Capítulo 14

El Centro de Erradicación de Parásitos estaba en el límite de East Los Angeles en la carretera de San Fernando, no muy lejos del Sanatorio del Condado y del hospital de la Universidad del Sur de California, donde se hallaba el depósito de cadáveres. Bosch estuvo tentado de ir a ver a Teresa, pero pensó que debería darle tiempo para que se calmara. Era consciente de que era una decisión cobarde, pero no cambió de opinión. Continuó conduciendo. El centro se albergaba en un antiguo pabellón psiquiátrico del condado que fue abandonado cuando el Tribunal Supremo hizo que resultara prácticamente imposible para el gobierno —por medio de la policía— retirar de la calle a los enfermos mentales y retenerlos bajo vigilancia por motivos de seguridad ciudadana. El pabellón de la carretera de San Fernando, pues, se cerró cuando el condado renovó sus centros psiquiátricos.

Desde entonces el edificio había sido empleado para diversas funciones: desde escenario de una película de terror ambientada en un manicomio a depósito de cadáveres improvisado cuando un temblor causó daños en las instalaciones del hospital de la Universidad hacía unos años. Los cuerpos se almacenaron en dos camiones frigoríficos estacionados en el aparcamiento. Debido a la situación de emergencia, los funcionarios del condado habían tenido que recurrir a los primeros camiones que se les pusieron a tiro. Pintadas en el lateral de uno de ellos se leían las palabras: «¡Langostas vivas de Maine!». Bosch recordaba haber leído la anécdota en el Times, en la columna «cosas que sólo pasan en Los Angeles».

En la entrada al aparcamiento había un agente de la policía estatal. Bosch bajó la ventanilla del coche, le mostró su placa y le preguntó quién era el director del centro. El agente le indicó un sitio para aparcar frente a la entrada de las oficinas de administración, donde todavía quedaba un rótulo que rezaba: «Prohibida la entrada a pacientes sin acompañar».

Una vez dentro, Bosch caminó por un pasillo y pasó por delante de otro agente estatal, a quien saludó con la cabeza. Al llegar a la mesa de la secretaria, se identificó y solicitó ver al entomólogo encargado. Ella hizo una llamada rápida, acompañó a Harry a un despacho cercano y le presentó a un hombre llamado Roland Edson. La secretaria se quedó merodeando cerca de la puerta con una mirada de asombro hasta que Edson finalmente le dijo que podía retirarse.

Cuando se quedaron solos, Edson dijo:

—¿A qué se debe su visita, detective? Sepa que yo me gano la vida matando moscas, no personas.

El hombre se echó a reír a carcajadas y Bosch forzó una sonrisa por educación. Edson era un hombrecillo menudo vestido con una camisa blanca y una corbata verde. Tenía la calva llena de pecas producidas por el sol y cicatrices causadas por errores de cálculo. Las gafas gruesas que llevaba le agrandaban los ojos y le daban un aspecto similar al de sus presas. Sus subordinados probablemente lo llamaban la Mosca a sus espaldas. Bosch le explicó a Edson que estaba trabajando en un caso de homicidio y que no podía entrar en muchos detalles porque la investigación era de carácter altamente confidencial. Le advirtió que otros investigadores podían volver con más preguntas y luego le pidió un poco de información general sobre la cría y transporte de moscas estériles con la esperanza de que, apelando a su condición de experto, el burócrata se sintiera más inclinado a hablar. Edson respondió con más o menos la misma información que Teresa Corazón ya le había proporcionado, pero Bosch hizo ver que no lo sabía y tomó notas.

—Éste es el espécimen, detective —le anunció Edson al tiempo que levantaba un pisapapeles. Se trataba de un bloque de cristal en el que la mosca había quedado atrapada eternamente, como una hormiga prehistórica en el ámbar. Bosch asintió, pero inmediatamente desvió el tema de la conversación a Mexicali. El entomólogo le informó de que la empresa contratada por el gobierno estadounidense en dicha población era una compañía llamada EnviroBreed, que proveía al centro de erradicación con un cargamento de unos treinta millones de moscas cada semana.

—¿Cómo llegan hasta aquí? —preguntó Bosch.

—En la etapa pupal, claro.

—Claro. Pero mi pregunta era cómo.

—La etapa pupal es aquella en la que el insecto no se alimenta ni se mueve. Es lo que nosotros denominamos la fase de transformación entre larva e imago, es decir, insecto adulto. La operación funciona bastante bien porque es el momento ideal para transportarlas. Las pupas vienen en una especie de incubadoras: lo que nosotros denominamos cajas-invernadero. Y luego, poco después de que lleguen aquí, la metamorfosis finaliza y están listas para ser soltadas.

—Así que cuando llegan aquí, ¿ya han sido teñidas e irradiadas?

—Correcto. Ya se lo he dicho.

—¿Y están en su estado pupal, no larvario?

—Se dice larval, pero sí, la idea es básicamente correcta. También se lo he dicho.

Bosch comenzaba a pensar que Edson era básicamente un pedante insoportable. Ya no le cabía ninguna duda de que debían de llamarlo la Mosca.

—De acuerdo —dijo Harry—. ¿Y si yo encontrase aquí, en Los Angeles, una larva que hubiera sido teñida pero no irradiada? ¿Sería posible?

Edson se quedó en silencio un momento. No quería precipitarse y decir algo equivocado. Bosch sospechaba que era el tipo de tío que cada tarde veía los concursos de cultura general por la tele y se apresuraba a gritar las respuestas antes que los concursantes. Aunque estuviera solo en casa.

—Bueno, detective, cualquier situación es posible. Pero yo diría que su hipótesis es muy improbable. Como ya le he dicho, nuestros proveedores pasan los paquetes de pupas por una máquina de radiaciones antes de enviarlas aquí. En los envíos a menudo encontramos larvas mezcladas con las pupas porque es casi imposible separar las dos. Pero estos especímenes larvales han sufrido la misma radiación que las pupas. Así que no; no creo que sea posible.

—Es decir, que si he encontrado una sola pupa (teñida pero no irradiada) en el cuerpo de una persona, esa persona no podría ser de aquí, ¿verdad?

—No, no creo.

—¿No cree?

—No. Estoy seguro de que no sería de aquí.

—¿Entonces de dónde podría ser?

Edson volvió a considerar su respuesta, mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz con la goma de un lápiz con el que había estado jugueteando.

—Supongo que esa persona está muerta, al ser usted un detective de homicidios y no poder preguntárselo a la persona en cuestión, por razones evidentes.

—Supone bien, señor Edson.

—Doctor Edson. Bueno, no tengo ni idea de dónde podría haber recogido un espécimen así.

—Podría ser uno de los criadores que usted mencionó, en México o en Hawai, ¿no?

—Sí, es una posibilidad. Una de ellas.

—¿Y cuál es la otra?

—Bueno, señor Bosch. Ya ha visto usted la seguridad que tenemos aquí. Para serle sincero, le diré que mucha gente de la región no está de acuerdo con lo que hacemos. Algunos extremistas creen que la naturaleza debería seguir su curso. Según ellos, si las moscas vienen al sur de California, ¿quiénes somos nosotros para erradicarlas? Hay quien cree que no tenemos ningún derecho. Incluso ha habido amenazas de algunos grupos; anónimas, pero amenazas al fin y al cabo. Estos grupos han amenazado con criar moscas no estériles y soltarlas para provocar una plaga masiva. Si yo fuera a hacer eso, tal vez las teñiría para confundir a mi enemigo.

Edson estaba satisfecho de su teoría, pero a Bosch no le convencía. No encajaba con los hechos. Harry asintió, dándole a entender a Edson que lo consideraría y luego le preguntó:

—Dígame, ¿cómo llegan hasta aquí los envíos? Por ejemplo, desde el sitio de Mexicali con el que tratan.

Edson respondió que en el criadero se empaquetaban miles de pupas en unos tubos de plástico como salchichas de unos dos metros de largo. Los tubos se metían en unas cajas de cartón que contenían incubadoras y humidificadores. Estas cajas-invernadero se sellaban en EnviroBreed bajo el estricto escrutinio de un inspector del Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Después se transportaban en camión a través de la frontera y luego hacia el norte, Los Angeles. Los envíos de EnviroBreed llegaban dos o tres veces a la semana, dependiendo de la cantidad de producto disponible.

—¿Las cajas no se inspeccionan en la aduana? —inquirió Bosch.

—Las inspeccionan, pero no las abren porque podrían poner en peligro el producto. Como comprenderá, cada caja tiene una temperatura y un entorno cuidadosamente controlado. Pero, como le digo, las cajas se sellan bajo la vigilancia de inspectores del gobierno y luego se vuelven a examinar cuando rompemos los sellos en el centro de erradicación para asegurarnos de que no han sido manipuladas.

»En la frontera, las autoridades aduaneras comprueban el número de los sellos y las cajas con el conocimiento de embarque y nuestra propia notificación de transporte. Es una supervisión a fondo, detective Bosch. El sistema de seguridad se discutió en las más altas esferas. —Bosch no dijo nada. No iba a debatir la seguridad del sistema, pero se preguntó quién lo había diseñado en las más altas esferas: los científicos o las autoridades aduaneras.

—Si tuviera que ir allí, a Mexicali, ¿podría usted meterme en EnviroBreed?

—Imposible —contestó Edson rápidamente—. Tiene que recordar que son contratistas privados. Nosotros conseguimos las moscas de una empresa de propiedad privada. Contamos con un inspector del Departamento de Agricultura en cada fábrica y de vez en cuando gente como yo (entomólogos estatales), realizamos visitas de carácter rutinario, pero no podemos ordenarles que abran sus puertas a la policía o a quien sea, sin infringir nuestro contrato. En otras palabras, detective Bosch, dígame qué han hecho y yo le diré si puedo meterlo en EnviroBreed.

Bosch no respondió. Quería contarle a Edson lo menos posible, así que cambió de tema.

—Esas cajas-invernadero donde vienen los tubos con los bichos, ¿cómo son de grandes?

—Bueno, son de un tamaño considerable. Normalmente las transportamos mediante una carretilla elevadora.

—¿Puede enseñarme una? —Edson consultó su reloj.

—Supongo que sí, aunque no sé si ha llegado algo.

Bosch se levantó para obligarlo a actuar y finalmente Edson hizo lo propio. Condujo a Bosch por otro pasillo, pasando por delante de más despachos y laboratorios que antiguamente habían sido celdas para enfermos mentales, adictos y abandonados. Harry recordó la vez en que, siendo patrullero, había caminado por ese mismo pasillo acompañando a una mujer que había arrestado en Mount Fleming mientras escalaba la estructura metálica que sostiene la primera O de las letras de Hollywood. La mujer llevaba una soga de nailon con la que planeaba ahorcarse. Unos años más tarde leyó en el periódico que, después de salir del hospital estatal Patton, había vuelto a las letras y había llevado a cabo el trabajo que él había interrumpido.

—Debe de ser duro —comentó Edson—. Trabajar en Homicidios. —Bosch contestó lo que siempre contestaba cuando la gente le decía eso.

—No está tan mal. Al menos las víctimas con las que yo trabajo han dejado de sufrir.

Edson no dijo nada más. El pasillo terminaba en una enorme puerta de acero. Edson la abrió y ambos pasaron a una zona de carga y descarga en un edificio parecido a un hangar. A unos diez metros había media docena de obreros, todos hispanos, que colocaban unas cajas de plástico blanco sobre plataformas con ruedas y las empujaban a través de unas puertas al otro lado de la zona de descarga. Bosch observó que todas las cajas eran aproximadamente del tamaño de un ataúd.

Una pequeña carretilla elevadora descargaba las cajas de una camioneta blanca. En el lateral de la camioneta se leía «EnviroBreed» pintado en letras azules. La puerta del conductor estaba abierta y un hombre blanco supervisaba el trabajo. En la parte trasera del vehículo otro hombre blanco se inclinaba para comprobar los números de los sellos de cada una de las cajas y tomaba notas en una libreta.

—Estamos de suerte —dijo Edson—. Una entrega. Las cajas-invernadero se llevan a nuestro laboratorio donde se completa el proceso de metamorfosis.

Edson señaló las puertas abiertas del garaje. Fuera había seis furgonetas naranjas aparcadas en fila.

—Después metemos las moscas adultas en cubos tapados y empleamos nuestra propia flota para trasladarlas a las zonas de ataque. Las soltamos a mano. Ahora mismo nuestro objetivo es una zona de unos doscientos cincuenta kilómetros cuadrados. Cada semana soltamos unos cincuenta millones de moscas estériles o más, si podemos. A la larga, las estériles serán mayoría y la raza se extinguirá.

Bosch notó un deje triunfal en la voz del entomólogo.

—¿Quiere hablar con el conductor de EnviroBreed? —sugirió Edson—. Estoy seguro que él estaría encantado de…

—No —respondió Bosch—. Sólo quería saber un poco cómo funciona. Doctor, le agradecería mucho que no dijera nada sobre mi visita.

Mientras decía esto, Bosch advirtió que el conductor de EnviroBreed lo miraba fijamente. El hombre estaba muy moreno, tenía la cara arrugada y el pelo blanco, llevaba un sombrero de paja y fumaba un cigarrillo. Bosch le devolvió la mirada comprendiendo que lo habían calado. Por un momento incluso le pareció distinguir una ligera sonrisa en el rostro del conductor, pero el hombre finalmente desvió la mirada y volvió a supervisar el proceso de descarga.

—¿Puedo hacer algo más por usted, detective? —inquirió Edson.

—No, doctor. Gracias por su cooperación.

—Estoy seguro de que no tendrá problemas en encontrar la salida.

Edson dio media vuelta y desapareció por la puerta de acero. Harry se puso un cigarrillo en la boca, pero no lo encendió. Espantó una nube de moscas, seguramente parásitos de la fruta, bajó las escaleras de la zona de descarga y salió por las puertas del garaje.

En su camino de vuelta al centro, Bosch decidió sacarse un peso de encima y enfrentarse a Teresa. Al llegar al aparcamiento del hospital de la universidad, se pasó diez minutos buscando un espacio donde cupiera el Caprice. Finalmente encontró uno al fondo, en la parte del aparcamiento que queda elevado, con vistas a la vieja estación de maniobras del ferrocarril. Harry permaneció en el coche unos instantes para pensar en lo que iba a decir, mientras fumaba y contemplaba los viejos vagones. Un grupo de muchachos hispanos vestidos con las típicas camisetas enormes y pantalones anchos caminaba por entre las vías oxidadas. Uno de ellos, que llevaba un aerosol, se rezagó un poco para hacer una pintada en uno de los vagones. Aunque estaba en español, Bosch la entendió. Era el lema de la pandilla, su filosofía de vida:

RÍE AHORA Y LLORA DESPUÉS

Bosch los observó hasta que desaparecieron por detrás de otra hilera de vagones. Finalmente salió del coche y entró en el depósito de cadáveres por la puerta de atrás, por donde reciben las entregas. Un guarda de seguridad lo dejó pasar al ver su placa.

Aquél era un buen día en el depósito. El olor a desinfectante le había ganado la batalla al olor a muerte. Harry pasó por delante de las cámaras refrigeradas número uno y dos, y llegó a unas escaleras que llevaban a las oficinas de administración del segundo piso.

Bosch preguntó a la secretaria del forense jefe si podía ver a la doctora Corazón. La mujer, cuya piel pálida y cabello rosáceo le hacían parecer uno de los clientes del lugar, lo consultó por teléfono y finalmente lo dejó pasar.

Teresa estaba de pie detrás de su mesa, mirando por la ventana. Desde allí disfrutaba de la misma vista que Bosch había tenido de las vías muertas de ferrocarril; puede que incluso lo hubiera visto llegar. Pero desde el segundo piso, también había una panorámica que iba desde los rascacielos del centro de la ciudad al monte Washington. Bosch se fijó en lo claros que se veían los rascacielos en la distancia. También hacía buen día fuera del depósito.

—No pienso hablar contigo —le anunció Teresa sin volverse.

—Venga, mujer.

—No.

—¿Y por qué me has dejado entrar?

—Para decirte que no pienso hablar contigo, que estoy muy cabreada y que seguramente has estropeado mi oportunidad de ser forense jefe.

—Venga, Teresa. He oído que tienes una rueda de prensa esta tarde. Todo irá bien.

No sabía qué más decirle. Ella se volvió, se apoyó en el alféizar de la ventana y le lanzó una mirada fulminante. A Bosch le llegó el aroma de su perfume desde el otro lado de la habitación.

—Tengo que darte las gracias por la rueda de prensa.

—A mí no. Me he enterado de que la ha convocado Irving…

—No juegues conmigo. Los dos sabemos lo que hiciste con lo que te conté y los dos sabemos que ese gilipuertas de Irving ha deducido automáticamente que yo me chivé a la prensa. Ahora sí que se ha jodido mi oportunidad de ser jefa. Fíjate bien en esta oficina, Harry, porque es la última vez que me ves aquí.

Bosch había observado que muchas de las mujeres profesionales que conocía, sobre todo policías y abogadas, se volvían soeces cuando discutían. Se preguntó si lo hacían para ponerse al mismo nivel que los hombres con los que estaban lidiando.

—Todo irá bien —repitió Harry.

—¿De qué coño hablas? Irving sólo tiene que contarle a los de la comisión que filtré información confidencial para que me descarten totalmente para el puesto.

—Mira, Irving no puede estar seguro de que fueras tú y me apuesto algo a que cree que fui yo. Yo y Bremmer, el tío del Times que lo removió todo, somos amigos desde hace tiempo. Irving lo sabrá, así que deja de preocuparte. He venido para saber si querías ir a comer o…

Se había equivocado. Bosch vio que ella enrojecía de rabia.

—¿A comer? ¿Me tomas el pelo? ¿Acabas de decirme que tú y yo somos los dos únicos sospechosos de esto y quieres que nos vean juntos en un restaurante? ¿Sabes lo que podría…?

—Teresa, que tengas una buena rueda de prensa —la interrumpió Bosch. Dicho esto, dio media vuelta y salió del despacho.

De camino al centro, el busca de Bosch comenzó a sonar; era la línea directa de Noventa y ocho. Harry supuso que seguiría preocupado por las estadísticas. Decidió no hacer caso del aviso y también desconectó la radio del coche.

En Alvarado Street se detuvo delante de un puesto ambulante de comida mexicana y pidió dos tacos de gambas. Se los sirvieron en tortitas de maíz, al estilo de Baja California, y Bosch notó el fuerte sabor a cilantro de la salsa.

A pocos metros del puesto había un hombre recitando de memoria versos de la Biblia. Sobre la cabeza tenía un vaso de agua que no se derramaba porque descansaba cómodamente en su peinado afro setentañero. De vez en cuando cogía el vaso y tomaba un sorbito de agua sin dejar de saltar de un libro a otro del Nuevo Testamento. Antes de cada cita, el hombre daba a sus oyentes el capítulo y versículo como referencia. A sus pies había una pecera de cristal con monedas. Cuando hubo terminado de almorzar, Bosch pidió una Coca-Cola y arrojó el cambio en la pecera. A cambio recibió un «Dios le bendiga».