¿Cuándo quieres empezar, Jack? preguntó Cathy en el silencio de su cama.
Jack se alegraba de estar en su propia cama. A pesar de las comodidades del hotel de Nueva York, no era lo mismo y, además, estaba harto de su suegro, con su dúplex de Park Avenue y su ingente autosuficiencia. Ciertamente, Joe Muller tenía unos buenos noventa millones en el banco, además de su cartera diversificada, que crecía abundantemente con la nueva presidencia, pero todo tenía un límite.
—Pasado mañana —respondió Jack—. Supongo que iré después del almuerzo, sólo para echar una ojeada.
—Ya deberías estar durmiendo —dijo Cathy.
De vez en cuando, Jack recordaba que estar casado con una doctora tenía sus inconvenientes. Era poco lo que se le podía ocultar. Una cariñosa caricia podía transmitir la temperatura corporal, el ritmo cardíaco y quién sabe qué más. Por otra parte, los médicos ocultaban sus sentimientos sobre lo que averiguaban con la pericia de un jugador de póquer profesional. Bueno, sólo algunas veces.
—Sí, ha sido un día muy largo.
Eran casi las cinco de la tarde en Nueva York, pero su «día» había durado más de las veinticuatro horas habituales. Le convenía aprender a dormir en los aviones. No es que su butaca fuera incómoda. Había utilizado su propia tarjeta American Express para cambiar el billete suministrado por el gobierno por un pasaje de primera clase y pronto dispondría de suficientes kilómetros de vuelo en su haber para que el cambio fuera automático. Sería estupendo, pensó. Tanto en Heathrow como en Dulles, lo reconocerían al verlo. Al menos ahora disponía de su nuevo pasaporte negro diplomático, que le evitaba las molestias de tener que pasar inspecciones, controles y otras cosas por el estilo. Jack Ryan estaba técnicamente destinado a la embajada estadounidense en Grosvenor Square de Londres, frente a la antigua sede del cuartel general de la segunda guerra mundial de Eisenhower, y la categoría diplomática de su cargo lo convertía en una persona especial, al margen de los inconvenientes del Código Civil. Podía introducir un kilo de heroína de contrabando en Inglaterra sin que nadie pudiera tocar siquiera su equipaje sin su permiso, alegando privilegios diplomáticos y negocios urgentes. Era un secreto a voces que los diplomáticos no pagaban derechos de aduana con determinados artículos, como perfume para sus esposas (u otros más significativos), ni con sus propios licores, pero para la moral católica de Ryan eso no eran pecados mortales, sino veniales; la confusión mental propia de un cerebro fatigado. Cathy no podía en modo alguno permitirse actuar en dicho estado mental. Indudablemente durante su época de internado había hecho interminables guardias con el propósito de acostumbrarse a tomar decisiones correctas en las peores circunstancias, pero a veces su marido se preguntaba cuántos pacientes se habrían sacrificado en el altar del campamento de entrenamiento médico. Si algún día los abogados descubrían cómo sacarle provecho económico…
Cathy, la doctora Catherine Ryan, miembro del Colegio de Cirujanos de Norteamérica, según rezaba en su tarjeta de identificación médica, había superado con esfuerzo aquella fase de su formación, y en más de una ocasión su marido se había preocupado porque regresara a casa con su pequeño Porsche deportivo después de treinta y seis horas seguidas de servicio en obstetricia, pediatría, o cirugía general, campos en los que no estaba particularmente interesada, pero sobre los que debía aprender algo para ser una buena doctora en el Johns Hopkins. El caso es que había aprendido lo suficiente para practicarle los primeros auxilios en el hombro aquella tarde frente al palacio de Buckingham. Jack no había muerto desangrado ante su esposa y su hija, lo cual habría sido bastante ignominioso para todos los presentes, especialmente los británicos. ¿Le habrían nombrado caballero a título póstumo?, se preguntó, reprimiendo una carcajada. Y entonces sus ojos se cerraron finalmente por primera vez en treinta y nueve horas.
—Espero que le guste estar allí —dijo el juez Moore en su reunión vespertina de altos mandos.
—Arthur, nuestros primos saben ser acogedores —señaló James Greer—. Basil debería de ser un buen maestro.
Ritter no dijo nada. Ese aficionado de Ryan había obtenido mucha publicidad, demasiada para un empleado de la CIA, especialmente tratándose de un funcionario de la Subdirección de Inteligencia. Desde el punto de vista de Ritter, la Subdirección de Inteligencia era la cola que meneaba el perro de la Subdirección de Operaciones. Sin duda, Jim Greer era un espía excelente y un buen compañero de trabajo, pero no era un espía de campo y contrariamente a la opinión del Congreso, eso era lo que el cuerpo necesitaba. Por lo menos Arthur Moore así lo entendía. Pero bastaba con pronunciar la frase «agente de campo del servicio de Inteligencia» en el Capitolio para que los diputados responsables de los nombramientos se asustaran y retrocedieran como Drácula ante un crucifijo. Entonces era el momento de hablar.
—¿Qué suponéis que le permitirán saber? —pensó en voz alta el subdirector de Operaciones.
—Basil lo considerará como mi representante personal —respondió el juez Moore después de reflexionar unos instantes—. Compartirán con él todo lo que comparten con nosotros.
—Lo absorberán, Arthur —advirtió Ritter—. Ryan sabe cosas que ellos desconocen; intentarán sonsacárselas y él no sabrá cómo defenderse.
—Bob, le he dado personalmente instrucciones al respecto —declaró Greer.
El subdirector de Operaciones ya lo sabía, pero tenía una habilidad especial para ponerse de mal humor cuando no se salía con la suya. Greer se preguntó cómo debía haber sido la madre de Bob.
—No subestimes a ese chico, Bob. Es listo. Te apuesto una cena de filete de ternera a que les saca más a los británicos que ellos a él.
—Hecho —refunfuñó el subdirector de Operaciones—. En Snyder's —agregó el subdirector de Inteligencia. Snyder's era el restaurante especializado en carne predilecto de ambos ejecutivos; estaba situado en Georgetown, al cruzar el puente de Key.
El juez Arthur Moore, director de la CIA, observaba divertido el debate. Greer sabía cómo provocar a Ritter y de algún modo Bob nunca había aprendido a defenderse. Tal vez era el acento del sureste con el que hablaba Greer. Los tejanos como Bob Ritter y como el propio Arthur Moore se consideraban superiores a cualquiera que tuviera un acento nasal, especialmente ante una baraja de cartas o una botella de bourbon. El juez creía estar por encima de esas cosas, pero le divertía observarlas.
—De acuerdo, una cena en Snyder's —concedió Ritter tendiéndole la mano a su colega.
Había llegado el momento de que el director tomara de nuevo las riendas de la reunión.
—Ahora que este asunto está resuelto, caballeros, el presidente quiere que le informe de lo que ocurre en Polonia.
Ritter no se precipitó. Tenía un buen jefe de delegación en Varsovia, pero sólo disponía de tres agentes de campo en su departamento y uno de ellos era un novato. Disponían, sin embargo, de un excelente agente infiltrado en la jerarquía política del gobierno de Varsovia y varios en las fuerzas armadas.
—No lo saben, Arthur. Día tras día danzan alrededor de eso llamado Solidaridad —respondió el subdirector de Operaciones—. Y la música va cambiando.
—A fin de cuentas, Arthur, harán lo que les ordene Moscú —confirmó Greer—. Y Moscú tampoco lo sabe.
Moore se quitó las gafas que usaba para leer y se frotó los ojos.
—Sí. No saben qué hacer cuando alguien los desafía abiertamente. Joe Stalin no habría dejado títere con cabeza, pero gracias a Dios, el equipo actual no tiene agallas para eso.
—Las normas colegiales fomentan la cobardía y Brézhnev carece de dotes de liderazgo. Por lo que he oído, necesita compañía hasta para ir al retrete.
Esa afirmación era algo exagerada, pero a Ritter le gustaba que la dirección soviética se ablandara.
—¿Qué nos cuenta Cardenal?
Moore se refería a su principal agente residente en el Kremlin, que era el secretario personal del ministro de Defensa, Dmitri Fiódorovich Ustínov. Su nombre era Mijáil Semyonovich Filitov, pero todos, salvo algunos hombres pertenecientes al personal activo de la CIA, lo conocían como Cardenal.
—Dice que Ustínov no confía en que salga nada útil del Politburó hasta que dispongan de un jefe capaz de liderar. Leonid es cada vez más lento. Todo el mundo lo sabe, hasta la gente de la calle. No se pueden disimular las imágenes de televisión.
—¿Cuánto creéis que le queda?
Todos se encogieron de hombros, hasta que Greer se decidió a responder.
—Los médicos con los que he hablado dicen que podría desplomarse mañana, o aguantar otro par de años. Detectan una forma leve de la enfermedad de Alzheimer, pero sólo leve. Creen que padece una miopatía cardiovascular progresiva, exacerbada probablemente por un alcoholismo incipiente.
—Todos tienen ese problema —observó Ritter—. Por cierto, Cardenal confirma lo del problema cardíaco, así como lo del vodka. Además, el hígado es importante y el estado del suyo probablemente no es óptimo —agregó, minimizando la gravedad del problema.
—Pero es tan poco probable que un ruso deje de beber; como que un oso pardo deje de defecar en el bosque —añadió Moore. Si algo acaba por derrocar a esos individuos, será su incapacidad para manejar una transición ordenada del poder.
—Válgame Dios, su señoría —exclamó Bob Ritter con una pícara sonrisa—. Supongo que no disponen de suficientes abogados. Tal vez podríamos mandarles cien mil de los nuestros.
—No son tan estúpidos. Sería preferible lanzarles unos cuantos misiles Poseidón; causarían menos daño a su sociedad —dijo el subdirector de Inteligencia
—¿Por qué menospreciará la gente mi honorable profesión? —se preguntó Moore con la mirada en el techo—. Si alguien logra salvar su sistema, caballeros, tendrá que ser un abogado.
—¿Tú crees, Arthur? —preguntó Greer.
—Una sociedad no puede ser racional sin que impere la ley, y la ley no puede imperar sin abogados que la administren —respondió Moore en su calidad de ex magistrado en jefe del Tribunal Estatal de Apelaciones de Texas—. Todavía no disponen de esas normas, no cuando el Politburó puede ordenar la ejecución de cualquiera sin el menor asomo de un proceso de apelación. Debe de ser como vivir en el infierno. Uno no puede depender de nada. Es como Roma bajo el mandato de Calígula: cuando se le ocurría una idea, tenía la fuerza de la ley. Maldita sea, incluso Roma tenía algunas leyes que los emperadores debían obedecer, pero no nuestros amigos rusos.
Los demás no alcanzaban realmente a apreciar lo mucho que ese concepto horrorizaba a su director. En otra época había sido el mejor abogado penalista, en un Estado que se distinguía por su comunidad judicial, para convertirse luego en un erudito juez, rodeado de hombres justos y reflexivos. La mayoría de los norteamericanos estaban tan acostumbrados al imperio de la ley como a los treinta metros entre bases en el diamante del béisbol. Para Ritter y Greer era algo más importante, ya que antes de su carrera jurídica, Arthur Moore había sido un excelente espía de campo.
—¿Entonces qué diablos le cuento al presidente?
—La verdad —sugirió Greer—. No lo sabemos, porque ellos tampoco lo saben.
Eso era lo único racional y sincero que podía decir; evidentemente, pero…
—¡Maldita sea, Jim, nos pagan para que lo sepamos!
—Depende de lo amenazados que se sientan los rusos. Para ellos Polonia es un Estado vasallo que salta cuando se lo ordenan —dijo Greer—. Los rusos pueden controlar lo que su propio pueblo ve por televisión y lo que lee en el Pravda…
—Pero no pueden controlar los rumores que se filtran por la frontera —agregó Ritter—, ni lo que cuentan los soldados cuando regresan de su servicio militar en Alemania, Checoslovaquia, o Hungría, o lo que oyen por la Voz de América o Radio Europa Libre.
La CIA controlaba directamente la primera de dichas emisoras, y aunque la segunda teóricamente era casi independiente, nadie creía en dicha fantasía. El propio Ritter influía enormemente en ambos brazos propagandísticos del gobierno norteamericano. Los rusos comprendían y respetaban la buena propaganda política.
—¿Hasta qué punto creéis que se sienten presionados? —reflexionó Moore en voz alta.
—Hace sólo dos o tres años creían estar en la cresta de la ola —declaró Greer—. Nuestra economía era un desastre debido a la inflación, el problema de Irán y los gasoductos. Acababan de lograr que Nicaragua cayera en su regazo. Nuestra moral nacional era baja y…
—Gracias a Dios eso está cambiando —lo interrumpió Moore—. ¿Acabará por invertirse plenamente la situación? preguntó.
Eso era pedir demasiado, pero en el fondo Arthur Moore era un optimista, ¿cómo si no podía ser director de la CIA?
—Avanzamos en esa dirección, Arthur —respondió Ritter—. Tardan en asimilarlo; no se caracterizan por su agilidad mental. Esa es su mayor debilidad. Los peces gordos están tan atrapados por su propia ideología, que son incapaces de ver más allá. Podemos hacerles daño a esos cabrones, mucho daño, si logramos analizar a fondo sus debilidades y encontramos una forma de explotarlas.
—¿Lo crees realmente, Bob? preguntó el subdirector de Inteligencia.
—¡No lo creo, lo sé! —afirmó el subdirector de Operaciones.—, y lo mejor del caso es que todavía no lo saben. Ha llegado el momento de actuar. Tenemos un presidente que apoyará nuestro juego si proponemos algo suficientemente bueno para que él invierta su capital político. El Congreso le tiene tanto miedo que no se interpondrá en su camino.
—Robert, tengo la sensación de que estás tramando algo —dijo el director.
Ritter reflexionó unos instantes antes de responder.
—Sí, Arthur, estás en lo cierto. Lo vengo pensando desde hace once años, desde que me retiraron del campo, pero no he puesto una palabra por escrito.
No tuvo que explicar por qué. El Congreso podía ordenar la presentación de cualquier documento del edificio, o casi cualquier documento, pero no lo que alguien guardara en su memoria. Sin embargo, tal vez había llegado el momento de ponerlo por escrito.
—¿Qué es lo que más anhelan los soviéticos? —preguntó Ritter.
—Derrocarnos —fue la respuesta de Moore, para la que no se precisaba exactamente el intelecto de un Nobel.
—Bien, ¿y qué es lo que más anhelamos nosotros?
—No se nos permite pensar en esos términos —respondió ahora Greer. Queremos encontrar una forma compatible de vivir con ellos.
En cualquier caso, eso era lo que decía el NewYork Times, ¿y acaso no era ésa la voz del pueblo?
—De acuerdo, Bob, suéltalo ya.
—¿Cómo los atacamos? —preguntó Ritter—. Y me refiero a cómo aplastamos a esos cabrones en su propio país, ¿cómo podemos hacerles daño?
—¿Hablas de derrocarlos? puntualizó Moore.
—¿Por qué no? —dijo Ritter.
—¿Es eso posible? —preguntó el director; interesado en la idea de Ritter.
—¿Si ellos pueden apuntarnos con su gran cañón, Arthur, por qué no podemos hacerles lo mismo nosotros? —respondió ahora decididamente Ritter. Mandan dinero a grupos políticos en nuestro país con la intención de dificultar nuestro proceso político. Organizan manifestaciones antinucleares por toda Europa, reclamando la eliminación de nuestro escenario nuclear bélico, mientras ellos reconstruyen el suyo. Ni siquiera podemos filtrar lo que sabemos a los medios de comunicación…
—Y si lo hiciéramos, no lo publicarían —observó Moore.
Después de todo, a los medios de comunicación tampoco les gustaban las armas nucleares, pero estaban dispuestos a tolerar el armamento soviético porque, por una u otra razón, no era desestabilizador. Se temía que lo que Ritter realmente pretendía era comprobar si los soviéticos tenían influencia en los medios de comunicación norteamericanos. Pero semejante investigación sólo daría un fruto envenenado. Los medios de comunicación se aferraban a la visión de su propia integridad y su propio equilibrio, como un avaro a su tesoro. Pero a pesar de no disponer de pruebas, sabían que el KGB ejercía cierta influencia en los medios de comunicación norteamericanos, porque era muy fácil de establecer y ejercer. Bastaba con darles coba, hacerlos partícipes de supuestos secretos y convertirse luego en una fuente de confianza. ¿Pero eran los soviéticos conscientes de lo peligroso que era dicho juego? Los medios informativos norteamericanos tenían ciertos principios básicos, y manipularlos equivalía a jugar con una bomba de relojería. Un error podía pagarse muy caro. Ninguno de los ocupantes del séptimo piso se engañaba respecto al ingenio del servicio de Inteligencia ruso. Ciertamente disponía de personal muy hábil y concienzudamente formado, pero el KGB tenía también sus debilidades. Al igual que la sociedad a la que servía, el KGB aplicaba un filtro político a la realidad y en gran parte hacía caso omiso de la información que no encajaba en sus marcos. De ahí que, después de meses o incluso años de meticulosa planificación y preparación, a menudo fracasaran algunas de sus operaciones, porque sus agentes decidían que la vida en el país enemigo no era tan mala como les habían dado a entender. La cura para la mentira era siempre la verdad. Tenía la capacidad de darle a uno un bofetón, que cuanto más lista era la víctima más le dolía.
—Eso no tiene importancia —repuso Ritter, sorprendiendo a sus dos colegas.
—De acuerdo, sigue —ordenó Moore.
Lo que debemos hacer es examinar sus debilidades y atacarlas, con el propósito de desestabilizar su país.
—Eso es mucho pedir, Robert —observó Moore.
¿Has tomado la píldora de la ambición, Robert? —preguntó Greer, intrigado a pesar de todo—. Nuestros amos políticos se asustarán ante un objetivo tan amplio.
Lo sé —respondió Ritter con las manos en alto—. No, claro, no debemos hacerles daño; podrían atacarnos con armas nucleares. Dios santo, es mucho más improbable que nos ataquen ellos a nosotros, que nosotros a ellos. Nosotros inspiramos mucho más miedo a la gente que ellos. Maldita sea, lo que les preocupa es Polonia. ¿Por qué? Porque en Polonia se ha originado una epidemia que podría contagiar a su propia población. Se denomina «nuevas expectativas», y nuevas expectativas es precisamente lo que no pueden ofrecer. Su economía está tan estancada como el agua de un charco. Si les damos un ligero empujón…
—«Basta con derribar la puerta para que la estructura podrida se derrumbe por completo» —citó Moore—. Eso fue lo que dijo Adolf, pero le esperaba una desagradable sorpresa cuando empezó a caer la nieve.
—Era un imbécil que no había leído a Maquiavelo —replicó Ritter—. Primero se los conquista, luego se los asesina. ¿Para qué advertírselo con antelación?
—Nuestros adversarios actuales podrían haberle dado un par de lecciones al viejo Niccoló —reconoció Greer—. Bien, Bob, ¿qué es exactamente lo que propones?
—Una exploración sistemática de las debilidades soviéticas, susceptibles de explotación. En otras palabras, investigar la estructura posible de un plan que cause graves molestias a nuestro enemigo.
—Maldita sea, eso es algo que deberíamos hacer permanentemente —asintió inmediatamente Moore—. ¿James?
—No tengo ningún inconveniente. Puedo reunir un equipo en mi departamento para que elaboren algunas ideas.
—No los imputados habituales —protestó el subdirector de Operaciones—. Nunca obtendremos nada útil del equipo de costumbre. Ha llegado el momento de ampliar nuestros horizontes.
Greer reflexionó unos instantes antes de asentir.
—De acuerdo, yo los elegiré. Proyecto especial. ¿Le ponemos un nombre?
—¿Qué os parece «Infección»? —preguntó Ritter.
—¿Y si se convierte en una operación lo denominamos «Plaga»? —sugirió el subdirector de Inteligencia con una carcajada. Moore también se rió.
—No, ya lo tengo: «La máscara de la muerte roja». Poe me parece muy apropiado.
—Eso supone que la Subdirección de Operaciones se antepone a la Subdirección de Inteligencia, ¿no es cierto? —reflexionó Greer en voz alta.
No era todavía un proyecto concreto, sólo un interesante ejercicio intelectual, al igual que un comerciante podía examinar los puntos fuertes y los débiles de una empresa susceptible de ser absorbida… y luego, si las circunstancias lo justificaban, desarticularla. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era el centro de su mundo profesional, al igual que Bobby Lee con respecto al ejército del Potomac, o los Yankees de Nueva York con respecto a los Red Sox de Boston. Derrotarlos, por muy atractivo que resultara el sueño, no era más que eso, un sueño.
No obstante, el juez Arthur Moore aprobaba esa forma de pensar. Si las expectativas del hombre no excedían sus límites, ¿para qué diablos servía el cielo?
Eran casi las once de la noche, hora de Moscú. Andrópov saboreaba un cigarrillo, un Marlboro norteamericano, acompañado de una copa de vodka de la selecta marca Starka, de un color castaño parecido al del bourbon norteamericano. En el tocadiscos había otro producto norteamericano, un disco de Louis Armstrong, que interpretaba con su trompeta un excelente jazz de Nueva Orleans. Al igual que muchos rusos, el director del KGB consideraba a los negros como poco más que simios caníbales, pero los que vivían en Norteamérica habían inventado su propia forma de arte excelente. Sabía que debería ser un devoto de Borodin, o de algún otro compositor clásico ruso, pero había algo en la vitalidad del jazz norteamericano que hacía sonar una especie de campanilla en su mente.
Sin embargo, la música era una mera ayuda para el pensamiento. Yuri Vladimirovich Andrópov tenía unas gruesas cejas sobre sus ojos castaños y una protuberante mandíbula sugerente de otro origen étnico, pero su mente era enteramente rusa, lo que significaba parte bizantina, parte tártara, parte mongólica y, en general, centrada en la persecución de sus propios fines. Muchos eran sus objetivos, pero por encima de todo lo demás, quería ser el líder de su país. Alguien debía salvarlo y sabía exactamente lo mucho que lo necesitaba. Una de las ventajas de ser el director del Comité de Seguridad Nacional era que había muy pocos secretos para él en una sociedad repleta de mentiras, donde el engaño era la más excelsa forma de arte. Esto era especialmente cierto en la economía soviética. La estructura jerárquica de aquel flácido coloso implicaba que cada fábrica y cada director industrial tenían un objetivo de producción que debían alcanzar. Los objetivos podían ser o no realistas. Eso no importaba; lo que realmente importaba era que su cumplimiento era draconiano. Evidentemente no tanto como en otra época. En las décadas de 1930 y 1940, no alcanzar la meta establecida en el Plan podía significar la muerte inmediata, porque los que no cumplían con los objetivos del Plan eran «destructores», saboteadores, enemigos del estado, traidores en una nación donde la traición era el peor de los delitos y merecía, por consiguiente, el peor de los castigos, que habitualmente consistía en recibir un impacto de bala del calibre cuarenta y cuatro, de uno de los viejos revólveres Smith & Wesson comprados por los zares en Norteamérica.
Así pues, los directores de las fábricas habían aprendido que, si no lograban alcanzar los objetivos del Plan en la realidad, debían hacerlo sobre el papel, con el fin de prolongar tanto su propia vida como las ventajas del cargo que ocupaban. La veracidad de su fracaso se perdía habitualmente en la ingente burocracia heredada de los zares y ampliada posteriormente bajo el marxismo-leninismo. Andrópov sabía que dicha tendencia era también muy común en su propio organismo. Podía dar órdenes, incluso a voces, pero eso no significaba que se obtuviera realmente ningún resultado tangible. A veces efectivamente ocurría, últimamente con bastante frecuencia, porque Yuri Vladimirovich tomaba personalmente sus propias notas y al cabo de unos días se preocupaba de seguir el caso. De ese modo, su organización aprendía gradualmente a cambiar.
Pero no cambiaba el hecho de que la ofuscación era el velo incluso de su estilo de crueldad. Ni siquiera Stalin, de haber resucitado —cosa que nadie deseaba—, podría haberlo cambiado. La ofuscación institucional había crecido hasta alcanzar la cumbre de la jerarquía del partido. El Politburó no era más decisivo que la dirección de la granja estatal Sunrise. Nadie había aprendido el arte de la eficacia, observó Andrópov en su ascenso por el escalafón, y en consecuencia muchas cosas se resolvían con un guiño, dando a entender que en realidad nada era tan importante.
Y dado que en efecto el progreso era tan escaso, dependía de él y del KGB corregir los errores cometidos. Si los órganos del estado eran incapaces de suministrar lo que el estado necesitaba, el KGB debía robárselo a quienes lo poseyeran. La organización de espionaje de Andrópov y su organismo hermano, el servicio de Inteligencia militar soviético, robaban toda clase de diseños bélicos de Occidente. Eran tan eficaces, refunfuñó para sus adentros, que a veces los pilotos soviéticos morían a causa de los mismos defectos de diseño que años antes habían causado la muerte de diversos pilotos norteamericanos.
Y ése era el problema. Por muy eficaz que fuera el KGB, su mayor éxito sólo podía garantizar que las fuerzas armadas de su país, en el mejor de los casos, estuvieran cinco años por detrás de las occidentales. Y una de las cosas que ni él ni sus agentes podían robarle a Occidente era el control de calidad indispensable para la fabricación de armamento avanzado. ¿Cuántas veces su personal había obtenido diseños de Norteamérica y otros lugares, para comprobar luego que su país era incapaz de reproducirlos?
Eso era lo que debía resolver. En comparación, las hazañas míticas de Hércules parecían insignificantes, se dijo Andrópov mientras apagaba su cigarrillo. ¿Transformar su país? En la plaza Roja conservaban la momia de Lenin como una especie de dios comunista, la reliquia de un hombre que había transformado Rusia de Estado monárquico atrasado a… Estado socialista atrasado. El gobierno de Moscú manifestaba su desdén por los países que intentaban combinar el socialismo con el capitalismo, salvo en un aspecto: el KGB también intentaba robar sus conocimientos. Occidente raramente derramaba sangre, ni desperdiciaba esfuerzos en investigar el armamento soviético, salvo con el propósito de averiguar sus defectos. Los servicios occidentales de Inteligencia se esforzaron por asustar a sus respectivos gobiernos, proclamando que las nuevas armas soviéticas eran instrumentos de destrucción satánicos, pero luego descubrieron que el tigre soviético llevaba botas de plomo y era incapaz de atrapar un ciervo, por muy feroces que parecieran sus fauces. Todas las ideas originales que se les ocurrieron a los científicos rusos, que no fueron pocas, fueron robadas sistemáticamente por Occidente y convertidas en instrumentos que funcionaban realmente.
Los centros de diseño hacían sus promesas a las fuerzas armadas y al Politburó. Les aseguraban que sus nuevos sistemas mejorarían, aumentando un poco la financiación… Entretanto, el nuevo presidente norteamericano hacía lo que no habían hecho sus predecesores: alimentar su tigre. El monstruo industrial norteamericano comía carne cruda y fabricaba en grandes cantidades las armas perfeccionadas durante la década anterior. Según los informes de sus agentes, la moral de las fuerzas armadas norteamericanas aumentaba por primera vez en una generación. El ejército en particular había intensificado su entrenamiento y su nuevo armamento…
Sin embargo, el Politburó no lo creía cuando se lo contaba. Sus miembros eran demasiado insulares, no estaban familiarizados con el mundo real situado más allá de las fronteras soviéticas. Suponían que el resto del mundo era más o menos igual que el suyo, como lo describían las teorías políticas de Lenin, ¡redactadas hacía sesenta años! Yuri Vladimirovich se enfurecía en silencio. Había gastado enormes cantidades de dinero para averiguar lo que ocurría en el mundo, disponía de los datos procesados por treinta y un expertos cualificados de alto nivel, presentaba excelentes informes a los ancianos sentados alrededor de la mesa de roble y, a pesar de todo, ¡no lo escuchaban! Y luego estaba el problema vigente.
Así es como empezará, se dijo a sí mismo mientras tomaba otro trago de Starka. Bastaba con una persona, si era la adecuada. Ser la persona adecuada significaba que la gente la escuchaba, prestaba atención a sus palabras y a sus obras. Y algunas personas recibían esa clase de atención.
Y ésas eran a las que uno debía temer…
Karol, Karol, ¿por qué tienes que crearnos todos esos problemas?
E indudablemente habría problemas si cumplía su amenaza. La carta que había mandado a Varsovia no era sólo para los lacayos polacos, debía ser perfectamente consciente de su último destino. No era ningún imbécil. En realidad, era tan astuto como cualquiera de los grandes políticos que había conocido a lo largo de su vida. Un clérigo católico en un país comunista no habría llegado a la cima de la mayor Iglesia del mundo, no se habría convertido en su secretario general sin saber cómo manipular los resortes del poder. Pero su cargo tenía casi dos mil años de antigüedad, si uno creía en todas esas bobadas… bueno, tal vez. ¿No era la edad de la Iglesia romana un dato objetivo? Los hechos históricos eran hechos históricos, pero eso no concedía mayor validez a sus creencias que la atribuida por Marx, o la que para ser más precisos dejaba de atribuirle. Yuri Vladimirovich nunca había considerado que creer en Dios tuviera más sentido que creer en Marx y Engels. Pero sabía que todo el mundo debía creer en algo, no porque fuera cierto, sino porque ese algo en sí era una fuente de poder. La gente corriente, la que necesitaba que le dijeran lo que debía hacer, precisaba creer en algo superior a sí misma. Los pueblos primitivos que vivían en las pocas junglas que quedaban en el mundo todavía oían en los truenos la voz de algún ser viviente y no sólo el choque de aire frío y aire caliente. ¿Por qué? Porque sabían que eran seres débiles en un mundo fuerte y creían poder influir en las deidades que los controlaban con el sacrificio de cerdos, o incluso de niños, y los que tenían dicha influencia adquirían el poder de modelar su sociedad. El poder era su propia divisa. Algunos grandes hombres lo utilizaban para obtener comodidades, o mujeres, como había hecho uno de sus propios predecesores en el KGB, en realidad chicas jóvenes, pero Yuri Vladimirovich no compartía ese vicio en particular. Le bastaba con tener el poder. Un hombre podía deleitarse en el mismo como un gato frente a la hoguera, con el simple placer que aportaba tenerlo a mano, consciente de su autoridad para mandar sobre los demás, sentenciar a muerte u otorgar comodidades a quienes lo servían y lo complacían con su obediencia y su saber lisonjero de que lo reconocían como a un ser superior.
Pero eso no era todo, evidentemente. Uno debía hacer algo con dicho poder. Había que dejar huellas en las arenas del tiempo. Buenas o malas, eso importaba poco; sólo debían ser lo suficientemente grandes para llamar la atención. En este caso, el país entero necesitaba su dirección, porque de todos los miembros del Politburó, él era el único capaz de ver lo que se debía hacer. Sólo él podía marcar el rumbo que su patria precisaba seguir. Y si lo hacía correctamente, se le recordaría. Sabía que algún día su vida acabaría. En su caso, debido a una enfermedad hepática. Debería abstenerse de beber vodka, pero con el poder, uno gozaba también del derecho absoluto de elegir su propio camino. Nadie podía decirle lo que debía hacer. Su inteligencia latente sabía que eso no era lo más sensato, pero los grandes hombres no escuchaban a la gente inferior y Andrópov se consideraba el mejor entre los mejores. ¿No era su fuerza de voluntad suficientemente poderosa para definir el mundo en el que vivía? Claro que lo era y, por tanto, solía tomar un par de copas, a veces tres, por la noche. Algunas más en las cenas oficiales. Su país había superado desde hacía tiempo el sistema de gobierno de una sola persona, concluido hacía treinta años con la muerte de Koba, Iosif Visariónovich Stalin, cuyo despiadado gobierno habría hecho estremecer en su tumba a Iván el Terrible. Esa clase de poder era demasiado peligrosa, tanto para el gobernante como para los gobernados. Stalin había cometido tantos errores como aciertos, y por útiles que hubieran sido los segundos, los primeros casi habían condenado a la Unión Soviética a sufrir un retraso perpetuo y, en realidad, al crear la burocracia más formidable del mundo, había sacrificado en gran parte el progreso de su país.
Pero el hombre adecuado podría liderar y dirigir a sus colegas políticos del Politburó en la dirección correcta y luego, ayudando a seleccionar los nuevos miembros, alcanzar las metas necesarias mediante la influencia en lugar del terror. Tal vez entonces lograra que su país volviera a avanzar, conseRyando el control único que toda nación necesitaba, pero agregando la flexibilidad igualmente necesaria para que ocurriera algo nuevo, alcanzar el auténtico comunismo, vislumbrar el radiante futuro que según los escritos de Lenin esperaba a los fieles.
Andrópov no alcanzaba a ver la contradicción en su propia mente. Como tantos grandes hombres, estaba ciego ante todo lo que entraba en conflicto con su descomunal ego.
Además, todo se reducía finalmente a Karol y al peligro que planteaba.
Tomó nota mentalmente para la reunión matutina del personal. Debía explorar las posibilidades existentes. El Politburó reflexionaría en voz alta sobre cómo ocuparse del problema planteado por la carta de Varsovia y las miradas se dirigirían a él, con la expectativa de que tuviera algo que decir. La clave consistiría en encontrar algo que no espantara a sus colegas de mentalidad conservadora. Eran muy asustadizos, a pesar de su supuesto poder.
Leía muchos informes de sus agentes de campo, los talentosos espías del Primer Directorio, que exploraban los pensamientos de sus homólogos. Resultaba curioso pensar cuánto miedo había en el mundo y que los más miedosos fueran a menudo los que tenían el poder en sus manos.
Andrópov vació su copa y decidió no beber más antes de acostarse. La razón de su miedo era que les preocupaba no tener poder. No eran fuertes. Estaban supeditados a sus esposas, al igual que los obreros y los campesinos. Temían perder lo que con tanta avaricia acumulaban, y utilizaban su poder en causas deshonrosas, destinadas a aplastar a quienes podrían apoderarse de sus pertenencias. Incluso Stalin, el mayor de los déspotas, había usado principalmente su poder para deshacerse de aquellos que pudieran usurparle el trono. Y, por consiguiente, el gran Koba había desperdiciado su energía, no mirando hacia adelante ni hacia afuera, sino hacia abajo. Era como una mujer en la cocina que temiera la presencia de ratones bajo su falda, en lugar de un hombre con el poder y la voluntad de matar a un tigre que le atacara.
¿Pero podría haber sido diferente? ¡Sí! Podría haber mirado hacia adelante, ver el futuro y fijar un rumbo. Podría haber comunicado su visión a sus subordinados en la mesa del Kremlin y haberlos dirigido con la fuerza de su voluntad. Podría haber encontrado y reenfocado la visión de Lenin y de todos los demás pensadores de la filosofía reinante en su país. Podría haber variado el rumbo de su nación y ser recordado para siempre como un gran hombre…
Pero en primer lugar, aquí y ahora, debía ocuparse de Karol y de su molesta amenaza a la Unión Soviética.