El apartamento donde había vivido Calexico Moore estaba en un bloque de tres plantas. Parecía un pegote en Franklin Avenue como los taxis en los aeropuertos. Era uno de los muchos edificios de estuco construidos después de la guerra que flanqueaban las calles de aquella zona. El barrio en sí se llamaba The Fountains, pero las fuentes a las que hacía referencia el nombre hacía tiempo que habían sido tapadas con tierra y convertidas en parterres. El edificio de Moore se hallaba a una manzana de la mansión que albergaba la sede central de la Iglesia de la Cienciología, cuyo rótulo de neón blanco proyectaba un brillo siniestro sobre la acera donde estaba Bosch. Afortunadamente eran casi las diez de la noche, por lo que no había peligro de que lo asaltaran con un test de personalidad. Bosch se quedó fumando y observando el apartamento durante media hora hasta que decidió entrar, pese al riesgo que aquello suponía.
A pesar de que el edificio tenía entrada de seguridad, no era muy seguro. Bosch abrió el cerrojo de la verja delantera con un cuchillito que guardaba junto con su ganzúa en la guantera del Caprice. La siguiente puerta, la que daba al vestíbulo, fue aún más fácil porque necesitaba que la engrasaran y por eso no se cerraba del todo. Bosch traspasó el umbral, comprobó la lista de residentes y encontró el nombre de Moore junto al número siete, en el tercer piso.
El apartamento de Moore estaba al fondo de un pasillo que dividía la planta por la mitad. Aunque había dos apartamentos más, Bosch no oyó voces ni la televisión en ninguno de ellos. Al llegar a la puerta de Moore, Harry vio que estaba sellada con un adhesivo de la policía. Después de cortarlo con la pequeña navaja de su llavero, se arrodilló para examinar la cerradura. La iluminación del pasillo era buena, así que no necesitó la linterna. Moore tenía una cerradura corriente; usando un gancho curvado y un peine de púas, Bosch la abrió en menos de dos minutos.
Harry se quedó con la mano —envuelta con un pañuelo— en el pomo de la puerta, considerando la prudencia de sus acciones. Si Irving o Pounds lo descubrían, lo mandarían de una patada a patrullar a la calle. Bosch echó una última ojeada y abrió la puerta. Tenía que entrar. A nadie más parecía importarle lo que le había ocurrido a Cal Moore. A él sí, aunque ignoraba por qué. Harry pensaba que tal vez encontraría el motivo en aquel apartamento.
Una vez dentro, Bosch volvió a cerrar la puerta y permaneció unos instantes inmóvil, en la entrada, intentando acostumbrarse a la oscuridad. El sitio olía a humedad y no se veía nada aparte del brillo fluorescente del rótulo de la Iglesia de la Cienciología que se filtraba por las cortinas de la ventana. Bosch encendió una lámpara junto a un sofá viejo y deformado. La luz descubrió una sala de estar con la misma decoración de hacía veinte años. La moqueta azul marino estaba más gastada que una pista de tenis; incluso se habían formado caminitos que iban del sofá a la cocina y al pasillo del fondo.
Bosch se internó un poco más para echar un vistazo rápido a la cocina, el dormitorio y el baño. Le asombró lo vacío que estaba el piso. No había nada personal: ni cuadros en las paredes, ni notas en la nevera, ni una chaqueta colgada en el respaldo de una silla. Ni siquiera había un plato en el fregadero. Moore había vivido allí, pero era casi como si no hubiera existido.
Como no sabía lo que buscaba, Bosch empezó por la cocina. Abrió los armarios y los cajones, pero sólo encontró un paquete de copos de maíz, un bote de café y una botella casi vacía de bourbon Early Times. En otro armario encontró una botella sin abrir de ron dulce con una etiqueta mexicana. Dentro de la botella había una rama de caña de azúcar. En los cajones había algunos cubiertos y utensilios de cocina y vanas cajas de cerillas de bares de la zona de Hollywood, como el Ports y el Bullet.
El congelador estaba vacío, a excepción de dos bandejas de cubitos de hielo. En el estante superior de la nevera había un bote de mostaza, un paquete sin terminar de salchichas ahumadas —que se había vuelto rancio— y una solitaria lata de Budweiser, todavía con la anilla de plástico que llevan los paquetes de seis. En el estante inferior de la puerta había un kilo de azúcar Domino.
Harry examinó el azúcar. El paquete estaba sin abrir, pero pensó: «A la mierda, ahora ya he llegado hasta aquí». Lo sacó, lo abrió y lo fue vertiendo en el fregadero. A Bosch le parecía azúcar y le sabía a azúcar. Después de comprobar que no había nada más en la bolsa, abrió el grifo del agua caliente y contempló cómo el montículo blanco iba desapareciendo por el agujero de la cañería.
Bosch dejó el paquete en la encimera y entró en el lavabo. Había un cepillo de dientes en el vaso y artículos de afeitado dentro del armarito-espejo. Nada más.
Al entrar en el dormitorio, Bosch se dirigió primero al armario. Allí había diversas prendas colgadas en perchas y más ropa en una cesta de plástico en el suelo. En el estante había una maleta de cuadros verdes y una caja blanca con la palabra «Snakes». Bosch volcó la cesta y registró los bolsillos de las camisas y pantalones sucios. Estaban vacíos. Luego fue pasando la ropa colgada en las perchas hasta llegar al fondo del armario, donde le asombró encontrar, protegido con un plástico, el uniforme de gala de Moore. Bosch pensó que haberlo guardado era un mal augurio, ya que una vez se dejaba la patrulla, sólo había un motivo para tenerlo: ser enterrado con él. Tal como ordenaba el departamento, Bosch también poseía un uniforme para casos de emergencia tales como un gran terremoto o disturbios callejeros a gran escala. Pero ya hacía más de diez años que se había deshecho de su uniforme de gala.
Bosch bajó la maleta; estaba vacía y olía a moho, por lo que dedujo que no la habían usado en bastante tiempo. Luego sacó la caja de las botas, pero ya sabía que estaba vacía antes de empezar. Dentro sólo había papel de seda.
Mientras lo volvía a colocar todo en el estante, Bosch recordó la bota de Moore, en el suelo de baldosas del Hideaway y se preguntó si el asesino habría tenido problemas en sacársela para completar la escena de suicidio. ¿Le habría ordenado a Moore que se la quitara antes? Seguramente no. El golpe que Teresa había hallado en la parte posterior de la cabeza significaba que probablemente Moore no se enteró de quién lo atacaba. Bosch se imaginó al asesino, envuelto en el anonimato de las sombras, viniendo por detrás y golpeándolo con la culata de la escopeta. Moore debió de derrumbarse. Entonces el asesino le sacó la bota, lo arrastró hasta el baño, lo apoyó contra la bañera y apretó los dos gatillos. Luego los limpió cuidadosamente, presionó el pulgar de Moore sobre la culata y le frotó las manos en los cañones para que las huellas fueran convincentes. Finalmente dejó la bota levantada sobre las baldosas y añadió la astilla de la culata, el toque final para completar una escena de suicidio.
La cama de matrimonio del apartamento de Moore estaba deshecha. En la mesilla de noche había un par de dólares en monedas y un marquito con una foto de Moore y su mujer. Bosch se acercó y lo examinó sin tocarlo. Sylvia sonreía, sentada en un restaurante o en un banquete de bodas. Estaba guapísima y su marido la miraba como si lo supiera.
—La cagaste, Cal —dijo Harry en voz alta.
Bosch se dirigió a la cómoda, un mueble tan desvencijado y cubierto de quemaduras e iniciales grabadas con navaja, que no lo hubiera aceptado ni el Ejército de Salvación. En el cajón de arriba había un peine y un marco de madera de cerezo, cara abajo. Cuando Bosch lo cogió y vio que estaba vacío, se quedó unos momentos pensativo. El marco tenía unos grabados de flores; era caro y obviamente no venía con el apartamento, lo cual quería decir que Moore lo había traído consigo. ¿Por qué estaba vacío? Le habría gustado preguntarle a Sheehan si él o alguien más se había llevado la fotografía como parte de la investigación, pero no podía hacerlo sin revelar que había estado allí.
El siguiente cajón contenía ropa interior, calcetines y una pila de camisetas dobladas; nada más. Había más ropa en el tercer cajón, toda bien doblada por una lavandería. Debajo de las camisas asomaba una revista pornográfica que prometía fotos de una famosa actriz de Hollywood desnuda. Bosch hojeó la revista, más por curiosidad que porque pudiese haber una pista en el interior. Estaba seguro de que todos los detectives y policías que habían pasado por el apartamento la habrían manoseado.
Bosch devolvió la revista a su sitio después de comprobar que las fotos de la actriz eran imágenes oscuras y de baja calidad en las que apenas se distinguían sus pechos. Asumió que procedían de una de sus primeras películas, antes de que tuviera suficiente poder para controlar la explotación de su cuerpo. Bosch se imaginó la decepción de los hombres que habían comprado la revista y acababan descubriendo que esas fotos eran la única recompensa a la morbosa oferta de la portada. Se imaginó la rabia y la vergüenza de la actriz. Y se preguntó si a Cal Moore lo excitaban. De pronto se le apareció una imagen de Sylvia Moore; Bosch deslizó la revista debajo de las camisas y cerró el cajón.
El último cajón de la cómoda contenía unos tejanos gastados y una bolsa de papel, vieja y arrugada, en la que había una gruesa pila de fotografías. Eso era lo que Harry había venido a buscar; lo había intuido en cuanto vio la bolsa. Así pues, apagó la luz del dormitorio, y se la llevó al salón.
Sentado en el sofá junto a la lámpara, Bosch encendió un cigarrillo y extrajo las fotos. Lo primero que observó fue que la mayoría estaban borrosas y viejas. De alguna manera, aquellas fotos parecían más privadas e íntimas que las de la revista pornográfica. Eran las imágenes que documentaban la triste biografía de Cal Moore.
Al parecer estaban en una especie de orden cronológico. Bosch lo dedujo porque empezaban en blanco y negro y acababan en color. Otros detalles, como la ropa o los coches, también le inclinaban a dar por buena esta teoría.
La primera foto era una imagen en blanco y negro de una chica hispana vestida con un uniforme blanco, tal vez de enfermera. Era morena, bonita y mostraba una sonrisa infantil y una mirada de ligera sorpresa. Estaba de pie junto a una piscina, con los brazos a la espalda. Bosch distinguió el borde de un objeto redondo detrás de ella y entonces comprendió que estaba ocultando una bandeja de servir. La muchacha no había querido que la fotografiaran con la bandeja. No era una enfermera, sino una doncella. Una sirvienta.
En la pila había otras fotos de ella a lo largo de los años. El paso del tiempo era generoso con ella, pero inevitablemente se dejaba notar. La mujer conservaba una belleza exótica, pero con los años se le marcaron unas arrugas de preocupación y los ojos perdieron parte de su alegría. En algunas de las fotos sostenía un bebé y luego posaba con un niño pequeño. Bosch la estudió detenidamente y, a pesar de que la foto era en blanco y negro, vio que el niño de pelo y piel oscura tenía los ojos claros. «Ojos verdes», pensó Bosch. Eran Calexico Moore y su madre.
En una de las imágenes, la mujer y el niño pequeño estaban delante de una gran casa con un tejado al estilo mexicano. Parecía una villa de estilo mediterráneo. Detrás de madre e hijo —aunque no se veía muy bien porque la foto estaba desenfocada— se alzaba una torre con dos ventanas oscuras borrosas, como cuencas vacías. Bosch pensó en lo que Moore le había contado a su mujer sobre haber crecido en un castillo. Éste era.
En otra de las fotos el niño estaba de pie muy tieso junto a un hombre, un anglosajón con pelo rubio y la piel muy bronceada. Detrás de ellos se dibujaba la silueta esbelta de un Thunderbird de finales de los años cincuenta. El hombre tenía una mano apoyada en el capó y la otra en la cabeza del niño. Ésas eran sus posesiones, parecía decir la foto. A pesar de que el hombre miraba a la cámara con los ojos semicerrados, se distinguía el color de sus pupilas. Eran del mismo verde que las de su hijo. El hombre se estaba quedando calvo y, al comparar con fotos del niño con su madre tomadas en la misma época, Bosch dedujo que el padre de Moore había sido al menos quince años mayor que su mujer. La foto del padre y el hijo tenía los bordes gastados por haber sido manoseada, mucho más que las otras fotos de la pila.
El siguiente grupo de fotos cambiaba de escenario; seguramente estaban sacadas en Mexicali. Curiosamente, había menos imágenes para documentar un espacio de tiempo mucho más largo. El niño crecía de foto en foto y los ambientes tenían un toque tercermundista. Habían sido tomadas en un barrio pobre. Casi siempre había grupos de gente al fondo, todos mexicanos y todos con esa mirada de desesperación y esperanza que Bosch también había observado en los guetos de Los Angeles.
En ellas había otro chico. Era de la misma edad o un poco mayor que Moore y parecía más fuerte y duro. Estaba en muchas de las imágenes con Cal. «Quizás un hermano», pensó Bosch.
En este grupo de fotos la madre comenzaba a acusar claramente el paso de los años. La niña que escondía la bandeja de sirvienta había desaparecido completamente y en su lugar se veía a una madre acostumbrada a la dureza de la vida. Las fotografías comenzaban a adquirir una cualidad inquietante. A Harry le angustiaba estudiarlas porque creía comprender el poder que habían ejercido sobre Moore.
La última imagen en blanco y negro mostraba a los dos chicos, sin camisa, sentados espalda con espalda en una mesa de picnic. Estaban riéndose de un chiste que la cámara había capturado para siempre. La instantánea mostraba que Calexico era un adolescente con una sonrisa sin malicia. En cambio, el otro chico, tal vez un año o dos mayor que él, parecía más conflictivo; su mirada era dura y huraña. En la foto, Cal tenía el brazo derecho doblado y lucía sus músculos para el fotógrafo. Bosch vio que el tatuaje ya estaba allí: el diablo con el halo. Los Santos y Pecadores.
En las fotos posteriores, el otro chico no volvía a aparecer. Todas eran fotos en color tomadas en Los Angeles. Bosch reconoció el edificio del Ayuntamiento al fondo de una de ellas y la fuente de Echo Park en la otra. Moore y su madre habían venido a Estados Unidos. Quienquiera que fuera el otro chico, se había quedado atrás.
Al final de la pila, la madre tampoco volvía a salir. Harry se preguntó si eso significaba que había muerto. Las últimas dos fotos eran de Moore de adulto. La primera correspondía a su graduación en la academia de policía. Era un retrato de la promoción tras jurar bandera en el césped delante del edificio que más adelante se rebautizó con el nombre de Daryl F. Gates Auditorium. Los agentes estaban lanzando sus gorras al aire. Bosch encontró la cara de Moore entre la multitud de rostros anónimos. Tenía el brazo alrededor de otro licenciado y una expresión de verdadera alegría.
La última foto era de Moore en su uniforme de gala abrazando a una joven Sylvia. Los dos sonreían, mejilla con mejilla. La piel de ella era más tersa entonces, sus ojos más brillantes y su pelo más largo y con más volumen. Pero en el fondo no había cambiado: seguía siendo una mujer bella.
Bosch metió las fotos en la bolsa y dejó ésta en el sofá, junto a él. Al mirarla de nuevo sintió curiosidad por saber por qué Moore nunca había colocado las fotografías en un álbum o las había enmarcado. De este modo parecían pequeños bocados de una vida, listas para llevar.
No obstante, Harry sabía por qué. En su casa tenía pilas de fotos que nunca pondría en un álbum porque sentía la necesidad de tocarlas cuando las miraba. Para él eran más que recuerdos de otra época; formaban parte esencial de su vida, una vida que no podía continuar sin comprender lo que había detrás.
Bosch alargó el brazo y apagó la lámpara. Se fumó otro cigarrillo; aquélla era la única luz que flotaba en la habitación. Harry seguía pensando en México y Calexico Moore.
—La cagaste —susurró de nuevo.
Bosch se había autoconvencido de que tenía que ir hasta aquel apartamento para averiguar hechos sobre Moore. Sin embargo, en ese momento, sentado en la oscuridad, comprendió que había algo más. Sabía que había venido porque quería entender una vida que no lograba explicarse. El único con todas las respuestas era Cal Moore. Y él ya no estaba.
Bosch contempló el resplandor blanco del rótulo a través de las cortinas transparentes, que se le antojaron fantasmagóricas. Le hicieron recordar la foto vieja y gastada —casi blanca— del padre y el hijo. Bosch pensó en su propio padre, un hombre a quien no había conocido hasta su lecho de muerte. Entonces ya fue demasiado tarde para que cambiara el curso de la vida de Bosch.
En ese momento, Harry oyó una llave que abría la cerradura de la puerta principal. Rápidamente se levantó, sacó la pistola y cruzó la sala hasta llegar al pasillo. Primero se dirigió al dormitorio, pero después se metió en el baño porque le ofrecía una mejor vista del salón. Bosch arrojó su cigarrillo a la taza y lo oyó silbar al apagarse.
Después de que la puerta de entrada se abriera, hubo unos segundos de silencio. Entonces se encendió la luz del salón y Bosch se ocultó entre las sombras de su escondite. Reflejada en el espejo del baño, vio a Sylvia Moore en medio del salón mirando a su alrededor como si fuera la primera vez que pisaba aquel apartamento. Cuando sus ojos se posaron en la bolsa de papel que yacía en el sofá, Sylvia la cogió. Bosch la observó mientras ella ojeaba las fotografías. Al llegar a la última, se pasó la mano por la cara como para confirmar el paso de los años.
Luego volvió a guardar las fotos en la bolsa y las dejó en el sofá. Entonces se dirigió hacia el pasillo y Bosch retrocedió, metiéndose sigilosamente en la bañera. Distinguió una luz procedente del dormitorio y oyó que se abría la puerta del armario. Luego oyó el ruido de las perchas. Bosch se enfundó la pistola y salió de la bañera. Finalmente se asomó al pasillo.
—¿Señora Moore? ¿Sylvia? —dijo Bosch. No sabía cómo llamar su atención sin asustarla.
—¿Quién es? —respondió una voz aguda y atemorizada.
—Soy yo, el detective Bosch. No pasa nada.
Ella salió del armario del dormitorio con ojos espantados. En la mano sostenía la percha con el uniforme de gala de su difunto marido.
—Me ha asustado. ¿Qué hace usted aquí?
—Yo iba a preguntarle lo mismo.
Sylvia se estaba tapando con el uniforme como si Bosch la hubiera sorprendido desnuda.
—¿Me ha seguido? —preguntó ella, dando un paso atrás—. ¿Qué pasa?
—No, no la he seguido. Yo ya estaba aquí.
—¿A oscuras?
—Sí. Estaba pensando. Al oír que alguien abría la puerta me escondí en el baño. Cuando vi que era usted, no sabía cómo salir sin asustarla. Lo siento. Usted me ha asustado a mí y yo a usted.
Ella asintió, como si aceptara esta explicación. Llevaba una camisa tejana clara y unos vaqueros azul oscuro, el pelo recogido y unos pendientes de cristal rosado. En la oreja izquierda lucía un segundo pendiente: una luna plateada en cuarto creciente con una estrella colgada de la punta inferior. Cuando ella le sonrió amablemente, Bosch recordó que no se había afeitado.
—¿Pensaba que yo era el asesino? —preguntó ella, viendo que él no decía nada—. ¿Volviendo a la escena del crimen?
—Puede ser… La verdad es que no, no sé lo que pensaba. Además, ésta tampoco es la escena del crimen —dijo.
Harry le indicó con la cabeza el uniforme.
—Tengo que llevarlo a McEvoy Brothers mañana.
Ella debió de leer la cara de desconcierto de Bosch.
—Es una misa con el ataúd cerrado. Obviamente. Pero creo que a Cal le hubiese gustado llevar el uniforme de gala. El señor McEvoy me preguntó si lo tenía.
Harry asintió. Todavía estaba en el pasillo. Cuando retrocedió hacia el salón, ella lo siguió.
—¿Qué le ha dicho el departamento? ¿Cómo van a organizarlo? El funeral, quiero decir.
—¿Quién sabe? De momento dicen que cayó en acto de servicio.
—O sea, que van a hacerle todos los honores.
—Creo que sí.
«Una despedida de héroe», pensó Bosch. Al departamento no le gustaba la autoflagelación. No iban a anunciar a bombo y platillo que un policía corrupto había sido ejecutado por la gente corrupta para la que trabajaba. No si podían evitarlo. Preferirían ofrecer un funeral de héroe para los medios de comunicación y disfrutar viendo artículos de apoyo en siete canales distintos cada noche de la semana. En esos momentos el departamento necesitaba todo el apoyo posible.
Bosch también comprendió que una muerte en acto de servicio significaba que la viuda obtendría todos los derechos a la pensión de su marido. Si Sylvia Moore llevaba un vestido negro, se enjugaba los ojos con un pañuelo en los momentos adecuados y mantenía la boca cerrada, recibiría la paga de su marido el resto de su vida. No estaba mal. Si Sylvia fue la que avisó a Asuntos Internos, se arriesgaba a perder la pensión si perseveraba con el tema o éste salía a la luz. El departamento podría decir que Cal había muerto por culpa de sus actividades ilegales y entonces adiós pensión. Bosch estaba seguro de que ella no necesitaba que se lo explicaran.
—¿Cuándo es el funeral? —preguntó Bosch.
—El lunes a la una. En la capilla de la misión de San Fernando. El entierro es en Oakwood, cerca de Chatsworth.
Bosch pensó que si iban a montar todo el espectáculo, aquél era el lugar idóneo. La foto de doscientos policías motorizados subiendo en formación por el sinuoso Valley Circle Boulevard siempre quedaba bien en primera plana.
—Señora Moore, ¿por qué ha venido aquí a las… —Bosch consultó su reloj: eran las once menos cuarto— tan tarde para recoger el uniforme de gala de su marido?
—Llámame Sylvia, por favor. ¿Puedo tutearte?
—Sí, claro.
—Pues si quieres que te diga la verdad, no lo sé. No he dormido muy bien, bueno nada, desde… desde que lo encontraron. Me apetecía dar una vuelta en coche. De todos modos no he recibido la llave hasta hoy.
—¿Quién te la dio?
—El subdirector Irving. Vino a mi casa, me dijo que habían terminado en el apartamento y que si había algo que quisiera llevarme podía hacerlo. La verdad es que no quiero nada. Esperaba no tener que ver nunca este sitio. Luego llamó el hombre de la funeraria y me dijo que necesitaba el uniforme de gala. Y aquí estoy.
Bosch recogió la bolsa de fotografías del sofá y se la ofreció.
—¿Y esto? ¿Las quieres?
—No.
—¿Las habías visto antes?
—Creo que algunas sí, al menos me sonaban. Las otras seguro que no.
—¿Cómo se explica eso? Un hombre que guarda unas fotos toda su vida y ni siquiera se las enseña a su mujer.
—No lo sé.
—Es raro. —Bosch abrió la bolsa y mientras repasaba las fotos preguntó—: ¿Sabes qué le pasó a su madre?
—Murió antes de que yo lo conociera. Tuvo un tumor cerebral cuando él tenía unos veinte años.
—¿Y su padre?
—Cal me contó que había muerto, pero ya te dije que no sé si es verdad porque nunca me explicó cómo o cuándo. Cuando se lo preguntaba, me decía que no quería hablar sobre el tema así que al final nunca lo hicimos.
Bosch le mostró la foto de los dos chicos en la mesa de picnic.
—¿Quién es éste?
Ella se acercó a Harry para ver la foto. Él, en cambio, estudió la cara de ella y las chispas verdes de sus ojos castaños. Había un ligero aroma a perfume en el aire.
—No sé quién es. Un amigo, supongo.
—¿Y un hermano?
—No, nunca mencionó un hermano. Cuando nos casamos me dijo que yo era su única familia. Me dijo… me dijo que estaba solo aparte de mí.
Bosch miró la foto.
—Yo creo que se parecen.
Ella no hizo ningún comentario.
—¿Y el tatuaje?
—¿Qué pasa con el tatuaje?
—¿Te contó dónde se lo hizo o qué significaba?
—Me dijo que se lo hizo en el pueblo donde creció cuando era niño. Bueno, no era un pueblo, sino un barrio. Lo llamaban Santos y Pecadores. Eso es lo que significa el tatuaje: Santos y Pecadores. Según él, se llamaba así porque sus habitantes no sabían lo que eran ni lo que serían en el futuro.
Bosch pensó en la nota que encontraron en el bolsillo trasero de Cal Moore: «He descubierto quién era yo». Se preguntó si ella relacionaba el significado de esta frase con el lugar donde creció su marido. Un sitio donde cada joven tenía que descubrir qué era: santo o pecador.
Sylvia interrumpió sus pensamientos.
—¿Sabes qué? Aún no me has dicho por qué estabas aquí. Sentado a oscuras, pensando. ¿Tenías que venir aquí para hacer esto?
—Supongo que vine a mirar. Quería ver si se me ocurría algo, algo que me ayudara a comprender a tu marido. ¿Te parece ridículo?
—A mí no.
—Menos mal.
—¿Y se te ha ocurrido algo?
—Aún no lo sé. A veces me cuesta un poco.
—¿Sabes? Le he preguntado a Irving por ti y me ha dicho que no estabas investigando el caso y que sólo viniste a avisarme la otra noche porque los otros detectives estaban ocupados con los periodistas y con… con el cadáver.
Como un niño, Harry notó un cosquilleo de emoción. Ella había preguntado por él. No importaba que hubiera descubierto que iba por libre, lo importante era que se había interesado por él.
—Bueno —contestó Bosch—, eso es cierto, pero no del todo. Teóricamente no estoy investigando el caso de tu marido, pero tengo otros casos que parecen estar relacionados con su muerte.
Sylvia clavó sus ojos en los de él. Bosch notaba que ella quería preguntar qué casos eran, pero era la mujer de un policía; conocía las reglas. En ese momento estuvo seguro de que ella no se merecía lo que le había caído encima.
—No fuiste tú, ¿verdad? La que avisó a Asuntos Internos. La de la carta.
Ella negó con la cabeza.
—Pero no te creen. Piensan que tú lo empezaste todo.
—Pero no fui yo.
—¿Y qué te dijo Irving? Cuando te dio la llave del apartamento.
—Me dijo que si quería el dinero de la pensión, que me olvidara; que no me hiciera ilusiones. ¡Ilusiones! Como si a mí me importara. Yo sabía que Cal fue por el mal camino. No sé lo que hizo exactamente, pero lo sé. Una mujer nota esas cosas sin necesidad de que se las cuenten. Y ése fue uno de los factores que acabaron con nuestro matrimonio. Pero yo no envié ninguna carta; me comporté como la mujer de un policía hasta el final. Se lo dije a Irving y al tío que vino ese día, pero a ellos no les importa; sólo quieren cargarse a Cal.
—El tío que fue a verte ese día era Chastain, ¿no?
—Sí, ése era.
—¿Y qué quería exactamente? ¿Dijiste que buscaba algo dentro de la casa?
—Chastain me mostró la carta y me dijo que sabía que la había escrito yo. Me repitió varias veces que era mejor que se lo contara todo. Yo le contesté que yo no había sido y le pedí que se fuera. Pero al principio no quiso irse.
—¿Qué dijo que quería, concretamente?
—Pues… no me acuerdo muy bien. Quería ver el saldo del banco y qué propiedades teníamos. Creía que yo lo estaba esperando para entregarle a mi marido. Me dijo que le diera la máquina de escribir y yo le contesté que no teníamos. Así que lo empujé y cerré la puerta.
Bosch asintió e intentó encajar aquellos datos junto a los otros que tenía. Era un verdadero rompecabezas.
—¿No recuerdas nada de lo que decía la carta?
—No pude verla bien. Chastain no me la dejó leer porque pensaba y sigue pensando que la escribí yo. Sólo leí un poco antes de que la guardara en la maleta. Decía algo de que Cal trabajaba para un mexicano, al que daba protección. Algo así como si hubiera hecho un pacto faustiano. Sabes lo qué es, ¿no? Un pacto con el diablo.
Bosch asintió, recordando que ella era profesora. En ese momento también se dio cuenta de que llevaban diez minutos de pie en el salón pero no hizo ningún gesto para sentarse. Temía que cualquier movimiento brusco rompiera el encanto, la ahuyentara del apartamento y de él.
—Bueno —continuó Sylvia—. Yo no sé si hubiera sido tan alegórica, pero básicamente la carta decía la verdad. Es decir, que algo había pasado. Yo no sabía qué era, pero veía que algo estaba matando a Cal por dentro.
»Un día, esto fue antes de que se marchara, finalmente le pregunté qué estaba pasando y él me dijo que había cometido un error y estaba intentando corregirlo él solo. No quiso decirme más; me dejó totalmente fuera.
Finalmente ella se sentó al borde de una butaca tapizada, sosteniendo el uniforme de gala en su regazo. La butaca era de un verde horrible y tenía quemaduras de cigarrillo en el brazo izquierdo. Bosch se sentó en el sofá junto a la bolsa de fotos.
—Irving y Chastain no me creen —insistió ella—. Cuando niego que fui yo asienten con la cabeza y dicen que la carta tenía demasiados detalles íntimos; que tenía que ser yo. Mientras tanto supongo que hay alguien ahí fuera que estará contento. Su maldita carta lo mató.
Bosch pensó en Kapps y se preguntó si él conocería suficientes detalles sobre Moore para haber escrito la carta. Kapps había tendido una trampa a Dance. Tal vez también había intentado tenderle una trampa a Moore, pero parecía muy improbable. Quizá la carta venía del propio Dance porque quería subir en el escalafón y Moore lo molestaba.
Harry recordó el café que había visto en el armario de la cocina y se preguntó si debería ofrecerle una taza a Sylvia. No quería que acabase su tiempo con ella. Quería fumar pero no arriesgarse a que ella le pidiera que no lo hiciera.
—¿Quieres un café? Hay un poco en la cocina.
Ella miró a la cocina como si su respuesta dependiera de su situación o estado de limpieza. A continuación contestó que no, que no planeaba quedarse tanto tiempo.
—Mañana me voy a México —anunció Bosch.
—¿A Mexicali?
—Sí.
—¿Por los otros casos?
—Sí.
Entonces Bosch se lo contó todo. Lo del hielo negro, Jimmy Kapps y Juan 67. Y lo que los relacionaba con su marido y Mexicali. Era allí donde esperaba resolver el jeroglífico. Bosch terminó su historia diciendo:
—Como te puedes imaginar, la gente como Irving no quiere que esto salga a la luz. A ellos no les importa quién mató a Cal porque se había pasado al otro bando. Se quieren olvidar de él como de una mala deuda. No van a seguir con el caso porque podría explotarles en las narices. ¿Me entiendes?
—Pues claro. Fui la mujer de un policía.
—Entonces lo sabes. La cuestión es que a mí sí me importa. Tu marido estaba preparando un dossier para mí; un dossier sobre el hielo negro. Eso me hace pensar que tal vez estaba intentando hacer algo bueno. Quizás intentaba hacer lo imposible: volver a pasarse de bando. Y puede que eso lo matara. Si ésa fue la razón, no quiero olvidarme del caso.
Hubo un largo silencio. Sylvia continuaba pareciendo triste, pero sus ojos seguían vivos y sin lágrimas. Ella enderezó el uniforme en su regazo, mientras Bosch escuchaba el ruido de un helicóptero trazando círculos en la lejanía. Los Angeles no sería Los Angeles sin helicópteros de la policía y focos rastreando la noche.
—Hielo negro… —susurró ella al cabo de un rato.
—¿Qué pasa?
—Nada, que es curioso. —Ella se quedó callada unos instantes y miró la habitación como dándose cuenta por primera vez de que aquél era el sitio donde había venido a vivir su marido después de su separación—. Lo del hielo negro. Yo crecí en la zona de la Bahía, en los alrededores de San Francisco, y siempre nos decían que tuviéramos cuidado con eso. Aunque se referían al otro hielo negro.
Cuando ella lo miró, vio que Bosch no la comprendía.
—En el invierno, en esos días que hace mucho frío después de llover, cuando el agua se hiela en la carretera; eso es hielo negro. Está en la carretera, en el asfalto negro, pero no se ve. Recuerdo que mi padre me enseñó a conducir y siempre me decía: «¡Ten cuidado con el hielo negro, niña! No se ve el peligro hasta que se está encima. Y entonces es demasiado tarde porque se empieza a patinar y se pierde el control».
Ella sonrió al recordar aquello.
—Bueno, ése era el hielo negro que yo conocía, al menos de pequeña. Igual que la coca; antes era un refresco. El significado de las palabras puede cambiar con el tiempo.
Bosch se limitó a mirarla, pero deseaba volver a abrazarla, a sentir la suavidad de aquella mejilla sobre la suya.
—¿No te dijo tu padre que tuvieras cuidado con el hielo negro? —preguntó ella.
—A mi padre no lo conocí. Aprendí a conducir yo solo.
Ella asintió sin decir nada, pero tampoco desvió la mirada.
—Me costó tres coches aprender a conducir —explicó Bosch—. Cuando finalmente le cogí el tranquillo, nadie se atrevía a dejarme un coche. Y nadie me contó lo del hielo negro.
—Yo te lo he contado.
—Gracias.
—¿Tú también estás colgado del pasado, Harry?
Él no contestó.
—Supongo que todos lo estamos —se contestó ella misma—. Estudiando nuestro pasado aprendemos sobre nuestro futuro, ¿no? A mí me pareces un hombre que sigue estudiando, ¿me equivoco?
Los ojos de Sylvia parecían leerle el pensamiento. Eran ojos con mucha sabiduría. Y Bosch se dio cuenta de que a pesar de todos sus deseos la otra noche, ella no necesitaba que la abrazaran o aliviaran de su dolor. Era ella quien poseía el poder de la curación. ¿Cómo podía Cal Moore haber huido de aquella maravilla?
Bosch cambió de tema, sin saber por qué. Sólo sabía que debía desviar la atención de sí mismo.
—Hay un marco en el dormitorio, de madera de cerezo, pero sin foto. ¿Lo recuerdas?
—Tendría que verlo.
Ella se levantó, dejó el traje de su marido en la silla y se dirigió al dormitorio. Examinó el marco que estaba en el cajón superior durante un buen rato antes de decir que no lo reconocía. No miró a Bosch hasta después de decirlo.
Se quedaron de pie al lado de la cama, mirándose en silencio. Harry finalmente levantó la mano y luego dudó. Ella dio un paso hacia él, y él lo interpretó como una invitación a que la tocase. Harry le acarició la mejilla, de la misma manera en que ella lo había hecho unos momentos antes cuando estudió la foto y pensó que estaba sola. A continuación le pasó la mano por el lateral del cuello y la nuca de Sylvia.
Los dos se miraron fijamente hasta que Sylvia se aproximó y acercó su boca a la de Bosch. Lo cogió por la nuca, tiró suavemente de él y se besaron. Sylvia lo abrazó con una intensidad que revelaba su necesidad de ternura. Al verla besándole con los ojos cerrados, comprendió que ella era un reflejo exacto de su propia hambre y soledad.
Hicieron el amor en la cama deshecha de su marido, sin prestar atención a dónde estaban ni lo que eso significaría el día, la semana o el año siguiente. Bosch mantuvo los ojos cerrados; quería concentrarse en otros sentidos para apreciar el olor, el sabor y el tacto de Sylvia.
Cuando acabaron, él recostó su cabeza sobre ella, entre sus pechos pecosos. Ella le acariciaba el cabello y jugaba con sus rizos. Harry oía latir el corazón de Sylvia al compás del suyo.