Capítulo 19

Era más de la una de la madrugada cuando Bosch llegó a Woodrow Wilson e inició la larga y sinuosa ascensión a su casa. Por el camino contempló los focos de los estudios Universal trazando ochos sobre las nubes bajas. Bosch se vio obligado a ir sorteando los coches aparcados en doble fila debido a las numerosas fiestas navideñas que se celebraban esos días. También tuvo que evitar un árbol de Navidad que el viento había derribado sobre la carretera y de la que colgaba una sola guirnalda de espumillón. En el asiento junto a él llevaba la Budweiser solitaria del refrigerador de Cal Moore y la pistola de Lucius Porter.

Toda su vida Harry había creído que estaba malviviendo para llegar a algo mejor, que la vida tenía un significado. En el refugio para jóvenes, en los hogares de acogida, en el ejército y Vietnam, y por último en el departamento, Harry siempre tenía la sensación de estar luchando por alcanzar algún tipo de decisión o para establecer un objetivo claro. Sabía que había algo bueno en él o para él, pero la espera era dura. Una espera que a menudo le dejaba un vacío en el alma. Harry creía que la gente podía verlo; que al mirarlo se daban cuenta de que estaba vacío por dentro. Había aprendido a llenar el hueco con aislamiento y trabajo. A veces con la bebida y el sonido del saxofón, pero nunca con personas. Nunca había dejado que nadie se le acercase del todo.

Sin embargo, en ese momento pensaba que había visto los ojos de Sylvia Moore, sus ojos de verdad, y se preguntaba si ella sería la persona que iba a llenarlo.

—Quiero volver a verte —le había dicho Bosch cuando se separaron en The Fountains.

—Sí —fue su única respuesta. Sylvia le acarició la mejilla y se metió en el coche.

Mientras conducía, Harry pensaba en el significado de esa única palabra y esa caricia. Se sentía feliz. Y eso era algo nuevo para él.

Al doblar la última curva Bosch aminoró para dejar pasar un coche con las luces largas, mientras recordaba el tiempo que ella había pasado mirando el marco antes de decir que no lo reconocía. ¿Había mentido? ¿Cuántas posibilidades había de que Cal Moore hubiera comprado un marco tan caro después de mudarse a un piso tan cochambroso como aquél? No muchas, la verdad.

Cuando llegó al garaje de su casa, era un hervidero de sentimientos contradictorios. ¿Qué había en la foto? ¿Qué importancia tenía que ella le hubiese mentido? Si es que lo había hecho. Todavía en el coche, Bosch abrió la cerveza y se la bebió tan rápido que unas gotas le resbalaron por el cuello. Sabía que esa noche dormiría bien.

Una vez dentro de casa, se dirigió a la cocina, metió la pistola de Porter en un armario y echó un vistazo al contestador. No había ningún mensaje. Ni una llamada de Porter para explicarle por qué se había escapado. Ni de Pounds preguntando cómo iba. Ni de Irving diciendo que sabía lo que Bosch se traía entre manos.

Después de dos noches sin apenas dormir, Bosch se moría de ganas de acostarse. Casi siempre le sucedía lo mismo y ya formaba parte de su rutina: noches de descanso intermitente y pesadillas, seguidas de una noche en que el agotamiento lo vencía y lo sumía en un sueño profundo.

Al meterse en la cama, notó que todavía quedaban restos del aroma del perfume de Teresa Corazón en las sábanas y almohadas. Cerró los ojos y pensó en ella un momento, pero pronto su imagen fue desplazada por el rostro de Sylvia Moore. No el de la foto de la bolsa ni el de la mesilla de noche, sino su cara de verdad. Tenía una expresión cansada, pero fuerte, con los ojos fijos en los de Bosch.

El sueño que Harry tuvo aquella noche se parecía a otros que había tenido anteriormente. Estaba en un sitio oscuro; le envolvía una negrura cavernosa donde sólo se oía su propia respiración. Bosch sentía, o más bien, sabía —con la certeza habitual que poseía en sus sueños— que la oscuridad terminaba más adelante y que él debía atravesarla. Pero, a diferencia de otras ocasiones, esa vez no se hallaba solo. Estaba con Sylvia, y los dos se abrazaban en la oscuridad. El sudor empañaba sus frentes; Harry la agarraba a ella y ella a Harry, pero no hablaban.

Los dos comenzaron a avanzar por la oscuridad hacia la tenue luz que se distinguía en la distancia. Bosch extendía hacia delante la mano en que empuñaba la Smith & Wesson, mientras su mano derecha sujetaba la de Sylvia para guiarla. Al final del túnel, Calexico Moore estaba esperándolos con la escopeta. No se escondía, pero su silueta se recortaba contra la luz que entraba en el pasadizo. Sus ojos verdes estaban ocultos en la sombra y sonreía. Entonces alzó la escopeta.

—¿Quién dices que la ha cagado? —preguntó.

El estruendo en la oscuridad fue ensordecedor. Bosch vio las manos de Moore salir volando por encima de su cuerpo como aves apresadas que intentaban remontar el vuelo. Moore se internó rápidamente en la oscuridad y se esfumó. No había caído, sino que había desaparecido. Se había ido. Lo único que quedaba tras él era la luz al final del túnel. Harry seguía agarrando a Sylvia con una mano, pero en la otra ahora sostenía la pistola humeante.

Entonces abrió los ojos.

Bosch se sentó en la cama. Los rayos del sol se filtraban por las cortinas de las ventanas que daban al este. El sueño le había parecido muy breve, pero la luz le indicó que había dormido hasta la mañana. Cuando consultó su reloj eran las seis. Bosch no tenía despertador porque no lo necesitaba. A continuación se frotó la cara con las manos e intentó reconstruir la escena, algo poco habitual en él. Una de las especialistas en problemas de sueño de la clínica de la Asociación de Veteranos le había aconsejado que siempre escribiera todo lo que recordase de sus pesadillas. Según ella, era un buen ejercicio para intentar informar a la mente consciente de lo que estaba diciendo el subconsciente. Durante meses Bosch guardó obedientemente una libreta y un bolígrafo en la mesilla de noche a fin de describir todos sus recuerdos matinales. Pero descubrió que no le servían de nada. Por muy bien que comprendiera el origen de sus pesadillas, no lograba eliminarlas. Por esa razón hacía años que Harry había dejado la terapia contra el insomnio.

Curiosamente esa mañana no recordaba nada. El rostro de Sylvia desapareció entre las sombras y lo único que Bosch sabía era que había sudado mucho. Harry se levantó, sacó las sábanas y las arrojó dentro de una cesta en el armario. Después fue a la cocina y encendió la cafetera. Acto seguido se duchó, se afeitó y se vistió con unos tejanos, una camisa de pana verde y una cazadora negra; ropa para conducir. Finalmente volvió a la cocina y llenó un termo con café.

Lo primero que se llevó al coche fue su pistola. Tras levantar la moqueta que cubría el fondo del maletero, Bosch extrajo la rueda de repuesto y el gato. Entonces metió la Smith & Wesson, que había sacado de su funda y envuelto con un hule, y colocó la rueda encima. Luego volvió a depositar la moqueta en su sitio y puso el gato encima. Para rematar, metió la maleta y una bolsa que contenía ropa limpia para un par de días. Todo parecía normal, y además dudaba que llegasen a registrarlo.

Bosch volvió adentro y sacó su otra pistola del armario del recibidor. Era una cuarenta y cuatro con la empuñadura y el seguro diseñados para una persona diestra. El tambor también se abría por la izquierda, por lo que él —que era zurdo— no podía usarla. Sin embargo, la había guardado durante seis años porque se la regaló el padre de una chica que habían violado y asesinado. Harry había herido levemente al asesino en el transcurso de su captura cerca de la presa de Sepúlveda, en Van Nuys. El asesino sobrevivió y cumplía cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, pero aquel castigo no había sido suficiente para el padre. Después del juicio le dio su pistola a Bosch y éste la aceptó porque no hacerlo habría sido como negar el dolor del hombre. El mensaje implícito en aquel regalo era: «la próxima vez haga bien su trabajo. Dispare a matar». Harry se quedó con la pistola pero nunca la llevó a un armero para que la adaptara para una persona zurda. Eso habría sido darle la razón al padre y Harry no estaba seguro de poder hacerlo.

La pistola se había pasado seis años en un armario. Bosch comprobó que todavía funcionaba y la cargó. Después de colocarla en su pistolera, estuvo listo para partir.

Antes de salir, recogió el termo de la cocina y se inclinó sobre el contestador para grabar un nuevo mensaje:

«Aquí Bosch. Me he ido a México a pasar el fin de semana. Si quieres dejar un mensaje, espera un momento. Si es importante y quieres localizarme, estaré en el Hotel de Anza, en Calexico».

Aún no eran las siete cuando Bosch bajó por la colina. Cogió la autopista de Hollywood en dirección al centro, donde los rascacielos de oficinas eran unas manchas opacas entre la mezcla matinal de niebla y contaminación, y se dirigió a la autopista de San Bernardino donde puso rumbo al este, fuera de la ciudad. Desde Los Angeles había unos cuatrocientos kilómetros hasta la localidad fronteriza de Calexico y su ciudad hermana al otro lado de la frontera, Mexicali, por lo que Harry calculó que llegaría antes del mediodía. Tras servirse una taza de café sin derramar una gota, Bosch comenzó a disfrutar del viaje.

La contaminación de Los Angeles no empezó a despejarse hasta que Bosch pasó la salida de Yucaipa en el condado de Riverside. Después de eso el cielo se tornó de un azul como el del océano de los mapas que llevaba en el asiento. Era un día sin viento, tal como comprobó Harry al pasar junto a un centro de energía eólica en las afueras de Palm Springs. En la neblina matinal del desierto las hélices inmóviles de cientos de generadores eléctricos adquirían un aspecto siniestro. A Harry le recordó a un cementerio y desvió la mirada.

Bosch atravesó las opulentas poblaciones de Palm Springs y Rancho Mirage, pasando por calles con nombres de presidentes aficionados al golf y gente famosa. Mientras conducía por Bob Hope Drive, se acordó de la vez en que vio al cómico en Vietnam. Después de regresar de una misión de trece días en los túneles de la provincia de Cu Chi, el número de Bob Hope le había parecido divertidísimo. Sin embargo, cuando años más tarde pasaron por televisión unas imágenes del mismo espectáculo, lo encontró deprimente.

Pasado Rancho Mirage, Bosch tomó la ruta 86 y se dirigió al sur. Para Harry, iniciar un viaje por carretera siempre era emocionante; le encantaba la aventura de lo nuevo mezclada con el nerviosismo ante lo desconocido. Además, estaba convencido de que las mejores ideas se le ocurrían conduciendo. En esos momentos estaba repasando mentalmente su registro del apartamento de Moore e intentando buscar significados o mensajes escondidos. El mobiliario desastrado, la maleta vacía, la revista pornográfica y el marco sin foto… Moore había dejado tras de sí un rastro desconcertante. Bosch volvió a pensar en el sobre de fotos, que Sylvia finalmente se había llevado tras cambiar de opinión. Harry lamentaba no haberse quedado con la foto de los dos niños, y la del padre y el hijo.

A diferencia de Moore, Bosch no poseía fotografías de su propio padre. A Sylvia le dijo que no lo había conocido, aunque eso era sólo una verdad a medias. Harry creció sin saber quién era su padre y aquello no le importaba demasiado —al menos conscientemente—, pero cuando regresó de la guerra volvió con una necesidad apremiante de conocer sus orígenes. Por eso decidió buscar a su progenitor después de veinte años de ignorar incluso su nombre.

Después de que las autoridades le retiraran la custodia a su madre, la infancia de Harry transcurrió en una serie de refugios para jóvenes y familias de acogida. En los orfanatos de McLaren, San Fernando y demás, lo consolaban las visitas de su madre, que eran muy frecuentes excepto cuando la metían en la cárcel. Su madre le aseguraba que no podían enviarlo a una familia de acogida sin su consentimiento. También le contaba que tenía un buen abogado y que estaba haciendo todo lo posible por recuperar su custodia.

El día que la directora de McLaren le anunció que se habían acabado las visitas porque su madre había muerto, Harry no encajó la noticia como lo hubiese hecho la mayoría de niños de once años. No mostró nada exteriormente; asintió con la cabeza para decir que lo comprendía y se marchó. No obstante, ese mismo día, durante la hora de piscina, buceó hasta el fondo de la parte más profunda y gritó con todas sus fuerzas. Chilló tanto, que creyó que el ruido llamaría la atención del socorrista. Harry subía a coger aire y volvía a bajar; gritó y lloró hasta agotarse. Al final sólo le quedaron fuerzas para aguantarse en la escalera de la piscina; sus fríos tubos de acero fueron los únicos brazos que lo consolaron. Lo único que pensaba entonces era que le hubiera gustado estar allí, haberla protegido de algún modo.

Después de aquello lo clasificaron como DPA, Disponible para Adoptar. Y entonces comenzó a pasar por una procesión de familias, donde siempre se sentía a prueba. Cuando no cumplía las expectativas lo enviaban con una nueva familia, una nueva pareja de jueces. En una ocasión un matrimonio lo devolvió a McLaren por su costumbre de comer con la boca abierta. Y otra vez, antes que lo mandaran a una casa del valle de San Fernando unos electores tal como los llamaban los niños, llevaron a Harry y a otros chicos de trece años a jugar un poco al béisbol. Al final del partido escogieron a Harry, pero éste enseguida se dio cuenta de que no fue por poseer las virtudes propias de un niño de su edad, sino porque el hombre llevaba tiempo buscando un zurdo. Su plan era entrenar a un pitcher y los zurdos eran los mejores. Tras dos meses de ejercicios diarios, lecciones de béisbol y clases teóricas sobre estrategias del juego, Harry se fugó. La policía tardó seis semanas en encontrarlo merodeando por Hollywood Boulevard. De allí lo retornaron a McClaren a esperar a la siguiente pareja de electores. Los niños siempre tenían que ponerse erguidos y sonreír cuando los electores pasaban por el dormitorio.

Bosch comenzó la búsqueda de su padre en el registro civil del condado. La partida de nacimiento de Hieronymus Bosch del hospital Queen of Angels, con fecha de 1950, decía que su madre era Margene Philips Lowe y que el nombre de su padre era el mismo que el suyo: Hieronymus Bosch. Desde luego, Harry sabía que esto no era cierto. Su madre le contó en una ocasión que le había puesto el nombre de un pintor que le gustaba. Le dijo que sus cuadros, pintados hacía más de quinientos años, eran un retrato perfecto de Los Angeles, un paisaje de pesadilla lleno de depredadores y víctimas. Ella le prometió que le diría el nombre verdadero de su padre cuando llegara la hora. Sin embargo, la encontraron muerta en un callejón junto a Hollywood Boulevard antes de que llegara ese momento.

Harry contrató a un abogado para solicitar al juez del tribunal de menores que le permitiera examinar sus propios documentos de custodia. La petición le fue concedida y Bosch pasó unos cuantos días en los archivos del condado. Allí le entregaron un enorme fajo de papeles que documentaban los numerosos pero vanos intentos de Margerie Lowe de recobrar la custodia de su hijo. Aunque a Bosch le pareció un hallazgo reconfortante, no logró descubrir el nombre de su padre; se encontraba en un callejón sin salida. Sin embargo, cuando tomó nota del nombre del abogado que había ayudado a su madre —J. Michael Haller—, cayó en la cuenta de que lo conocía. Mickey Haller era uno de los abogados defensores más importantes de Los Angeles. Había llevado el caso de una de las chicas Manson y, a finales de los años cincuenta, había conseguido que soltaran al Autopistas, un guardia de tráfico acusado de violar a siete mujeres después de pararlas por exceso de velocidad en tramos solitarios de la autopista Golden State. ¿Qué hacía, pues, J. Michael Haller llevando la custodia de un niño?

Siguiendo poco más que una corazonada, Bosch fue a los juzgados de lo penal y solicitó a los archivos todos los casos de su madre. Al hojearlos, descubrió que, además de la batalla legal por su custodia, Haller había representado a Margerie P. Lowe en seis acusaciones por vagabundear entre 1948 y 1961, cuando ya era un reputado abogado defensor.

En ese momento Bosch lo supo.

En el piso superior de un rascacielos de Pershing Avenue, la recepcionista del despacho de abogados le dijo que Haller se había jubilado recientemente por enfermedad. Su dirección no aparecía en la guía telefónica, pero sí en el censo electoral del Partido Demócrata. Vivía en Canor Drive, en Beverly Hills. Bosch nunca olvidaría los rosales que flanqueaban el camino de entrada de la mansión de su padre. Las rosas eran perfectas.

La doncella que abrió la puerta le informó de que el señor Haller no recibía visitas. Bosch le rogó que le dijera al señor Haller que el hijo de Margene Lowe había venido a presentarle sus respetos. Diez minutos más tarde, lo condujeron al dormitorio del abogado, pasando por delante de los miembros de su familia, que estaban en el pasillo y lo miraban desconcertados. El viejo les había ordenado que salieran de su habitación y enviaran a Bosch solo. De pie junto a la cama, Harry calculó que Haller pesaría unos cuarenta kilos; no tuvo que preguntar qué le pasaba porque era evidente que el cáncer se lo estaba comiendo por dentro.

—Creo que sé por qué has venido —dijo con voz cascada.

—Sólo quería… no sé.

Bosch se quedó un buen rato en silencio, viendo lo mucho que le costaba al hombre mantener los ojos abiertos. También se fijó en que, debajo de las sábanas había un tubo conectado a una máquina que pitaba cuando bombeaba morfina a la sangre del moribundo. El viejo, por su parte, observaba a Bosch sin decir nada.

—No quiero nada de usted —dijo Bosch finalmente—. No lo sé, creo que sólo quería que supiese que he sobrevivido. Estoy bien. Por si se había preocupado.

—¿Fuiste a la guerra?

—Sí, pero eso ya ha pasado.

—Mi hijo… mi otro hijo, él… yo no permití que fuera… ¿Qué vas a hacer ahora?

—No lo sé.

Al cabo de más silencio, el viejo pareció asentir con la cabeza.

—Te llamas Harry. Tu madre me lo dijo. Me contó muchas cosas de ti… Pero yo no habría podido… ¿Lo entiendes? Eran otros tiempos. Y después, cuando habían pasado tantos años ya no podía… dar marcha atrás.

Bosch se limitó a asentir. No había venido para causar más daño a aquel hombre. Permanecieron unos segundos más en silencio durante los cuales Bosch escuchó su dificultosa respiración.

—Harry Haller —susurró el viejo, con una media sonrisa en los labios finos y pelados por la quimioterapia—. Ése podrías haber sido tú. ¿Has leído a Hesse?

Bosch no comprendía, pero volvió a asentir. Entonces oyó un pitido. Se quedó un minuto mirando, a la espera de que la dosis de morfina surtiera efecto. El viejo cerró los ojos y suspiró.

—Más vale que me vaya —dijo Harry—. Cuídese.

Bosch tocó la mano frágil y azulada del hombre. Ésta le agarró los dedos con fuerza, casi desesperadamente y después lo soltó. Cuando Bosch se disponía a abrir la puerta, oyó el carraspeo del viejo.

—Perdón, ¿qué ha dicho?

—He dicho que sí. Que me preocupé por ti.

Una lágrima asomó por el rabillo del ojo del viejo y se deslizó hasta desaparecer entre sus cabellos blancos. Bosch volvió a asentir. Dos semanas más tarde se hallaba en una colina sobre la zona del Good Shepherd en Forest Lawn, contemplando el entierro de un padre al que nunca conoció. En el cementerio distinguió a un grupito de personas que debían de ser sus hermanastras y su hermanastro. Éste nacido probablemente unos cuantos años antes que Bosch, lo estuvo observando durante la ceremonia. Cuando ésta terminó, Harry dio media vuelta y se marchó.

Cerca de las diez Bosch se detuvo en un restaurante de carretera llamado El oasis verde, donde se comió unos huevos rancheros. Desde su mesa se contemplaba el lago de aguas plateadas llamado Salton Sea y, en la lejanía, las montañas Chocolate. Bosch disfrutó en silencio de la belleza y la amplitud del paisaje. Cuando hubo acabado y la camarera le hubo llenado el termo de café, Harry caminó hacia el aparcamiento de tierra donde había dejado el Caprice. Al llegar al coche, Bosch se apoyó un momento en el parachoques para respirar el aire puro y fresco, y volver a admirar el paisaje. Su hermanastro se convirtió en un conocido abogado defensor, mientras que él era policía. Había una extraña coherencia en aquello que a Bosch le parecía bien. Hasta entonces nunca habían hablado y seguramente nunca lo harían.

Bosch continuó hacia el sur por la ruta 86 atravesando la llanura que iba de Saltón Sea a las montañas de Santa Rosa. La tierra era de cultivo e iba descendiendo lentamente hasta más abajo del nivel del mar: el famoso valle Imperial. El terreno estaba surcado por acequias, por lo que, durante gran parte del viaje, lo acompañó el aroma a abono y verduras frescas. De vez en cuando, salían camiones de las granjas cargados con cajas de lechugas, espinacas o cilantro. Aunque le impedían ir más deprisa, a Harry no le importaba y simplemente esperaba con paciencia la oportunidad de adelantarlos.

Cerca de un pueblo llamado Vallecito, Bosch se detuvo un momento a un lado de la carretera para contemplar un escuadrón de aviones que sobrevolaba con estrépito una de las montañas del sudoeste. Los aparatos cruzaron la 86 y pasaron por encima de las aguas de Saltón Sea. A pesar de que Bosch no sabía nada de aviones de guerra modernos —mucho más rápidos y sofisticados que los que recordaba haber visto en Vietnam—, éstos volaban lo suficientemente bajo para distinguir las mortíferas municiones bajo sus alas. Bosch observó a los tres bombarderos formar un triángulo compacto y dar media vuelta. Después de que lo sobrevolaran, Harry consultó sus mapas y encontró un área al sudoeste cerrada al público; se trataba de la Base de Artillería Naval de Estados Unidos en el monte Superstition. El mapa decía que era una zona de pruebas con fuego real y advertía a la gente que se alejara.

Bosch sintió que una vibración sorda sacudía el coche ligeramente y, a continuación, oyó el estruendo. Al alzar la vista, le pareció distinguir una columna de humo que se elevaba de la base de Superstition. Acto seguido, sintió y oyó caer otra bomba. Y luego otra.

Reflejando los rayos del sol, los aviones de piel plateada pasaron otra vez por encima de su cabeza dispuestos a iniciar una segunda maniobra. En ese momento, Bosch volvió a la carretera y fue a parar detrás de un camión con dos adolescentes sentados en la parte trasera. Los chicos eran jornaleros mexicanos con ojos cansados que ya parecían conocer la larga y dura vida que les esperaba. Tendrían la misma edad que los dos muchachos que aparecían sobre la mesa de picnic en la foto de Moore y miraban a Bosch con indiferencia.

Enseguida tuvo ocasión de adelantar al camión. Siguió oyendo explosiones procedentes de la montaña Superstition durante un buen rato pese a que se alejaba. Por el camino pasó por delante de más granjas, restaurantes para toda la familia y una fábrica de azúcar donde había un enorme silo con una línea pintada que indicaba el nivel del mar.

El verano después de haber hablado con su padre Bosch se compró los libros de Hesse. Sentía curiosidad por saber qué había querido decir el viejo y encontró la respuesta en el segundo libro que leyó. En aquel texto Harry Haller era un personaje, un hombre solitario y desilusionado, un hombre sin verdadera identidad. Harry Haller era el lobo estepario.

Ese agosto Bosch entró en la policía.

Bosch sintió que el terreno se elevaba y se le taparon los oídos. La tierra de labranza daba paso a un terreno árido en el que el polvo formaba remolinos que se alzaban sobre el vasto paisaje. Harry supo que se hallaba cerca de la frontera bastante antes de pasar el rótulo verde que indicaba que Calexico estaba a treinta y dos kilómetros de distancia.