Capítulo 27

La cola de tráfico para volver a México era más larga y lenta que la del día anterior. Bosch dedujo que aquello se debía a la corrida, que atraía a gente de toda la zona. Ir a los toros era una tradición dominical tan popular en Mexicali como ver el partido de fútbol americano en Los Angeles.

Bosch se hallaba a dos coches del oficial de la policía mexicana cuando recordó que todavía llevaba encima la Smith & Wesson. Sin embargo, era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Al llegar al puesto de control, simplemente dijo: «Voy a los toros» y lo dejaron pasar.

El cielo sobre Mexicali estaba claro y el aire era fresco; un clima ideal para ir a la plaza. Harry sintió un cosquilleo de emoción en la garganta. Tenía motivos: iba a asistir a su primera corrida y tal vez iba a ver a Zorrillo, el hombre cuya leyenda le había rodeado los últimos tres días de su vida. Tanto era así, que Bosch había acabado por sentirse algo seducido por el mito. Harry quería ver al Papa en su salsa. Con sus toros y su gente.

Bosch sacó unos prismáticos de la guantera después de aparcar en la plaza de la Justicia. Como la plaza de toros sólo estaba a tres manzanas de distancia, supuso que irían a pie. Tras mostrar su documentación al oficial de recepción, pasó al fondo de la comisaría, donde encontró a Águila sentado en la única mesa de la oficina de la brigada de investigadores. Frente a él había varios informes escritos a mano.

—¿Tiene las entradas?

—Sí. Tenemos un palco al sol, aunque a los palcos nunca les da demasiado sol.

—¿Estaremos cerca del Papa?

—Justo enfrente… si es que viene.

—Sí, claro. ¿Ya ha terminado?

—Sí, acabo de completar el informe del caso Gutiérrez-Llosa. Bueno, al menos hasta que presentemos cargos contra alguien.

—Cosa que no debe de pasar muy a menudo.

—No… Qué, ¿vamos?

—Yo estoy listo —contestó Bosch, mostrándole los prismáticos.

—Estaremos muy cerca de los toros —le advirtió Águila.

—No son para ver la corrida —explicó Bosch.

De camino hacia la plaza los engulló un río de gente que avanzaba en esa dirección. Algunos ya llevaban almohadillas para sentarse en las gradas, pero otros se las compraban a unos niños que las vendían a un dólar por almohada.

Después de pasar la valla, Bosch y Águila bajaron unas escaleras de cemento hasta llegar a un piso subterráneo donde Águila presentó sus entradas a un acomodador. Éste les condujo por una especie de catacumba que seguía la circunferencia de la plaza. A la izquierda había varias puertecitas de madera numeradas.

El acomodador abrió la puerta marcada con el número siete y los dos policías entraron en una habitación no más grande que la celda de una cárcel. Las paredes, el suelo y el techo abovedado eran de cemento sin pintar, y este último se inclinaba hacia delante hasta dejar una abertura de unos dos metros. Al asomarse, Bosch descubrió que se hallaban en la parte inferior de la plaza, al lado de los matadores, banderilleros y otros participantes de la fiesta. Lo primero que notó fue el hedor del ruedo, el olor a caballo y toro, y a sangre. Apoyadas en una de las paredes del palco había seis sillas metálicas plegadas. Bosch y Águila abrieron dos y se sentaron después de que este último le diera las gracias al acomodador y cerrara la puerta con pestillo.

—Esto es como una trinchera —comentó Bosch mientras miraba hacia los palcos al otro lado del ruedo. No vio a Zorrillo.

—¿Qué quiere decir?

—Nada —respondió Bosch, al tiempo que pensaba que nunca había estado en una—. Me recuerda un poco a una celda.

—Puede ser —contestó Águila.

Bosch se dio cuenta de que lo había ofendido. Aquéllos eran los mejores asientos de la casa.

—Es genial, Carlos —agregó—. Desde aquí lo veremos todo.

Sin embargo, en esos momentos Bosch estaba pensando en que el palco apestaba a cerveza y era extremadamente ruidoso. El pequeño cubículo de cemento amplificaba el sonido de pasos de la gente que iba tomando asiento sobre sus cabezas y de una banda que tocaba en la parte más alta de la plaza. En el coso ya estaban presentando a los toreros. La multitud se animó y las paredes del palco retumbaron cada vez que saludaban los matadores.

—Se puede fumar, ¿no? —preguntó Bosch.

—Sí —respondió Águila al tiempo que se levantaba—. ¿Cerveza?

—Muy bien. Tecate, si tienen.

—Seguro. Cierre la puerta con el pestillo. Yo ya llamaré.

Águila se marchó y Harry corrió el pestillo mientras se preguntaba si lo hacía para protegerse o simplemente para evitar que entrara otra gente a ver la corrida. Curiosamente, en cuanto se quedó solo, notó que no se sentía en absoluto protegido en aquel recinto de cemento. De trinchera, nada.

Bosch enfocó los prismáticos hacia los otros palcos de la plaza. La mayoría estaban vacíos y en el resto no había nadie que encajara con la descripción de Zorrillo. Bosch se fijó en que muchos habían colgado tapices o estantes con botellas de alcohol y colocado butacas. Eran los palcos a la sombra de los abonados. Al cabo de unos minutos, Águila llamó y Bosch lo dejó pasar con las bebidas. Y entonces comenzó el espectáculo. Las dos primeras faenas fueron deslucidas y sin emoción. Águila las calificó de «pobres». El público abucheó con rabia a los toreros por no matar al toro limpiamente y permitir que las faenas se convirtieran en una exhibición larga y sangrienta que tenía muy poco de arte o demostración de coraje.

En la tercera faena, la plaza cobró vida. Hubo un estruendo enorme en el palco cuando el siguiente toro, un animal negro azabache —a excepción de una zeta blancuzca en el lomo— embistió violentamente uno de los caballos de los picadores. La tremenda fuerza del animal levantó el peto del caballo hasta el muslo del jinete. El picador clavó la garrocha en la espalda del toro y apoyó en ella todo su peso, pero esto sólo pareció enfurecer más a la bestia. Con fuerzas renovadas, el toro volvió a acometer violentamente al caballo. Aunque el lance se produjo a menos de diez metros de su palco, Bosch cogió los prismáticos para verlo con más detalle. A través de las lentes de aumento, Bosch presenció la escena como a cámara lenta: el caballo se encabritó, su amo saltó por los aires y el toro continuó la carga, corneando el peto hasta derribar al caballo, que fue a caer a poca distancia del picador.

El ruido se volvió atronador. La gente vitoreaba a los banderilleros que invadían el ruedo y agitaban sus capas para intentar desviar la atención del caballo y jinete caídos. Mientras tanto, otros ayudaron al picador a ponerse en pie y lo empezaron a acompañar a la barrera. Sin embargo, el hombre rechazó su ayuda y se alejó cojeando. Tenía la cara brillante por el sudor y roja de vergüenza, ya que el público lo abucheaba. Gracias a los prismáticos, Bosch se sentía como si estuviera justo al lado del hombre. Entonces vio que una almohadilla procedente de las gradas le daba en el hombro. El picador no alzó la vista, pues hacerlo habría sido una provocación para que lanzaran más.

El toro se había ganado al público y, al cabo de unos minutos, su muerte fue aplaudida con respeto. Con el estoque del matador firmemente clavado en el cuello, las patas del animal habían cedido y su enorme peso se había desplomado sobre el suelo. El puntillero, un hombre mayor que los otros participantes, avanzó rápidamente con un puñal corto y se lo clavó en la base del cráneo. Fue una muerte instantánea tras el largo tormento. Bosch observó al hombre mientras limpiaba la puntilla de sangre sobre la negra piel del animal muerto y después se lo guardaba en una funda que llevaba en la chaquetilla.

A continuación trajeron tres mulas enjaezadas, ataron los cuernos del toro con una cuerda y las mulas lo arrastraron por todo el ruedo. Durante la vuelta a la plaza, alguien lanzó una rosa roja que cayó sobre el animal que iba marcando un círculo sobre la arena.

Harry observó al hombre del puñal. Dar el toque de gracia parecía ser su única misión en cada faena y Bosch no tenía claro si su trabajo era piadoso o cruel. El hombre era bastante mayor: tenía el pelo negro lleno de canas y una expresión cansada, impasible. En aquel rostro de piedra gastada sus ojos parecían carecer de alma. Entonces Bosch pensó en el hombre con las tres lágrimas tatuadas en la cara: Arpis. ¿Cuál debió de ser su expresión cuando le quitó la vida a Porter o apuntó a la cara de Moore y apretó el gatillo?

—El toro ha sido muy bravo —comentó Águila.

Hasta ese momento había dicho poca cosa aparte de definir a los toreros como expertos o torpes, buenos o malos.

—Supongo que Zorrillo habría estado orgulloso —convino Bosch—. Si hubiera venido.

Efectivamente, Zorrillo no había acudido a la plaza. Bosch había estado espiando el palco que Águila le había señalado, pero los asientos habían permanecido vacíos. En esos momentos, cuando faltaba tan sólo una faena, resultaba improbable que el hombre que había criado los toros para la corrida hiciera acto de presencia.

—¿Quieres irte, Harry? —le tuteó Águila.

—No, quiero ver el final —sonrió Bosch.

—Muy bien. Esta faena será la mejor y más artística. Silvestri es el mejor torero de Mexicali. ¿Otra cerveza?

—Sí, pero ya voy yo. ¿Qué quieres?

—No. Me toca a mí. Es mi pequeña forma de pagarte.

—Como quieras —contestó Bosch.

—Cierra la puerta.

Así lo hizo. Harry se quedó examinando su entrada, donde estaban impresos los nombres de los participantes. Cristóbal Silvestri. Águila le había dicho que era el torero con más arte y valor que había visto en su vida. De repente la multitud volvió a gritar entusiasmada; el último toro, otro enorme monstruo negro, entró en el ruedo para enfrentarse a sus verdugos. Unos cuantos toreros comenzaron a moverse alrededor de él con sus capas verdes y azules, abiertas como flores. A Bosch le había impresionado el ritual y la pompa de las faenas, incluso de las más torpes. Torear no era un deporte, de eso estaba seguro. ¿Qué era pues? Una prueba, tal vez. Una demostración de habilidad y, sí, también de coraje y determinación. Bosch pensó que, si pudiera, le gustaría acudir a menudo a esa plaza para ser testimonio de ella.

Entonces llamaron a la puerta y Bosch se levantó para abrir a Águila. Sin embargo, descubrió a dos hombres esperando. A uno de ellos no lo conocía y al otro sí, aunque tardó unos segundos en situarlo. Era Greña, el capitán de investigaciones. Pese a que apenas podía ver detrás de ellos, no parecía haber ni rastro de Águila.

—Señor Bosch, ¿podemos entrar?

Bosch dio un paso atrás y Greña entró solo. El otro hombre se volvió de espaldas y se quedó guardando la puerta, que Bosch se apresuró a cerrar con el pestillo.

—Así no nos molestarán, ¿verdad? —comentó Greña mientras registraba el palco tan concienzudamente como si ésta fuera del tamaño de una pista de baloncesto—. Tengo por costumbre asistir a la última faena, señor Bosch. Especialmente cuando actúa Silvestri, un gran torero. Espero que lo disfrute.

Bosch asintió y echó un vistazo al ruedo. El toro seguía muy vivo y correteaba por la arena mientras los toreros esperaban a que se tranquilizara.

—¿Y Carlos Águila? ¿Se ha ido? —le preguntó Greña.

—A por cerveza, aunque usted ya debe de saberlo. ¿Por qué no me cuenta qué pasa, capitán?

—¿Cómo que qué pasa? ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que qué quiere. ¿Por qué ha venido?

—Ah, ya. Usted quiere ver nuestro pequeño espectáculo y que no lo molestemos con negocios. Ir al grano, como dicen ustedes.

—Pues sí.

Hubo una ovación y los dos hombres se volvieron hacia la arena. Silvestri había entrado y estaba siguiendo al toro. Llevaba un traje de luces blanco y dorado y caminaba majestuosamente, con la espalda recta y la barbilla pegada al cuello mientras examinaba a su adversario con gravedad. El toro todavía corría por el ruedo, sacudiéndose las banderillas amarillas y azules que tenía clavadas en el lomo.

Bosch volvió su atención a Greña. El capitán de policía llevaba una chaqueta cara de piel negra, bajo la cual asomaba un Rolex.

—Lo que quiero saber es qué está haciendo usted, señor Bosch. Usted no ha venido a ver a los toros. Entonces, ¿qué hace en Mexicali? Me han dicho que ya han identificado al señor Gutiérrez-Llosa, así que ya no tiene ningún motivo para quedarse aquí. ¿Por qué hace perder el tiempo a Carlos Águila?

Harry pensó en no contestarle, pero no deseaba perjudicar a Águila. Él se marcharía pronto, pero Águila se quedaría.

—Me voy mañana por la mañana. Ya he terminado mi trabajo.

—Entonces debería irse esta noche, ¿no cree? Así llegará antes.

—Puede ser.

Greña asintió.

—Mire, he recibido una llamada de un tal teniente Pounds del Departamento de Policía de Los Angeles. Él quiere que vuelva usted inmediatamente y me ha pedido que se lo diga en persona. ¿Por qué cree usted que lo ha hecho?

Bosch lo miró y negó con la cabeza.

—No lo sé. Eso tendría que preguntárselo a él.

Hubo un largo silencio durante el cual la atención de Greña volvió al ruedo. Bosch también giró, justo a tiempo para ver a Silvestri hacer una verónica.

Greña miró a Bosch fijamente y luego sonrió, del mismo modo en que Ted Bundy debió de sonreír a sus víctimas antes de asesinarlas.

—¿Conoce el arte de la muleta?

Bosch no respondió y los dos entablaron un duelo de miradas. En el rostro oscuro del capitán seguía dibujándose una leve sonrisa.

—El arte de la muleta —repitió Greña—. Está basado en el engaño. Es el arte de la supervivencia. El matador usa la capa para burlar a la muerte, para obligarla a ir donde él no está. Pero también debe tener coraje y acercarse al máximo a los cuernos del toro. Cuanto más cerca, más valiente. No puede mostrar miedo ni por un momento, porque eso es perder: morir. Ése es el arte, amigo mío.

Greña asintió y Bosch simplemente lo miró a los ojos. Finalmente Greña sonrió de oreja a oreja y se volvió hacia la puerta. Cuando la abrió, Bosch comprobó que el otro hombre seguía allí. Antes de cerrar, Greña miró a Bosch y añadió:

—Que tenga un buen viaje, detective Harry Bosch. Esta noche, ¿de acuerdo?

Bosch no dijo nada y la puerta se cerró. Harry se sentó y permaneció inmóvil hasta que los vítores del público lo distrajeron. Silvestri había clavado una rodilla en la arena en el centro del ruedo y había provocado al toro para que lo embistiera. El torero se quedó fijo en aquella posición hasta que la bestia estuvo encima de él, momento en que retiró la capa de su cuerpo con un grácil movimiento. El toro pasó a pocos centímetros del hombre, pero no lo tocó. Fue impresionante; una enorme ovación llenó la plaza. Entonces se abrió la puerta y entró Águila.

—¿Qué quería Greña?

Bosch no respondió, sino que alzó los prismáticos para volver a examinar el palco de Zorrillo. En lugar del Papa allí estaba Greña, que lo miraba y aún tenía la misma sonrisa en los labios.

Silvestri derribó al toro de una sola estocada; la hoja de la espada penetró profundamente entre los hombros y le atravesó el corazón. Fue una muerte instantánea. Bosch volvió la vista al hombre del puñal y le pareció detectar una cierta decepción en su rostro endurecido. En aquella ocasión, sus servicios no habían sido necesarios.

La ovación por la experta faena de Silvestri fue ensordecedora y los aplausos no disminuyeron un ápice cuando el matador dio la tradicional vuelta al ruedo con los brazos en alto. La arena se llenó de rosas, almohadillas, zapatos de mujer… Mientras tanto el torero sonreía, disfrutando de la adulación de aquella masa enfervorizada. El ruido en la plaza era tal que Bosch tardó bastante rato en darse cuenta de que su buscapersonas estaba sonando.