Capítulo 26

Bosch tardó treinta minutos en cruzar la frontera, ya que había casi un kilómetro de cola hasta el puesto de control de la Patrulla Aduanera. Mientras esperaba e iba avanzando uno o dos coches, le asaltó un ejército de campesinos que pedían limosna y vendían baratijas o comida. Muchos le limpiaban el parabrisas con sus trapos sucios sin que él se lo pidiera y luego extendían la mano para recibir una moneda. Después de cada limpieza, el cristal estaba más emborronado, por lo que Bosch tuvo que encender los limpiaparabrisas y usar el chorro de agua del coche. Cuando finalmente llegó al puesto de control, Bosch se había quedado sin monedas ni billetes de un dólar. El inspector con las gafas de espejo lo dejó pasar en cuanto vio la placa.

—Ahí tiene una manguera si quiere limpiarse la mierda del parabrisas —comentó.

Al cabo de unos minutos, Bosch se detuvo en el aparcamiento frente al Ayuntamiento de Calexico. Mientras se fumaba un cigarrillo dentro del coche, echó un vistazo al otro lado de la calle. Ese día no había trovadores; el parque estaba casi vacío. Bosch salió del Caprice y se dirigió a la Sociedad Histórica de Calexico. Aunque no estaba muy seguro de lo que estaba buscando, tenía unas horas que matar y creía que había algo más profundo en toda la historia de Cal Moore: desde su decisión de cruzar la línea hasta la nota en el bolsillo trasero, pasando por la foto de él con Zorrillo hacía tantos años. Bosch quería averiguar qué le había ocurrido a la casa que él denominaba «el castillo» y al individuo con el que había posado: aquel hombre con el pelo completamente blanco.

La puerta de cristal estaba cerrada y Bosch descubrió que los domingos no abrían hasta la una; aún faltaban quince minutos. Entonces se acercó al cristal y miró dentro, pero no vio a nadie en aquel cuartito minúsculo que contenía dos mesas, una pared cubierta de libros y un par de vitrinas.

Pensó en aprovechar el tiempo yendo a comer algo, pero enseguida decidió que era demasiado temprano. Entonces se dirigió a la comisaría, donde se compró una Coca-Cola en la máquina del pequeño vestíbulo. Al marcharse, saludó al oficial que estaba detrás de la ventanilla y que ese día no era Gruber.

Mientras esperaba apoyado contra la fachada de la comisaría, bebiéndose el refresco y contemplando el parque, Harry reparó en un viejo con una retícula de finos cabellos blancos a ambos lados de la cabeza. El anciano abrió la puerta de la Sociedad Histórica. A pesar de que todavía faltaban unos minutos para la una, Bosch lo siguió y se asomó.

—¿Está abierto?

—Supongo que sí —contestó el hombre—. ¿Puedo ayudarle en algo?

Bosch entró y explicó que no estaba seguro de lo que quería.

—Estoy buscando información sobre el pasado de un amigo y creo que su padre fue un personaje importante. En Calexico, quiero decir. Me gustaría encontrar su casa si todavía sigue en pie y descubrir lo que pueda sobre su padre.

—¿Cómo se llama ese hombre?

—No lo sé. Sólo sé su apellido: Moore.

—Vaya, hijo, ese nombre no nos ayuda mucho. Moore es uno de los apellidos más importantes de esta ciudad. Son una familia enorme: hermanos, primos, etc. Hagamos una cosa, déjeme…

—¿Tiene fotos? Quiero decir, libros con imágenes de los Moore. Yo he visto retratos del padre y podría…

—Sí, eso es lo que le iba a sugerir. Déjeme enseñarle un par de cosas. Encontraremos a ese Moore. Ahora también me ha picado la curiosidad. Dígame, ¿por qué está haciendo esto para su amigo?

—Estoy intentando construir su árbol genealógico. Descubrir sus raíces.

Al cabo de unos minutos, Bosch se hallaba sentado en la otra mesa con tres libros que le había traído el hombre. Eran unos tomos grandes, encuadernados en piel que olían a polvo. En cada página los textos iban acompañados de documentos fotográficos de la época. Al abrir uno de ellos al azar, Harry encontró una foto en blanco y negro del Hotel de Anza en proceso de construcción.

Después empezó por orden. El primer volumen se titulaba Calexico y Mexicali: Setenta y cinco años en la frontera y, al leer por encima los textos y pies de foto, Bosch fue haciéndose una ligera idea de la historia de las dos ciudades y de los hombres que la construyeron. Todo era básicamente como se lo había contado Águila, pero desde el punto de vista del hombre blanco. El libro describía la terrible pobreza en Tapei, China, y contaba que los hombres que vivían allí vinieron encantados a Baja California en busca de fortuna. Curiosamente, no decía nada de mano de obra barata.

Calexico era una ciudad que había surgido de la nada en los años veinte y treinta. La población fue fundada por la Compañía de la Tierra del Río Colorado, cuyos directores —los amos y señores de todo— construyeron mansiones lujosas y ranchos en los montes que se alzaban a las afueras de la ciudad. A medida que iba leyendo, Bosch se fijó en que se repetían los nombres de tres hermanos: Anderson, Cecil y Morgan Moore. También existían otros Moore, pero a ellos tres siempre se les citaba con gran respeto ya que ostentaban altos cargos en la compañía.

Mientras hojeaba un capítulo titulado «Una ciudad polvorienta cubre sus calles de oro», Bosch encontró al hombre que le interesaba: Cecil Moore. Allí, entre la descripción de la riqueza que el algodón había traído a Calexico, había una imagen de un hombre con el cabello prematuramente blanco frente a una enorme mansión colonial. Era el hombre de la foto que Moore había conservado tantos años. A la izquierda de la mansión se alzaba, como el campanario de una iglesia, una torre con dos ventanas en forma de arco en la parte más alta, que le daba a la casa un aspecto de castillo español. No cabía duda; aquél era el hogar donde transcurrió la infancia de Cal Moore.

—Éste es el hombre y éste es el lugar —afirmó Bosch, al tiempo que le mostraba la foto al anciano.

—Es Cecil Moore —le informó el anciano.

—¿Vive todavía?

—No, ninguno de los hermanos vive. Aunque él fue el último en morir; murió el año pasado por esta época, mientras dormía. Pero yo creo que se equivoca.

—¿Por qué?

—Porque Cecil no tuvo hijos.

Bosch asintió.

—Tal vez tenga razón. Y la casa, ¿también ha desaparecido?

—Oiga, usted no está preparando una genealogía, ¿verdad?

—No, soy policía. He venido de Los Angeles a investigar una historia que alguien me contó. ¿Me puede ayudar?

Cuando el viejo lo miró a los ojos, Bosch se arrepintió de no haber sido sincero con él desde un principio.

—No sé qué tiene que ver con Los Angeles, pero adelante. ¿Qué más quiere saber?

—¿Todavía sigue ahí la casa de la torre?

—Sí. La llaman el Castillo de los Ojos por esas dos ventanas. De noche, cuando estaban iluminadas, la gente decía que eran los ojos que veían todo Calexico.

—¿Dónde está?

—En una carretera llamada Coyote Trail, al oeste de la ciudad. Si coge la 98 pasado el río Pinto hasta una zona llamada Crucifixión Thorn, sólo hay que torcer al llegar a Anza Road, el mismo nombre que el hotel, y ese camino le llevará a Coyote Trail. El castillo está al final de la carretera. No tiene pérdida.

—¿Quién vive allí ahora?

—Creo que nadie. Moore se la dejó en herencia a la ciudad, pero el ayuntamiento no podía permitirse mantener un sitio como ése, así que lo vendieron; a un hombre de Los Angeles, por cierto. Pero que yo sepa, él nunca se mudó. Es una lástima; me hubiese gustado convertirla en un museo o algo parecido.

Bosch le dio las gracias y puso rumbo a Crucifixión Thorn. Aunque tal vez el Castillo de los Ojos fuera simplemente la casa de un hombre rico sin ninguna relevancia para el caso, Harry decidió investigarlo: no tenía nada más que hacer y el instinto le empujaba a seguir adelante.

La carretera estatal 98 era una ruta asfaltada de dos carriles que se extendía hacia el oeste desde el centro de Calexico y discurría paralela a la frontera, atravesando amplias extensiones de una tierra de cultivo cuadriculada por las acequias de riego. Desde el coche Bosch notó el olor a pimientos verdes y cilantro. Luego pasó junto a una plantación de algodón y pensó en que todo aquel enorme territorio fue en una época propiedad de la Compañía de la Tierra del Río Colorado.

Un poco más allá, la tierra se elevaba y se tornaba montañosa, por lo que Bosch vislumbró la casa de Calexico Moore bastante antes de llegar a ella. El Castillo de los Ojos se alzaba, orgulloso sobre un promontorio, y su torre se recortaba en el horizonte con sus dos ventanas, que realmente parecían unos ojos negros y profundos en la piedra anaranjada del edificio.

Bosch cruzó un puente sobre el cauce seco de un arroyo. Debía de ser el río Pinto, aunque no había ninguna señal en la carretera que lo confirmara. Al mirar de reojo la cuenca polvorienta, Harry vio aparcado un Chevrolet Blazer de color verde y, detrás del volante, a un hombre espiando con unos prismáticos. Bosch dedujo que sería de la patrulla de fronteras. El agente estaba usando el desnivel del arroyo como escondite para vigilar la frontera e impedir el paso a inmigrantes ilegales.

El río Pinto marcaba el final de las tierras de cultivo; casi inmediatamente el terreno empezó a transformarse en colinas cubiertas de arboledas sombrías. Junto a un apartadero de la carretera había un bosquecillo de eucaliptos y robles cuyas ramas estaban totalmente quietas en aquella mañana sin viento. Esta vez un rótulo le informó de donde se hallaba:

PARQUE NATURAL DE CRUCIFIXION THORN

PELIGRO. MINAS ABANDONADAS

Bosch acababa de leer un comentario en los libros de la Sociedad Histórica sobre las minas de oro que se multiplicaron por toda la zona de la frontera a finales de siglo. Los especuladores ganaron y perdieron verdaderas fortunas, y las colinas se llenaron de bandoleros… hasta que llegó la compañía y puso orden.

Harry encendió un cigarrillo y contempló la torre, ya mucho más cercana, que asomaba por detrás de un recinto amurallado. La quietud del paisaje y las ventanas oscuras, como ojos sin alma, le daban a la escena un aire siniestro. Y eso que el castillo no estaba solo en la montaña; desde el coche Bosch divisaba los tejados árabes de otras casas. Pero había algo en aquel torreón que se alzaba sobre todas ellas y miraba con sus huecos ojos de cristal que le daba un aspecto totalmente desolado. Muerto.

A menos de un kilómetro estaba el cruce con Anza Road. Bosch giró y tomó la carretera de un solo carril, llena de baches y curvas, que subía por la ladera de la montaña. A su derecha, se extendían las tierras de cultivo que acababa de atravesar. Finalmente llegó a Coyote Trail, torció a la izquierda y pasó por delante de varias fincas enormes con sus respectivas mansiones. Bosch sólo alcanzaba a vislumbrar los segundos pisos de la mayoría de ellas debido a los muros que las rodeaban.

Coyote Trail iba a morir en una plazoleta alrededor de un roble que en verano le daría sombra. El Castillo de los Ojos estaba allí mismo, al final de la calle, pero apenas se veía ya que un muro de piedra de unos dos metros y medio lo eclipsaba todo excepto la torre. Sólo a través de la verja de hierro forjado se obtenía una vista más completa. Cuando Bosch condujo hasta ella, enseguida descubrió que estaba cerrada con una gruesa cadena de acero y un candado. Entonces salió del coche y miró a través de los barrotes. Harry observó que la zona para aparcar frente a la casa estaba vacía y que todas las ventanas de la fachada tenían las cortinas echadas.

En el muro junto a la verja había un buzón y un interfono. Bosch pulsó el timbre pero no recibió respuesta, aunque tampoco estaba seguro de lo que habría contestado si alguien hubiese respondido. Tras abrir el buzón, descubrió que estaba vacío.

Bosch dejó el coche donde estaba y caminó de vuelta por Coyote Trail hasta la casa más cercana. Era una de las pocas sin muro, pero había una cerca de madera blanca y un interfono en la entrada. Esa vez, cuando pulsó el botón, sí contestó alguien.

—¿Sí? —dijo una voz femenina.

—Sí, señora, policía. Quisiera hacerle unas preguntas sobre la casa de su vecino.

—¿Qué vecino?

Era la voz de una anciana.

—El del castillo.

—Ahí no vive nadie. El señor Moore murió hace tiempo.

—Sí, ya lo sé, señora, pero me gustaría entrar y hablar un momento con usted. Tengo identificación.

Hubo un silencio hasta que oyó un seco «Pase» y el zumbido del cerrojo que abría la puerta.

La mujer insistió en que Bosch le mostrara su documentación por la ventanilla de la puerta. A través del cristal Bosch la vio allí dentro, canosa y decrépita, esforzándose por ver el documento desde una silla de ruedas. Finalmente abrió la puerta.

—¿Por qué envían a un policía de Los Angeles?

—Porque estoy trabajando en un caso sucedido en Los Angeles. Tiene que ver con un hombre que solía vivir en el castillo. Un niño, hace muchos años.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados, como si estuviera intentado evocar un recuerdo.

—¿Se refiere a Calexico Moore?

—Sí. ¿Lo conocía?

—¿Le ha pasado algo?

Bosch dudó un momento y dijo:

—Me temo que ha muerto.

—¿Allá en Los Angeles?

—Sí. Era un agente de policía. Creo que su muerte tuvo algo que ver con su vida aquí. Por eso he venido aquí. No sé exactamente qué preguntarle… No vivió aquí mucho tiempo, ¿verdad?

—No vivió aquí mucho tiempo, pero eso no quiere decir que no lo volviera a ver. Al contrario; lo vi regularmente durante años. Solía venir en moto o en coche y sentarse en la carretera a contemplar el castillo. Una vez hice que Marta le llevase un bocadillo y una limonada.

Bosch asumió que Marta sería la criada. Aquellas mansiones siempre incluían una.

—Me imagino que se sentaba allí a recordar —le dijo la anciana—. Es horrible lo que le hizo Cecil. Probablemente ahora estará pagando por ello.

—¿Qué quiere decir con «horrible»?

—Lo de sacarse de encima a Cal y su madre de esa manera. Después de eso creo que nunca volvió a hablar con ellos. Pero yo sí vi al niño y luego al hombre que venía aquí a contemplar el castillo. La gente dice que por eso Cecil construyó ese muro hace veinte años; porque estaba harto de ver a Calexico en la calle. Así hacía las cosas Cecil. Si no le gustaba lo que veía, levantaba un muro y basta. Pero el joven Cal siguió viniendo. Una vez yo misma le llevé una bebida fresca (por aquel entonces no iba en la silla). Él estaba en el coche y le pregunté: «¿Por qué vienes tanto por aquí?» y él me contestó: «Porque me gusta recordar, tía Mary».

—¿Tía Mary?

—Sí, creía que por eso había venido usted. Cecil y mi marido Anderson, que en paz descansen, eran hermanos.

Bosch asintió y esperó respetuosamente unos cinco segundos antes de hablar.

—El hombre de la Sociedad Histórica me dijo que Cecil no tuvo hijos.

—Pues claro. Cecil se lo ocultó a la gente. Era un enorme secreto. No quería empañar el nombre de la compañía.

—¿La madre de Calexico era la criada?

—Sí, ella… Aunque parece que usted ya lo sabe todo.

—Sólo algunas cosas. ¿Qué pasó? ¿Por qué los echó a ella y al niño?

Ella dudó antes de responder, como para recomponer una historia que tenía más de treinta años.

—Después de que ella se quedara embarazada, se vino a vivir aquí… él quiso que se quedara… y ella tuvo el bebé en el castillo. Después, cuatro o cinco años más tarde, Cecil descubrió que ella le había mentido. Un día hizo que uno de sus hombres la siguiera cuando iba a Mexicali a visitar a su madre. Sólo que no había ninguna madre, sino un marido y otro hijo, mayor que Calexico. Entonces fue cuando los echó. Cuando expulsó a la sangre de su sangre.

Bosch pensó en esto un buen rato. La mujer tenía la mirada perdida en el pasado.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Calexico?

—A ver, déjeme pensar… Hará unos cuantos años. Al final dejó de venir.

—¿Cree que se enteró de la muerte de su padre?

—Sólo sé que no vino al funeral, y la verdad es que no le culpo.

—Me han dicho que Cecil Moore dejó la propiedad al ayuntamiento.

—Sí, murió solo y le dejó todo a la ciudad, nada a Calexico ni a sus ex mujeres o queridas. Cecil Moore fue un hombre avaro, incluso al morir. Obviamente el ayuntamiento no podía hacer nada con la casa: es demasiado grande y cara de mantener. Calexico ya no es una ciudad tan próspera como antes y no puede permitirse un sitio así. Por un momento pensaron en convertirla en un museo histórico, pero si no se puede ni llenar un armario con la historia de este lugar; ¡imagínese un museo! El ayuntamiento vendió la casa por más de un millón de dólares. Tal vez ahora tengan dinero para unos cuantos años.

—¿Quién lo compró?

—No lo sé, pero nunca se mudaron. Tienen una persona que viene a limpiar; vi luces la semana pasada. Pero no, nadie ha venido a vivir. Supongo que será una inversión. No sé en qué, porque aquí estamos en medio de la nada.

—Una última pregunta. ¿Venía Moore con alguien más a ver el sitio?

—No. Siempre venía solo. El pobre chico siempre estuvo solo.

De vuelta en la ciudad, Bosch pensó en las vigilias solitarias de Moore frente a la casa de su padre. Se preguntó si lo que echaba de menos eran la casa y los recuerdos que encerraba o al padre que lo había expulsado. O ambas cosas.

Los pensamientos de Bosch se centraron en su breve encuentro con su propio padre, un hombre al borde de la muerte. En ese momento Harry le había perdonado cada segundo que él le había robado. No quería pasarse el resto de su vida sufriendo por algo irreversible.