Calexico era como la mayoría de ciudades fronterizas: polvorienta y construida a ras de suelo. La calle principal era una abirragada mezcla de letreros de neón y plástico donde los omnipresentes arcos dorados de MacDonald’s eran el único icono reconocible —aunque no necesariamente reconfortante— entre las oficinas de seguros de automóviles y las tiendas de recuerdos mexicanos.
En la ciudad la ruta 86 se une a la 111, una carretera que conduce directamente a la frontera. Se había formado una cola de cinco manzanas hasta la garita de cemento ennegrecida por el humo de los tubos de escape donde la policía federal mexicana controlaba el paso de vehículos. A Bosch le recordó la caravana de las cinco de la tarde para entrar en la autopista 101 desde Broadway. Antes de quedarse atrapado en ella, Harry torció al este en Fifth Street, pasó por delante del Hotel de Anza y condujo dos manzanas hasta la comisaría de policía. Ésta se albergaba en un edificio de dos plantas pintado de un amarillo chillón. Por los rótulos de fuera Bosch comprendió que también hacía las veces de ayuntamiento. Y de cuartel de bomberos. Y de sede de la Asociación Histórica.
Bosch encontró un espacio para aparcar justo delante. Al abrir la puerta del coche, cubierto de polvo tras el largo viaje, oyó gente que cantaba en el parque al otro lado de la calle. Cinco mexicanos bebían Budweiser alrededor de una mesa de picnic. Un sexto hombre, que lucía una camisa de vaquero negra con bordados blancos y un Stetson de paja, tocaba la guitarra y entonaba una canción en español. Como cantaba despacio, Harry no tuvo problema en entenderla:
No sé cómo quererte,
ni siquiera sé como abrazarte,
porque lo que nunca me deja
es este dolor que me atormenta.
La voz quejumbrosa del cantante se oía claramente por todo el parque. A Bosch le encantó la canción, así que se apoyó contra el coche y se quedó fumando hasta que el hombre hubo acabado.
Los besos que me diste, mi amor
son los que me están matando.
Pero mis lágrimas se están secando
con mi pistola y mi corazón,
y aquí como siempre voy viviendo,
con la pistola y el corazón.
Al terminar, los hombres de la mesa de picnic aplaudieron y brindaron con las cervezas.
Bosch se dirigió hacia la puerta de cristal marcada con la palabra «Policía» y entró en una habitación maloliente del tamaño de la parte trasera de una camioneta. A la izquierda había una máquina de Coca-Cola, enfrente una puerta de cierre electrónico y a la derecha una ventanilla de cristal grueso con una bandeja para pasar objetos de un lado a otro. Detrás del cristal se hallaba un agente uniformado y, al fondo, una mujer sentada frente a una centralita de radio. Un poco más allá de la centralita había una pared con unas taquillas cuadradas de unos treinta por treinta centímetros.
—No se puede fumar —le advirtió el hombre.
El agente, un hombre gordo con gafas de espejo, lucía una placa con su nombre sobre el bolsillo de la camisa. Se llamaba Gruber. Bosch retrocedió, abrió la puerta y arrojó la colilla fuera.
—No sé si sabe que en Calexico ensuciar las calles se castiga con una multa de cien dólares.
Harry le mostró su placa e identificación.
—Mándeme la factura —dijo—. Necesito consignar una pistola.
Gruber sonrió de manera burlona, revelando unas feas encías liliáceas.
—Yo masco tabaco. Así me evito ese problema.
—Ya lo veo.
Gruber frunció el ceño y tuvo que pensar un momento antes de comprender el comentario.
—Pues démela —dijo finalmente—. Para consignar una pistola primero hay que entregarla.
Gruber se volvió hacia la operadora para ver si lo apoyaba en este duelo verbal, pero ella permaneció impasible. Mientras observaba la presión que ejercía la barriga de Gruber sobre los botones de su uniforme, Bosch se sacó la cuarenta y cuatro de la funda y la depositó en la bandeja.
—Cuarenta y cuatro —anunció Gruber, al tiempo que levantaba la pistola para examinarla—. ¿Quiere dejar la funda?
Bosch no había pensado en eso. Necesitaba la pistolera; si no, tendría que meterse la Smith en la cintura y arriesgarse a que se le cayera si tenía que correr.
—No —respondió—. Sólo la pistola.
Gruber le guiñó el ojo y se la llevó a las taquillas, abrió una y metió la pistola dentro. Después de cerrarla, cogió la llave y volvió a la ventanilla.
—¿Me deja ver su identificación? Tengo que hacerle un recibo.
Bosch dejó caer su cartera en la bandeja y contempló a Gruber mientras rellenaba lentamente un recibo por duplicado. El hombre parecía tener que consultar el documento de identidad cada dos letras.
—¿De dónde ha sacado ese nombre?
—Puede escribir Harry para abreviar.
—No pasa nada. Ya se lo escribo, pero no me pida que lo pronuncie.
Cuando Gruber terminó, puso los recibos en la bandeja y le pidió a Harry que los firmara, cosa que éste hizo con su propio bolígrafo.
—Vaya, vaya. Un zurdo que deja una pistola para diestros —comentó Gruber—. Qué cosa tan rara.
Gruber volvió a guiñarle el ojo a Bosch, pero éste simplemente lo miró.
—Sólo era un comentario —se disculpó el agente.
Harry dejó uno de los recibos en la bandeja y, a cambio, Gruber le entregó la llave numerada de la taquilla.
—Cuidado, no la pierda —le dijo.
Cuando Bosch volvió al Caprice, los hombres seguían en la mesa de picnic, pero ya no cantaban. Entró en el coche y guardó la llave de la consigna en el cenicero, que nunca usaba cuando fumaba. Al arrancar, Harry se fijó en un viejo de pelo blanco que abría la puerta bajo el rótulo de Sociedad Histórica. Finalmente Bosch dio marcha atrás y puso rumbo al hotel.
El Hotel de Anza era un edificio de tres pisos de estilo colonial con una antena parabólica en el tejado.
Bosch aparcó en el sendero enladrillado de la entrada; su plan era registrarse, dejar las bolsas en la habitación, lavarse la cara y después cruzar la frontera hacia Mexicali. Cuando entró en el establecimiento, vio a un chico tras el mostrador vestido con una camisa blanca y una pajarita marrón a conjunto con el chaleco. No tendría mucho más de veinte años. En el chaleco, una chapa lo identificaba como Miguel, auxiliar de recepción.
Bosch pidió una habitación, rellenó un impreso y se lo devolvió al recepcionista.
—Ah sí, señor Bosch. Tenemos varios mensajes para usted.
Entonces Miguel se dirigió hacia una cesta metálica y sacó tres papelitos. Dos de los recados eran de Pounds y el otro de Irving. Bosch comprobó la hora de cada llamada y descubrió que las tres se habían producido en las últimas dos horas. Primero Pounds, luego Irving, luego Pounds otra vez.
—¿Tenéis un teléfono? —le preguntó a Miguel.
—Sí, señor. Allá a la derecha.
Harry se quedó mirando el auricular pensando en qué hacer. Pasaba algo ya que, de otro modo, no habrían intentado localizarlo con tanta urgencia. Algo había ocurrido que les había obligado a llamarlo a su casa y oír el mensaje grabado en el contestador. ¿Qué podía haber sucedido? Usando su tarjeta de crédito telefónica, Bosch llamó a la mesa de Homicidios con la esperanza de que algún colega le contara lo que estaba pasando. Jerry Edgar contestó casi inmediatamente.
—Jed, ¿qué pasa? Me salen mensajes de los jefazos hasta de las orejas.
Hubo un largo silencio. Demasiado largo.
—¿Jed?
—Harry, ¿dónde estás?
—En el sur.
—¿Dónde?
—¿Qué pasa, tío?
—Estés donde estés, Pounds te quiere aquí. Nos ha ordenado que te dijéramos que volvieses a toda leche. Dice que…
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Porter. Lo han encontrado esta mañana en Sunshine Canyon, estrangulado. Apretaron tanto con el cable que le dejaron el cuello como un reloj de pulsera.
—Joder. —Bosch sacó sus cigarrillos—. Joder.
—Sí.
—¿Y qué hacía allá arriba? Sunshine… Eso está en el vertedero de basuras de la División de Foothill, ¿verdad?
—Joder, Harry. Lo habrán llevado allá.
Pues claro. Bosch debería haberlo comprendido. No estaba pensando con lógica.
—Vale, vale. ¿Qué ha pasado exactamente?
—Pues que han encontrado el cuerpo esta mañana. Lo descubrió un trapero. El cadáver estaba cubierto de basura, pero los de Robos y Homicidios han identificado algunas cosas, entre ellas facturas de restaurantes. De ahí han sacado el nombre de la compañía de basuras y han determinado qué camión pasaba por delante de esos sitios. Al parecer hizo una ruta por el centro ayer por la mañana. Estamos trabajando con ellos; yo iba a salir ahora mismo a investigar el recorrido del camión. En cuanto encontremos el contenedor donde lo tiraron, podremos empezar a atar cabos.
Bosch pensó en el contenedor detrás de Poe’s y comprendió que Porter no había huido de él. Seguramente había sido ejecutado y arrastrado mientras Bosch se hacía el gracioso con el camarero. De pronto se acordó del hombre con las lágrimas tatuadas. ¿Cómo no se había dado cuenta? Probablemente había estado a tres metros del asesino de Porter.
—No he visto el cuerpo, pero dicen que le dieron una paliza antes de cargárselo —prosiguió Edgar—. Tenía la cara hecha polvo; la nariz rota y un montón de sangre. Joder, tío, qué forma tan horrible de morir.
La policía no tardaría mucho en entrar en Poe’s con fotos de Porter. El camarero se acordaría de la cara y describiría encantado a Bosch como el hombre que había entrado, anunciado que era policía y atacado a Porter. Bosch se preguntó si debería contárselo a Edgar para ahorrarle la peregrinación de bar en bar. Sin embargo, al final su instinto de supervivencia le impidió mencionarlo.
—¿Por qué quieren verme Pounds e Irving?
—No lo sé. Primero se cargan a Moore, luego a Pounds. A lo mejor están reuniendo las tropas, poniendo a la gente a salvo. Corre el rumor de que los dos casos son en realidad uno y que Moore y Pounds habían hecho algún tipo de trato. Irving ya ha organizado una operación conjunta para los dos casos.
Bosch no dijo nada. Estaba intentando pensar; ahora todo adquiría un significado distinto.
—Escúchame bien, Jed. Tú no sabes nada de mí. No hemos hablado, ¿de acuerdo?
Edgar dudó un poco antes de decir:
—¿Estás seguro?
—De momento sí. Ya te llamaré.
—Ten cuidado.
«Cuidado con el hielo negro», recordó Bosch al colgar. Se apoyó un momento en la pared y pensó en Porter. ¿Cómo podía haber ocurrido? Instintivamente se llevó la mano a la cadera, pero aquello no lo reconfortó ya que la funda estaba vacía.
Se le presentaban dos opciones: continuar hasta Mexicali o volver a Los Angeles. Sabía que regresar significaría el final de su trabajo en el caso, puesto que Irving lo apartaría de la investigación como a una mosca molesta. Entonces se dio cuenta de que no tenía elección; debía continuar. Así pues, Bosch se sacó un billete de veinte dólares del bolsillo y volvió a recepción.
—¿Sí, señor?
—Querría anular mi habitación —anunció Bosch, ofreciéndole a Miguel el billete de veinte dólares.
—Muy bien. No hay cargo porque usted no ha usado la habitación.
—No, esto es para ti, Miguel. Tengo un pequeño problema. No quiero que nadie sepa que he estado aquí, ¿me entiendes?
Miguel era joven pero listo, así que le dijo a Bosch que no había ningún problema. Acto seguido cogió el billete del mostrador y se lo guardó en el chaleco. Entonces Bosch le devolvió los mensajes.
—Si vuelven a llamar, diles que no he pasado a recogerlos, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
Al cabo de unos minutos, Bosch ya estaba en la cola para cruzar la frontera. Mientras esperaba, observó que el edificio que albergaba la Aduana y la Patrulla Aduanera de Estados Unidos era tan grande que, a su lado, su equivalente mexicano resultaba ridículo. El mensaje estaba claro; abandonar Estados Unidos no era difícil pero entrar era otro cantar. Cuando le tocó el turno, Bosch mostró su placa por la ventana y, en cuanto el oficial mexicano la cogió, le pasó el recibo de la comisaría de Calexico.
—¿Viaje de trabajo? —preguntó el agente. Llevaba un uniforme que alguna vez debió de ser caqui y una gorra manchada de sudor.
—Sí, visita oficial. Tengo una reunión en la plaza de la Justicia.
—Ah. ¿Sabe cómo ir?
Bosch le indicó uno de los mapas del asiento y asintió. El oficial estudió el recibo rosa.
—¿No va armado? —preguntó mientras leía el papel—. Ha dejado su cuarenta y cuatro, ¿no?
—Lo pone ahí.
El oficial sonrió y a Bosch le pareció notar un asomo de incredulidad en sus ojos, pero finalmente asintió y lo dejó pasar. En cuanto arrancó, el Caprice se vio engullido por un torrente de automóviles que se movían por una gran avenida sin carriles. Tan pronto había seis hileras de coches como cuatro o cinco, y los vehículos pasaban de una a otra con toda tranquilidad. No se oían bocinazos y el tráfico avanzaba con fluidez. Tanto era así, que Bosch no pudo consultar su plano hasta llegar a un semáforo en rojo, a más de un kilómetro de distancia.
Cuando lo hizo, determinó que estaba en la calzada López Mateos, una calle que le llevaba hasta las puertas de las dependencias judiciales en la parte sur de la ciudad. Entonces el semáforo se puso verde y el tráfico volvió a moverse. Bosch se relajó un poco y miró a su alrededor, con un ojo siempre puesto en los rápidos cambios de carril. A ambos lados de la calle se sucedían tiendas y fábricas viejas, con sus fachadas de color pastel ennegrecidas por el humo de los vehículos que la atravesaban a diario. A Bosch le pareció deprimente. Por la calzada también discurrían varios autobuses escolares de la marca Chevrolet, que aunque estaban pintados de colores vivos, no conseguían alegrar la escena. En un momento dado, la calle se curvaba hacia el sur y llegaba a una intersección con un monumento en el centro: una escultura ecuestre de color dorado. Bosch se fijó en que unos cuantos hombres, la mayoría con sombrero vaquero de paja, rodeaban la estatua o se apoyaban en su base, con la vista perdida en el mar de coches. Eran jornaleros en busca de trabajo. Bosch consultó el plano y vio que el sitio se llamaba Círculo Benito Juárez.
Al cabo de un minuto, Bosch llegó a un complejo formado por tres grandes edificios con antenas convencionales y parabólicas en los tejados. Una señal cerca de la carretera indicaba que se trataba del ayuntamiento de Mexicali.
Bosch entró en un aparcamiento, sin parquímetros ni guarda de seguridad, encontró un sitio y aparcó. Mientras permanecía en el coche estudiando el complejo, no pudo evitar sentirse como si estuviese huyendo de algo o de alguien. La muerte de Porter lo había afectado. Bosch había estado allí mismo y eso le hacía preguntarse cómo había escapado con vida y por qué el asesino no lo había intentado matar a él también. Una explicación obvia era que cargarse a dos personas habría sido demasiado arriesgado. Pero también era posible que el hombre obedeciera órdenes; que fuera un asesino a sueldo con instrucciones precisas de matar a Porter. Bosch sospechaba que si aquello era verdad, la orden había salido de allí, de Mexicali.
Cada edificio del complejo, con su moderno diseño y fachadas de piedra marrón y rosa, ocupaba uno de los lados de la plaza triangular. En el tercer piso de uno de ellos las ventanas estaban tapadas por dentro con papel de periódico. Bosch dedujo que era para bloquear el sol, pero el detalle le daba un aspecto de pobreza. Sobre la entrada principal de este bloque de oficinas había unas letras cromadas: POLICIA JUDICIAL DEL ESTADO DE BAJA CALIFORNIA. Bosch salió del coche con el archivo del caso Juan 67, cerró la puerta y se encaminó hacia allá.
La plaza estaba llena de gente y de vendedores ambulantes de artesanía y sobre todo de comida. En las escaleras frontales del edificio, varias niñas se acercaron a él con la mano extendida, intentando venderle goma de mascar o pulseritas hechas con hilos de colores. Bosch dijo que no gracias. Cuando abrió la puerta del vestíbulo, casi se estrelló contra una mujer bajita que llevaba en el hombro una bandeja con seis empanadas.
Dentro del edificio, Bosch pasó a una sala de espera con cuatro filas de sillas de plástico de cara a un mostrador en el que se apoyaba un agente de uniforme. Casi todas las sillas estaban ocupadas y casi todo el mundo tenía la vista fija en el agente. El hombre llevaba gafas de espejo y estaba leyendo el periódico.
Bosch se acercó y le dijo en español que tenía una cita con el investigador Carlos Águila. Después abrió la cartera que contenía su placa y la depositó sobre el mostrador. El hombre no parecía impresionado, pero lentamente alargó el brazo y sacó un teléfono. Era un viejo aparato de disco, mucho más antiguo que el edificio donde estaban y a Bosch le pareció que tardaba años en marcar el número.
Al cabo de un momento, el agente se puso a hablar en un español tan rápido que Harry sólo comprendió unas pocas palabras: «capitán», «gringo», «sí», «Departamento de Policía de Los Angeles», «investigador». También le pareció que el hombre decía «Charlie Chan». Después de escuchar unos momentos, el agente colgó y, sin mirar a Bosch, le indicó con el pulgar una puerta situada detrás de él. Luego reanudó su lectura. Harry pasó al otro lado del mostrador, abrió la puerta y llegó a un pasillo que se bifurcaba a izquierda y derecha con muchas puertas a cada lado, así que volvió a la sala de espera, golpeó suavemente la espalda al agente y le preguntó cómo ir.
—Al fondo, la última puerta —respondió el agente en inglés y apuntó al pasillo de la izquierda.
Bosch siguió sus instrucciones hasta llegar a una sala amplia en la que encontró varios hombres, unos de pie y otros sentados en sofás. En las paredes donde no había sofás, había bicicletas apoyadas. Y en la única mesa de la oficina una chica escribía a máquina mientras un hombre parecía dictarle algo. Harry se fijó en que el hombre llevaba una Beretta de nueve milímetros metida en la cintura de sus pantalones de lana gruesa. Entonces comprobó que los demás también llevaban pistolas en el cinto o en los pantalones, por lo que dedujo que se hallaba en la oficina de detectives.
En cuanto repararon en su presencia, los detectives se callaron. Bosch preguntó al hombre más cercano por Carlos Águila y éste gritó hacia una puerta al fondo de la sala. De nuevo, hablaba demasiado deprisa, pero Bosch volvió a oír la palabra «Chan» y se preguntó qué quería decir en español. El hombre señaló con el pulgar a la puerta y Bosch caminó hacia allá. Oyó unas risitas a sus espaldas, pero no se volvió.
La puerta que le habían indicado daba a un pequeño despacho con una sola mesa. Detrás de ella estaba sentado un hombre de pelo gris y ojos cansados fumando un cigarrillo. Los únicos objetos que había sobre la mesa eran un diario mexicano, un cenicero de cristal y un teléfono. Otro hombre más joven, sentado en una silla junto a la pared, parecía observar a Bosch a través de las omnipresentes gafas de espejo. A no ser que estuviera durmiendo.
—Buenos días —lo saludó en español el hombre mayor, que inmediatamente pasó al inglés—: Usted es el detective Harry Bosch, ¿no? Yo soy el capitán Gustavo Greña. Hablamos ayer.
Bosch alargó el brazo y le dio la mano. Entonces Greña le indicó al hombre de las gafas de espejo.
—Y éste es el investigador Águila, la persona que ha venido a ver. ¿Qué ha traído de Los Angeles?
Águila, el agente que había enviado la solicitud de información al consulado de México en Los Angeles, era un hombre pequeño de pelo moreno y piel clara. Aunque tenía la frente y la nariz rojas por el sol, Bosch atisbó la piel blanca que asomaba por el cuello abierto de la camisa. Águila llevaba tejanos y botas de cuero negro. Saludó a Bosch con la cabeza, pero no se molestó en darle la mano.
Como no había ninguna silla donde sentarse, Harry simplemente se acercó a la mesa y depositó el archivo. Acto seguido abrió la carpeta y sacó las fotos del cadáver de Juan 67 tomadas en el depósito; una de la cara y otra del tatuaje. Se las pasó a Greña, quien las estudió un momento y volvió a dejarlas sobre la mesa.
—¿También está buscando a un hombre? ¿Al asesino, quizá? —preguntó Greña.
—Existe la posibilidad de que lo mataran aquí y de que los asesinos se llevaran el cuerpo a Los Angeles. De ser así, su departamento debería buscar al culpable…
Greña lo miró desconcertado.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué? ¿Por qué iban a hacer eso? Me parece que se equivoca, detective Bosch.
Bosch se encogió de hombros. No quería insistir, de momento.
—Bueno, primero me gustaría confirmar la identificación y luego ya veremos.
—Muy bien —respondió Greña—. Le dejo con el investigador Águila, pero debo informarle de que la empresa que mencionó ayer por teléfono, EnviroBreed… Bueno, yo he hablado personalmente con el director y él me ha asegurado que su hombre no trabajó allí. Ya ve, le he ahorrado el trabajo de ir.
Greña asintió con la cabeza como diciendo que no había sido ninguna molestia y que no hacía falta que se lo agradeciera.
—¿Cómo pueden saberlo si todavía no tenemos la identificación?
Greña dio una profunda calada al cigarrillo, dándose más tiempo para pensar la respuesta.
—Cuando mencioné el nombre de Fernal Gutiérrez-Llosa, el director me dijo que nunca había tenido un empleado con ese nombre. EnviroBreed es una empresa contratada por el gobierno de Estados Unidos; debemos ir con cuidado… No queremos perjudicar nuestras relaciones comerciales con el extranjero.
Greña se levantó, dejó su cigarrillo en el cenicero y, tras despedirse de Águila con un gesto, salió del despacho. Bosch se quedó mirando las gafas de espejo mientras se preguntaba si Águila habría entendido una sola palabra de lo que habían dicho.
—No se preocupe por el idioma —le tranquilizó Águila después de que se fuera Greña—. Hablo inglés.