Capítulo 34

Bosch la había estado observando durante toda la ceremonia desde su puesto junto al roble. Sylvia Moore apenas levantó la cabeza, ni siquiera para contemplar la fila de cadetes que dispararon salvas al aire o cuando el escuadrón aéreo sobrevoló la tumba y los helicópteros llegaron en formación. En un momento dado le dio la impresión de que ella lo había mirado, pero no estaba seguro. A Bosch le pareció estoica y bellísima.

Cuando todo había terminado, el féretro ya estaba en el agujero y la gente comenzaba a dispersarse, ella se quedó sentada y Bosch vio que rechazaba con la mano la oferta de Irving de acompañarla a la limusina. El subdirector se alejó con paso tranquilo, alisándose el cuello de la camisa. Finalmente, cuando la zona alrededor de la tumba estuvo vacía, ella se levantó, echó un vistazo rápido al foso donde yacía el ataúd y comenzó a caminar hacia Bosch. Al ruido de sus pasos se añadió el de puertas de coches que se cerraban por todo el cementerio. Cuando llegó hasta Bosch, se quitó las gafas de sol.

—Me hiciste caso —dijo Sylvia.

Eso lo confundió completamente. Bosch se miró la ropa y luego la miró a ella. ¿Caso de qué? Ella adivinó su confusión y se explicó.

—El hielo negro, ¿te acuerdas? Te dije que tenías que ir con cuidado. Estás aquí, así que supongo que me hiciste caso.

—Sí.

Bosch se fijó en sus ojos, clarísimos, y ella le pareció más fuerte incluso que la última vez que se habían visto. Aquellos ojos no olvidaban una acción amable. O una ofensa.

—Sé que hay más de lo que me han dicho. ¿Me lo contarás algún día?

Él asintió y ella asintió. Hubo un momento —ni muy corto ni muy largo— en que los dos se miraron en silencio. A Bosch le pareció un instante mágico, pero el viento arreció y rompió el encanto. Un mechón de su cabello se soltó y ella se lo peinó con la mano.

—Me gustaría que me lo contaras —dijo ella.

—Cuando quieras —replicó él—. Quizá tú también me cuentes algunas cosas.

—¿Como qué?

—Como esa foto que faltaba en el marco. Tú sabías lo que era, pero no me lo dijiste.

Ella sonrió como diciendo que se había fijado en algo trivial.

—Sólo era una foto de él y de su amigo del barrio. Había otras en la bolsa.

—Era importante, pero tú no dijiste nada.

Ella bajó la vista.

—No quería volver a hablar o pensar en ello.

—Pero lo hiciste, ¿no?

—Sí, claro. A todos nos pasa; las cosas que no quieres saber o recordar vuelven para perseguirte.

Permanecieron un momento en silencio.

—Lo sabes, ¿no?

—¿Que la persona que han enterrado no era mi marido? Sí, algo sospechaba. Sabía que había más de lo que la gente me contaba. No tú. Los otros.

Bosch asintió y el silencio se hizo largo pero no incómodo. Ella se volvió ligeramente para mirar al conductor que estaba esperando junto a la limusina. En el cementerio ya no quedaba nadie más.

—Hay algo que espero que me digas —añadió ella—. Ahora o más adelante. Si puedes, quiero decir… Em… ¿Hay alguna posibilidad de que… él vuelva?

Bosch la miró y negó con la cabeza lentamente, mientras estudiaba sus ojos para ver su reacción: tristeza, miedo o incluso complicidad. Pero no hubo nada. Ella se miró las manos enguantadas que mantenía enlazadas frente a su vestido.

—El chófer… —comenzó a decir, sin terminar la frase.

Sylvia se esforzó por sonreír y, por enésima vez Bosch se preguntó cómo Calexico Moore podía haber estado tan ciego. Entonces ella dio un paso adelante y le tocó la mejilla con la mano. Harry notó el calor de su piel, a pesar del guante de seda, y el olor a perfume en la muñeca. Era un olor muy suave. No exactamente un perfume, sino un aroma.

—Tengo que irme —se despidió ella.

Bosch asintió y ella dio un paso atrás.

—Gracias —le dijo ella.

Harry asintió. No sabía porque le daba las gracias, pero sólo era capaz de asentir.

—¿Me llamarás? Podríamos… No lo sé…

—Te llamaré.

Entonces ella asintió y dio media vuelta para caminar hacia la limusina negra. Bosch dudó un momento antes de preguntar:

—¿Te gusta el jazz?

Ella se paró y se volvió de nuevo hacia él. Sus ojos lo miraban intensamente. La necesidad de tocarse estaba tan clara que Bosch sintió que lo atravesaba como un cuchillo. Por un momento pensó que tal vez sólo fuera un reflejo de sus propios deseos.

—Sobre todo el saxofón —contestó ella—. Me encantan las canciones tristes y solitarias.

—Es que… ¿Es mañana demasiado pronto?

—Mañana es Nochevieja.

—Ya lo sé… Estaba pensando… Supongo que tal vez no es el momento apropiado. La otra noche… eso fue… No lo sé.

Ella caminó hacia él, lo cogió por el cuello y acercó su cara a la suya. Él se dejó hacer. Se besaron largamente y Bosch mantuvo los ojos cerrados. Cuando ella lo soltó, él no comprobó si los había visto alguien porque le daba igual.

—¿Cuál es el momento apropiado? —le preguntó ella.

Él no tenía una respuesta.

—Te estaré esperando.

Los dos sonrieron.

Sylvia dio media vuelta por última vez y caminó hacia el coche. Sus tacones repicaron al pasar del césped al asfalto. Bosch se apoyó contra el árbol y vio al chófer abrirle la puerta de la limusina. Entonces encendió un cigarrillo y contempló cómo la esbelta máquina negra se la llevaba del cementerio y lo dejaba a él a solas con los muertos.