—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Bosch—. ¿Por qué envió la solicitud de información a la oficina del cónsul? Aquí no tienen personas desaparecidas. Si alguien desaparece, se deduce que ha cruzado la frontera, pero no se envían solicitudes de información. ¿Qué le hizo pensar que esto era diferente?
Bosch y Águila se dirigían hacia las montañas que se alzaban por encima de la ligera capa de contaminación que cubría la ciudad. En ese momento avanzaban por la avenida Valverde en dirección al suroeste y atravesaban una zona con grandes fincas a la derecha y parques industriales a la izquierda.
—Su mujer —contestó Águila—. Ella vino a la comisaría con Muñoz a poner la denuncia. Greña me pasó la investigación y, al hablar con ella, comprendí que Gutiérrez-Llosa no cruzaría la frontera voluntariamente… sin ella. Así que fui al círculo.
Águila explicó que el círculo bajo la estatua dorada de Benito Juárez en la calzada López Mateos era donde los hombres iban a buscar trabajo. Los jornaleros que entrevistó en el círculo le contaron que las camionetas de EnviroBreed venían dos o tres veces a la semana a contratar trabajadores. Los hombres que habían trabajado en la planta de cría de moscas lo describieron como un trabajo duro. Tenían que preparar una pasta para alimentar a los insectos y cargar cajas incubadoras muy pesadas. Las moscas se les metían en la boca y los ojos. Muchos no volvían nunca; preferían esperar otras oportunidades.
Ése no era el caso de Gutiérrez-Llosa. Algunas personas del círculo lo habían visto meterse en la camioneta de EnviroBreed. Comparado con los otros jornaleros, él era un hombre viejo, así que no tenía mucho donde elegir.
Cuando se enteró de que la producción de EnviroBreed se enviaba al otro lado de la frontera, Águila mandó la notificación pertinente a los consulados del sur de California. Una de sus teorías era que el viejo había muerto en un accidente laboral y que habían ocultado el cuerpo para evitar una investigación que hubiera paralizado el proceso de fabricación. Según Águila, era algo bastante frecuente en los sectores industriales de la ciudad.
—Una investigación, aunque sea de muerte por accidente, puede resultar muy cara —explicó Águila.
—Por la mordida.
—Eso es: el soborno.
Águila le contó que la investigación llegó a su fin cuando compartió sus descubrimientos con Greña. El capitán le dijo que él se encargaría de hablar con EnviroBreed personalmente y más tarde le informó de que habían llegado a un callejón sin salida. Y así quedaron las cosas hasta que Bosch llamó con noticias del cadáver.
—Parece que Greña ha recibido su mordida.
Águila no respondió al comentario. En ese momento pasaban por delante de una finca protegida por una valla de tela metálica rematada con una alambrada. A través de ella, Bosch contempló la Sierra de los Cucapah en el horizonte más allá de una desierta extensión de tierra. Pero pronto llegaron a la entrada del rancho, donde sí había algo: un camión atravesado en el camino. Los dos hombres que estaban sentados en la cabina miraron a Bosch y él les devolvió la mirada.
—Es aquí, ¿no? —preguntó Harry—. Eso era el rancho de Zorrillo.
—Sí. La entrada.
—¿Nunca había salido el nombre de Zorrillo en la investigación?
—No hasta que usted lo dijo.
Águila no añadió nada más. Al cabo de un minuto llegaron a unos edificios situados cerca de la carretera, pero dentro del rancho. Bosch divisó una especie de granero con una puerta de garaje cerrada. A ambos lados del edificio había sendos corrales, donde vio media docena de toros en encerraderos individuales. No vio a nadie por los alrededores.
—Zorrillo cría toros bravos —le contó Águila.
—Eso he oído. Por aquí esto es un gran negocio, ¿no es así?
—Sí, y todos salen de un solo toro: El Temblar. Es un animal muy famoso en Mexicali porque mató a Mesón, el legendario torero. Ahora vive aquí y se pasea por el rancho, montando a las vaquillas cuando le place. Es un verdadero campeón.
—¿El Temblar? —preguntó Bosch.
—Sí. Dice la leyenda que el hombre y la Tierra tiemblan cuando embiste este animal. Hace ya diez años de la muerte de Mesón, pero la gente aún la recuerda cada domingo en la plaza —respondió Águila.
—Y El Temblar corretea por ahí suelto, como una especie de perro de vigilancia; un bulldog o algo por el estilo.
—A veces a la gente se asoma a la verja con la esperanza de atisbar al gran animal, el padre de los toros más bravos de toda Baja. Párese un momento.
Bosch se detuvo en el arcén. Águila miraba al otro lado de la calle, a una hilera de almacenes y negocios. En algunos había rótulos, casi todos en inglés. Eran empresas que fabricaban productos para Estados Unidos pero preferían la mano de obra barata y los impuestos bajos de México. Había fabricantes de muebles, de azulejos, de placas para circuitos.
—¿Ve el edificio de Mexitec Furniture? —preguntó Águila—. Pues la segunda estructura, la que no tiene letrero, es EnviroBreed.
Era un edificio blanco rodeado por una valla de tres metros de altura rematada con alambrada. Unos carteles en la valla advertían en dos idiomas que estaba electrificada y había perros dentro. Como Bosch no vio ninguno, supuso que los soltarían por la noche. Lo que sí detectó fueron dos cámaras en las esquinas de la fachada del edificio y unos cuantos coches aparcados dentro del complejo. No había ninguna camioneta de EnviroBreed, pero no era de extrañar, ya que las dos puertas del garaje estaban cerradas.
Bosch tuvo que pulsar un botón, explicar el motivo de su visita y mostrar su placa a la cámara antes de que la valla de entrada se abriera automáticamente. Tras aparcar junto a un Lincoln color burdeos con matrícula de California, Bosch y Águila atravesaron el polvoriento aparcamiento hasta llegar a las oficinas. Bosch se palpó levemente la parte posterior de la cadera y, al notar la pistola debajo de la chaqueta, se tranquilizó un poco. Cuando se disponía a agarrar el pomo de la puerta, ésta se abrió y salió un hombre encendiendo un cigarrillo. El hombre, de raza caucásica, llevaba un Stetson para cubrir su cara marcada por el acné y quemada por el sol. Bosch pensó que podía tratarse del conductor de la camioneta que había visto en el centro de erradicación de Los Angeles.
—La última puerta a la izquierda —dijo el hombre—. Les está esperando.
—¿Quién?
—Él.
El hombre del Stetson les dirigió una sonrisa de lo más falsa. Bosch y Águila entraron en un pasillo con paredes forradas de madera. A la izquierda había una pequeña mesa de recepción seguida de tres puertas y una cuarta al fondo. Una chica mexicana estaba sentada en la mesa de recepción y los miraba fijamente. Bosch la saludó y él y Águila comenzaron a avanzar por el pasillo. La primera puerta que pasaron estaba cerrada y marcada con un letrero con las siglas del Departamento de Agricultura de Estados Unidos. En las siguientes dos puertas no había rótulo. Al fondo del pasillo había unas gafas protectoras y máscaras colgadas de un gancho junto a una puerta que decía:
PELIGRO: RADIACIÓN. PROHIBIDO EL PASO A PERSONAS SIN AUTORIZACIÓN
Tal como le habían indicado, Bosch abrió la tercera puerta de la izquierda y él y Águila pasaron a una pequeña antesala donde encontraron la mesa de una secretaria, pero sin secretaria.
—Por aquí, por favor —se oyó una voz en la sala contigua.
Bosch y Águila entraron en un amplio despacho, en cuyo centro había una enorme mesa de acero en la que descansaba un vaso de café. Detrás de ella, un hombre que lucía una guayabera azul celeste escribía en un libro de cuentas. Por la ventana de celosía entraba la suficiente luz para que no necesitara una lámpara. El hombre parecía rondar los cincuenta años y entre sus cabellos canosos se distinguían unas mechas de pelo teñido de negro. También era un gringo.
El hombre no dijo nada, sino que continuó escribiendo. Bosch aprovechó para mirar a su alrededor: junto a la mesa, en un estante, estaba la consola del circuito cerrado de televisión. En tres de las pantallas se veían claramente las imágenes en blanco y negro de la valla de entrada y las dos esquinas de la fachada, pero la cuarta pantalla estaba muy oscura. Al cabo de un rato Harry distinguió una camioneta blanca con las puertas abiertas y dos o tres hombres cargando grandes cajas blancas. Era la zona de carga y descarga.
—¿Sí? —preguntó el hombre, todavía sin levantar la cabeza.
—Cuánta seguridad para cuatro moscas.
Entonces sí la levantó.
—¿Cómo?
—No sabía que fueran tan valiosas.
—¿En qué puedo ayudarles? —El hombre arrojó el bolígrafo sobre la mesa para subrayar que Bosch estaba interrumpiendo el curso del comercio internacional.
—Soy Harry Bosch, del Departamento de Policía de…
—Eso ya lo ha dicho en la entrada. ¿En qué puedo ayudarle?
—Quería hablar de uno de sus empleados.
—¿Cómo se llama? —El hombre volvió a coger el bolígrafo y a tomar notas en el libro de cuentas.
—Es curioso. Si un policía viaja casi quinientos kilómetros para hacerle unas preguntas, lo normal es que se le preste un poco de atención. Pero a usted no parece interesarle, lo cual me molesta.
Esta vez el bolígrafo cayó con tanta fuerza sobre la mesa que rebotó y fue a parar a la papelera.
—Mire, me da igual si le preocupa o no. Ahora mismo estoy pendiente de un cargamento de material perecedero que tengo que despachar antes de las cuatro. No puedo mostrar interés por usted. Si quiere darme el nombre del empleado (si es que era un empleado) le diré lo que sé.
—¿Qué quiere decir con lo de «si es que era un empleado»?
—¿Qué?
—Acaba de decir «era».
—¿Y qué?
—Que, ¿qué significa?
—Usted ha dicho… Usted es el que ha venido aquí con todas estas preguntas. Yo…
—¿Y cómo se llama usted?
—¿Cómo?
—¿Cómo se llama?
El hombre se calló, completamente confundido, y bebió un sorbo del vaso de café.
—Le recuerdo que no tiene ninguna autoridad aquí.
—Usted ha dicho «si es que era un empleado», pero yo no había dicho nada sobre «era», lo cual me hace pensar que usted ya sabía que nos referíamos a un hombre muerto.
—Me lo he imaginado. Si un policía viene desde Los Angeles, me ha parecido natural que se tratase de un muerto. Pero no diga cosas que yo no… Además, usted no puede pasearse con esa chapa que aquí no vale un pimiento y empezar a molestarme. No tengo porqué…
—¿Quiere autoridad? Éste es Carlos Águila, de la Policía Judicial del Estado. Yo hablo en su nombre.
Águila asintió, pero no dijo nada.
—Ésa no es la cuestión. El problema es su actitud, el típico imperialismo americano con el que dice las cosas —le espetó el hombre—. Veamos; yo me llamo Charles Ely. Soy el dueño de EnviroBreed y no sé nada del hombre que dice usted que trabajaba aquí.
—Pero si aún no le he dicho cómo se llamaba.
—No importa, ¿me entiende? Usted se ha equivocado. Ha jugado mal sus cartas.
Bosch se sacó del bolsillo la foto del cadáver de Gutiérrez-Llosa y la colocó sobre la mesa. Ely la miró sin tocar la foto, pero Bosch no detectó ninguna reacción. Después Harry depositó las matrices de los cheques sobre la mesa, pero la respuesta fue la misma; Ely no reaccionó.
—Se llamaba Fernal Gutiérrez-Llosa y era un jornalero —le informó Bosch—. Necesito saber cuándo trabajó aquí por última vez y lo que estaba haciendo.
Ely recogió su bolígrafo de la papelera y lo usó para empujar la foto hacia Bosch.
—Lo siento, pero no puedo ayudarle. No llevamos ningún control de los jornaleros; al final del día les pagamos con cheques al portador y punto. Además, siempre son gente distinta por lo que es imposible que conozca a este hombre. Ahora que lo pienso, creo que ya respondimos unas preguntas sobre él que nos hizo la Policía Judicial del Estado. Un tal capitán Greña. Tendré que averiguar por qué no fue suficiente.
Bosch quiso preguntarle si se refería al soborno que Ely le había dado a Greña o a la información. Pero se controló porque sabía que Águila se las acabaría cargando.
—Muy bien —dijo finalmente—. Mientras tanto, yo voy a echar un vistazo por aquí. Puede que alguien recuerde a Gutiérrez.
Aquello lo puso visiblemente nervioso.
—No, señor. Usted no tiene libre acceso a estas instalaciones. Nosotros usamos algunas partes del edificio para irradiar material y, por lo tanto, son peligrosas. Está prohibida la entrada a todo el mundo excepto al personal autorizado. Otras zonas se hallan bajo el control y cuarentena del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, por lo que no podemos permitir el acceso a nadie. Además, le repito que usted no tiene ninguna autoridad aquí.
—¿Quién es el propietario de EnviroBreed, Ely? —preguntó Bosch.
Ely pareció sorprendido por el repentino cambio de tema.
—¿Qué? —exclamó.
—¿Quién es el propietario, Ely?
—No tengo por qué responder a esa pregunta. Usted no…
—¿El hombre al otro lado de la calle? ¿El Papa?
Ely se levantó y señaló la puerta.
—No sé de qué habla, pero ya basta. Váyanse. Y les advierto que pienso quejarme a la Policía Judicial del Estado y las autoridades mexicanas y estadounidenses. Ya veremos si están de acuerdo con este comportamiento de la policía de Los Angeles en territorio extranjero.
Bosch y Águila salieron del despacho, pero Harry se quedó allí unos segundos para ver si oía pasos o el sonido del teléfono. Como no fue así, se volvió hacia la puerta del fondo del pasillo e intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave.
Al pasar por delante de la puerta marcada con las siglas del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, Bosch acercó la oreja pero tampoco oyó nada. Cuando abrió sin llamar, descubrió a un hombre con cara de burócrata tras una pequeña mesa de madera en una habitación que era la cuarta parte del despacho de Ely. El hombre llevaba una camisa blanca de manga corta con una corbata fina de color azul. Tenía el pelo gris, muy corto, un bigote que parecía un cepillo de dientes y unos ojos pequeños y mortecinos que lo miraban a través de unas gafas bifocales encajadas en sus sienes rosadas y gordezuelas. El protector de plástico que llevaba en el bolsillo tenía su nombre impreso: Jerry Dinsmore. Y en la mesa, sobre un papel manchado de aceite, tenía un cuenco relleno de fríjoles.
—¿Sí? —dijo con la boca llena.
Bosch y Águila entraron en el despacho de Dinsmore. Bosch le mostró su identificación y le dejó que la examinara detenidamente. Después puso la foto del cadáver en la mesa, al lado del cuenco. Dinsmore la miró, envolvió con el papel la comida que le quedaba y la guardó en un cajón.
—¿Lo reconoce? —inquirió Bosch—. Es sólo una comprobación de rutina porque ha habido una alarma de infección. Este tío se llevó el virus a Los Angeles y la palmó; ahora estamos siguiendo sus pasos para que la gente que lo conocía pueda ser inoculada. Aún estamos a tiempo. Eso espero.
De repente, Dinsmore empezó a masticar mucho más despacio. Miró la foto y luego, por encima de las gafas, a Bosch.
—¿Era uno de los hombres que trabajaban aquí?
—Creemos que sí. Estamos preguntando a todos los empleados fijos y hemos pensado que tal vez usted lo reconocería. Si se acercó mucho a él tal vez tengamos que ponerlo en cuarentena.
—Bueno, yo nunca me acerco a los trabajadores, así que no pasa nada. ¿Pero de qué infección habla? No entiendo por qué el Departamento de Policía de Los Angeles… Además, este hombre parece que ha recibido una paliza.
—Lo siento, señor Dinsmore, pero eso es confidencial hasta que decidamos si está usted en peligro. En ese caso, no tendremos más remedio que poner las cartas sobre la mesa —le dijo Bosch—. A ver, ¿qué quiere decir con que usted no se acerca a los trabajadores? ¿Acaso no es el inspector de esta empresa?
Bosch esperaba que Ely irrumpiera en la habitación de un momento a otro.
—Sí, soy el inspector, pero a mí sólo me interesa el producto final —respondió Dinsmore—. Yo reviso muestras de las cajas-invernadero y luego las sello. Todo eso se hace en la sala de transporte. Debe tener en cuenta que esto es una propiedad privada, detective, y yo no tengo libre acceso a los laboratorios de cría o esterilización. Por eso no me relaciono con los empleados.
—Usted acaba de decir «muestras». O sea, que no inspecciona todas las cajas.
—No inspecciono todos los cilindros de cada caja, pero sí inspecciono y sello todas las cajas. Pero no entiendo qué tiene que ver esto con este hombre. Él no…
—No, yo tampoco. No importa. Está usted fuera de peligro.
Dinsmore lo miró perplejo y Bosch le guiñó el ojo para acabar de confundirlo. Harry se preguntaba si Dinsmore formaba parte de lo que estaba ocurriendo allí o si era ajeno a todo. Bosch le dijo que podía seguir comiendo y él y Águila salieron de nuevo al pasillo. Justo en ese momento se abrió la puerta del fondo del pasillo, y de ella salió Ely. Tras sacarse la máscara y las gafas protectoras, avanzó hacia ellos a grandes zancadas derramando gotas de café de su vasito de plástico.
—Lárguense inmediatamente a no ser que tengan una orden.
Ely llegó hasta Bosch con la cara roja de rabia. Aquél debía de ser el numerito que empleaba para intimidar a la gente, pero a Bosch no le impresionó en absoluto. Harry miró el vasito de café que sostenía el hombre y sonrió al encajar una pieza del rompecabezas. El contenido del estomago de Juan 67 incluía café; así es como se había tragado la mosca que había llevado a Bosch a EnviroBreed. Ely siguió su mirada y se percató del insecto que flotaba en la superficie del líquido caliente.
—¡Me cago en las moscas!
—Pues, ¿sabe qué le digo? Creo que voy a conseguir una orden —amenazó Bosch.
No se le ocurría nada más que decir, pero no quería dejar a Ely con la satisfacción de haberlo echado. Bosch y Águila se dirigieron a la salida.
—Lo tiene claro —dijo Ely—. Esto es México; aquí usted no es nadie.