Bosch insistió en conducir con la excusa de que el coche no era suyo y no quería dejarlo en el aparcamiento. Lo que no le contó a Águila era que no deseaba alejarse de su arma, que todavía seguía en el maletero. Cuando atravesaron la plaza, se sacaron de encima a los niños con la mano.
—¿Cómo vamos a identificar el cuerpo sin huellas dactilares? —preguntó Bosch ya en el Caprice.
Águila cogió la carpeta del asiento.
—Sus amigos y su mujer mirarán las fotos.
—¿Vamos a su casa? Porque entonces puedo sacar huellas y llevarlas a Los Angeles para que alguien les eche un vistazo. Eso lo confirmará.
—No es una casa, detective Bosch. Es una chabola.
Bosch asintió y arrancó el coche. Águila lo guió hacia al sur, hasta el boulevard Lázaro Cárdenas donde giraron al oeste antes de girar otra vez al sur por la avenida Canto Rodado.
—Vamos a uno de los barrios —le informó Águila—. A la Ciudad de las Personas Pérdidas.
—Eso es lo que significa el tatuaje del cadáver, ¿no? ¿El fantasma representa las almas de la gente?
—Sí.
Bosch reflexionó un instante antes de preguntar:
—¿Qué distancia hay entre el barrio de las Almas Perdidas y el de Santos y Pecadores?
—También está en el sector suroeste, no muy lejos de Almas Perdidas. Si quiere se lo enseño.
—Sí, quizá sí.
—¿Lo dice por alguna razón?
Bosch recordó la advertencia de Corvo de no confiar en la policía local.
—Por curiosidad —contestó—. Es por otro caso.
Inmediatamente Bosch se sintió culpable de no haber sido sincero con Águila. Al fin y al cabo también era policía y Bosch sentía que merecía, al menos, el beneficio de la duda. Aunque, según Corvo, no era así. Después de esa conversación viajaron un rato en silencio. Estaban alejándose de la ciudad y la comodidad de los edificios y el tráfico. Las oficinas, tiendas y restaurantes daban paso a cabañas y chabolas de cartón. Harry vio una cámara refrigeradora al lado de la carretera que era el hogar de alguien. La gente que veían al pasar estaba sentada en piezas de motor oxidadas o bidones, y les miraban con ojos huecos. Bosch intentó fijar la vista en la carretera polvorienta.
—Me ha parecido que le llamaban Charlie Chan. ¿Por qué?
Bosch lo preguntaba más que nada porque estaba nervioso y pensaba que la conversación tal vez lo distraería de su desasosiego y la desagradable tarea que les esperaba.
—Sí —respondió Águila—. Es porque soy chino.
Bosch se volvió y lo miró. Al estar de perfil logró ver detrás de las gafas de espejo y comprobó que Águila tenía los ojos un poco rasgados. Sí, era cierto.
—Bueno, no del todo. Uno de mis abuelos lo era. Hay una gran comunidad chino-mexicana en Mexicali.
—Ah.
—Mexicali fue fundada alrededor del 1900 por la Compañía de la Tierra del Río Colorado. Ellos eran los propietarios de grandes extensiones de terreno a ambos lados de la frontera y necesitaban mano de obra barata para la recolecta del algodón y varios alimentos —explicó Águila—. Así que se establecieron en Mexicali, al otro lado de Calexico, supongo que con la idea de que fueran ciudades gemelas. Trajeron a diez mil chinos, todos hombres, y formaron una ciudad: la ciudad de la compañía.
Bosch asintió. No conocía la historia y le pareció muy interesante. De todos modos, aunque había visto muchos restaurantes chinos y rótulos en chino al atravesar la ciudad, no recordaba demasiadas caras asiáticas.
—¿Y se quedaron todos… los chinos? —inquirió Bosch.
—La mayoría sí, pero ya le he dicho que eran diez mil hombres y ninguna mujer. La compañía no lo permitía porque creían que perjudicaría el rendimiento. Entonces los chinos se casaron con mujeres mexicanas; la sangre se mezcló. De todos modos, aún conservamos gran parte de nuestra cultura. Hoy podemos tomar comida china a la hora de almorzar, ¿qué le parece?
—Muy bien.
—El trabajo policial sigue dominado por los mexicanos de origen hispano. No hay muchos como yo en la Policía Judicial del Estado y por eso me llaman Charlie Chan. Los demás me consideran un extraño, alguien de fuera.
—Le comprendo perfectamente.
—Llegará un momento, detective Bosch, en que confiará en mí. A mí no me importa esperar para hablar de ese otro caso que ha mencionado.
Bosch asintió, avergonzado, e intentó concentrarse en la carretera. Enseguida, Águila lo dirigió hacia un camino estrecho y sin asfaltar que atravesaba el corazón de un barrio de los suburbios. Allí los edificios eran bloques de cemento con techos planos y mantas colgadas en lugar de puertas. Muchos poseían anexos construidos con conglomerado y planchas de aluminio. Por el suelo había basura y escombros desperdigados. Hombres desaliñados y hambrientos pululaban por las calles y se quedaban mirando el Caprice con matrícula de California.
—Pare delante del edificio de la estrella —le instruyó Águila.
Bosch la vio enseguida. Estaba pintada a mano en la pared de una de las chabolas. Sobre la estrella se leían las palabras «Almas Perdidas» y, debajo, «Honorable Alcalde» y «Sheriff». Harry aparcó el Caprice delante de aquella casucha y esperó instrucciones.
—No es ni un alcalde ni un sheriff, si eso es lo que está pensando —explicó Águila—. Arnolfo Muñoz de la Cruz simplemente se dedica a salvaguardar la paz; está aquí para imponer un poco de orden en un lugar de caos total. Al menos lo intenta. Es el sheriff oficioso de la Ciudad de las Personas Perdidas. Fue él quien nos informó de que Fernal Gutiérrez-Llosa había desaparecido de su casa.
Bosch salió del coche con el expediente de Juan 67. Mientras daba la vuelta al Caprice, volvió a llevarse la mano a la chaqueta, al lugar donde normalmente llevaba la pistola. Era un gesto que hacía inconscientemente cuando estaba de servicio cada vez que salía del coche. Sin embargo, en esa ocasión echó a faltar la tranquilidad de palpar la pistola y por primera vez fue consciente de que era un extranjero desarmado en un país extraño. No podía sacar la Smith del maletero mientras Águila estuviera delante. Al menos hasta que lo conociera mejor.
Águila hizo sonar una campana de barro que colgaba junto a la entrada de la chabola. No había puerta; sólo una manta colgada de un listón de madera que atravesaba el umbral. Una voz del interior dijo «Adelante» y Bosch y Águila entraron.
Muñoz era un hombre bajito, muy bronceado y con el pelo gris atado con un nudo detrás de la cabeza. No llevaba camisa, dejando al descubierto una estrella de sheriff tatuada en la parte derecha del pecho y el símbolo del fantasma en la izquierda. Cuando entraron, Muñoz miró a Águila y luego a Bosch, a quien se quedó observando con curiosidad. Águila presentó a Harry y explicó por qué habían venido. Hablaba despacio para que Bosch pudiera seguir la conversación. Águila le pidió al viejo que echase un vistazo a unas fotografías. Eso confundió a Muñoz hasta que Bosch sacó las instantáneas del depósito y el viejo comprendió que las fotos eran de un hombre muerto.
—¿Es Fernal Gutiérrez-Llosa? —preguntó Águila después de que el hombre las hubiera estudiado el tiempo suficiente.
—Sí, es él.
Muñoz desvió la mirada. Entonces Bosch miró a su alrededor por primera vez. La chabola contaba con una sola habitación, muy parecida a una celda grande. Sólo contenía lo más imprescindible: una cama, una caja de ropa, una toalla sobre el respaldo de una vieja silla, una vela y una taza con un cepillo de dientes que descansaba sobre la caja de cartón junto a la cama. Olía a miseria y Bosch se sintió avergonzado de haber irrumpido en el hogar de Muñoz de aquella manera.
—¿Dónde vivía Gutiérrez-Llosa? —le preguntó Bosch a Águila en inglés.
Águila miró a Muñoz.
—Siento mucho la muerte de su amigo, señor Muñoz. Es mi deber informar a su mujer. ¿Sabe si está aquí?
El viejo asintió y dijo que la mujer estaba en su casa.
—¿Quiere venir a ayudarnos?
Muñoz asintió de nuevo, cogió una camisa blanca de la cama y se la puso. A continuación se dirigió a la puerta, retiró la cortina y la aguantó para que pasaran.
Bosch fue primero al maletero del Caprice para sacar su equipo de huellas dactilares. Después todos caminaron un poco más por la calle polvorienta hasta que llegaron a una chabola de conglomerado con un toldo de lona. Águila tocó a Bosch en el hombro.
—El señor Muñoz y yo hablaremos con la mujer aquí fuera. Mientras, usted puede entrar, recoger las huellas y hacer lo que crea necesario.
Muñoz gritó el nombre de Marita y, al cabo de un momento, una mujer menuda se asomó por la cortina de ducha blanca que colgaba de la puerta. En cuanto vio a Muñoz y Águila, salió a su encuentro. Por la cara que puso, Bosch supo que ya adivinaba la noticia que habían venido a darle. Las mujeres siempre lo sabían. Harry recordó la noche en que conoció a Sylvia Moore; ella también lo había adivinado. Todas lo adivinan. Bosch le pasó la carpeta a Águila, por si la mujer quería ver las fotos, y se adentró en el hogar que habían compartido ella y Juan 67.
Se trataba de una habitación con escaso mobiliario; hasta aquí no había sorpresas. Sobre un camastro de madera yacía un colchón de matrimonio; a un lado, había una silla solitaria y al otro una cómoda fabricada con maderas y cajas de cartón de la que asomaban varias prendas de ropa. La pared del fondo no era más que una gran plancha de aluminio con el logotipo de la cerveza Tecate y unos cuantos estantes de madera con unas latas de café, una caja de cigarros y otros pequeños objetos.
Bosch oyó a la mujer llorando suavemente y a Muñoz intentando consolarla. Entonces echó un vistazo rápido por todo el cuarto con la intención de decidir cuál sería el mejor sitio para sacar las huellas dactilares. Aunque tal vez no resultaría necesario, dado que las lágrimas de la mujer parecían confirmar la identidad del cadáver.
Tras dirigirse a los estantes, Bosch abrió la caja de cigarros con la uña. Dentro había un peine sucio, unos cuantos pesos y una caja de fichas de dominó.
—¿Carlos? —llamó Bosch.
Águila asomó la cabeza por entre la cortina de ducha.
—Pregúntele si ha tocado esta caja últimamente. Parecen cosas de su marido. Si lo son, intentaré sacar las huellas.
Bosch oyó la pregunta en español y la mujer contestó que ella nunca tocaba la caja porque era de su marido. Empleando las uñas, Harry depositó la caja sobre aquella cómoda improvisada. A continuación abrió el estuche que contenía el equipo y sacó un aerosol, una ampolla de polvo negro, un pincel de pelo de marta, un rollo de cinta adhesiva transparente y una pila de tarjetas de diez por quince centímetros. Lo colocó todo sobre la cama y se puso manos a la obra.
Bosch cogió el aerosol y roció la caja con ninhidrina. Después de que la ninhidrina se aposentara, sacó un cigarrillo, lo encendió y aprovechó la llama de la cerilla para pasarla por el borde de la caja, a unos cinco centímetros de la superficie. El calor hizo que se perfilaran en la ninhidrina varias huellas dactilares. Bosch se inclinó sobre la mesa y las estudió, buscando muestras completas. Había dos. Entonces rompió la ampolla y aplicó un poco de polvo negro sobre las huellas con el pincel de pelo de marta, lo cual definió claramente las líneas y bifurcaciones. A continuación cortó un trocito de cinta adhesiva, la presionó sobre una de las huellas y la levantó. Luego pegó la cinta en una de las tarjetas blancas y repitió toda la operación con la segunda huella. Al final, Bosch había obtenido excelentes muestras para llevarse consigo.
En ese momento, Águila entró en la habitación.
—¿Ha conseguido una huella?
—Un par. Esperemos que sean de él y no de ella, aunque por lo que he oído no va importar mucho —contestó Bosch—. Parece que la mujer también ha identificado el cadáver, ¿no? ¿Ha visto las fotos?
Águila asintió con la cabeza.
—Ha insistido en verlas —explicó el policía—. ¿Ha registrado la habitación?
—¿Para qué?
—No lo sé.
—He mirado un poco —dijo—, pero no hay mucho que ver.
—¿Ha sacado huellas de las latas de café?
Bosch miró a los estantes, donde había tres viejas latas de café Maxwell House.
—No, porque he pensado que tendría las huellas de la mujer. No quiero tener que tomarle las huellas a ella para luego poder descartarlas. No vale la pena hacerla pasar por eso.
Águila volvió a asentir, pero parecía perplejo.
—¿Por qué iban un pobre hombre y su mujer a tener tres latas de café?
Era una buena observación. Bosch se dirigió a los estantes y cogió una de las latas, que hizo un ruido metálico. Cuando la abrió encontró un puñado de monedas. La siguiente que bajó estaba llena hasta una tercera parte de café. La última era la más ligera. Dentro encontró papeles, una partida de nacimiento de Gutiérrez-Llosa y un certificado de matrimonio en el que constaba que la pareja llevaba casada treinta y dos años. Eso le deprimió bastante. También había una foto de la mujer de Gutiérrez y otra de Gutiérrez en persona, lo cual permitió a Bosch corroborar que se trataba de Juan 67; la identificación era, pues, definitiva. Finalmente, Harry encontró una pila de matrices de talones unidas con una goma elástica. Al ojearlas, descubrió que se trataban de pequeñas cantidades pagadas por diversas empresas: las cuentas de un jornalero. Las empresas que no pagaban a sus jornaleros en metálico lo hacían mediante cheques y los últimos dos recibos correspondían a dos cheques de dieciséis dólares cada uno, librados por EnviroBreed. Bosch se metió las matrices en el bolsillo y le dijo a Águila que había terminado.
Mientras Águila le daba el pésame a la nueva viuda, Bosch se dirigió al maletero del coche a guardar el equipo para tomar huellas junto con las muestras que había encontrado. Entonces se asomó por encima de la puerta del maletero y, al confirmar que Águila seguía hablando con Muñoz y la mujer, levantó rápidamente la esquina derecha de la alfombra, alzó un poco la rueda de repuesto y agarró su Smith & Wesson. Sin perder tiempo, se metió la pistola en la funda y le dio la vuelta a la correa para que le quedara en la espalda. Aunque encima llevaba la chaqueta, a un ojo acostumbrado a esas cosas no le costaría detectarla. De todos modos, a Bosch ya no le preocupaba que Águila lo descubriera. Entró en el coche y esperó.
Unos segundos más tarde apareció el policía mexicano.
Mientras se alejaban de allí, Bosch observó a la viuda y a Muñoz por el espejo retrovisor.
—¿Qué le pasará a ella? —le preguntó a Águila.
—No creo que le guste oírlo, detective Bosch. Su vida ya era difícil antes, pero ahora sus problemas se multiplicarán. Creo que llora por sí misma tanto como por el marido que ha perdido. Y con razón.
Bosch condujo en silencio hasta salir de Personas Perdidas y volver a la carretera principal.
—Fue muy astuto lo que hizo allá —comentó al cabo de un rato—. Lo de las latas de café.
Águila no dijo nada; no era necesario. Bosch sabía que el policía había estado allí antes y había visto los talones de EnviroBreed. Greña mentía y Águila estaba en desacuerdo o tal vez descontento porque no le habían dado parte en el trato. Cualquiera que fuera la razón, había guiado a Bosch por el camino correcto. Estaba claro que deseaba que Bosch encontrara las matrices y supiera que Greña era un embustero.
—¿Ha ido usted a EnviroBreed a investigar por su cuenta?
—No —respondió Águila—. Habrían informado a mi capitán y yo no podía ir después de que él lo investigara personalmente. EnviroBreed es una empresa internacional, con contratos con agencias gubernamentales de Estados Unidos. Debe comprender que es…
—¿Una situación delicada?
—Exactamente.
—Bueno, yo estoy acostumbrado a ese tipo de situaciones. Usted no puede rebelarse contra Greña, pero yo sí. ¿Dónde está EnviroBreed?
—No muy lejos de aquí, al suroeste, en una zona muy llana que se extiende hasta la Sierra de los Cucapah. Hay muchas industrias y grandes ranchos.
—¿A qué distancia está EnviroBreed del rancho del Papa?
—¿El Papa?
—Zorrillo, el Papa de Mexicali. Pensaba que quería conocer el otro caso en el que estoy trabajando.
Permanecieron un rato en silencio. Bosch miró a Águila y, a pesar de las gafas, descubrió claramente que su rostro se había ensombrecido. La mención de Zorrillo seguramente confirmaba una sospecha que el detective mexicano había abrigado desde que Greña intentó boicotear la investigación. Bosch ya sabía a través de Corvo que EnviroBreed estaba enfrente del rancho. Su pregunta era simplemente una prueba más para Águila.
—Me temo que el rancho y EnviroBreed están muy cerca —contestó Águila finalmente.
—Bien. Enséñemelo.