Bosch se sentó en la cama con la cerveza, mientras pensaba en la reaparición de Zorrillo. Se preguntó dónde habría estado y por qué habría abandonado la seguridad de su rancho. Harry barajaba la posibilidad de que Zorrillo hubiese ido a Los Angeles y que su presencia hubiese sido esencial para atraer a Moore a aquel motel. Tal vez Zorrillo era la única persona por la que Moore hubiera acudido allí.
De repente se oyó el chirrido de unos frenos y el ruido del metal al chocar. Antes de levantarse, Bosch distinguió unas voces que discutían en la calle. Las palabras se tornaron más duras hasta que se convirtieron en gritos y amenazas tan rápidas que no podía entenderlos. Se asomó por la ventana abierta y vio a dos hombres cara a cara junto a dos coches, uno de los cuales había embestido al otro por detrás.
Al volverse, Bosch detectó un pequeño resplandor azul a su izquierda. Antes de que tuviera tiempo de mirar, la botella que tenía en la mano estalló en mil pedazos. La cerveza y el cristal saltaron en todas direcciones. Harry dio un paso atrás y se arrojó sobre la cama y luego al suelo. Esperaba más disparos, pero no llegaron. El corazón se le aceleró y sintió una familiar lucidez que experimentaba en las situaciones de vida o muerte. Entonces se arrastró por el suelo hasta la mesa y desenchufó la lámpara, sumiendo la habitación en la más completa oscuridad. Cuando alargó el brazo para coger su pistola, oyó que los dos coches se alejaban a toda velocidad. «Un montaje espectacular», pensó. Pero habían fallado.
Bosch se acercó a la ventana y se levantó lentamente con la espalda contra la pared. En esos momentos se daba cuenta de lo idiota que había sido; prácticamente había posado para sus asesinos. Miró por la abertura hacia la oscuridad donde creía haber visto el fogonazo del arma, pero ya no había nadie. Muchas de las ventanas del ala opuesta del hotel estaban abiertas y resultaba imposible determinar la procedencia exacta del disparo. Bosch se volvió de nuevo hacia el interior de la habitación y observó que la bala había astillado la cabecera de la cama. Siguiendo la línea imaginaria desde el punto de impacto hasta la posición donde él había estado con la botella llegó a una ventana abierta pero oscura en el quinto piso del otro bloque del hotel. No detectó ningún movimiento aparte de la cortina que ondeaba suavemente con la brisa. Así pues, se metió la pistola en la cintura y salió de la habitación. Su ropa olía a cerveza y los pequeños añicos de cristal se le clavaban en la camisa y en la piel. Sabía que al menos tenía dos cortes: uno en el cuello y otro en la mano derecha, la que sostenía la botella. Al caminar se llevó la mano cortada a la herida del cuello.
Bosch calculó que la ventana abierta pertenecía a la cuarta habitación del quinto piso. Con la pistola en la mano, Harry avanzó lentamente por el pasillo del quinto piso. Estuvo debatiéndose sobre si abrir de una patada, pero enseguida vio que no sería necesario.
Una brisa fresca procedente de la ventana le anunció que la puerta ya estaba abierta.
En la habitación 504 reinaba la más completa oscuridad. Bosch sabía que su silueta se recortaría contra el pasillo iluminado, así que, con un gesto rápido, le dio al interruptor de la luz. Apuntó la Smith por toda la habitación, pero la encontró vacía. El olor a pólvora quemada flotaba en el aire. Harry miró por la ventana y siguió la línea imaginaria hacia su propia ventana en el tercer piso. Era un disparo fácil. Fue entonces cuando oyó el chirrido de neumáticos y vio las luces traseras de un gran sedán que salía del aparcamiento del hotel y se alejaba a toda velocidad.
Bosch volvió a colocarse la pistola en la cintura y se la tapó con la camisa. A continuación echó una ojeada a la habitación para ver si el francotirador había dejado algo tras de sí. Entonces atisbó un brillo cobrizo en la colcha doblada bajo las almohadas. Al tirar de ella, descubrió un casquillo del calibre treinta y dos. Buscó en un cajón y encontró un sobre que usó para guardar la prueba del ataque.
Salió de la habitación 504 y caminó por el pasillo sin que nadie asomara la cabeza; ningún detective del hotel acudió corriendo y ninguna sirena de policía sonó en la distancia. Nadie había oído nada excepto quizás el ruido de la botella al romperse, ya que el treinta y dos que había disparado debía de llevar un silenciador en el cañón. Quienquiera que fuese se había tomado su tiempo para disparar un solo tiro. Pero había fallado. ¿Lo habría hecho a propósito? Bosch decidió que no; disparar desde tan cerca con la intención de fallar era demasiado arriesgado. Harry simplemente había tenido suerte; volverse en el último momento seguramente le había salvado la vida.
Bosch se dirigió a su habitación con la intención de recuperar la bala de la pared, vendar sus heridas y salir del hotel. Sin embargo, echó a correr en cuanto se dio cuenta de que tenía que avisar a Águila.
De vuelta en la habitación, buscó frenéticamente en su cartera el papelito en el que Águila había escrito su dirección y número de teléfono.
—¿Sí? —contestó Águila en español.
—Soy Bosch. Alguien acaba de dispararme.
—¿Sí? ¿Dónde? ¿Está herido?
—Estoy bien, en mi habitación. Me dispararon por la ventana. Le llamo para avisarle.
—¿Por qué?
—Hoy hemos trabajado juntos, Carlos. No sé si iban a por mí o a por los dos. ¿Está bien?
—Sí.
Bosch se dio cuenta de que no sabía si Águila tenía familia o vivía solo. De hecho, lo único que conocía de él se refería a sus antepasados.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Águila.
—No lo sé. De momento voy a largarme de este hotel…
—Pues venga a mi casa.
—Bueno, vale… No. ¿Puede usted venir aquí? Yo no estaré, pero quiero que averigüe lo que pueda de la persona que alquiló la habitación 504. De ahí vino el disparo. Usted puede conseguir la información más fácilmente que yo.
—Voy para allá.
—Quedamos en su casa, pero antes tengo algo que hacer.
Una luna que parecía la sonrisa del gato de Cheshire iluminaba la fea silueta del parque industrial. Eran las diez de la noche y Bosch estaba en el Caprice en la avenida Valverde, delante de la fábrica de muebles Mexitec. Había estacionado a unos doscientos metros de EnviroBreed y esperaba a que el último coche —un Lincoln de color burdeos que seguramente pertenecía a Ely— se marchara del aparcamiento. En el asiento junto a Bosch yacía una bolsa con lo que acababa de comprar. De ella emanaba un fuerte olor a cerdo frito que invadió el interior del coche y obligó a Harry a bajar la ventana.
Mientras vigilaba el aparcamiento de EnviroBreed, Harry aún respiraba entrecortadamente y la adrenalina seguía circulando por sus arterias como si fuera anfetamina. Aunque el aire de la noche era bastante fresco, sudaba al recordar a Moore, Porter y los demás. «Yo no —pensaba—. Yo no».
A las diez y cuarto, se abrió la puerta de EnviroBreed y salió un hombre acompañado por dos siluetas borrosas. Eran Ely y los perros. Las sombras oscuras brincaban a ambos lados del hombre a medida que avanzaba. Ely dispersó algo por el aparcamiento, pero los animales permanecieron junto a él. Finalmente se dio una palmada en la cadera y gritó: «¡A comer!». En ese momento los perros se echaron a correr y se persiguieron unos a otros hasta varios puntos del aparcamiento donde se pelearon por lo que les había echado Ely.
Ely se metió en el Lincoln. Al cabo de unos momentos, los faros de atrás se encendieron y el coche arrancó. Bosch siguió las luces hasta llegar a la puerta de entrada, que se abrió lentamente y dejó pasar al vehículo. Aunque no había nadie, el conductor dudó un momento antes de salir a la carretera. Esperó a que la puerta se hubiera cerrado completamente, se aseguró de que los perros estuvieran dentro y sólo entonces se alejó. Bosch se agachó un poco, a pesar de que el Lincoln iba en dirección contraria, hacia la frontera.
Bosch esperó unos minutos y observó a su alrededor. Nada se movía: ni coches, ni personas. Suponía que los vigilantes de la DEA se habrían retirado a planear la redada y evitar ser descubiertos. Al menos eso esperaba. Una vez se sintió seguro, Bosch salió del coche con la bolsa, la linterna y su ganzúa. Antes de cerrar la puerta, sacó las alfombrillas de goma del suelo, las enrolló y se las llevó bajo el brazo.
Después de su visita de esa mañana, Bosch había llegado a la conclusión de que las medidas de seguridad de EnviroBreed estaban diseñadas para disuadir e impedir la entrada, más que para alertar de la presencia de un intruso. Había perros, cámaras, una valla de tres metros con una alambrada electrificada. Pero dentro de la planta, Bosch no había visto cinta adhesiva en las ventanas del despacho de Ely, ni células fotoeléctricas, ni siquiera el teclado de una alarma junto a la puerta de entrada.
Los criadores querían impedir intrusiones en la planta de insectos, pero no captar la atención de las autoridades. No importaba si dichas autoridades podían ser fácilmente corrompidas o sobornadas para hacer la vista gorda. Lo mejor era no involucrarlas. Es decir, nada de alarmas. Por supuesto aquello no significaba que no pudiera haber una alarma conectada con algún otro sitio —como el rancho al otro lado de la calle—. Sin embargo, ése era un riesgo que Harry estaba dispuesto a correr.
Bosch atajó por un costado de la fábrica Mexitec hasta un callejón que discurría por detrás de los edificios de la avenida Valverde. Cuando llegó a la parte de atrás de EnviroBreed, se detuvo a esperar a los perros.
Los animales, dos dóbermans negros y esbeltos, se presentaron rápida pero silenciosamente. Uno de ellos soltó un gruñido grave y gutural, y el otro lo imitó. Bosch echó a andar junto a la valla, con la vista fija en la alambrada. Los perros caminaron con él, babeando y con la lengua fuera. En la parte de atrás del edificio Bosch divisó la perrera donde los encerraban durante el día. Había una carretilla apoyada contra la pared trasera, pero nada más.
Bosch se agachó y abrió la bolsa. Primero sacó el frasco de plástico de Sueño Más. Después desenvolvió el paquete de carne de cerdo frita que había comprado en un restaurante chino junto al hotel y que ya casi estaba fría. Bosch escogió un trozo del tamaño del puño de un bebé y le incrustó tres de las potentes pastillas somníferas. Tras estrujarlo en una mano, lo lanzó por encima de la valla. Los perros corrieron hacia él y uno de ellos se preparó para comérselo, pero no lo tocó. Bosch repitió la operación y arrojó otro trozo; el otro perro se acercó pero tampoco se lo comió.
Los perros olisqueaban la carne, volvían la vista a Bosch, y la olisqueaban de nuevo. Parecía que necesitaran a su dueño para que los ayudara a decidir. Al no encontrarlo, se miraron el uno al otro. Por fin uno de los dos mordió su trozo, pero enseguida lo soltó. Entonces miraron a Bosch y él gritó: «¡A comer!».
Pero no pasó nada. Aunque Bosch gritó la orden un par de veces más, los perros no se movieron. En ese momento advirtió que los animales tenían la vista fija en su mano derecha.
Harry por fin comprendió; se dio una palmada en la cadera, repitió la orden y los perros se abalanzaron sobre la carne.
Bosch se apresuró a preparar otros dos aperitivos dopados y a lanzarlos por encima de la valla. Los perros los devoraron inmediatamente. A continuación comenzó a caminar arriba y abajo y los animales lo siguieron. Bosch hizo el recorrido dos o tres veces con la esperanza de que el ejercicio acelerase su digestión. Después se desentendió de ellos un rato y se dedicó a estudiar la espiral de alambre que remataba la valla. Mientras contemplaba su brillo a la luz de la luna, observó que los circuitos eléctricos estaban espaciados cada tres metros y medio y le pareció oír un leve zumbido. La alambrada freiría a un escalador antes de que pudiera pasar una pierna por encima. Pero iba a intentarlo.
De repente Bosch tuvo que agazaparse detrás de un contenedor al ver los faros de un vehículo que se aproximaba despacio por el callejón. Cuando se acercó, Bosch se dio cuenta de que era un automóvil de la policía. Se quedó momentáneamente paralizado pensando una excusa que justificara su presencia allí. Para colmo se había dejado las alfombrillas del coche junto a la valla. El coche aminoró a su paso por EnviroBreed. El conductor lanzó unos besos a los perros que seguían apostados junto a la valla. Finalmente el automóvil se alejó y Bosch salió de su escondite.
Los dóbermans continuaron vigilándolo hasta al cabo de una hora, momento en que uno de ellos se sentó. El otro no tardó en hacer lo mismo. El líder estiró las patas hacia delante hasta quedarse totalmente acostado y su imitador hizo lo propio. Bosch los contempló mientras dejaban caer las cabezas sobre las patas estiradas, casi al unísono. Entonces se fijó en que un charquito de orina se formaba cerca de uno de ellos, aunque ambos mantenían los ojos abiertos. Cuando Bosch sacó el último trozo de cerdo del envoltorio y se lo tiró, vio que uno de ellos se esforzaba por levantar la cabeza y seguir el arco de la comida que caía. Pero la cabeza no aguantó. Ninguno de los dos fue a por la última ofrenda. Entonces agarró la valla frente a los perros y la agitó con fuerza; el acero hizo un chirrido agudo pero los animales no prestaron la más mínima atención.
Había llegado la hora. Bosch arrugó el papel grasiento y lo arrojó en el contenedor. A continuación sacó un par de guantes de la bolsa y se los puso; desenrolló la alfombrilla de delante y la agarró por una esquina con la mano izquierda. Con la derecha se aferró a la valla, levantó el pie derecho lo más alto que pudo y metió el zapato en uno de los agujeros en forma de rombo. Entonces usó la mano izquierda para lanzar la alfombrilla por encima de él de modo que quedara colgada de la alambrada como una silla de montar. Harry repitió la maniobra con la alfombrilla trasera y finalmente las dos quedaron colgadas una al lado de otra, aplastando con su peso la alambrada eléctrica.
Bosch tardó menos de un minuto en escalar la valla y pasar cautelosamente las piernas por encima de las alfombrillas. El zumbido eléctrico se oía más desde arriba, así que Harry movió las manos con mucho cuidado antes de dejarse caer junto a las siluetas inmóviles de los perros. Bosch cogió su pequeña linterna y enfocó a los animales. Tenían los ojos abiertos y dilatados, y jadeaban profundamente. Se quedó un momento quieto contemplando los cuerpos que subían y bajaban a un tiempo y registrando el recinto con la linterna hasta que encontró el trozo de cerdo sin comer. Bosch lo arrojó por encima de la valla, al callejón. Acto seguido arrastró a los perros por el collar, los metió en la perrera y corrió el pestillo de la portezuela.
Harry corrió sigilosamente hacia el lateral del edificio y se asomó a la esquina para asegurarse de que el aparcamiento seguía vacío. Entonces volvió a la parte trasera, al despacho de Ely.
Bosch examinó detenidamente la ventana de láminas de vidrio y comprobó que había tenido razón al creer que no había alarma. Recorrió con la linterna todo el marco, pero no observó ningún cable, cinta para captar vibraciones ni ningún otro sistema detector. Luego, con la hoja de su navaja, arrancó una de las tiras de metal que aguantaban la lámina inferior, extrajo el vidrio con sumo cuidado y lo apoyó contra la pared. Aquello le permitió pasar la linterna por la abertura y recorrer la habitación con el haz de luz. El despacho estaba vacío; solo se veían la mesa de Ely y otros muebles. Las cuatro pantallas de vídeo estaban negras, lo cual significaba que las cámaras de vigilancia estaban apagadas.
Después de sacar seis láminas de la ventana y apilarlas cuidadosamente contra la pared, Bosch tuvo suficiente espacio para introducirse en el despacho.
La superficie de la mesa estaba limpia. No había papeles ni otros objetos, a excepción de un pisapapeles de cristal que reflejaba la luz de la linterna como un prisma. Bosch intentó abrir los cajones de la mesa, pero estaban cerrados con llave. Después de forzarlos, no encontró nada de interés. En uno de ellos había un libro de cuentas, pero parecía hacer referencia exclusivamente al negocio de insectos.
Bosch dirigió el haz de luz hacia la papelera situada debajo de la mesa y distinguió varias hojas arrugadas. Tras vaciarla sobre el suelo, fue alisándolas una a una y, a medida que comprobaba que carecían de interés, las volvía a meter en la cesta.
Pero no todo era basura. En un trozo de papel estrujado encontró varias palabras garabateadas, entre las cuales se leyó:
«COLORADO 504»
¿Qué podía hacer con aquello? Era una prueba clara del intento de matarle, pero había sido descubierta durante un registro ilegal. Eso la hacía totalmente inútil, a no ser que se encontrara más adelante durante un registro legal. La cuestión era: ¿cuándo ocurriría eso? Si Bosch dejaba el papel en la papelera, era muy probable que la vaciaran y se perdiera.
Finalmente Bosch volvió a estrujarlo. Luego cortó un trozo largo de un rollo de cinta adhesiva que había en la mesa, pegó un extremo al papel, que metió en la papelera, y el otro al fondo de ésta. De ese modo, esperaba que la bola de papel se quedara pegada al fondo cuando vaciaran la papelera y, con un poco de suerte, la persona que lo hiciera no se diera cuenta.
Bosch salió del despacho de Ely. En el pasillo se colocó unas gafas y una máscara que colgaban de la puerta del laboratorio. Ésta tenía una cerradura simple, por lo que logró abrirla sin problemas.
La puerta daba paso a una total oscuridad. Bosch esperó un poco antes de internarse en aquel lugar húmedo. Un olor dulce lo inundaba todo, de forma opresiva y repugnante. Harry recorrió el lugar con la linterna y dedujo que se trataba de la sala de carga y descarga. Oyó una mosca que pasaba volando junto a su oreja y notó que otra revoloteaba alrededor de su cara enmascarada. Bosch las espantó y siguió avanzando.
Al fondo de la habitación, había una puerta doble que daba paso a una sala donde la humedad era aún más agobiante. Unas bombillas rojas iluminaban filas y filas de urnas de fibra de vidrio, todas ellas llenas de insectos. El ambiente era sofocante y un escuadrón de moscas que chocaban y zumbaban alrededor de su máscara. Después de ahuyentarlas con la mano, se acercó a una de las urnas y las enfocó con la linterna.
Dentro descubrió una masa marrón y rosada de larvas que se movía como un mar tranquilo bajo la luz roja.
Entonces registró la sala con la linterna y encontró una estantería con varias herramientas y una pequeña hormigonera con la que supuso que los jornaleros mezclaban la pasta para alimentar a los insectos.
Varias palas, rastrillos, y escobas colgaban de ganchos al fondo de la pared. Había palets con sacos llenos de trigo pulverizado y de azúcar, y paquetes más pequeños de levadura. Las letras de los paquetes estaban en español. Bosch dedujo que la sala era algo así como la cocina de las moscas.
Bosch enfocó la luz sobre las herramientas y se fijó en una de las palas porque el mango era nuevo. La madera era de color claro y estaba limpia, mientras que las otras herramientas tenían mangos que se habían oscurecido con el tiempo, a causa de la suciedad y el sudor humano.
Al examinar el nuevo mango, Bosch tuvo la certeza de que Fernal Gutiérrez-Llosa había sido asesinado allí. Le pegaron tan fuerte con una pala, que ésta se rompió o bien se manchó tanto de sangre que tuvieron que reemplazarla. ¿Pero qué vio el pobre jornalero para que lo mataran? ¿O qué hizo? Bosch volvió a recorrer la sala con la linterna hasta que encontró otras puertas al fondo. En éstas había un letrero, escrito en inglés y español, que decía:
¡PELIGRO! ¡RADIACIÓN!
Bosch volvió a usar su ganzúa para abrir la cerradura. Al asomar la linterna ya no vio ninguna puerta más, por lo que dedujo que aquélla era la última sala del edificio. Era la más larga de las tres y estaba dividida en dos por una partición con una ventanilla. En la partición había un cartel en inglés que decía:
EMPLÉESE PROTECCIÓN
Al sortear la partición, Bosch vio que casi todo el espacio estaba ocupado por una enorme máquina cuadrada. Atravesando la máquina había una cinta transportadora que llevaba las bandejas de un lado al otro. En el otro lado, debían de vaciarse las bandejas en las urnas que había visto en la otra habitación. En la máquina había más advertencias de peligro. Estaba claro que aquél era el lugar donde se esterilizaban las larvas mediante radiación.
Bosch regresó al otro lado de la sala donde había unas grandes mesas de trabajo con unos armarios encima. Los armarios no estaban cerrados y Bosch reparó en que contenían cajas de material: guantes de plástico, los estuches en forma de salchicha donde transportaban las larvas, baterías, sensores de temperatura… Era allí donde empaquetaban las larvas en los tubos, que luego pasaban a las cajas-invernadero. El final del proceso de fabricación. No había nada más que pareciera importante.
Bosch volvió a la puerta. Al apagar la linterna sólo quedó el pequeño brillo rojo de la cámara de vigilancia montada en un rincón cerca del techo. «Falta algo —se dijo—. ¿Pero qué me queda por ver?».
Entonces encendió una vez más la linterna y se encaminó de nuevo hacia la máquina de radiación. Todos los letreros del edificio estaban diseñados para mantener a la gente alejada de ese punto, por lo que allí tenía que estar el secreto. Bosch iluminó las pilas de bandejas empleadas para mover las larvas. A continuación apoyó el hombro en una de ellas y comenzó a empujar para que se moviese. Debajo sólo había cemento. Cuando hizo lo mismo con la siguiente pila, descubrió el borde de una trampilla en el suelo: el túnel.
En ese instante comprendió el peligro que entrañaba aquella luz roja de la cámara de vigilancia. Las pantallas de vídeo del despacho de Ely estaban apagadas. Y aquella mañana, cuando Bosch había visitado la fábrica, se había fijado en que la única vista interior que tenía Ely era la de la sala de carga y descarga.
Eso significaba que alguien más estaba vigilando la habitación. Bosch consultó su reloj para calcular cuánto tiempo llevaba en el lugar. ¿Dos minutos? ¿Tres? Si venían del rancho, tenía poco tiempo. Echó un vistazo a la trampilla y luego al ojo rojo que brillaba en la oscuridad.
No podía arriesgarse a que no hubiera nadie vigilando. Bosch volvió a colocar la pila de bandejas en su sitio y se apresuró a salir de la tercera sala. Retrocedió sobre sus pasos y colgó la máscara y las gafas en el gancho. Después entró en el despacho de Ely y salió por la ventana. Rápidamente recolocó las láminas de vidrio en su sitio, doblando el metal con los dedos.
Los perros seguían acostados en el mismo sitio, respirando hondo. Bosch dudó un instante antes de decidir sacarlos. Al fin y al cabo, tal vez no lo habían visto. Así pues, los cogió por los collares y los sacó a rastras de la perrera. Uno intentó gruñir, pero sólo logró emitir un gemido ahogado. El otro hizo lo mismo.
Bosch corrió hasta la valla y la escaló rápidamente pero se obligó a ir más despacio al pasar por encima de las alfombrillas de goma. Desde allá arriba, le pareció oír el ruido de un motor por encima del zumbido eléctrico. Bosch tiró de las alfombrillas justo antes de saltar al otro lado y aterrizó con ellas en el callejón.
A continuación se registró los bolsillos para comprobar que no se le habían caído la ganzúa, la linterna o las llaves. La pistola seguía en la funda. Lo tenía todo. Entonces oyó con toda claridad el ruido de al menos un vehículo. Era seguro que lo habían descubierto. Echó a correr por el callejón en dirección a Mexitec, al tiempo que alguien gritaba: «¡Pedro, Pablo! ¡Pedro, Pablo!». Harry comprendió que llamaban a los perros.
Bosch se arrastró hasta el coche y se quedó agazapado en el asiento delantero, espiando. Desde allí vio dos vehículos en el aparcamiento de delante de EnviroBreed y tres hombres, armados con pistolas, bajo el foco de la puerta principal. Entonces un cuarto hombre se asomó por la esquina hablando en español. Había encontrado los perros. El hombre tenía algo que a Bosch le resultaba familiar, pero estaba demasiado oscuro y se hallaba demasiado lejos para distinguir si lucía unas lágrimas tatuadas en la cara. Los hombres abrieron las puertas y, como policías, entraron en el edificio con las pistolas en alto. Ésa fue la señal para Bosch. Sin pensarlo dos veces, arrancó el Caprice y enfiló la carretera. Mientras se alejaba a toda velocidad, se dio cuenta de que volvía a temblar como una hoja después de haber pasado un momento de gran tensión. Era el clásico subidón después de un buen susto. Las gotas de sudor se deslizaban por su cabello y se le secaban en la nuca en el aire frío de la noche.
Bosch encendió un cigarrillo, arrojó la cerilla por la ventana y soltó una carcajada nerviosa al viento.