El Lince sobrevolaba la alfombra de luces de Mexicali y se dirigía al sureste, hacia la silueta oscura de la sierra de los Cucapah. A Bosch, el vuelo le pareció mucho más suave y silencioso de lo que recordaba haber experimentado en Vietnam o en sus propios sueños.
Harry se hallaba en la parte de atrás, acurrucado junto a la ventana izquierda para protegerse del aire frío de la noche que se filtraba por una rendija. En el asiento junto a él estaba Águila y, en el de delante, Corvo y el piloto. Corvo era el Aire Uno, es decir, el coordinador de las comunicaciones e instrucciones en el asalto al rancho. Ramos era Tierra Uno, a cargo del ataque en la superficie.
Al mirar hacia la parte delantera de la cabina, Bosch vio el reflejo verde del tablero de instrumentos en la visera del casco de Corvo. Los cascos de los cuatro hombres estaban conectados por cordones umbilicales electrónicos a una consola central e iban equipados con transmisores de aire a tierra, de comunicación a bordo y lentes infrarrojas para ver de noche.
Después de quince minutos de vuelo, las luces que se veían por la ventana comenzaron a escasear. El resplandor desde abajo era menor, y Harry adivinó la silueta de uno de los helicópteros a unos doscientos metros a la izquierda. El otro aparato negro debía de hallarse a su derecha. Por lo visto, volaban en formación.
—Objetivo a dos minutos —dijo una voz por los auriculares. Era el piloto.
Bosch cogió el chaleco antibalas que tenía sobre el regazo —una medida de protección contra posibles disparos desde tierra— y se lo colocó debajo de él, en el asiento. A continuación se fijó en que Águila hacía lo mismo con el chaleco que le habían prestado los de la DEA.
De pronto, el Lince comenzó un descenso en picado y la voz del piloto anunció: «Allá vamos». Bosch se bajó la visera de infrarrojos y miró a través de las lentes. Abajo se veía pasar la tierra a toda velocidad: un río de matorrales y poco más. El helicóptero comenzó a seguir una carretera y, al llegar a una bifurcación, giró hacia el este. Entonces Bosch divisó un coche, un camión y un jeep que estaban parados y, más adelante, unos cuantos vehículos que avanzaban por el camino de tierra, levantando nubes de polvo a su paso. Era la milicia, que progresaba rápidamente hacia el centro habitado. La batalla había comenzado.
—Parece que nuestros amigos ya se han encargado de uno de los jeeps —informó Corvo por los auriculares.
—Es un diez-cuatro —contestó una voz que parecía proceder de otro de los helicópteros.
El Lince adelantó a los vehículos de la milicia y continuó descendiendo hasta que se niveló a una altura que Bosch calculó de unos trescientos metros. Harry observaba la carretera a través de las lentes de infrarrojos y de pronto entró en su campo de visión la casa y la entrada del búnker. En ese momento distinguió los otros dos helicópteros, que como libélulas negras, se posaban en los lugares designados junto a la casa. Entonces notó que el Lince se elevaba un poco y se quedaba totalmente quieto, como si estuviese flotando en una bolsa de aire.
—¡Uno abajo! —gritó una voz por el auricular.
—¡Dos abajo! —dijo otra.
Los hombres de negro habían empezado a emerger por las puertas laterales del aparato que acababa de aterrizar. Un grupo de seis se dirigió directamente hacia la fachada de la casa, mientras otro grupo de seis se encaminó al edificio del búnker. De pronto los vehículos de la milicia aparecieron en el campo de visión. Bosch vio más figuras humanas que saltaban de los helicópteros; debían de ser Ramos y los refuerzos.
Desde el punto de vista de Bosch todo tenía un toque surrealista. El tinte amarillento, las figuritas diminutas; parecía una película mal filmada y peor montada.
—Cambio a Tierra Uno —anunció Corvo.
Bosch oyó el ruido del cambio de frecuencia y casi inmediatamente escuchó breves comentarios por radio y la respiración entrecortada de hombres corriendo. De pronto se produjo un gran estruendo, pero Bosch enseguida comprendió que no se trataba de un disparo, sino del ariete empleado para abrir la puerta. Por la radio se oyeron los gritos frenéticos de «¡Policía! ¡DEA!». Corvo aprovechó una de las pausas momentáneas entre los gritos para decir:
—Tierra Uno, dime algo. ¿Qué pasa? Informa al puesto de control.
Tras unas ligeras interferencias, llegó la voz de Ramos.
—Hemos entrado en el Punto A. Hemos… Voy a…
La comunicación se cortó. El Punto A era la casa. El plan era atacar a la vez la casa y el búnker, es decir, el Punto B.
—Tierra Dos, ¿hemos entrado en el Punto B? —preguntó Corvo.
No hubo respuesta. Tras unos tensos segundos de silencio Ramos volvió a contestar.
—Aire Uno, todavía no sé nada de Tierra Dos. El Comando Objetivo acaba de acercarse al punto de entrada y nosotros…
Antes de que se cortara la comunicación, Bosch oyó el ruido inconfundible de las ráfagas de ametralladora. Sintió que le subía la adrenalina, pero no pudo hacer nada excepto sentarse, mirar a la radio que se había quedado muda y observar a través de las borrosas lentes infrarrojas. Al cabo de unos segundos le pareció vislumbrar fogonazos delante del búnker, y finalmente oyó a Ramos por la radio:
—¡Allá vamos! ¡Allá vamos!
De pronto el helicóptero se elevó, dando un bandazo. Al ganar altura, la panorámica de la escena que se desarrollaba a sus pies se amplió hasta abarcar todo el centro habitado. De repente Harry distinguió unas siluetas en la azotea del búnker que avanzaban hacia la fachada del edificio. Sin pensarlo dos veces, pulsó el botón lateral de su casco y dijo por el micrófono:
—Corvo, tienen a gente en el tejado. Avísalos.
—¡No te metas, Bosch! —gritó Corvo, pero inmediatamente transmitió a los de abajo—. Tierra Dos, Tierra Dos, individuos armados en la azotea del búnker. Desde aquí contamos dos posiciones aproximándose por el lado norte, ¿me recibe?
Aunque Bosch no oía los disparos por culpa del ruido del rotor, sí veía los fogonazos de las armas automáticas en dos puestos frente al búnker. Harry también apreció algún que otro destello desde los vehículos, pero le dio la impresión de que la milicia estaba atrapada. En ese momento se abrió la transmisión de radio, se oyó el ruido de disparos, pero luego se cerró sin que nadie hubiese hablado.
—Tierra Dos, ¿me recibe? —repitió Corvo al vacío, con un ligero tono de pánico en la voz. No hubo respuesta—. Tierra Dos, ¿me recibe?
Una voz jadeante respondió:
—Aquí Tierra Dos. Estamos inmovilizados en el Punto de Entrada B, en pleno tiroteo. Necesitamos ayuda.
—¡Tierra Uno, informe, por favor! —gritó Corvo.
Hubo un largo silencio. Finalmente les llegó la voz de Ramos, aunque los disparos impedían oír algunas de las palabras.
—Aquí. Hemos… la casa… tres sospechosos muertos. No hay nadie más. Parece que están… jodido búnker.
—Id al búnker. Tierra Dos necesita refuerzos.
—… allá.
Bosch notó que las voces se tornaban cada vez más agudas y apremiantes, al tiempo que desaparecían las palabras en código y el lenguaje formal. La culpa de todo la tenía el miedo. Bosch lo había visto muchas veces en la guerra y en las calles cuando iba de uniforme. El pánico, aunque nunca se mencionaba, despojaba a los hombres de sus artificios. De repente la adrenalina se disparaba y la garganta gorgoteaba como un desagüe embozado, mientras el solo deseo de supervivencia pasaba a controlar todas las acciones del individuo. El miedo agudizaba las ideas y eliminaba todo lo superfluo. Por esa razón, la referencia educada al Punto B se había convertido en aquel improperio histérico.
Desde su puesto de vigilancia a cuatrocientos metros de altura, Bosch comprendió dónde había fallado el plan. Los agentes de la DEA pretendían adelantarse a la milicia en los helicópteros, atacar el centro habitado y asegurar bien las cosas antes de que llegaran las tropas de tierra. Pero eso no había ocurrido. En esos momentos la milicia ya había llegado, pero uno de los equipos CLAC se hallaba atrapado entre los soldados mexicanos y la gente de Zorrillo.
De pronto arreciaron los disparos desde el búnker, cosa que Bosch notó por los repetidos destellos de las armas. Y de repente, un jeep salió disparado de la parte trasera del búnker, atravesó la puerta de la valla que rodeaba el recinto y comenzó a alejarse entre los matorrales. Bosch volvió a pulsar su botón de transmisión.
—Corvo, tenemos un fugado. Un jeep en dirección sureste.
—Tenemos que dejarlo ir. Por ahí no va a ninguna parte y no puedo mover a nadie. ¡Y basta ya de meterte, Bosch!
El jeep ya estaba fuera del campo de visión. Bosch se quitó las lentes de infrarrojos y miró por la ventana, pero no vio nada: sólo oscuridad. El jeep no llevaba las luces puestas. Entonces recordó el granero y los corrales cerca de la autopista y dedujo que ahí se dirigía el coche fugado.
—Ramos —dijo Corvo—. ¿Quieres los focos?
No hubo respuesta.
—¿Tierra Uno?… Tierra Dos, ¿queréis los focos?
—… eos estarían bien pero vosotros seríais un blan… —contestó Tierra Dos—. Mejor esperar un poco hasta que hayamos… nado.
—Recibido. Ramos, ¿nos recibes?
No hubo respuesta.
Después de aquello, el tiroteo terminó rápidamente. Al parecer los hombres del Papa rindieron las armas tras determinar que sus posibilidades de supervivencia en un enfrentamiento prolongado eran casi nulas.
—Aire Uno, luces —transmitió Ramos desde abajo. Su tono de voz volvía a ser tranquilo y confiado.
Tres potentes focos situados en la barriga del Lince iluminaron la tierra. Bosch vio entonces que varios hombres salían del búnker con las manos en la cabeza y pasaban a manos de la milicia; había al menos una docena. Uno de los CLAC arrastró un cuerpo del interior y lo dejó fuera, en el suelo.
—Todo controlado aquí abajo —transmitió Ramos.
Corvo hizo una señal con el pulgar y el aparato comenzó a descender. Bosch sintió que la tensión se iba desvaneciendo a medida que bajaban. Al cabo de treinta segundos se hallaban en tierra junto a otro de los helicópteros.
En el patio frente al búnker, los prisioneros esperaban arrodillados mientras unos cuantos oficiales de la milicia los esposaban con unas manillas de plástico desechables. Los otros oficiales estaban haciendo una pila con las armas confiscadas; había un par de ametralladoras y AK-47, pero casi todo eran escopetas y M-16. Ramos se hallaba junto al capitán de la milicia, que tenía la radio pegada a la oreja.
Bosch no reconoció ninguna cara entre los prisioneros. Se alejó de Águila y se dirigió a Ramos.
—¿Dónde está Zorrillo?
Ramos alzó la mano para indicarle que no lo molestara y no contestó, sino que se quedó mirando al capitán. Acto seguido, Corvo se unió al grupo. El capitán escuchó un informe por la radio, miró a Ramos y dijo en español:
—Nada.
—Bueno, no pasa nada en EnviroBreed —tradujo Ramos—. No ha entrado ni salido nadie desde que empezamos. La milicia sigue vigilando la fábrica.
Al ver a Corvo, Ramos susurró en voz baja un comentario que iba destinado exclusivamente a su superior:
—Tenemos un problema. Hemos perdido a uno.
—Sí, lo hemos visto —intervino Bosch—. Ha salido en un jeep hacia el sureste, fuera de…
Bosch se calló cuando se dio cuenta de lo que había querido decir Ramos.
—¿A quién hemos perdido? —preguntó Corvo.
—A Kirth, uno de los CLAC. Pero ahí no se acaba el problema.
Bosch se alejó un poco de los hombres, ya que sabía que la conversación no le incumbía.
—¿Qué coño quieres decir? —preguntó Corvo.
—Ven.
Los dos agentes rodearon la casa, mientras Bosch los seguía a una distancia prudencial. A lo largo de toda la parte trasera había un porche, que Ramos cruzó para llegar a una puerta abierta. En el interior de la casa, aproximadamente a un metro del umbral, yacía uno de los agentes del CLAC, al que alguien había quitado el pasamontañas para revelar un rostro cubierto de sudor y sangre. A Bosch le pareció detectar cuatro impactos de bala: dos en la parte superior del pecho, justo por encima del chaleco, y dos en el cuello. Todas ellas habían atravesado el cuerpo, y la sangre, que todavía goteaba por debajo del cadáver, formaba un charco a su alrededor. Los ojos y la boca del agente estaban abiertos, por lo que podía deducirse que había sido una muerte rápida.
Bosch enseguida comprendió cuál era el problema. A Kirth no lo había matado el enemigo, sino alguien con uno de los subfusiles RO636. Las heridas eran demasiado grandes y devastadoras para venir de las armas que en esos momentos yacían en una pila junto a los prisioneros.
—Debió de salir corriendo por esa puerta cuando oyó los disparos —dedujo Ramos—. Tierra Dos ya estaba en pleno tiroteo. Alguien de la unidad debió de abrir la puerta y disparar a Kirth.
—¡Mierda! —gritó Corvo. Después bajó la voz y le dijo a Ramos—: Vale, ven aquí.
Los dos se reunieron y esa vez Bosch no pudo oír lo que decían. Tampoco le hacía falta, porque sabía lo que harían ya que estaban en juego las carreras de varias personas.
—De acuerdo —dijo Ramos en un tono de voz otra vez audible, al tiempo que se alejaba de Corvo.
—Muy bien —replicó Corvo—. Cuando hayas acabado con eso, quiero que busques un teléfono para llamar a Los Angeles, a Operaciones. Habrá que manejar las relaciones públicas aquí y allí. Que se pongan manos a la obra lo antes posible. Los medios de todas partes van a abalanzarse sobre nosotros.
—De acuerdo.
Corvo se dispuso a entrar en la casa, pero se detuvo un momento.
—Otra cosa, mantén alejados a los mexicanos.
Corvo se refería a la milicia. Ramos asintió y Corvo se marchó a grandes zancadas. Entonces Ramos dirigió la vista a Bosch, que lo observaba entre las sombras del porche. Los dos se entendieron sin tener que hablar; Bosch sabía que declararían a los medios que Kirth había muerto de resultas de heridas causadas por los hombres de Zorrillo. Nadie diría nada de un error.
—¿Tienes algún problema?
—Ninguno.
—Bien. No tendré que preocuparme por ti, ¿verdad, Bosch?
Bosch se acercó a la puerta.
—¿Dónde está Zorrillo?
—Seguimos buscando. Todavía nos queda mucho que ver. De momento hemos registrado la casa y aquí no está; hay tres personas muertas, pero él no es una de ellas. Aún no hemos encontrado a nadie que pueda decirnos algo —se lamentó Ramos—. Pero tu asesino de policías está ahí, Bosch. El hombre de las lágrimas.
A continuación Bosch sorteó a Ramos y al cadáver y entró en la casa, cuidando de no pisar la sangre. Al pasar bajó la vista y se fijó en los ojos del hombre muerto, que comenzaban a nublarse y parecer trozos de hielo sucio.
Bosch siguió el pasillo hasta la parte frontal de la casa, donde oyó voces procedentes de una puerta al final de las escaleras. Al acercarse advirtió que la puerta daba a un despacho con una gran mesa de madera pulida que tenía un cajón abierto y, al fondo, una estantería llena de libros.
Dentro del despacho estaban Corvo y uno de los agentes del CLAC. Y dos cadáveres. Uno yacía en el suelo junto a un sofá derribado. El otro estaba sentado en una silla a la derecha de la mesa, junto a la única ventana de la habitación.
—Entra, Bosch —le invitó Corvo—. Nos vendrá bien tu experiencia.
El cadáver de la silla atrajo la atención de Bosch. Llevaba la cazadora de piel negra abierta y debajo asomaba una pistola todavía metida en su funda. Era Greña, aunque no resultaba fácil de ver porque la bala, que había entrado por la sien derecha, había destrozado gran parte de la cara al salir por el ojo izquierdo. La sangre le había empapado toda la cazadora.
Bosch apartó la vista de Greña y la dirigió al hombre que yacía en el suelo. Una de las piernas le colgaba del respaldo del sofá, que estaba volcado hacia atrás. A pesar de la sangre, Bosch logró distinguir al menos cinco orificios en el pecho. Las tres lágrimas tatuadas en la mejilla también eran inconfundibles; era Arpis, el hombre que Harry había visto en Poe’s. En el suelo, junto a la pierna derecha, había una cuarenta y cinco plateada.
—¿Es ése tu hombre? —preguntó Corvo.
—Sí, uno de ellos.
—Bien. Ahora ya no tienes que preocuparte por él.
—El otro es de la Policía Judicial. Es un capitán llamado Greña.
—Sí, acabo de sacar la documentación del bolsillo. También llevaba seis de los grandes en la cartera. No está nada mal si se tiene en cuenta que los capitanes de la Policía Judicial ganan unos trescientos dólares a la semana. Ven a ver.
Corvo se dirigió al otro lado de la mesa. Bosch lo siguió y descubrió que debajo de la alfombra había una caja fuerte en el suelo del tamaño de una nevera de hotel. La gruesa puerta de acero estaba abierta y el interior, vacío.
—Así es como lo encontraron los del CLAC. ¿Qué te parece? Estos fiambres no parecen demasiado viejos. Yo creo que llegamos tarde al espectáculo.
Bosch estudió la escena unos momentos.
—No lo sé. Parece el final de un trato; quizá Greña se volvió avaricioso y pidió más de lo que merecía. Tal vez estaba tramando algo con Zorrillo, un plan, y la cosa se jodió. Yo lo vi hace unas horas en la corrida de toros.
—¿Sí? ¿Y qué te dijo? ¿Que iba a casa del Papa a que lo mataran?
Ni Corvo ni Bosch se rieron.
—No, sólo me dijo que me largara de la ciudad.
—Entonces, ¿quién lo mató?
—La herida parece de una cuarenta y cinco, aunque no lo sé seguro. Si fuera así, Arpis sería el candidato más probable.
—¿Y quién mató a Arpis?
—Ni idea. Pero todo apunta a que Zorrillo o quienquiera que estuviera detrás de la mesa, sacó una pistola del cajón y comenzó a disparar a Arpis aquí mismo, delante de la mesa. El tío cayó hacia atrás por encima del sofá.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—No lo sé. A lo mejor a Zorrillo no le gustó que Arpis matara a Greña. O a lo mejor comenzaba a tenerle miedo. Tal vez Arpis también quería más dinero. Pueden ser muchas cosas, pero ahora nunca lo sabremos —concluyó Bosch—. Oye, Ramos me ha dicho que había tres muertos.
—Al otro lado del pasillo.
Bosch salió del despacho y entró en un salón amplio y largo con una moqueta peluda de color blanco y un piano a juego. Encima del sofá de piel, también blanco, había un cuadro de Elvis Presley. La moqueta estaba manchada de sangre del tercer hombre, que yacía bocarriba junto al sofá. Bosch lo reconoció inmediatamente, pese a la bala en la frente y el pelo teñido de negro; era Dance. Su estudiada expresión de dureza se había transformado en una cara de asombro. Los ojos estaban abiertos y parecían mirar el agujero que le habían hecho en la frente.
Corvo entró en el salón.
—¿Qué opinas?
—Parece que el Papa tuvo que salir a toda leche. Y quizá no quería dejar a estos tres aquí para que hablaran con la policía… Mierda, no lo sé, Corvo.
Corvo se llevó la radio a la boca.
—Equipos de búsqueda —dijo—. Situación.
—Aquí el líder del equipo de búsqueda. Hemos encontrado el laboratorio subterráneo. La entrada estaba en el búnker; es enorme. Aquí hay de todo. Hemos encontrado lo que queríamos.
—¿Y el principal sospechoso?
—Negativo de momento. En el laboratorio no hay nadie.
—Mierda —exclamó Corvo después de cerrar la transmisión. El agente se frotó la cicatriz de la mejilla con la radio mientras pensaba en qué hacer a continuación.
—El jeep —dijo Bosch—. Tenemos que ir a buscarlo.
—Si va hacia EnviroBreed, la milicia está allá esperando. En estos momentos no puedo dejar a gente suelta por un rancho que tiene más de dos mil hectáreas.
—Iré yo.
—Espera un momento, Bosch. Éste no es tu trabajo.
—A la mierda, Corvo. Yo me voy.