Capítulo 31

De camino a la frontera, Bosch pensó en cómo se habían desarrollado los hechos, en cómo todas las piezas encajaban y cómo podría haberse quedado sin descubrirlo si Águila no se hubiera fijado en la pisada. Bosch recordó la caja de las botas Snakes en el apartamento de Los Feliz; era una pista obvia y, sin embargo, la había pasado por alto. Sólo había visto lo que había querido ver.

Todavía era pronto. Los primeros rayos de luz comenzaban a asomarse por el horizonte y aún no había mucha cola en la frontera. Nadie limpiaba parabrisas ni vendía baratijas porque no había ni un alma. Bosch le mostró su placa al aburrido agente de aduanas, que lo dejó pasar sin más trámites.

Necesitaba un teléfono y un poco de cafeína. En un par de minutos se plantó en el Ayuntamiento de Calexico, Harry se compró una Coca-Cola en la máquina del minúsculo vestíbulo de la comisaría y se la llevó afuera, a la cabina telefónica que había delante del edificio. Bosch consultó su reloj y supo que ella estaría en casa, probablemente despierta y preparándose para ir a trabajar.

Harry encendió un cigarrillo, marcó el número y cargó la llamada a su cuenta telefónica. Mientras esperaba a que le dieran el visto bueno, dirigió la vista al parque. A través de la neblina matinal, divisó las figuras de varios vagabundos desperdigados que dormían en los bancos del parque tapados con mantas. La bruma daba a la imagen un carácter fantasmagórico y solitario.

Teresa cogió el teléfono casi inmediatamente. Parecía que ya estuviese despierta.

—Hola.

—Harry, ¿qué pasa?

—Perdona que te despierte.

—No me has despertado. ¿Qué pasa?

—¿Estás vistiéndote para ir al funeral de Moore?

—Sí. ¿Qué es esto? Me llamas a las seis menos diez de la mañana para preguntarme…

—La persona que van a enterrar no es Moore.

Hubo un largo silencio durante el cual Bosch miró al parque y vio a un hombre de pie, envuelto con una manta, que lo miraba fijamente a través de la niebla. Bosch desvió la mirada.

—¿Pero qué dices? Harry, ¿estás bien?

—Estoy cansado, pero nunca he estado mejor. Lo que quiero decir es que está vivo. Moore. Acaba de escapárseme esta mañana.

—¿Todavía estás en México?

—En la frontera.

—Lo que has dicho no tiene sentido. Las huellas dactilares y la dentadura coincidían, y su propia mujer reconoció el tatuaje en una foto. Estamos totalmente seguros de la identidad.

—Es mentira. Moore lo preparó todo.

—¿Por qué me llamas para contarme esto, Harry?

—Quiero que me ayudes, Teresa. Yo no puedo hablar con Irving, pero tú sí. Ayúdame y, si tengo razón, saldrás beneficiada.

—Si tienes razón.

Bosch volvió la vista al parque, pero el hombre de la manta ya se había marchado.

—Sólo dime cómo —le retó ella—. Convénceme.

Bosch se quedó callado un momento, como un abogado antes de interrogar a un testigo. Sabía que cada palabra tenía que pasar su cuidadoso escrutinio o la perdería.

—Además de las huellas dactilares y los análisis dentales, Sheehan también me dijo que la letra de la máquina de escribir de Moore coincidía con la de la nota de «He descubierto quién era yo». Lo compararon con una nota de cambio de dirección que Moore había puesto en su archivo personal hacía unos meses, después de que él y su mujer se separaran.

Bosch dio una larga calada al cigarrillo y ella pensó que él había terminado.

—¿Y? No lo entiendo. ¿Qué tiene de raro?

—Una de las concesiones que ganó nuestro sindicato hace unos años durante las negociaciones laborales fue el libre acceso a nuestro archivo personal. De este modo, los policías podemos comprobar si nuestros expedientes contienen acusaciones, recomendaciones, cartas de queja o cualquier cosa. Es decir, que Moore tenía acceso a su archivo, así que fue a Personal hace unos meses y lo pidió porque acababa de mudarse y necesitaba poner la dirección al día.

Bosch se detuvo un momento para recomponer el resto de la historia en su cabeza.

—Vale. ¿Y qué? —insistió ella.

—Los archivos personales también contienen tarjetas con huellas dactilares. Eso significa que Moore tuvo acceso a la tarjeta que Irving te llevó el día de la autopsia; la que tu perito usó para identificar las huellas. ¿Lo ves? Moore pudo haber cambiado su tarjeta por la de otra persona y vosotros habríais usado la tarjeta equivocada para identificar su cuerpo. Aunque, claro está, no era su cadáver, sino el de otra persona.

—¿Quién?

—Creo que era un hombre de aquí abajo llamado Humberto Zorrillo.

—Me parece demasiado improbable. Hubo otras formas de identificación. Recuerdo que ese día en la sala de autopsias, ¿cómo se llama? Sheehan, recibió una llamada de la policía científica para decir que habían cotejado las huellas dactilares del motel y que eran de Moore. Ellos usaron otras tarjetas que no eran las nuestras. Y la identificación dental. ¿Cómo explicas eso?

—Mira, Teresa, escúchame bien. Todo tiene explicación; ya verás cómo encaja. ¿La identificación dental? Tú misma me dijiste que sólo encontrasteis un fragmento, parte de una pieza dental, sin la raíz. Era un diente muerto, así que no pudiste decir cuánto tiempo llevaba fuera; sólo que coincidía con los informes del dentista. Uno de los compañeros de Moore me dijo que una vez lo vio perder un diente en una pelea en Hollywood Boulevard. Podría ser ése, no lo sé.

—Vale, ¿y las huellas en la habitación del motel? ¿Cómo se explican?

—Muy fácil. Ésas eran sus huellas de verdad. Donovan, el de la policía científica, me contó que había sacado las copias del ordenador del Departamento de Justicia, por lo que tenían que ser sus huellas de verdad. Eso quiere decir que estuvo en la habitación, pero no significa que él fuera el cadáver. Normalmente usamos sólo una muestra de las huellas (las del ordenador del Departamento de Justicia) para hacer todas las comparaciones, pero Irving la pifió al coger las del archivo personal. Y ahí está la genialidad del plan de Moore; él sabía que Irving o alguien del departamento la pifiaría. Lo sabía porque se imaginó que el departamento metería prisa a la autopsia, la identificación, todo, porque se trataba de la muerte de un agente de policía. Era algo que se había hecho antes y Moore dedujo que harían lo mismo con él.

—¿Donovan nunca comparó sus huellas con las nuestras?

—No, porque no es costumbre. Tal vez lo hubiese hecho más tarde si no le hubieran metido tanta prisa con este caso.

—Mierda —exclamó ella. Bosch sabía que la estaba convenciendo—. ¿Y el tatuaje?

—Es una insignia del barrio. Mucha gente podría tenerlo. Creo que Zorrillo también lo llevaba.

—¿Y quién es este tal Zorrillo?

—Un tío que creció aquí con Moore. Puede que fueran hermanos, no lo sé. La cuestión es que Zorrillo se convirtió en el traficante más importante de la zona y Moore se fue a Los Angeles y se hizo policía. No sé por qué, pero resulta que Moore estaba trabajando para Zorrillo desde allí. El resto de la historia ya la sabes. Los de la DEA acaban de hacer una redada en el rancho de Zorrillo; se nos ha escapado, pero yo no creo que fuera él. Era Moore.

—¿Lo viste?

—No hizo falta.

—¿Hay alguien buscándolo?

—Los de la DEA, especialmente en el interior de México. Aunque están buscando a Zorrillo, no a Moore. Y es posible que Moore nunca aparezca.

—Parece que… ¿Estás diciendo que Moore mató a Zorrillo y después lo suplantó?

—Sí. Yo creo que Moore consiguió que Zorrillo fuera a Los Angeles. Quedaron en el Hideaway y Moore lo mató; ése es el golpe que encontraste en la cabeza. Moore le puso sus botas y su ropa al cadáver. Después le disparó en la cara con la escopeta. Se aseguró de dejar algunas huellas por la habitación para que Donovan picara y le puso la nota en el bolsillo del pantalón.

»Creo que la nota funcionaba de muchas maneras. Al principio parecía una nota de suicidio y, además, la letra contribuyó a la identificación. Por otro lado, creo que era algo personal entre Moore y Zorrillo, algo que se remonta a la época en que vivían en el barrio. Lo de “He descubierto quién era yo” es parte de una larga historia.

Los dos se quedaron en silencio un momento, pensando en todo lo que había dicho Bosch. Harry sabía que todavía quedaban muchos cabos sueltos; muchos engaños que descubrir.

—¿Por qué todos los asesinatos? —preguntó ella—. ¿Porter y Juan 67? ¿Qué tenían que ver ellos?

Aquí era donde le fallaban las respuestas.

—No lo sé. Supongo que se metieron en medio. Zorrillo hizo que asesinaran a Jimmy Kapps porque era un chivato. Creo que Moore fue quien se lo dijo a Zorrillo. Después, apalizaron hasta matarlo a Juan 67 (por cierto, se llamaba Gutiérrez-Llosa) y llevaron el cadáver a Los Angeles. No sé por qué. Finalmente Moore mató a Zorrillo y lo suplantó. Por qué mató a Porter, no lo sé. Supongo que pensó que tal vez Lou lo descubriría.

—Eso es muy cruel.

—Sí.

—¿Cómo ha podido suceder? —preguntó ella, más a sí misma que a Bosch—. Están a punto de enterrar a este traficante de drogas con todos los honores…, el alcalde y el director del departamento. Todos los medios de comunicación…

—Y tú sabrás la verdad.

Teresa pensó un rato antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Por qué lo hizo?

—No lo sé. Estamos hablando de vidas distintas. El policía y el traficante. Pero debía de haber algo entre ellos: una conexión de algún tipo que se remonta a sus tiempos del barrio. Y de alguna forma, el policía se pasó al otro bando y comenzó a ayudar al traficante en las calles de Los Angeles. ¿Quién sabe por qué? Tal vez por dinero, tal vez por algo que había perdido hace tiempo, cuando era niño.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé. Aún estoy pensando.

—Si estaban tan unidos, ¿por qué lo mató?

—Supongo que eso tendremos que preguntárselo a él. Si es que lo encontramos. Tal vez fue como tú dices; lo hizo para suplantar a Zorrillo, para quedarse su dinero. O tal vez lo empujó la culpabilidad. Había ido demasiado lejos y quería terminar… Moore estaba (o está) colgado del pasado. Lo dijo su mujer. Quizás intentaba recobrar algo, retroceder en el tiempo. Aún no lo sé.

Hubo otro silencio. Bosch dio la última calada a su cigarrillo y añadió:

—Era un crimen casi perfecto; dejar un cuerpo en unas circunstancias que el departamento no quisiera investigar.

—Pero tú lo hiciste.

—Sí.

«Y aquí estoy», pensó. Sabía lo que tenía que hacer en ese momento: terminar la faena. En el parque vio las figuras fantasmagóricas de varias personas que se despertaban para enfrentarse a otro día de desesperación.

—¿Por qué me has llamado, Harry? ¿Qué quieres que haga?

—Te he llamado porque tengo que confiar en alguien. Y tú eres la única que puede ayudarme.

—¿Qué quieres que haga?

—Desde tu despacho tienes acceso a las huellas dactilares del Departamento de Justicia, ¿no?

—Sí. Así es como hacemos la mayoría de identificaciones. Y así es como las haremos de ahora en adelante. Ahora tengo a Irving cogido por los huevos.

—¿Todavía guardas la tarjeta de huellas que él trajo para la autopsia?

—Mmm, no lo sé. Pero estoy segura de que los peritos hicieron una fotocopia para ir con el cadáver. ¿Quieres que las compare?

—Sí, compáralas y verás que no coinciden.

—Antes estabas seguro.

—Estoy seguro, pero más vale que lo confirmes.

—¿Y después qué?

—Pues supongo que nos veremos en el funeral. Yo tengo que hacer una parada más y después me iré para allá.

—¿Qué parada?

—Quiero ver un castillo. Es una larga historia. Ya te lo contaré luego.

—¿No quieres impedir que se celebre el funeral?

Harry reflexionó unos momentos antes de responder. Pensó en Sylvia Moore y en el misterio que ella todavía entrañaba para él. Y a continuación consideró la idea de que un traficante de droga recibiera una despedida de héroe.

—No, no quiero. ¿Y tú?

—Ni hablar.

Bosch sabía que las razones de Teresa eran muy distintas a las suyas, pero le dio igual. Ella ya casi tenía asegurado el puesto de forense jefe. Si Irving se interponía en su camino, Teresa podía hacerle quedar fatal, peor que uno de los clientes de sus autopsias. «Bueno, mejor para ella», pensó Bosch.

—Hasta luego.

—Ten cuidado, Harry.

Bosch colgó y encendió otro cigarrillo. El sol de la mañana estaba alto y comenzaba a disipar la niebla del parque. La gente comenzaba a moverse y Bosch creyó oír a una mujer que reía. En ese momento se sintió totalmente solo en el mundo.