Capítulo 15

Las dependencias del condado ocupaban todo un bloque frente a los juzgados. Las primeras seis plantas albergaban las oficinas del sheriff y las cuatro de arriba, la cárcel del condado. Aquella división era evidente desde fuera; no sólo por los barrotes de las ventanas, sino porque los cuatro pisos superiores presentaban un aspecto quemado y abandonado. Parecía como si todo el odio y la furia contenido en aquellas celdas sin aire acondicionado se hubiese trocado en fuego y humo, ennegreciendo para siempre las ventanas y balaustradas de cemento.

La construcción databa de finales de siglo y los enormes bloques de piedra le daban una apariencia ominosa, como de fortaleza. Era uno de los pocos edificios del centro que todavía tenía ascensoristas. En un rincón de cada uno de los cubículos con paneles de madera había sentada una vieja negra que abría las puertas y operaba la rueda que nivelaba el ascensor con el suelo de cada piso.

—Al «siete mil» —le pidió Bosch a la ascensorista cuando entró. Hacía tiempo que no iba por allí, y había olvidado su nombre. No obstante, sabía que la mujer (como todas las demás) llevaba trabajando en los ascensores desde antes de que Harry fuera policía. En cuanto ella abrió la puerta en el sexto piso, Bosch vio a Rickard. El policía antidroga estaba junto al cristal de recepción, colocando su placa en una bandeja.

—Tenga —dijo Bosch y rápidamente agregó su placa.

—Viene conmigo —explicó Rickard por un micrófono.

Al otro lado del cristal, el ayudante del sheriff les cambió las placas por dos pases de visitante que les pasó a través de la bandeja. Bosch y Rickard se los engancharon a las camisas. Bosch se fijó en que los pases les daban derecho a visitar la galería «Alto Voltaje» en el décimo piso. «Alto Voltaje» era donde metían a los sospechosos más peligrosos mientras esperaban a ser juzgados o enviados a prisiones estatales después de veredictos de culpabilidad.

Bosch y Rickard se dirigieron al ascensor de la prisión.

—¿Has metido al chaval en el «Alto Voltaje»? —le preguntó Bosch.

—Sí. Conozco a un tío ahí dentro y le dije que sólo necesitábamos un día. Ya verás; el chico estará acojonado y te contará lo que quieras sobre Dance.

Bosch y Rickard subieron en el ascensor de seguridad, que en esta ocasión estaba operado por un ayudante del sheriff. Bosch pensó que ése debía de ser el peor puesto dentro de las fuerzas del orden. Cuando la puerta se abrió, los recibió otro ayudante, que comprobó sus pases y los hizo firmar. Después atravesaron dos puertas correderas de acero hasta una zona para recibir a los abogados, que consistía en una larga mesa dividida por un cristal de unos treinta centímetros y bancos a ambos lados. Al fondo de la mesa estaba sentada una abogada, inclinada sobre el cristal y susurrando a un cliente que se había puesto la mano tras la oreja para oír mejor. Los músculos de los brazos del preso estaban a punto de reventarle las mangas de la camisa. Era un monstruo.

En la pared, detrás de ellos, había un cartel que decía: «Prohibido tocar, besar o pasar nada por encima del cristal». Y apoyado en la pared opuesta había otro ayudante con sus enormes brazos cruzados. Estaba vigilando a la abogada y a su cliente.

Mientras esperaban a que los ayudantes del sheriff trajeran a Tyge, Bosch reparó en el ruido de la prisión. A través de la puerta de rejas que había detrás de la mesa de visitas, cientos de voces competían y resonaban por todo el edificio. De vez en cuando se oían golpetazos en las puertas de acero y algún que otro grito indescifrable.

Un ayudante del sheriff se acercó a la reja y les dijo:

—Tardará unos minutos. Tenemos que ir a buscarlo a enfermería.

Antes de que ninguno de los dos pudiera preguntar qué había ocurrido, el ayudante ya se había marchado. Bosch ni siquiera conocía al chico, pero sintió que se le encogía el estómago. Cuando miró a Rickard, descubrió que estaba sonriendo.

—Ahora veremos cómo han cambiado las cosas —comentó el policía de narcóticos.

Bosch no comprendía el placer que Rickard sacaba de todo esto. Para Bosch, aquello era lo peor de su trabajo: tratar con gente desesperada y emplear tácticas desesperadas. Él estaba allí porque tenía que estarlo; era su caso. Pero no entendía lo de Rickard.

—¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué quieres?

Rickard lo miró a los ojos.

—¿Que qué quiero? Quiero saber qué está pasando. Y creo que tú eres el único que puede averiguarlo. Por eso, si puedo ayudarte, te ayudo. Si a este chaval le cuesta la honra, pues bueno. Lo que quiero saber es qué ocurre. ¿Qué hizo Cal y qué va a hacer el departamento al respecto?

Bosch se inclinó hacia atrás e intentó pensar unos instantes en qué decir. De pronto oyó que el monstruo al otro extremo de la mesa elevaba el tono de voz y decía algo sobre no aceptar la oferta. El ayudante del sheriff dio un paso amenazador hacia él dejando caer los brazos a los costados. El preso se calló. El ayudante iba arremangado para mostrar sus impresionantes bíceps y, en el brazo izquierdo, Bosch vio las letras C y L, casi como una marca de hierro candente sobre la pálida piel. Harry sabía que, públicamente, los ayudantes que llevaban ese tatuaje pretendían que quería decir Club Lynwood, la comisaría del sheriff de un suburbio de Los Angeles que era famoso por las reyertas entre bandas callejeras. Pero sabía que las letras también se referían a «chango luchador» y que chango era el nombre que daban a los monos en México. El ayudante formaba parte de una pandilla, aunque ésa estaba sancionada legalmente para ir armada y a sueldo del condado.

Bosch apartó la vista. Deseaba encender un cigarrillo, pero en el condado se había aprobado una ley que prohibía fumar en los edificios públicos, incluso en la cárcel. Obviamente, aquello casi había provocado un amotinamiento de los presos.

—Mira —le explicó a Rickard—. No sé qué decirte de Moore. Estoy dedicándome al caso, aunque no del todo. Se cruza con dos casos que tengo, así que es inevitable. Si este chico puede darme a Dance, genial, porque el tío está relacionado con dos de mis investigaciones y puede que incluso con la de Moore. Pero aún no lo sé. Lo que sí sé seguro, y esto se hará público hoy, es que lo de Moore parece homicidio. Lo que el departamento no va a declarar es que Moore se pasó al otro bando. Ésa es la razón por la que Asuntos Internos lo estaba siguiendo.

—No puede ser —dijo Rickard, con poca convicción—. Yo lo habría sabido.

—No puedes conocer tan bien a la gente, tío. Cada persona es un mundo.

—¿Y qué está haciendo el Parker Center?

—No lo sé. No creo que sepan qué hacer. Antes querían hacerlo pasar como suicidio, pero la forense se quejó y ahora lo llaman homicidio. Pero no creo que saquen los trapos sucios a la calle para beneficio de los periodistas.

—Pues más vale que se aclaren. Yo no voy a quedarme con los brazos cruzados. No me importa si Moore se pasó al otro bando; era un buen policía. Yo lo he visto hacer cosas, como entrar en un antro de yonquis y enfrentarse él solo a cuatro camellos. Lo he visto interponerse entre un macarra y su propiedad, recibir el puñetazo que iba dirigido a ella, y perder un diente. Yo estaba allí cuando se saltó nueve semáforos para intentar llevar a un pobre yonqui al hospital antes de que muriera de sobredosis. —Rickard hizo una pausa—. Todas esas cosas no las hace un policía corrupto. Por eso digo que si se pasó al otro bando, creo que estaba intentando volver a este lado y que alguien se lo cargó.

Rickard se paró ahí, pero Bosch no rompió el silencio. Los dos eran conscientes de que una vez que te pasas al otro bando no puedes volver. Mientras reflexionaba sobre eso, Bosch oyó unos pasos que se acercaban.

—Más les vale estar haciendo algo en el Parker Center —concluyó Rickard—. O se van a enterar.

Bosch quiso decir algo, pero el ayudante ya había llegado con Tyge. El muchacho parecía haber envejecido diez años en las últimas diez horas. Ahora poseía una mirada distante que a Bosch le recordó a los hombres que había visto y conocido en Vietnam. También tenía un morado en el pómulo izquierdo.

La puerta se abrió mediante un mecanismo electrónico y el niño-hombre se dirigió al banco que le indicó el ayudante del sheriff. Tyge se sentó con cuidado y parecía evitar a propósito la mirada de Rickard.

—¿Cómo va, Kerwin? —preguntó Rickard.

El chico alzó la vista y, al ver sus ojos, Bosch sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Se acordó de la primera noche que había pasado en el refugio para jóvenes McLaren cuando era niño. Recordó el intenso pánico y los gritos de soledad. Y eso que allí estaba rodeado de niños, la mayoría no violentos. Ese chaval había pasado las últimas diez horas entre animales salvajes. Bosch se sentía avergonzado de formar parte de todo aquello, pero no dijo nada. Ahora le tocaba actuar a Rickard.

—Mira, chico, seguramente no lo estás pasando muy bien aquí dentro. Por eso hemos venido; para ver si habías cambiado de opinión sobre lo que hablamos anoche.

Rickard hablaba muy bajo para evitar que lo oyera el monstruo del otro extremo de la mesa. Como el chico no decía nada y no daba siquiera muestras de haberlo oído, Rickard siguió presionando.

—Kerwin, ¿quieres salir de aquí? Pues éste es tu hombre, el señor Harry Bosch. A pesar de que te pescamos con las manos en la masa, el señor Bosch te soltará si nos cuentas lo de Dance. Mira.

Rickard se sacó un papel de dentro del bolsillo de la camisa. Era un impreso sin rellenar de la oficina del fiscal del distrito.

—Tengo cuarenta y ocho horas para denunciarte. Con el fin de semana, eso quiere decir que tengo hasta el lunes. Aquí están tus papeles; no he hecho nada todavía porque quería volver a preguntarte una vez más si querías ayudarte a ti mismo. Si no, te denunciaré y ésta será tu casa durante los próximos… bueno, creo que como poco te caerá un año.

Rickard esperó, pero no pasó nada.

—Un año. ¿Cómo crees que estarás después de un año aquí dentro, Kerwin?

El chico bajó la cabeza un momento y las lágrimas comenzaron a surcar sus mejillas.

—Vete al infierno —logró decir con una voz ahogada.

Bosch ya lo estaba; recordaría esto durante mucho tiempo. Se dio cuenta de que estaba apretando los dientes e intentó relajar la mandíbula. Pero no pudo.

Rickard se inclinó para decirle algo al chico, pero Bosch le puso la mano en el hombro.

—A la mierda —dijo Bosch—. Suéltalo.

—¿Qué?

—Que vamos a dejarlo.

—¿Qué coño estás diciendo?

A pesar de que el chico miraba a Bosch con una expresión de escepticismo, no se trataba de un truco. A Harry le daba asco lo que habían hecho.

—Un momento —exclamó Rickard—. El cabrón llevaba encima medio litro de PCP. Es mío. Si no quiere ayudarnos, que se joda; va a volver al zoo.

—No. —Entonces Bosch se acercó a Rickard para que el ayudante del sheriff no pudiera oírles—. No va a volver. Vamos a sacarlo de aquí. Venga, hazlo o se te va a caer el pelo.

—¿Qué has dicho?

—Que te denunciaré al quinto piso. Este chico no debería haber venido aquí con ese cargo, así que es culpa tuya. Presentaré una denuncia y tu amiguito de aquí dentro también se las cargará —amenazó Bosch—. ¿Quieres que lo haga? ¿Sólo porque no has conseguido hacer hablar al chico?

—¿Crees que a Asuntos Internos les importa este camello de mierda?

—No, pero tú sí les importas. Les encantarás. Ya verás; saldrás caminando más despacio que ese chico.

Harry se alejó de él. Nadie dijo nada durante unos segundos y Bosch vio que Rickard lo estaba pensando cuidadosamente, intentando decidir si el detective se estaba marcando un farol.

—No me imagino a un tío como tú yendo a Asuntos Internos.

—A eso te arriesgas.

Rickard miró el papel que tenía en la mano y comenzó a estrujarlo lentamente.

—Vale, tío, pero más vale que me pongas en tu lista —le advirtió Rickard.

—¿En qué lista?

—La de gente a la que tienes que vigilar.

Bosch se levantó y Rickard hizo lo mismo.

—Vamos a soltarlo —le dijo Rickard al guarda.

Bosch señaló al chico y ordenó:

—Quiero que escolten a este chico hasta que salga de aquí, ¿de acuerdo?

El ayudante asintió. El chico no dijo nada.

Tardaron una hora en sacarlo de allí. Después de que Rickard firmara los papeles correspondientes y recogiera las placas, esperaron en silencio junto a la ventanilla del séptimo piso.

Bosch estaba asqueado consigo mismo. Había perdido de vista el arte de su profesión. Resolver casos era conseguir que la gente te hablara; no forzarlos a hablar. En aquella ocasión lo había olvidado.

—Puedes irte si quieres —le dijo a Rickard.

—En cuanto el chico salga por esa puerta, yo me marcho. No quiero tener nada que ver con él. Pero quiero verlo salir contigo, Bosch. No me fío de ti.

—Qué listo.

—Sí.

—Pero todavía tienes mucho que aprender, Rickard. No todo es blanco y negro. No todo el mundo merece ser pisoteado. Coges a un chico como ése…

—Ahórrate el sermón, Bosch. Puede que tenga un montón que aprender, pero no será de ti. Tú eres un fracasado de primera. Lo único que puedes enseñarme es cómo caer en picado. No, gracias.

—De nada —respondió Bosch, y fue a sentarse a un banco al otro lado de la sala. Quince minutos más tarde el chico salió y caminó hasta el ascensor entre Rickard y Bosch. Una vez fuera del edificio, Rickard le dijo a Bosch:

—Vete a tomar por culo.

—Muy bien —contestó Bosch.

Rickard se alejó, mientras Bosch se quedaba en la acera. Entonces encendió un cigarrillo y le ofreció otro al chico, pero éste lo rechazó.

—No voy a contarte nada —le avisó el chico.

—Ya lo sé. No pasa nada. ¿Quieres que te lleve a algún sitio? ¿A un médico de verdad? ¿A Hollywood?

—A Hollywood.

Caminaron hasta el coche de Bosch que estaba aparcado a dos manzanas del Parker Center y desde allí cogieron Third Street en dirección a Hollywood. Estaban a medio camino cuando Bosch rompió el silencio.

—¿Dónde vives? ¿Dónde prefieres que te deje?

—En cualquier sitio.

—¿No tienes casa?

—No.

—¿Familia?

—No.

—¿Qué vas hacer?

—Da igual.

Harry cogió Western. Permanecieron en silencio unos quince minutos más, hasta que Bosch se detuvo delante del Hideaway.

—¿Qué es esto? —preguntó el chico.

—Espérame aquí. Ahora vuelvo.

En recepción, el director del motel intentó alquilarle a Bosch la habitación número siete, pero Harry le mostró su placa y le dijo que ni hablar. El director, que todavía llevaba una sucia camiseta de tirantes, le dio la llave de la habitación número trece. Bosch regresó al coche y le entregó la llave al chico. También sacó su cartera.

—Tienes una habitación alquilada para una semana —le informó—. Ya sé que no me vas a hacer caso, pero mi consejo es que te tomes unos días para pensar y que luego te alejes todo lo que puedas de esta ciudad. Hay mejores sitios para vivir.

El chico miró la llave que tenía en la palma de la mano. Entonces Bosch le dio todo el dinero que llevaba encima, que eran sólo cuarenta y tres dólares.

—¿Me das una habitación y pasta y crees que voy a hablar? He visto la tele, tío. Todo ha sido un montaje, tú y ese tío.

—No me malinterpretes, chaval. Estoy haciendo esto porque creo que es lo que tengo que hacer. Eso no significa que crea que lo que haces está bien. Si vuelvo a verte en la calle, te aseguro que iré a por ti. Esto es sólo una última oportunidad. Haz con ella lo que quieras. Puedes irte. No es un montaje.

El chico abrió la puerta y salió, pero se volvió hacia Bosch.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—No lo sé. Supongo que porque tú lo mandaste al infierno, algo que tendría que haber hecho yo. Tengo que irme.

El chico lo miró un momento antes de hablar.

—Dance se ha largado. No sé porque estáis todos preocupados por él.

—Mira, chico, yo no lo he hecho…

—Ya lo sé.

Harry se lo quedó mirando.

—Se abrió, tío. Nos dijo que nuestro contacto se había pirado y bajó para volver a montar todo el asunto. Supongo que él quiere pasar a ser el contacto.

—¿Bajó?

—Él dijo México, pero no sé más. Se ha pirado. Por eso yo estaba vendiendo sherms.

El chico cerró la puerta del coche y desapareció por el patio del motel. Bosch se quedó ahí sentado, pensando, y la pregunta de Rickard le volvió a la cabeza. ¿Dónde estaría el chico dentro de un año?

Entonces recordó que él mismo se había alojado en moteles cutres hacía años. Bosch lo había conseguido; había sobrevivido. Convencido de que siempre existía la posibilidad de escapar, Harry arrancó el coche y se marchó.