguno de ellos corriera realmente mucho peligro físico. Ambos gozaban de inmunidad diplomática y eso era algo que los rusos, por regla general, solían respetar rigurosamente. Aunque las cosas se pusieran difíciles, nunca lo serían en exceso. O por lo menos eso se decía a sí mismo.
—Buenos días, coronel Bubovoy —dijo amablemente Andrópov sin levantarse.
—Buenos días, camarada director —respondió el delegado de Sofía, aliviado al comprobar que Rozhdiéstvensky no le había mentido.
Después de todo, nunca se podía ser demasiado cauteloso, ni demasiado paranoico.
—¿Cómo van las cosas por Sofía? —preguntó Andrópov mientras gesticulaba para que tomara asiento en un sillón de cuero, frente al gran escritorio de roble.
—Bien, camarada director, nuestros colegas socialistas siguen cooperando, especialmente en lo que concierne a asuntos turcos.
—Estupendo. Tenemos la propuesta de una misión y necesito su opinión en cuanto a su viabilidad —dijo Andrópov en un tono perfectamente amable.
—¿Y de qué se trata? —preguntó Bubovoy.
Andrópov le esbozó los planes, siempre pendiente de su rostro para comprobar su reacción. Fue nula. El coronel tenía demasiada experiencia y, además, era consciente de que su interlocutor lo estaba obseRyando.
—¿Cuándo? —preguntó.
—¿Cuánto puede tardar en hacer los preparativos?
—Necesitaré la cooperación de nuestros amigos búlgaros.
—Sé a quién dirigirme, al coronel Boris Strokov, un jugador muy hábil en el DS. Dirige sus operaciones en Turquía, el contrabando y lo demás, y eso le facilita el acceso a las organizaciones turcas de delincuentes. Los contactos son muy útiles, especialmente cuando es necesario matar.
—Prosiga —lo instó amablemente el director.
—Camarada director, semejante operación no será sencilla. Sin los medios para introducir al ejecutor en la residencia privada del objetivo, el atentado deberá perpetrarse durante una comparecencia pública, en la que necesariamente habrá mucha gente. Podemos decirle al ejecutor que disponemos de los medios para facilitarle la huida, pero eso evidentemente será mentira. Desde un punto de vista táctico, sería preferible disponer de otro hombre para que lo matara inmediatamente después de cometer el atentado con una arma provista de silenciador. Para el segundo asesino, la huida sería fácil, puesto que la atención de la muchedumbre se centraría en el primero. También aliviaría el posible problema de que nuestro ejecutor hablara con la policía. La reputación pública de la policía italiana no es muy buena, pero en realidad eso no es cierto. Como puede confirmarle nuestro delegado en Roma, sus departamentos de investigación están bastante bien organizados y son muy profesionales. Por consiguiente, nos interesa eliminar inmediatamente a nuestro ejecutor.
—¿Pero no sugerirá esto la participación de un servicio de Inteligencia? —preguntó Andrópov—. ¿No resulta demasiado elegante?
Bubovoy se acomodó en su sillón y habló juiciosamente, dispuesto a contarle a Andrópov lo que deseaba oír.
—Camarada director, es preciso sopesar los riesgos. El peor peligro sería que nuestro asesino contara cómo había llegado a Roma. Como suele decirse, los muertos no hablan. Y una voz silenciada no puede facilitar información. El otro bando podrá especular, pero serán meras suposiciones. Por nuestra parte, podemos divulgar fácilmente información a través de las fuentes que controlamos sobre la animadversión musulmana hacia la cabeza de la Iglesia católica. Los servicios de información occidentales recogerán la noticia y, con la orientación adecuada, podemos contribuir a forjar la visión pública de lo sucedido. Como usted bien sabe, el Instituto Americo-canadiense dispone de unos intelectuales excelentes para ello. Podemos utilizarlos para formular la propaganda negra, que luego propagaría el personal de nuestro Primer Directorio. Evidentemente, esta propuesta no está exenta de riesgo, pero, aunque compleja, no es demasiado difícil desde un punto de vista conceptual. Los verdaderos problemas radicarán en su ejecución y en la seguridad operativa. De ahí que sea fundamental eliminar inmediatamente al asesino. Lo más importante es no facilitar información alguna al otro bando. Que especulen cuanto quieran, pero sin datos concretos, no sabrán nada. Supongo que esta operación será muy reservada.
—Menos de cinco personas en este momento. ¿Cuántas más? —preguntó Andrópov, impresionado por la pericia y la sangre fría de Bubovoy.
—Por lo menos tres búlgaros. Luego seleccionarán a un turco; comprenda que debe ser un turco.
—¿Por qué? —preguntó Andrópov, aunque ya creía conocer la respuesta.
—Turquía es un país musulmán y existe una antigua enemistad entre las iglesias cristianas y el islam. De ese modo, la operación generará discordias adicionales entre ambos grupos religiosos, que podemos considerar como una bonificación —sugirió el delegado de Sofía.
—¿Y cómo seleccionará usted al asesino?
—Dejaré eso en manos del coronel Strokov, que por cierto es de ascendencia rusa. Su familia se instaló en Sofía a principios de siglo, pero piensa como uno de nosotros. Es nashi —afirmó Bubovoy—, formado en nuestra propia academia y tiene mucha experiencia operativa.
—¿Cuánto tardará en hacer los preparativos?
—Eso depende más de Moscú que de Sofía. Strokov necesitará la aprobación de sus propios superiores, pero eso es una cuestión política, no operativa. Cuando reciba sus órdenes… un par de semanas, cuatro a lo sumo.
—¿Y las probabilidades de éxito? —preguntó el director.
—De medias a altas, calculo. El agente de campo del DS conducirá al asesino hasta el lugar indicado y luego lo eliminará en el momento en que haya cumplido su misión, antes de escapar. Eso es más peligroso de lo que parece. El asesino probablemente utilizará una pistola sin silenciador. El ruido llamará la atención de la muchedumbre. La mayoría de la gente retrocederá, pero algunos se acercarán al peligro, con la esperanza de inmovilizar al pistolero. Si se desploma de un balazo silencioso en la espalda, seguirán acercándose, mientras nuestro hombre retrocede con el resto de la muchedumbre. Igual que en la playa —explicó Bubovoy, que ya lo visualizaba todo en su mente—. Pero disparar una pistola no es tan fácil como parece en las películas. No olvide que en el campo de batalla, por cada muerto hay dos o tres heridos que sobreviven. Nuestro pistolero no podrá acercarse a más de cuatro o cinco metros. Esa distancia es suficiente para un experto, pero nuestro hombre no lo será. Y luego está la complicación de la atención médica. Si a uno no le disparan al corazón o al cerebro, un buen cirujano es capaz de rescatarlo de la tumba. Por consiguiente, si hemos de ser realistas, las posibilidades de éxito de esta operación son de un cincuenta por ciento. Eso significa que debemos tener en cuenta las consecuencias de un fracaso. Esa es una cuestión política, camarada director —concluyó Bubovoy, señalando así que no era exactamente él quien se la jugaba.
Asimismo, sabía que el éxito de dicha misión le reportaría las estrellas de general y para el coronel eso suponía una apuesta aceptable, tenía mucho que ganar y poco que perder. Le apetecía por su ambición de ascenso, así como por su patriotismo.
—Muy bien. ¿Qué hay que hacer?
—En primer lugar, el DS actúa bajo orientación política. La sección que manda el coronel Strokov actúa con pocas órdenes escritas, pero está directamente controlada por el Politburó búlgaro. Por consiguiente, debemos obtener la autorización política, lo cual significa necesariamente la aprobación de nuestros propios líderes políticos. Los búlgaros no autorizarán su cooperación sin una petición oficial de nuestro gobierno. Después de todo, es una operación perfectamente sencilla.
—Comprendo —asintió Andrópov antes de guardar silencio durante aproximadamente medio minuto.
Dos días después debía celebrarse una reunión del Politburó y se preguntó si sería demasiado pronto para lanzar esa misión. ¿Sería difícil demostrar su caso? Debería mostrarles la carta de Varsovia y no les gustaría en absoluto. Debería presentar el asunto de forma que su urgencia fuera evidente y… aterradora para ellos.
¿Se asustarían? Podría contribuir a que lo hicieran. Reflexionó otros pocos segundos y llegó a una conclusión favorable.
—¿Algo más, coronel?
—Huelga decir que la seguridad operativa debe ser hermética. El Vaticano dispone de su propio servicio de Inteligencia, y es sumamente eficaz. Sería un error subestimar su capacidad —advirtió Bubovoy—. Por consiguiente, tanto nuestro Politburó como el búlgaro deben saber que sólo pueden hablar de este asunto entre ellos. Y en lo que a nosotros concierne, esto significa no mencionárselo a nadie, ni siquiera al Comité Central ni a la secretaría del partido. La menor filtración resultaría desastrosa para la misión. Pero, al mismo tiempo —prosiguió—, gozamos de muchas ventajas. El Papa no puede aislarse ni protegerse como lo haríamos nosotros o cualquier otra nación ante semejante amenaza contra el jefe de Estado. En el sentido operativo, en realidad es un objetivo bastante «fácil», siempre y cuando logremos encontrar a un asesino dispuesto a arriesgar su vida, con el fin de acercarse lo suficiente para efectuar el disparo.
—Si consigo la autorización del Politburó y formulamos la petición de ayuda a nuestros hermanos búlgaros y usted pone en movimiento al coronel Strokov, ¿cuánto tiempo deberá transcurrir antes de cometer el atentado?
—Un mes, supongo, tal vez dos, pero no más. Necesitaremos cierto apoyo de la delegación romana para aspectos como el horario y cosas por el estilo, pero eso es todo. Nuestras propias manos permanecerían completamente limpias, especialmente si Strokov colabora en la eliminación del asesino inmediatamente después de cumplir su misión.
—¿Desearía usted que Strokov actuara personalmente?
—Da —asintió Bubovoy—. Boris Andreievich no es reacio a mancharse las manos. Anteriormente ya ha hecho cosas parecidas.
—Muy bien —dijo Andrópov, con la mirada en su escritorio—. No habrá constancia escrita de esta operación. Cuando disponga de la debida autorización, usted recibirá la orden de seguir adelante, pero sólo por código operativo, que es 15-8-82-666. Cualquier información compleja se transmitirá sólo por mensajero o cara a cara. ¿Queda claro?
—Perfectamente, camarada director. Nada por escrito salvo el número operativo. Supongo que haré frecuentes desplazamientos entre Sofía y Moscú, pero eso no importa.
—¿Son de confianza los búlgaros? —preguntó Andrópov, de pronto preocupado.
—Sí, lo son, camarada director. Mantenemos una relación operativa desde hace mucho tiempo y son expertos en ese tipo de cosas, a decir verdad, más que nosotros. Tienen más práctica. Cuando alguien debe morir, a menudo son los búlgaros quienes nos resuelven la papeleta.
—Eso me ha contado el coronel Rozhdiéstvensky, pero yo no tengo conocimiento directo de ello.
—Evidentemente, puede usted conocer al coronel Strokov cuando lo desee —sugirió Bubovoy.
Andrópov negó con la cabeza.
—Creo que es preferible no hacerlo.
—Como usted desee, camarada director.
Era de suponer, pensó Bubovoy. Andrópov era un hombre del partido y no estaba acostumbrado a mancharse las manos. Todos los políticos eran iguales: sedientos de sangre, pero personalmente impolutos, y dependían siempre de otros para llevar a cabo sus perversos deseos. Bueno, en eso consistía su trabajo, decidió el coronel, y puesto que los políticos controlaban las buenas cosas en su sociedad, precisaba complacerlos para sacar la miel de la colmena. Y él era tan goloso como cualquiera en la Unión Soviética. La recompensa de esa misión podrían ser unas estrellas de general, un bonito piso en Moscú, e incluso una modesta casa de campo en las Colinas de Lenin. Tanto él como su esposa se alegrarían de regresar a Moscú. Si el precio que debía pagar por ello era la muerte de un extranjero que le resultaba políticamente incómodo a su país, no tenía ningún inconveniente. Debería haber pensado más detenidamente a quién ofendía.
—Gracias por venir y ofrecernos su experiencia, camarada coronel. Recibirá usted noticias mías.
—Sirvo a la Unión Soviética —dijo Bubovoy después de levantarse para dirigirse a la puerta secreta.
Rozhdiestvensky lo estaba esperando en el despacho del secretario.
—¿Cómo te ha ido, Ilya?
—No estoy seguro de que esté autorizado a hablar de ello —respondió cautelosamente.
—Si se trata de la operación seis, seis, seis, estás autorizado a hacerlo, Ilya Fiódorovich —aseguró Rozhdiéstvensky mientras se dirigían a la puerta del pasillo.
—En ese caso, Aleksey Nikolayich, la reunión ha sido satisfactoria. No puedo decir más sin el consentimiento del director. Después de todo, por muy amigo que fuera Rozhdiéstvensky, podía tratarse de una prueba de seguridad.
—Le dije que se podía confiar en ti, Ilya. Esto podría ser beneficioso para ambos.
—Somos servidores, Aleksey, como todos los demás en este edificio.
—Deja que te acompañe al coche. Puedes coger el vuelo del mediodía.
Al cabo de pocos minutos, Rozhdiéstvensky estaba de nuevo en el despacho de Andrópov.
—¿Y bien? —preguntó el director.
—Dice que la reunión ha sido satisfactoria, pero que no dirá otra palabra sin su autorización. Ilya Fiódorovich es un profesional concienzudo, camarada director. ¿Voy a ser su contacto para esta misión?
—Sí, Aleksey, lo será. Mandaré un mensaje a dicho efecto —confirmó Andrópov, que no sentía la necesidad de dirigir personalmente la operación, puesto que no tenía una mente operativa, sino la de una imagen global—. ¿Qué sabe de ese coronel Boris Strokov?
—¿Búlgaro? El nombre me suena. Es un oficial de Inteligencia de grado superior que se especializó en operaciones de asesinato. Tiene mucha experiencia y evidentemente Ilya lo conoce bien.
—¿Cómo se especializa uno en asesinatos? —preguntó el director, por tratarse de un aspecto del KGB sobre el que no se le había informado.
—Su verdadero trabajo es otro, evidentemente, pero el DS dispone de un pequeño grupo de oficiales especializados en esas cosas. Él es el más experto. Su historial operativo es impecable. Si mal no recuerdo, ha eliminado personalmente a siete u ocho personas cuya muerte era necesaria; creo que sobre todo búlgaros. Probablemente también algún turco, pero no occidentales, que yo sepa.
—¿Es difícil de hacer? —preguntó Yuri Vladimirovich.
—Personalmente no tengo esa experiencia —reconoció Rozhdiestvensky sin agregar que tampoco deseaba tenerla—. Los que lo hacen dicen que su preocupación principal no es la de cumplir la misión, sino la de completarla; es decir, evitar a continuación una investigación policial. Los cuerpos de policía modernos son bastante eficaces en la investigación de asesinatos. En este caso, cabe esperar una investigación a fondo.
—Bubovoy quiere que ese tal Strokov participe en la misión y elimine al asesino inmediatamente después de cumplir su cometido.
—Tiene sentido. —Rozhdiéstvensky asintió reflexivamente—. Recuerdo que ya habíamos hablado de esa opción.
—Sí —dijo Andrópov con los ojos momentáneamente cerrados, mientras visualizaba la imagen en su mente, que resolvería muchos problemas políticos—. Sí, mi próximo trabajo consistirá en obtener la aprobación del Politburó para la misión.
—¿Pronto, camarada director? —preguntó el coronel Rozhdiestvensky, incapaz de contener su curiosidad.
—Mañana por la tarde, creo.
En la sala de comunicaciones, Zaitzev había permitido que la rutina cotidiana absorbiera su conciencia. De pronto pensó en la monotonía de su trabajo. Querían que esa labor la desempeñara una máquina y se había convertido en un autómata. Lo tenía todo archivado en su memoria, desde el oficial del caso en el piso superior al que correspondía cada identificador operativo, hasta el contenido de cada una de las operaciones. Le asombraba la cantidad de información que llegaba a albergar en su mente. Había ocurrido de una forma tan gradual que nunca se había percatado de ello. Pero ahora lo hacía.
Sin embargo, era el 15-8-82-666 lo que no lograba quitarse de la cabeza.
—Zaitzev —dijo una voz, y al volver la cabeza vio al coronel Rozhdiéstvensky.
—Diga, camarada coronel.
—Un despacho para el delegado de Sofía —anunció Rozhdiéstvensky al tiempo que le entregaba el mensaje debidamente redactado.
—¿A máquina o código único, camarada?
El coronel reflexionó unos instantes, sopesando ambas opciones, pero se decidió por la consistencia.
—Código único, creo.
—Como usted desee, camarada coronel. Saldrá dentro de unos minutos.
—Bien. Bubovoy se lo encontrará en su despacho a su regreso. Hizo ese comentario sin pensar. La gente, en general, hablaba demasiado y ningún entrenamiento, por intenso que fuera, lograba impedírselo por completo.
De modo que el delegado de Sofía acababa de estar allí, comprendió Zaitzev.
—Sí, camarada coronel. ¿Quiere que lo llame para confirmar el despacho?
—Sí, gracias, camarada comandante.
—Sirvo a la Unión Soviética —afirmó Zaitzev. Rozhdiéstvensky regresó al piso superior, mientras Zaitzev se dedicaba a la monótona misión de codificar el mensaje.
ALTO SECRETO
INMEDIATO Y URGENTE
DE: DIRECCIÓN, MOSCÚ CENTRO
A: DELEGADO DE SOFÍA
REFERENCIA: IDENTIFICADOR OPERATIVO 15-8-82-666
PARA TODAS LAS COMUNICACIONES FUTURAS SU CONTACTO OPERATIVO SERÁ EL CORONEL ROZHDIÉSTVENSKY. POR ORDEN DEL DIRECTOR.
FIN.
No era más que un mensaje administrativo, pero calificado de «inmediato y urgente». Eso significaba que era importante para el director Andrópov y su referencia correspondía a una operación, no a un simple comunicado.
Zaitzev se percató de que realmente se proponían hacerlo. ¿Qué diablos podía hacer él al respecto? Nadie en esa sala, ni en todo el edificio, podía detener dicha operación. ¿Pero y fuera del edificio…?
Zaitzev encendió un cigarrillo. Cogería el metro como de costumbre para regresar a su casa. ¿Estaría allí también aquel norteamericano?
Se planteaba una traición, pensó con un escalofrío. Esa palabra tenía un sonido horripilante, pero más aterradora era su realización. Sin embargo, la alternativa consistía en permanecer allí sentado, leyendo despachos, mientras asesinaban a un hombre inocente… No, no podía permitirlo.
Zaitzev cogió un formulario en blanco del montón que había sobre su mesa, colocó delante de él la hoja suelta y con un lápiz del número uno escribió en inglés: «Si esto le parece interesante, póngase mañana una corbata verde». Hasta ahí llegaba su valor esa tarde. Dobló el papel y lo introdujo dentro de su paquete de cigarrillos, procurando actuar con absoluta normalidad, porque cualquier gesto inusual podía llamar la atención en aquella sala. A continuación garabateó algo en otra hoja y la arrojó a la papelera antes de volver al trabajo. Durante las próximas tres horas, Oleg Ivan'ch reflexionó de nuevo sobre sus actos cada vez que se llevaba la mano al bolsillo en busca de un cigarrillo. Y en cada ocasión se planteaba sacar el papel, romperlo en mil pedazos antes de arrojarlo a la papelera y luego deshacerse también del paquete de cigarrillos. Pero cada vez lo dejaba en su lugar y se recordaba a sí mismo que todavía no había hecho nada. Sobre todo intentaba liberar su mente, hacer su trabajo habitual como un autómata y llegar al final de la jornada. Finalmente se dijo a sí mismo que su destino no estaba en sus manos. Si llegaba a su casa sin que nada inusual hubiera ocurrido, sacaría el papel doblado de su paquete de cigarrillos, lo quemaría en la cocina y consideraría el asunto zanjado. A eso de las cuatro de la tarde, Zaitzev levantó la mirada al techo manchado de humedad de la sala de comunicaciones y susurró algo parecido a una oración.
Por fin concluyó la jornada laboral. Siguió el camino de costumbre, al paso normal, hasta la estación habitual del metro y descendió al andén por la escalera mecánica. El horario del metro era tan previsible como el de las mareas y subió al vagón junto con un centenar de pasajeros.
Entonces casi dejó de latir el corazón en su pecho. Ahí estaba el norteamericano, de pie exactamente en el mismo lugar, leyendo un periódico que sujetaba con la mano derecha, la izquierda agarrada a la barra superior, su impermeable desabrochado y holgado alrededor de su cuerpo delgado. El bolsillo abierto lo llamaba como las sirenas de la Odisea. Zaitzev se abrió paso entre los pasajeros para acercarse al centro del vagón. Introdujo la mano derecha en el bolsillo de su camisa, donde guardaba el paquete de cigarrillos, sacó con destreza el papel del mensaje, lo sujetó disimuladamente en la palma de la mano y avanzó por el vagón cuando el metro reducía la velocidad para detenerse en una estación, como para dejar espacio a otro pasajero. Funcionó a la perfección. Tropezó con el norteamericano, efectuó la transferencia y se retiró.
Zaitzev respiró hondo. Lo había hecho. A partir de ahora, estaba en otras manos.
¿Era ese individuo realmente norteamericano o tal vez un señuelo del Segundo Directorio?
¿Había visto el «norteamericano» su cara?
¿Tenía eso alguna importancia? ¿No estaban sus huellas dactilares en el papel del mensaje? Zaitzev no tenía la menor idea. Había sido cuidadoso al separar el formulario y, si alguien le preguntaba, siempre podría decir que cualquiera podía haberlo cogido, porque estaba sobre su mesa, o incluso que alguien se lo había pedido. Si se aferraba a su versión, quizá incluso lograra superar una investigación del KGB. Tardó poco en apearse del metro y salir al aire libre, con la esperanza de que nadie se percatara de que le temblaban las manos al encender el cigarrillo.
A Foley le fallaron sus sentidos altamente entrenados. Con el impermeable suelto como lo llevaba, no detectó ningún toque, salvo los roces habituales del metro. Pero cuando se apeaba del vagón metió la mano en su bolsillo izquierdo y encontró algo que sabía que antes no estaba allí. La intriga se reflejó en su cara, pero su formación borró inmediatamente la expresión de su rostro. Sucumbió a la tentación de volver la cabeza para comprobar si alguien lo seguía, pero pronto se percató de que dada la regularidad de su horario, habría un rostro nuevo en la calle para vigilarlo, o con mayor probabilidad una serie de cámaras en la parte superior de los edificios circundantes. El celuloide era aquí tan barato como en cualquier otro lugar del mundo. De modo que se fue caminando a casa como cualquier otro día, saludó con la cabeza al guardia de la puerta, entró en el ascensor y llegó por fin a su casa.
—Ya estoy en casa, cariño —dijo Ed Foley sin sacar el papel del bolsillo hasta después de haber cerrado la puerta.
Estaba bastante seguro de que no había cámaras allí, ni siquiera la tecnología norteamericana estaba todavía tan avanzada, y había visto lo suficiente en Moscú para que su tecnología no le impresionara. Desplegó el papel y quedó paralizado.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó.
—Ven a verlo, Ed —respondió Mary Pat desde la cocina.
Las hamburguesas chirriaban en la sartén. De acompañamiento puré de patatas con salsa de carne y judías en salsa de tomate: comida típica de obreros norteamericanos. Pero el pan era ruso y no estaba mal. El pequeño Eddie estaba frente al televisor viendo un vídeo de los Transformers, que lo mantendría ocupado los próximos veinte minutos.
—¿Ha ocurrido hoy algo interesante? —preguntó Mary Pat frente a la cocina al tiempo que volvía la cabeza para recibir un beso de su marido y él respondió con la frase de su código personal para lo inusual.
—Nada en absoluto, encanto.
Eso despertó suficientemente su interés para coger el papel que su marido le mostraba, mirarlo y abrir enormemente los ojos. No por el mensaje escrito, sino por el membrete que lo acompañaba: «COMUNICACIÓN OFICIAL DE LA SEGURIDAD NACIONAL».
«Maldita sea», se pudo leer en los labios de Mary Pat.
El jefe de la delegación de Moscú movió reflexivamente la cabeza.
—¿Te importa vigilar las hamburguesas, cariño? Tengo que buscar algo.
Ed cogió la espátula y dio la vuelta a una hamburguesa. Su esposa regresó casi de inmediato con una corbata de color verde irlandés en la mano.