La conversación con el chico lo había decidido. Bosch iba a ir a México. Todos los radios de la rueda apuntaban al centro y el centro era Mexicali, algo que hacía tiempo que sospechaba.
Mientras Bosch conducía hasta la comisaría de Wilcox, intentó diseñar una estrategia. Tendría que ponerse en contacto con Águila, el agente de la Policía Judicial del Estado que había enviado la carta al consulado. También tendría que hablar con la DEA, que había proporcionado a Moore la información sobre el hielo negro. Seguramente necesitaría el permiso de Pounds para ir a México, lo cual podría poner fin a todos sus planes. Eso tendría que resolverlo.
En la comisaría, la mesa de Homicidios estaba vacía. Eran más de las cuatro de la tarde de un viernes y, para colmo, de un fin de semana con puente. Si no tenían casos nuevos, los detectives habrían terminado lo antes posible para volver a casa con sus familias o sus vidas fuera del trabajo. Pounds era uno de los pocos que quedaban en la oficina. Bosch lo vio, cabizbajo, en la pecera. Estaba escribiendo en una hoja y usando una regla para no torcerse.
Harry se sentó y repasó una pila de papelitos rosas que había sobre su mesa; eran mensajes, pero ninguno urgente. Dos eran de Bremmer bajo el seudónimo de Jon Marcus: un código que se habían inventado para que no se supiera que el periodista del Times había llamado a Bosch. Había un par de mensajes del fiscal del distrito que estaba tramitando dos de los casos de Harry; seguramente necesitaba algún dato o prueba. También había llamado Teresa, pero Bosch vio que la hora de la nota era anterior a su entrevista de esa mañana; ella debía de haberlo llamado para decirle que no quería hablar con él. No había ningún mensaje de Porter ni de Sylvia Moore. Bosch sacó la copia de la hoja enviada desde Mexicali que le había dado Capetillo, el detective de personas desaparecidas, y marcó el número de Carlos Águila, que resultó ser el de la centralita de la oficina de la Policía Judicial del Estado. A pesar de su reciente visita a México, Bosch no hablaba muy bien español por lo que tardó unos cinco minutos en que le pasaran a la unidad de investigación para poder pedir por Águila. Pese a todo, no pudo hablar con él. En su lugar encontró a un capitán que hablaba inglés y le contó que Águila había salido pero que volvería más tarde y también trabajaría el sábado. Bosch sabía que en México los policías trabajaban seis días a la semana.
—¿Puedo ayudarle yo? —preguntó el capitán.
Bosch le explicó que estaba investigando un homicidio y llamaba en respuesta a una solicitud de información que Águila había enviado al consulado mexicano de Los Angeles. El capitán le dijo que conocía el tema porque había tramitado la denuncia de desaparición antes de pasarle el caso a Águila. Bosch le preguntó si había huellas dactilares para confirmar la identificación del cuerpo, pero el capitán le respondió que no.
«Un punto para Capetillo», pensó Bosch.
—¿Tienen una fotografía del cadáver? —sugirió el capitán—. Nosotros podemos enseñársela a la familia del señor Gutiérrez-Llosa para que lo identifique.
—Sí, tengo fotos. La carta decía que Gutiérrez-Llosa era un obrero, ¿verdad?
—Sí, iba a buscar trabajo diario al Círculo, donde las compañías contratan a los jornaleros. Debajo de la estatua de Benito Juárez.
—¿Sabe si trabajó en una empresa llamada EnviroBreed? Tienen un contrato con el estado de California.
Hubo un largo silencio antes de que el mexicano contestara.
—No lo sé. No conozco su historial laboral. He tomado nota e informaré al investigador Águila en cuanto vuelva. Si envía usted las fotografías actuaremos lo más rápido posible para obtener una identificación. Yo me encargaré personalmente de acelerar los trámites y de llamarlo a usted.
En esa ocasión fue Bosch quien se quedó callado.
—Perdone, capitán, no tengo su nombre.
—Gustavo Greña, director de investigaciones de Mexicali.
—Capitán Greña, ¿podría decirle a Águila que recibirá las fotos mañana?
—¿Tan pronto?
—Sí. Dígale que se las voy a llevar yo mismo.
—Investigador Bosch, no hace falta. Creo que…
—No se preocupe, capitán Greña —le interrumpió Bosch—. Dígaselo. Estaré ahí mañana por la tarde, como mucho.
—Como usted quiera.
Bosch le dio las gracias y colgó. Al alzar la vista, descubrió que Pounds lo observaba a través del cristal de su despacho. El teniente levantó el pulgar y las cejas como preguntándole si todo iba bien. Harry desvió la mirada.
«Un jornalero», pensó. Fernal Gutiérrez-Llosa era un jornalero que iba a buscar trabajo a quien sabe qué demonios de círculo. ¿Cómo encajaba un jornalero en todo el asunto? Tal vez era un correo que pasaba hielo negro por la frontera. O quizá no había formado parte de la operación de contrabando en absoluto. A lo mejor no hizo nada para que lo mataran excepto estar donde no debiera o ver algo que no querían que viera.
Bosch sólo poseía las partes de un todo; lo que necesitaba era el pegamento que las unía. Cuando recibió la placa dorada de detective, un compañero de la mesa de Robos de Van Nuys le había dicho que lo más esencial de una investigación no eran los hechos, sino el «pegamento». Y según él, éste estaba compuesto de instinto, imaginación, un poco de especulación y un mucho de suerte.
Dos noches antes, Bosch había analizado los hechos que encontró en la habitación de un motel destartalado y de ahí había inferido que se trataba de un suicidio. Más tarde supo que se había equivocado. Cuando consideró los hechos de nuevo, así como todos los demás datos que había recogido, vio que el asesinato del policía era como uno más de una serie de asesinatos relacionados. Si Mexicali era el centro de una rueda con tantos radios, Moore era el tornillo que la sujetaba.
Bosch sacó su agenda y buscó el nombre del agente de la DEA mencionado en el informe sobre drogas que Moore había incluido en el archivo Zorrillo. A continuación buscó el número de la DEA en su fichero rotatorio y pidió que le pusieran con Corvo.
—¿De parte de quién?
—Dígale que es el fantasma de Calexico Moore.
Un minuto más tarde oyó una voz:
—¿Quién es?
—¿Corvo?
—Mira, si quieres hablar, identifícate. Si no, cuelgo.
Bosch se identificó.
—Oye, ¿a qué venía la bromita?
—No importa. Quiero hablar contigo.
—Aún no me has dado una razón.
—¿Quieres una razón? Vale. Mañana por la mañana me voy a Mexicali a buscar a Zorrillo. Necesito ayuda de alguien que sepa de qué va el rollo. Y he pensado que tú, siendo la fuente de Moore…
—¿Quién dice que lo conozco?
—Has contestado mi llamada, ¿no? También le pasaste información de la DEA. Me lo dijo él.
—Bosch, yo he trabajado siete años infiltrado. Te estás marcando un farol, ¿no? Puedes intentarlo con los camellos de eightballs de Hollywood Boulevard. A lo mejor ellos te creen, pero yo no.
—Mira, a las siete estaré en el Code 7, en la barra de atrás. Después me iré al sur. Tú eliges; si te veo, bien y si no, también.
—Y si decido venir, ¿cómo te reconoceré?
—No te preocupes. Yo te reconoceré a ti; serás el tío que todavía va de infiltrado.
Cuando colgó, Harry levantó la vista. Pounds estaba merodeando por la mesa de Homicidios, hojeando el último informe sobre delitos violentos, otro punto negro para las estadísticas de la división. Éstos estaban creciendo a un ritmo mucho más alarmante que el resto de delitos. Aquello significaba, no sólo que la delincuencia estaba subiendo, sino que los delincuentes se estaban tornando más violentos. Bosch se fijó en el polvillo blanco que salpicaba la parte superior de los pantalones del teniente. Como aquello ocurría con bastante frecuencia, era motivo de burla y especulación en la oficina. Algunos detectives decían que el jefe seguramente esnifaba coca pero que era tan torpe que se la tiraba por encima. Eso era especialmente divertido porque Pounds se había convertido a una secta evangélica. Otros decían que el polvo misterioso venía de los donuts azucarados que se zampaba en secreto después de cerrar las persianas de su despacho acristalado. Bosch, sin embargo, dedujo lo que era en cuanto identificó el olor que siempre desprendía Pounds. Según Harry, el teniente tenía la costumbre de rociarse con polvos de talco por la mañana antes de ponerse la camisa y la corbata, pero después de ponerse los pantalones.
Pounds apartó la mirada del informe y preguntó con un tonillo falso:
—¿Qué? ¿Cómo van los casos?
Bosch sonrió de forma tranquilizadora y asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Quería hacerle sudar un poco.
—Bueno, ¿qué has descubierto?
—Algunas cosas. ¿Has hablado hoy con Porter?
—¿Porter? No, ¿por qué? Olvídate de él, Bosch. Es un inútil; no puede ayudarte. ¿Qué has encontrado? Veo que no has escrito ningún informe.
—He estado ocupado, teniente. Tengo algunas pistas sobre Jimmy Kapps y una identificación y posible escenario del crimen del último caso de Porter; el del tipo que arrojaron en un callejón de Sunset Boulevard la semana pasada. Estoy a punto de descubrir quién lo hizo y por qué. Tal vez lo averigüe mañana. Si no te importa, me gustaría trabajar el fin de semana.
—No hay problema; tómate el tiempo que necesites. Ahora mismo te firmo la autorización para horas extras.
—Gracias.
—Pero ¿por qué seguir tantos casos? ¿Por qué no eliges el que sea más fácil resolver? Ya sabes que necesitamos cerrar uno.
—Porque creo que los casos están relacionados.
—¿Estás…? —Pounds levantó la mano para que Bosch no dijera nada—. Es mejor que vengas a mi despacho.
En cuanto se hubo sentado detrás de la mesa de cristal, Pounds cogió su regla y comenzó a juguetear con ella. Bosch se sentó frente a él y, desde su silla, notó el olor a polvos de talco.
—Vale, Harry. ¿Qué coño pasa?
Bosch iba a improvisar. Intentó que su voz sonara como si tuviera pruebas irrefutables de todo lo que decía, aunque en realidad había mucha especulación y poco pegamento.
—La muerte de Jimmy Kapps fue una venganza. Ayer descubrí que había denunciado a un competidor suyo llamado Dance por vender hielo negro en la calle. Por lo visto a Jimmy no le hacía gracia porque él estaba intentando dominar el mercado con su hielo hawaiano. Así que delató a Dance; se chivó a los chicos del BANG. El único problema es que el fiscal desestimó el caso de Dance. El plan falló; a Dance lo soltaron y cuatro días más tarde se cargaron a Kapps.
—Vale, vale —respondió Pounds—. Parece lógico. ¿Entonces Dance es tu sospechoso?
—Hasta que encuentre algo mejor. Pero el tío se las ha pirado.
—Vale, ¿y qué tiene que ver eso con el caso Juan 67?
—Los de la DEA dicen que el hielo negro que Dance estaba vendiendo viene de Mexicali. Estoy esperando a que la policía estatal de allá abajo me confirme la identificación. Parece que nuestro Juan 67 era un tío llamado Gutiérrez-Llosa, de Mexicali.
—¿Un correo?
—Puede ser. Aunque algunas cosas no encajan con esa teoría. La policía de allí dice que era jornalero.
—A lo mejor decidió ganar más pasta. Muchos lo hacen.
—A lo mejor.
—¿Y tú crees que se lo cargaron para vengar la muerte de Kapps?
—Es posible.
Pounds asintió. «De momento, bien», pensó Bosch. Los dos permanecieron callados unos segundos. Pounds finalmente se aclaró la garganta.
—Es mucho trabajo en dos días, Harry. Muy bien —le felicitó el teniente—. ¿Y ahora qué vas a hacer?
—Quiero ir a buscar a Dance y confirmar la identificación de Juan 67… —Bosch no terminó la frase. No estaba seguro de cuánto contarle a Pounds, pero estaba decidido a omitir su viaje a Mexicali.
—Pero dices que Dance se las ha pirado.
—Eso me han dicho, pero no estoy seguro. Quiero comprobarlo este fin de semana.
—Muy bien.
Bosch decidió abrir la puerta un poco más.
—Todavía hay más, si quiere oírlo. Es sobre Cal Moore.
Pounds depositó la regla sobre la mesa, se cruzó de brazos y se inclinó hacia atrás. Aquella postura significaba precaución. Estaban entrando en una zona en la que las carreras de ambos podían salir perjudicadas para siempre.
—Estamos pisando terreno resbaladizo. El caso Moore no es nuestro.
—No, y yo no lo quiero; ya tengo estos dos casos. Pero no deja de salir. Si usted no quiere saber nada, lo comprendo. Ya me encargaré yo.
—No, no. Quiero que me lo digas. Simplemente no me gustan los… líos. Eso es todo.
—Sí, lío es una buena palabra. Bueno, como he dicho, el equipo BANG arrestó a Dance. Moore no estuvo allí hasta que lo detuvieron, pero era su gente. —Bosch hizo una pausa—. Y más adelante Moore encontró el cuerpo de Juan 67.
—¿Cal Moore encontró el cadáver? —exclamó Pounds—. Eso no estaba en el informe de Porter.
—Está su número de placa —explicó Bosch—. O sea, que Moore encontró el cadáver en el contenedor, y por lo tanto aparece en los dos casos. El día después de encontrar a Juan 67 en el callejón, Moore se registró en el motel donde le volaron la tapa de los sesos. Supongo que ya sabe que Robos y Homicidios ahora dice que no fue un suicidio.
Pounds asintió, pero parecía anonadado. Se esperaba el resumen de un par de investigaciones, pero no aquello.
—También se lo cargaron —continuó Bosch—. Ahí tiene los tres casos: Kapps, luego Juan 67 y después Moore. Y Dance por ahí suelto.
Bosch había dicho suficiente. Ahora podía relajarse y dejar que la mente de Pounds se pusiera en funcionamiento. Ambos eran conscientes de que la obligación del teniente era llamar a Irving para pedir ayuda, o al menos orientación. No obstante, eso comportaría que Robos y Homicidios se quedara con los casos de Kapps y Juan 67. Y los muy cabrones se tomarían su tiempo. Pounds no podría cerrar sus casos hasta varias semanas después.
—¿Y Porter? ¿Qué dice él de todo esto?
Bosch había hecho todo lo posible para no involucrar a Porter. No sabía por qué. Porter había pasado la línea y había mentido, pero en el fondo Bosch seguía sintiendo lástima. Tal vez fue su última pregunta: «Harry, ¿me ayudarás?».
—A Porter no lo he encontrado. No contesta al teléfono —mintió—. No creo que tuviese mucho tiempo para resolver todo esto.
Pounds sacudió la cabeza con desdén.
—Claro que no. Seguramente estaba borracho.
Bosch no dijo nada. Le tocaba a Pounds decidir.
—Oye, Harry, no estarás… Estás diciéndome todo lo que sabes, ¿no? No puedo permitirme tenerte por ahí suelto como una bala perdida. Me lo has contado todo, ¿verdad?
Lo que Pounds quería decir era: ¿qué le pasaría si todo eso saltase por los aires?
—Le he dicho lo que sé. Tenemos dos casos, tres si contamos el de Moore. Si quiere resolverlos en seis u ocho semanas, escribiré un informe para que lo envíe al Parker Center. Si quiere cerrarlos antes del uno de enero, como usted dijo, déjeme trabajar los cuatro días.
Pounds clavó la mirada en algún lugar por encima de la cabeza de Bosch, mientras se rascaba la oreja con la regla. Estaba tomando una decisión.
—Vale —accedió—. Dedícate el fin de semana y a ver qué encuentras. Veremos cómo están las cosas el lunes y, según como estén, llamamos a Robos y Homicidios. Mientras tanto, quiero que me informes de todos tus movimientos mañana y el domingo. Quiero saber qué has hecho y qué has descubierto.
—De acuerdo —contestó Bosch.
Acto seguido se levantó y se dispuso a salir. Entonces reparó en un crucifijo pequeñito sobre la puerta y se preguntó si eso sería lo que Pounds había estado mirando. La gente decía que el teniente era evangelista por motivos políticos; había muchos en la policía. Todos pertenecían a la misma parroquia del valle de San Fernando porque el predicador laico era uno de los subdirectores del departamento. Bosch se los imaginó a todos yendo allí los domingos por la mañana y congregándose a su alrededor para decirle que era un gran hombre.
—Hablaremos mañana —se despidió Pounds.
—De acuerdo.
Al cabo de poco rato, Pounds cerró su despacho con llave y se fue a casa. Bosch se quedó solo en la oficina de detectives, tomando café, fumando y esperando las noticias de las seis de la tarde. Había un televisor portátil en blanco y negro encima del archivador de la mesa de Automóviles. Bosch lo encendió y jugó con la antena hasta que logró que se viera bastante bien. Un par de agentes de uniforme vinieron de la oficina de guardia para ver las noticias.
Por fin Cal Moore había conseguido ser la primera noticia del día. El Canal 2 comenzó con un reportaje sobre la rueda de prensa en el Parker Center en la que el subdirector Irvin Irving había revelado algunas novedades. Las imágenes mostraban a Irving rodeado de micrófonos y a Teresa de pie junto a él. Irving la mencionó como la persona responsable del descubrimiento de nuevas pruebas durante la autopsia. Dichas pruebas apuntaban a la teoría de homicidio. El reportaje terminaba con una fotografía de Moore y la voz en off de la periodista.
«Los investigadores ahora tienen la tarea, y ellos dicen que la obligación personal, de indagar más a fondo en la vida del sargento Calexico Moore con el objeto de determinar qué le llevó a esa habitación de motel donde alguien lo ejecutó. Algunas fuentes señalan que los investigadores no disponen de mucho por donde empezar, aunque sí empiezan con una deuda para con la forense jefe en funciones, quien descubrió un asesinato donde antes sólo se hablaba del… suicidio de un policía solitario».
Entonces venía un primerísimo plano de Moore y una última frase lapidaria:
«Ahora comienza el misterio».
Bosch apagó el televisor. Los agentes de uniforme volvieron a sus puestos y él regresó a su lugar en la mesa de Homicidios. Harry supuso que la foto que habían enseñado de Moore era de hacía unos años porque parecía más joven y sus ojos eran más claros; sin rastro de una vida oculta.
Aquellos pensamientos le trajeron a la memoria otras fotografías: las que Sylvia Moore dijo que su marido había guardado toda su vida y hojeado de vez en cuando. ¿Qué más había salvado Moore del pasado? Bosch ni siquiera tenía una foto de su propia madre y no había conocido a su padre hasta su lecho de muerte. ¿Qué equipaje llevaba consigo Cal Moore?
Era hora de partir hacia el Code 7, pero antes de ir a buscar el coche, Harry caminó por el pasillo hasta la oficina de guardia y cogió una hoja que colgaba de la pared junto a los carteles de «Se Busca». En ella se detallaban los turnos de la comisaría: Bosch suponía que no la habrían actualizado en la última semana, y estaba en lo cierto. En la lista de sargentos encontró el nombre y la dirección de Moore en Los Feliz. Bosch la copió en su libreta y se marchó.