Capítulo 33

Bosch no comenzó a sentirse bien del todo hasta que llegó a las contaminadas afueras de Los Angeles. Aunque le desagradaba la ciudad, sabía que allí se curarían sus heridas. Para evitar el centro, Harry cogió la autopista —al ser mediodía, no había mucho tráfico— y puso rumbo al paso de Cahuenga. Cuando alzó la vista hacia las montañas, descubrió el rastro carbonizado que había dejado el incendio de Navidad. Pero incluso aquello lo consoló. El calor del fuego seguramente había abierto las semillas de las flores silvestres, por lo que en primavera la ladera sería un estallido de color. El barranco se cubriría de flores y pronto aquella cicatriz sobre la tierra desaparecería completamente.

Era más de la una. Bosch llegaba demasiado tarde para la misa de funeral en la misión de San Fernando, así que atravesó el Valle en dirección al cementerio. El entierro de Calexico Moore, caído en cumplimiento del deber, iba a tener lugar en el Eternal Valley, en Chatsworth, ante el jefe de policía, el alcalde y todos los medios de comunicación. Bosch sonrió mientras conducía. «Estamos todos aquí reunidos para honrar y dar sepultura a… un camello».

Bosch llegó al cementerio antes que el séquito de motos, pero los medios ya estaban instalados en un risco cerca de la carretera de entrada. Unos hombres vestidos con trajes negros, camisas blancas, corbatas negras y brazaletes de luto en el brazo izquierdo le señalaron donde podía aparcar. Harry usó el espejo retrovisor para ponerse una corbata. Iba sin afeitar y todo arrugado, pero le daba igual.

La fosa estaba cerca de una robleda. Uno de los hombres con brazalete le había indicado el camino. Harry atravesó el césped cubierto de tumbas, mientras el viento desordenaba su cabello. Al llegar a la robleda, Bosch se colocó a una distancia razonable del toldo verde donde yacían las coronas de flores. Apoyado contra uno de los árboles, se fumó un cigarrillo mientras examinaba los coches que comenzaban a llegar. Unos cuantos se adelantaron a la procesión. Pero entonces oyó el sonido de los helicópteros que se aproximaban: la patrulla aérea de la policía que sobrevolaba el coche fúnebre y los aparatos de las televisiones que revoloteaban como moscas por todo el camposanto. A continuación las primeras motocicletas entraron en el cementerio y las cámaras de televisión apostadas en el risco se dispusieron a filmar toda la cola. Bosch calculó que debía de haber unas doscientas motos y pensó que el funeral de un policía era el mejor día para saltarse un semáforo, exceder el límite de velocidad o hacer una maniobra ilegal, ya que no quedaba ni un solo guardia de tráfico en toda la ciudad.

El coche fúnebre y las limusinas de los asistentes siguieron a las motocicletas. Después llegaron el resto de coches y finalmente la gente aparcó donde pudo y se encaminó hacia el lugar indicado desde todas direcciones. Entonces Bosch vio que uno de los hombres con brazalete ayudaba a Sylvia Moore a salir de una limusina, en la que viajaba sola. Aunque estaba a más de cincuenta metros de distancia, Harry enseguida se percató de que estaba preciosa. Lucía un sencillo vestido negro que el fuerte viento pegaba contra su cuerpo, marcando su figura. Llevaba el pelo recogido con un pasador negro, que tuvo que aguantarse para que no se le cayera, guantes y gafas de sol negras y pintalabios rojo. Bosch no podía apartar la vista de ella.

El hombre del brazalete la condujo hacia una hilera de sillas plegables bajo el toldo y junto al agujero que había sido cavado en la tierra. Por el camino ella volvió un momento la cabeza y Bosch creyó que lo miraba a él, pero las gafas ocultaban sus ojos y su rostro no mostró ninguna reacción. Después de que ella se sentara, los portadores del féretro, un grupo compuesto por Rickard, el resto de la unidad de narcóticos de Moore, y unos cuantos más que Bosch no conocía, trajeron el ataúd de acero plateado.

—Vaya, ya has vuelto —dijo una voz a sus espaldas.

Bosch se volvió y vio a Teresa Corazón que caminaba hacia él.

—Sí, acabo de llegar.

—No te has afeitado.

—No. ¿Tú qué tal?

—Fenomenal.

—Me alegro. ¿Qué pasó esta mañana después de que hablásemos?

—Lo que tú dijiste. Sacamos las huellas dactilares del Departamento de Justicia y las comparamos con las que nos había dado Irving. Pertenecían a dos personas distintas, o sea que ése del pijama de plata no es Moore.

Bosch asintió. Obviamente, ya no necesitaba la confirmación de Teresa, porque lo había comprobado personalmente. Bosch pensó en el cuerpo sin rostro de Moore que yacía sobre la cama del castillo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.

—Ya lo he hecho.

—¿Qué?

—He tenido una pequeña charla con el subdirector Irving antes de misa. Tendrías que haber visto la cara que ha puesto.

—Pero no ha parado el funeral.

—Porque cree que lo más probable es que Moore, si sabe lo que es mejor para él, no vuelva a asomarse por aquí. Irving espera que este follón sólo le cueste una recomendación para el puesto de forense jefe. Él mismo se ofreció a hacerlo; ni siquiera tuve que explicarle lo delicada que era su situación.

—Espero que disfrutes del trabajo, Teresa. Aunque vas a meterte en la boca del lobo.

—Lo haré. Y, Harry, gracias por llamarme esta mañana.

—¿Sabe Irving cómo descubriste esto? ¿Le dijiste que yo te había llamado?

—No, pero creo que no hacía falta.

Ella tenía razón. Irving debía de saber que Bosch era responsable de eso de alguna manera. Harry miró por encima de Teresa para ver a Sylvia Moore otra vez; estaba sentada en silencio, entre dos sillas vacías que nadie iba a ocupar.

—Me voy con el grupo —le anunció Teresa—. He quedado aquí con Dick Ebart. Quiere fijar una fecha para pedir el voto de toda la comisión.

Bosch asintió. Ebart era un hombre de casi setenta años que llevaba veinticinco como miembro de la comisión del condado. Él había propuesto a Teresa para el puesto.

—Harry, sigo queriendo que nos veamos sólo por trabajo. Te agradezco lo que has hecho por mí hoy, pero me gustaría mantener las distancias, al menos por un tiempo.

Bosch asintió y la vio alejarse con sus zapatos de tacón y paso inseguro, por culpa del césped. Por un momento Bosch se la imaginó en un abrazo carnal con Ebart, que era fácilmente reconocible en las fotos de los periódicos por su cuello flácido y arrugado como el papel crepé. La imagen le repugnó y se dio asco por habérsela imaginado. Rápidamente se la sacó de la cabeza y continuó observando a Teresa mientras se mezclaba con la gente, le daba la mano a varias personas y se convertía en el personaje político que tendría que interpretar a partir de entonces. Bosch sintió un poco de tristeza por ella.

Faltaban pocos minutos para el servicio, pero la gente seguía llegando. Entre los congregados, Bosch vislumbró la calva brillante del subdirector Irvin Irving que llevaba el uniforme completo de gala y la gorra bajo el brazo. Estaba de pie junto al jefe de policía y uno de los hombres fuertes del alcalde. Por lo visto el alcalde se estaba retrasando, como siempre. Entonces Irving reparó en Bosch, se separó del grupo y se dirigió hacia él. Mientras caminaba parecía contemplar la vista desde las montañas. No miró a Bosch hasta que llegó al roble.

—Detective.

—Jefe.

—¿Cuándo ha llegado?

—Ahora mismo.

—Podría haberse afeitado.

—Sí, ya lo sé.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

Lo dijo con una expresión de nostalgia y Bosch no sabía si quería una respuesta.

—No sé si lo sabe, detective, pero cuando usted no se presentó ayer en mi despacho, le puse un uno barra ochenta y uno.

—Me lo imaginaba. ¿Estoy suspendido?

—De momento no hemos hecho nada al respecto. Soy un hombre justo y quería verlo a usted primero. ¿Ha hablado con la forense?

Bosch no iba a mentirle y, además, en esa ocasión tenía las de ganar.

—Sí, quería que comparase unas huellas dactilares.

—¿Qué pasó allá abajo, en México, para que se le ocurriera algo semejante?

—Nada importante, jefe. Seguramente lo verá en las noticias.

—No me refiero a esa redada catastrófica que llevó a cabo la DEA. Hablo de Moore. Bosch, necesito saber si tengo que detener este funeral.

—Ahí no puedo ayudarle, jefe. La decisión no es mía. —Bosch hizo una pausa—. Tenemos compañía.

Irving se volvió para mirar. El teniente Harvey Pounds, también vestido con uniforme de gala, caminaba hacia ellos, seguramente para averiguar cuántos casos había cerrado Bosch. Pero Irving alzó la mano como un guardia de tráfico y entonces Pounds se paró en seco y se alejó.

—Lo que quiero decirle, detective Bosch, es que parece que estamos a punto de enterrar a un narcotraficante mexicano mientras un policía corrupto anda suelto. ¿Se da cuenta del bochorno que…? —Irving se calló de repente—. ¡Maldita sea! No entiendo por qué he dicho esto en voz alta, y menos a usted.

—No se fía mucho de mí, ¿verdad?

—En asuntos como éste, no me fío de nadie.

—Pues no se preocupe.

—No me preocupa. Sé en quien debo y en quien no debo confiar.

—Me refiero a lo de enterrar a un traficante de drogas mientras un policía corrupto anda suelto. No pasa nada.

Irving lo miró detenidamente, entrecerrando los ojos, como si pudiera asomarse a los pensamientos de Bosch.

—¿Qué dice? ¿Que no pasa nada? Esto es una situación embarazosa de proporciones inimaginables para esta ciudad y este departamento. Esto podría…

—Oiga, le digo que se olvide. ¿Me entiende? Estoy intentando facilitarle las cosas.

Irving volvió a observarlo un buen rato. Se apoyó en el otro pie y una vena de la cabeza comenzó a latir con fuerzas renovadas. Harry sabía que Irving no se sentiría cómodo compartiendo un secreto semejante con alguien como él. Con Teresa Corazón podía tratar porque los dos jugaban al mismo juego, pero Bosch era distinto. Harry disfrutó el momento, aunque el silencio comenzaba a ser demasiado largo.

—He hablado con los de la DEA sobre el desastre de esta mañana. Dicen que el hombre que creían que era Zorrillo se ha escapado. No saben dónde está.

Aquello era un último intento desesperado de que Bosch hablara. Pero no funcionó.

—Nunca lo sabrán.

Irving no respondió, pero Bosch sabía perfectamente que era mejor no interrumpir sus silencios. El subdirector estaba tramando algo. Harry lo dejó trabajar mientras contemplaba cómo se tensaban los músculos de su enorme mandíbula.

—Bosch, dígame si voy a tener un problema con esto. Cualquier tipo de problema, porque necesito saber en los próximos tres minutos si tengo que plantarme delante del jefe de policía, del alcalde y de todas esas cámaras y poner un final a todo esto.

—¿Qué están haciendo los de la DEA?

—¿Qué pueden hacer? Vigilar los aeropuertos y ponerse en contacto con las autoridades locales; difundir la foto y la descripción, pero nada más. Se ha escapado o, al menos, eso dicen. Yo quiero estar seguro de que no va a volver.

Bosch asintió.

—Nunca van a encontrar al hombre que buscan, jefe.

—Convénzame, Bosch.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque la confianza es cosa de dos. Igual que la desconfianza.

Irving consideró este comentario y a Bosch le pareció ver que asentía imperceptiblemente.

—El hombre que buscan, que creen que es Zorrillo, ha escapado y no va a volver nunca más. Eso es todo lo que necesita saber.

Bosch recordó de nuevo el cuerpo que yacía sobre la cama en el Castillo de los Ojos. Ya no tenía cara, y al cabo de unas dos semanas, la carne también habría desaparecido. Tampoco quedarían huellas dactilares, ni identificación excepto los documentos falsos que había en la cartera. El tatuaje continuaría intacto durante un tiempo, pero había mucha gente con ese tatuaje, incluido Zorrillo.

Bosch había dejado el dinero como precaución suplementaria. En la bolsa había suficiente para convencer a la primera persona que encontrase el cadáver de que se llevara el botín y saliera corriendo. Con un pañuelo Bosch limpió las huellas de la escopeta y la dejó allí. Cerró la puerta de la casa, rodeó la verja con la cadena, puso el candado y limpió todo lo que había tocado. Después puso rumbo a Los Angeles.

—Supongo que la DEA estará destacando el éxito de la operación.

—Lo están intentando —dijo Irving—. Dicen que han desmantelado la red de contrabando. Han confirmado que la droga denominada «hielo negro» se elaboraba en el rancho, se llevaba a través de túneles a dos empresas cercanas y después se transportaba hacia la frontera. Las camionetas hacían una pequeña parada para descargar la droga, seguramente en Calexico, y luego seguían. Las dos empresas están siendo investigadas. Una de ellas, una empresa con contratos públicos, seguramente será una vergüenza para el Gobierno americano.

—EnviroBreed.

—Sí. Mañana ya habrán terminado las comparaciones entre los conocimientos de embarque que mostraban los conductores en la frontera y el recibo de los cargamentos en el centro de erradicación de Los Angeles. Dicen que estos documentos han sido alterados o falsificados. Es decir, que pasaron más cajas selladas al otro lado de la frontera de las que se recibieron en el centro.

—Tenían a alguien dentro.

—Seguramente. El inspector local del Departamento de Agricultura tenía que estar ciego o corrupto. No sé qué es peor.

Irving se limpió una mota de polvo imaginaria del hombro de su uniforme. No podía ser pelo o caspa, porque no tenía ninguno de los dos. Luego se volvió para mirar al féretro y al gran número de oficiales que se congregaban a su alrededor. La ceremonia estaba a punto de empezar.

—No sé qué pensar, Bosch —añadió Irving, muy tieso y sin mirarlo a los ojos—. No sé si me tiene cogido o no.

Bosch no respondió para preocupar un poco al subdirector.

—Pero recuerde bien —le advirtió Irving—. Usted tiene tanto que perder como el departamento. Bueno, más. El departamento siempre puede recuperarse; quizá le cueste un tiempo, pero siempre se recupera. Pero eso no puede decirse de la persona que queda manchada por el escándalo.

Bosch sonrió con tristeza. Siempre había que taparlo todo; ésa era la filosofía de Irving. Su último comentario había sido una advertencia, una amenaza de que si usaba la información contra el departamento, Harry también se hundiría porque Irving se encargaría personalmente de ello.

—¿Tiene miedo? —preguntó Bosch.

—¿De qué, detective?

—De todo. De mí, de usted. De que no cuele. De que yo pueda equivocarme. De todo. ¿No le da miedo?

—Yo sólo temo a la gente sin conciencia. La gente que actúa sin pensar en las repercusiones, pero no creo que usted sea así.

Bosch negó con la cabeza.

—Entonces, adelante, detective. Yo tengo que reunirme con el jefe y ver si ha llegado el alcalde. Dígame qué quiere y, si está en mi poder, se lo daré.

—Yo no aceptaría nada de usted —le susurró Bosch—. Me parece que no lo entiende.

Irving se volvió para mirarlo a la cara.

—Tiene razón, Bosch. No lo comprendo. ¿Por qué arriesgarlo todo por nada? ¿Lo ve? Me vuelve a preocupar. Usted no juega para el equipo, juega para sí mismo.

Bosch miró fijamente a Irving y no sonrió, aunque deseaba hacerlo. Irving le había hecho un gran cumplido, pero el subdirector no se daba cuenta.

—Lo que pasó allá abajo no tenía nada que ver con el departamento —explicó—. Si hice algo, fue por una persona.

Irving le devolvió la mirada y flexionó el músculo de la mandíbula para apretar los dientes. Aquella sonrisa torcida bajo la calva brillante le hizo pensar en su parecido con los tatuajes de Moore y Zorrillo: la cara del diablo. Harry observó los ojos de Irving hasta que éstos se encendieron como si finalmente comprendiera. Entonces miró a Sylvia y después a Bosch.

—Para ser un caballero, ¿es eso? ¿Está haciendo todo esto para asegurarle la pensión a una viuda?

Bosch no respondió. Se preguntaba si Irving se lo había inventado o si sabía algo, pero era imposible averiguarlo.

—¿Cómo sabe que ella no formaba parte de esto? —preguntó Irving.

—Porque lo sé.

—¿Pero cómo puede estar tan seguro? ¿Cómo puede arriesgarse?

—De la misma manera que lo sabe usted. Por la carta.

—¿Qué pasa con la carta?

En el camino de vuelta a Los Angeles, Bosch no había dejado de pensar en Moore. Había tenido cuatro horas en la carretera para recomponerlo todo. Y creía haberlo logrado.

—Moore escribió la carta —comenzó—. Se denunció a sí mismo, como si dijéramos. Tenía un plan y la carta era el primer paso. Él la escribió.

Bosch encendió un cigarrillo. Mientras tanto, Irving permaneció en silencio, esperando a que reanudara la historia.

—Por razones que deben de remontarse a su infancia, Moore la pifió. Se pasó al otro bando y una vez allí se dio cuenta de que no podía volver. Pero tampoco podía continuar; tenía que escapar de alguna manera.

»Su plan era provocar una investigación del Departamento de Asuntos Internos con esa carta. Moore incluyó lo suficiente en la misiva para que Chastain pensara que había algo de verdad, pero no lo bastante para que lo pudieran arrestar. La carta sólo serviría para enturbiar su nombre, para ponerlo bajo sospecha. Después de tantos años en el departamento, Moore adivinó cómo se llevaría su caso. Había visto operar a Asuntos Internos y gente como Chastain. La carta preparó la escena; ensució el agua para que, cuando él apareciese muerto en el motel, el departamento, es decir, usted, no quisiera investigarlo a fondo. Usted es un libro abierto, jefe. Moore sabía que usted actuaría de forma rápida y eficaz para proteger al departamento primero antes que para descubrir la verdad. Por eso envió la carta. Lo usó a usted y también me usó a mí.

Irving se volvió hacia la tumba. La ceremonia estaba a punto de empezar. Después se dirigió a Bosch.

—Adelante, detective. Rápido, por favor.

—Moore fue capa por capa. ¿Se acuerda de haberme dicho que Moore había alquilado la habitación del motel por un mes? Ésa fue la primera capa. Si no hubieran descubierto el cadáver hasta al cabo de un mes, la descomposición del cuerpo se habría encargado de borrar las pruebas. No habrían quedado huellas que tomar, excepto las que dejó en la habitación. Moore se habría escapado.

—Pero lo encontraron unas cuantas semanas antes —agregó Irving de manera servicial.

—Sí. Eso nos lleva a la segunda capa. Usted. Moore había sido un policía durante muchos años. Sabía lo que usted haría: que iría a Personal a coger su archivo.

—Ahí se la jugó, Bosch.

—No tanto. La noche de Navidad, cuando yo le vi con la carpeta, enseguida comprendí lo que era antes de que usted lo dijera. Por eso Moore cambió las tarjetas. Además, él esperaba que no tuviera que llegar hasta esa fase. Usted era la segunda capa.

—¿Y usted, Bosch? ¿Era la tercera?

—Sí, eso creo. Moore me usó como una especie de plan de emergencia. En caso de que el suicidio no colara, quería a alguien que comprendiera la razón por la cual Moore había sido asesinado. Ése era yo. Moore me dejó un expediente, yo fui a buscarlo y luego pensé que lo habían matado por eso. Todo era una manera de desviar la atención; lo que Moore quería evitar era que alguien se plantease quién era la persona que yacía en las baldosas del motel. Sólo quería ganar un poco de tiempo.

—Pero usted fue demasiado lejos, Bosch. Eso no lo planeó.

—Supongo que no.

Bosch recordó su encuentro con Moore en la torre. Todavía no había decidido si Moore lo había estado esperando o no. Esperando a que Harry viniera a matarlo. Nunca lo averiguaría. Ése era un secreto que Calexico Moore se llevaría a la tumba.

—¿Tiempo para qué? —preguntó Irving.

—¿Cómo?

—Usted ha dicho que sólo quería ganar tiempo.

—Sí, creo que necesitaba el tiempo para bajar a México, suplantar a Zorrillo y fugarse con el dinero. No creo que quisiera ser el Papa para siempre. Su única ambición era volver a vivir en el castillo.

—¿Qué?

—Nada.

Se quedaron un momento en silencio hasta que Bosch hizo un último comentario:

—Usted ya debía de saber casi todo esto.

—¿Ah, sí?

—Sí. Creo que lo averiguó cuando Chastain le dijo que Moore había enviado la carta.

—¿Y cómo sabía eso el detective Chastain?

Irving no le iba a dar nada a Bosch, pero no importaba. A Harry le gustaba contar la historia porque le ayudaba a clarificarla. Era como sostenerla en alto para inspeccionar los agujeros.

—Después de que recibiera la carta, Chastain pensó que la había enviado su mujer, así que fue a su casa y ella lo negó. Entonces le pidió la máquina de escribir para comprobarlo, pero ella le contestó que no tenían máquina de escribir y le cerró la puerta en las narices. Cuando Moore apareció muerto, Chastain comenzó a pensar y se llevó la máquina de Moore de la comisaría. Me imagino que Chastain vio que las letras coincidían. A partir de eso, no resultaba difícil deducir que la carta venía de Moore o alguien de la unidad BANG. Supongo que Chastain debió de entrevistarlos esta semana y concluir que no habían sido ellos. Moore la escribió personalmente.

Irving no confirmó nada, pero no tenía por qué. Todo encajaba.

—Moore tenía un buen plan. Jugó con nosotros como si estuviera haciendo trampas al solitario; conocía todas las cartas de la baraja antes de darles la vuelta.

—Excepto una —concluyó Irving—. Usted. Moore no se imaginó que iría en su búsqueda.

Bosch no contestó. Volvió a mirar a Sylvia. Ella era inocente y a partir de ese momento estaría a salvo.

Bosch notó que la mirada de Irving también se posaba en ella.

—Ella es inocente —repitió Bosch en voz alta—. Usted lo sabe y yo lo sé. Si le causa problemas, yo se los causaré a usted.

No era una amenaza, sino una oferta. Un trato. Irving lo consideró unos instantes y asintió con la cabeza. Era un acuerdo tácito.

—¿Habló usted con él allá abajo, Bosch?

Harry sabía que se refería a Moore, pero no podía responder.

—¿Qué hizo usted allá abajo?

Al cabo de unos segundos de silencio, Irving dio media vuelta y se alejó, tieso como un nazi, hacia el toldo donde esperaban las personalidades y los altos mandos del departamento. Irving se sentó en una silla que su ayudante le había guardado detrás de Sylvia Moore. No se volvió a mirar a Bosch ni una sola vez.