Bosch tomaba café en la barra del Pantry y comía unos huevos con bacon, tratando de recuperar energías. No se había molestado en intentar seguir a Porter porque no tenía ninguna posibilidad de encontrarlo. Sabiendo que Bosch lo buscaba, incluso un policía hecho polvo como Porter tendría el sentido común de alejarse de los sitios más evidentes y mantenerse fuera de su alcance.
Harry sacó su libreta y la abrió por la lista cronológica que había elaborado el día anterior. Sin embargo, le costaba concentrarse en ella; estaba demasiado deprimido. Deprimido porque Porter había huido, no había confiado en él. Y deprimido porque parecía que la muerte de Moore formaba parte de la oscuridad que había ahí fuera, más allá de la posibilidad de comprensión de cualquier policía. Moore había cruzado la línea. Y lo había pagado con su vida.
«He descubierto quién era yo».
La nota también le preocupaba. Si Moore no se había suicidado, ¿quién la había escrito? Aquello le recordó lo que Sylvia Moore le había dicho sobre el pasado de su marido: que había caído en una trampa tendida por él mismo. En ese instante se le ocurrió llamarla para contarle lo que había averiguado, pero descartó la idea, al menos por el momento, ya que no tenía respuestas a las preguntas que ella le haría. ¿Por qué habían asesinado a Calexico Moore? ¿Y quién lo había hecho?
Eran poco más de las ocho de la mañana. Bosch dejó dinero en la barra y se marchó. Fuera, dos vagabundos le pidieron limosna, pero él no les hizo caso. A continuación condujo hasta el Parker Center; por suerte era lo bastante pronto como para encontrar un sitio en el aparcamiento. Una vez dentro, primero se dirigió a las oficinas de Robos y Homicidios de la tercera planta, donde descubrió que Sheehan aún no había llegado. Así pues, subió al cuarto piso, a Fugados, para hacer lo que Porter habría hecho de no haber hablado con Moore. Fugados también llevaba los casos de personas desaparecidas, algo que a Bosch siempre le había parecido irónico. La mayoría de las personas desaparecidas se habían fugado de un sitio, de una parte de sus vidas.
Cuando le atendió un detective encargado de las denuncias de desapariciones llamado Capetillo, Harry le pidió la lista de desaparecidos hispanos de los últimos diez días. Capetillo lo llevó a su mesa y le ofreció asiento mientras buscaba en los archivos. Harry miró a su alrededor y sus ojos se posaron sobre una foto enmarcada del detective rechoncho con una mujer y dos niñas. Un hombre de familia. En la pared, sobre la mesa, había el cartel de una corrida de hacía dos años en la plaza de toros de Tijuana. A la derecha aparecían los nombres de los seis diestros participantes, mientras que todo el margen izquierdo lo ocupaba una ilustración de un toro embistiendo a un torero que lo sorteaba con su capa roja. Al pie de la imagen se leía: «El arte de la muleta».
—La clásica verónica.
Bosch se volvió. Era Capetillo, que había vuelto con una carpeta en la mano.
—¿Cómo?
—La verónica. ¿Sabes algo de toros? ¿Has ido a una corrida?
—No, nunca.
—Son magníficas. Yo voy al menos cuatro veces al año. No hay nada que se le pueda comparar; ni el fútbol, ni el baloncesto, ni nada. La verónica es el lance en el que el torero sortea al toro con la capa extendida con las dos manos. En México a las corridas las llaman festivales bravos.
Bosch miró la carpeta que sostenía el detective. Capetillo la abrió y le entregó a Bosch una pila muy fina de papeles.
—Esto es todo lo que ha llegado en los últimos diez días —le informó Capetillo—. Los mexicanos, o chicanos, casi nunca denuncian las desapariciones. Es una cuestión cultural. La mayoría no confía en la policía. Y cuando la gente desaparece, muchas veces se imaginan que habrán vuelto a México. Aquí hay muchos inmigrantes ilegales y por eso no nos avisan.
Bosch se leyó la pila de papeles en menos de cinco minutos. Ninguna de las denuncias encajaba con la descripción de Juan 67.
—¿Y las solicitudes de información de la policía mexicana?
—Eso es distinto. La correspondencia oficial la llevamos por separado, pero si quieres puedo mirártelo. ¿Por qué no me dices qué estás buscando?
—Nada en concreto. Tengo un cadáver sin identificar y creo que el hombre podría ser mexicano, tal vez de Mexicali. Es una corazonada más que otra cosa.
—Espera un momento —le pidió Capetillo mientras salía de nuevo de su cubículo.
Bosch volvió a contemplar el cartel y se fijó en que el rostro del torero no revelaba la más mínima indecisión o miedo, sólo concentración en aquellos cuernos mortíferos. Sus ojos tenían una mirada inexpresiva, muerta, como la de un tiburón. Capetillo regresó enseguida.
—Una buena corazonada. Tengo tres informes recibidos en las últimas dos semanas. Todos podrían ser tu hombre, aunque uno más que los demás. Creo que hemos tenido suerte.
Capetillo le pasó una hoja de papel a Bosch y añadió:
—Ésta llegó ayer del consulado de Olvera Street.
Era una fotocopia de un télex enviado al consulado por un agente de la Policía Judicial del Estado llamado Carlos Águila. Bosch estudió la carta, que estaba escrita en inglés.
Se busca información sobre la desaparición de Fernal Gutiérrez-Llosa, 55 años, obrero, Mexicali. Paradero desconocido. Última vez que fue visto: 17-12, Mexicali.
Descripción: 1,72 metros, 60 kg. Ojos castaños, pelo castaño con algunas canas. Tatuaje en la parte superior izquierda del pecho (fantasma, tinta azul, símbolo del barrio Ciudad de las Personas Perdidas).
Llamar a: Carlos Águila, 57-20-13, Mexicali, Baja California.
Bosch releyó la hoja. No había mucha información, pero era suficiente. Fernal Gutiérrez-Llosa desapareció en Mexicali el diecisiete y la mañana del dieciocho apareció el cuerpo de Juan 67 en Los Angeles. Bosch echó un vistazo rápido a las otras dos páginas, pero éstas se referían a hombres que eran demasiado jóvenes para ser Juan 67. Bosch volvió a la primera hoja. El tatuaje era la prueba definitiva.
—Creo que es éste —dijo—. ¿Puedo quedarme una copia?
—Pues claro. ¿Quieres que los llame? ¿Para ver si te pueden enviar unas huellas dactilares?
—No, todavía no. Primero quiero comprobar unas cosas —mintió Bosch. En realidad quería limitar al máximo la participación de Capetillo—. Una última pregunta. ¿Sabes lo que quiere decir eso de la Ciudad de las Personas Perdidas?
—Sí. En México los tatuajes suelen ser símbolos de un barrio. Fernal Gutiérrez-Llosa vivía en el barrio Ciudad de las Personas Perdidas. Muchos de los habitantes de los barrios pobres mexicanos hacen eso; se marcan. Es algo similar a las pintadas de aquí. Sólo que allí se pintan ellos y no las paredes. La policía de allá abajo sabe qué tatuaje corresponde a cada barrio. Es bastante común en Mexicali. Cuando llames a Águila, él te lo explicará e incluso puedes pedirle una foto, si la necesitas.
Bosch se quedó en silencio unos segundos mientras simulaba leer el papel del consulado. «La Ciudad de las Personas Perdidas —pensó—. Un fantasma». Harry jugó con esta nueva información como un niño que ha encontrado una pelota de béisbol y le da vueltas para ver si las costuras están gastadas. Entonces se acordó del tatuaje en el brazo de Moore: el diablo con un halo. ¿Sería de un barrio de Mexicali?
—¿Dices que la policía de allá abajo tiene una lista de los tatuajes?
—Exactamente. Es una de las pocas cosas útiles que hacen.
—¿Qué quieres decir?
—¿Has estado allí trabajando alguna vez? Es tercermundista, tío. El aparato policial, si es que puede llamársele así, es totalmente primitivo comparado con el nuestro. La verdad es que no me sorprendería que no tuvieran huellas dactilares que mandarte. Me extraña incluso que enviaran algo al cónsul. El tal Águila debió de tener una corazonada, como tú.
Bosch echó un último vistazo al cartel de la pared, le agradeció a Capetillo su ayuda y la copia del télex, y se marchó.
Al entrar en un ascensor para bajar, Bosch se encontró a Sheehan dentro. Había mucha gente y Sheehan estaba detrás de todo, por lo que no hablaron hasta llegar a la tercera planta.
—¿Qué tal, Frankie? —lo saludó Bosch—. Al final no pude hablar contigo el día de Navidad.
—¿Qué haces aquí, Harry?
—Esperarte. Llegas tarde. ¿O es que ahora fichas en el quinto piso antes de entrar?
El comentario de Bosch era una pequeña indirecta, ya que las oficinas de Asuntos Internos estaban en la quinta planta. Harry también lo dijo para que Sheehan supiera que estaba enterado de lo que ocurría en el caso Moore. Si Sheehan bajaba, quería decir que venía del quinto o sexto piso, es decir, de Asuntos Internos o del despacho de Irving. O de ambos.
—No me jodas, Bosch. Si llego tarde es porque he estado ocupado desde temprano por culpa de tus jueguecitos.
—¿Qué quieres decir?
—Déjalo. Mira, no me gusta que me vean hablando contigo. Irving me ha dado instrucciones estrictas respecto a ti. No formas parte de la investigación; métetelo en la cabeza. Nos ayudaste la otra noche y punto.
Estaban en el pasillo delante de las oficinas de Robos y Homicidios. A Bosch no le gustaba el tono de voz de Sheehan. Nunca había visto a Frankie bajarse los pantalones ante los jefes de aquella manera.
—Venga, Frankie, vamos a tomar un café y me cuentas qué te trae de culo.
—Nada me trae de culo, tío. ¿Te olvidas de que he trabajado contigo y sé que cuando muerdes algo no lo sueltas? Te estoy diciendo cómo está el asunto; tú estabas el día que encontramos el fiambre, pero la cosa acaba ahí. Vuelve a Hollywood.
Bosch dio un paso hacia él y bajó la voz.
—Pero los dos sabemos que la cosa no acaba ahí, ni mucho menos. Si quieres, ya puedes decirle a Irving que lo he dicho yo.
Sheehan lo miró fijamente unos segundos, pero luego Bosch vio que su determinación se evaporaba.
—Muy bien, Harry, entra. Me voy a arrepentir, pero bueno.
Los dos caminaron hasta la mesa de Sheehan y Bosch se acercó una silla de la mesa de al lado.
Sheehan se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero junto a la mesa. Después de sentarse, se ajustó la funda de la pistola, cruzó los brazos y dijo:
—¿Sabes dónde he pasado toda la mañana? En la oficina del forense, intentando negociar un trato para tapar esto durante unas horas. Parece ser que anoche hubo una filtración a la prensa; esta mañana han llamado a Irving diciendo que estamos ocultando el homicidio de uno de nuestros propios agentes. Por casualidad tú no sabrás nada de todo esto, ¿verdad?
—Lo único que sé es que he estado pensando en la escena del motel y en que la autopsia no era concluyente y…, bueno, he llegado a la conclusión de que no es suicidio.
—Tú no has llegado a ninguna conclusión porque no estás en el caso, ¿recuerdas? —le corrigió Sheehan—. ¿Y qué me dices de esto?
Sheehan abrió un cajón y sacó una carpeta. Era el archivo sobre Zorrillo que Rickard le había mostrado el día antes.
—No te molestes en decir que no lo habías visto porque si lo haces lo llevaré a la policía científica para que saquen las huellas dactilares. Me apuesto el diafragma de mi mujer a que encontraría las tuyas.
—Pues lo perderías.
—Pues tendría más hijos —dijo Sheehan—. Aunque no perdería, Harry.
Bosch esperó un momento a que Sheehan se tranquilizase.
—Toda esta bronca que me estás metiendo significa una cosa: que tú tampoco crees que sea suicidio. Así que corta el rollo.
—Tienes razón; no creo que lo sea. Pero tengo un subdirector controlándome al que se le ha ocurrido la brillante idea de colgarme un buitre de Asuntos Internos. Así que tengo los dos pies metidos en mierda antes de empezar.
—¿Me estás diciendo que no quieren que esto salga de aquí?
—No, no estoy diciendo eso.
—¿Qué van a decirle al Times?
—Hay una rueda de prensa esta tarde. Irving declarará que estamos considerando la posibilidad (sólo la posibilidad) de que se trate de homicidio. Daremos la noticia a todo el mundo; a la mierda el Times. Además, ¿cómo sabes que fueron ellos?
—Por suerte, supongo.
—Ten cuidado, Bosch. Si vuelves a cagarla así, Irving te meterá un puro que no veas. Le encantaría, con tu historial y toda la experiencia que ha tenido contigo. De momento ya me ha encargado que investigue lo de este expediente. Tú le dijiste a Irving que no conocías a Moore y resulta que tenemos pruebas que demuestran que estaba investigando algo para ti.
En ese momento Bosch se dio cuenta de que había olvidado despegar la nota adhesiva que Moore había puesto en la carpeta.
—Dile a Irving lo que quieras. Me importa un pimiento. —Bosch miró la carpeta—. ¿Qué piensas tú?
—¿De este expediente? Yo no pienso nada en voz alta.
—Venga, Frankie. Le pedí a Moore que me ayudara con un caso de homicidio relacionado con drogas y acabó en un motel con la cabeza hecha trizas en la bañera. Fue un trabajo tan perfecto que no dejaron ni una sola huella en toda la habitación.
—¿Y qué pasa si fue perfecto y no había otras huellas? Hay tíos que se merecen lo que les pase, ¿me entiendes?
Ahí se rompió la defensa de Sheehan. Intencionadamente o no, le estaba contando a Bosch que Moore había cruzado la línea.
—Necesito más —susurró Bosch—. Tú tienes todo el peso sobre ti, pero yo no. Trabajo por libre y voy a resolverlo. Puede que Moore se hubiera pasado al otro bando, sí, pero nadie tenía derecho a cargárselo de esa manera. Los dos lo sabemos. Además, hay más muertos.
Harry notó que aquello había capturado la atención de Sheehan.
—Podemos hacer un trueque —susurró Bosch.
—Sí, vamos a tomarnos ese café —contestó Sheehan, al tiempo que se levantaba de su silla.
Cinco minutos más tarde estaban sentados en la cafetería del segundo piso y Bosch le estaba contando lo de Jimmy Kapps y Juan 67. Le explicó las conexiones entre Moore y Juan 67, Juan y Mexicali, Mexicali y Humberto Zorrillo, Zorrillo y el hielo negro y el hielo negro y Jimmy Kapps. Todo estaba relacionado. Sheehan no hizo preguntas ni tomó notas hasta el final.
—¿Qué opinas entonces? —preguntó Sheehan.
—Lo mismo que tú —respondió Bosch—. Que Moore se había pasado al otro bando. Tal vez estaba trabajando para Zorrillo, el hombre del hielo negro, y se metió tanto que no pudo salir. Todavía no sé la explicación, pero estoy barajando algunas posibilidades. Se me ocurren unas cuantas. Quizá Moore quería dejarlo y por eso se lo cargaron. O tal vez lo mataron porque estaba recopilando información para mí. También puede que corriera la voz sobre la investigación de tu colega de Asuntos Internos, Chastain, y que de pronto vieran a Moore como un peligro y lo eliminaran.
Sheehan dudó un momento. Era la hora de la verdad. Si mencionaba la investigación de Asuntos Internos estaría rompiendo suficientes reglas departamentales como para que lo expulsaran permanentemente de Robos y Homicidios. Tal como le había ocurrido a Harry.
—Podrían echarme por hablar sobre eso —le recordó Sheehan—. Acabaría como tú, en «la cloaca».
—Todo es una cloaca, tío. Sigues nadando en la mierda, tanto si estás arriba como abajo.
Sheehan bebió un sorbo de su café.
—Asuntos Internos recibió un aviso, hace unos dos meses, de que Moore estaba involucrado en el tráfico de drogas en el Boulevard. Posiblemente ofreciendo protección o tal vez algo peor. La fuente no era más clara.
—¿Hace dos meses? —se sorprendió Bosch—. ¿Y no encontraron nada en todo ese tiempo? ¿Nada para al menos retirar a Moore de la calle?
—Mira, tienes que recordar que Irving me ha endosado a Chastain en esta investigación, pero no trabajamos mucho juntos; él apenas habla conmigo. Sólo me ha dicho que la investigación estaba en sus inicios cuando Moore desapareció. Todavía no tenía nada para probar o desmentir la acusación.
—¿Sabes si dedicó mucho tiempo al caso?
—Supongo que sí. El tío es de Asuntos Internos; siempre está buscando una chapa que arrancar. Y esto parecía algo más que una simple infracción del reglamento; seguramente habría ido al fiscal del distrito y todo. Me imagino que el tío estaría deseando cargárselo; simplemente no encontró nada. Moore debía de ser muy bueno.
«Evidentemente, no lo suficiente», pensó Bosch.
—¿Quién era la fuente?
—Eso no lo necesitas.
—Sabes que sí. Si voy a trabajar por mi cuenta en esto, tengo que saber qué pasa.
Sheehan dudó, pero enseguida continuó.
—Fue un anónimo: una carta. Pero Chastain me dijo que fue la mujer. Ella lo denunció.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Por los detalles de la carta. No sé cuáles eran, pero Chastain me dijo que sólo podía saberlos alguien muy cercano a Moore. Me contó que no era raro; muchas veces las denuncias vienen del cónyuge. Pero también me contó que a menudo son falsas. No es raro que un marido o una mujer acuse sin motivo a su pareja cuando están pasando un divorcio o una separación, sólo para joder al otro. Así que por lo visto se pasaron mucho tiempo intentando averiguar si la acusación era fundada porque Moore y su mujer estaban en proceso de separación. Ella nunca lo admitió, pero Chastain estaba seguro de que lo había enviado ella. Simplemente no llegó muy lejos intentando probarlo, eso es todo.
Bosch pensó en Sylvia. Estaba convencido de que se equivocaban.
—¿Hablaste con su mujer para decirle que se había confirmado la identificación?
—No, lo hizo Irving ayer por la noche.
—¿Le dijo lo de la autopsia, lo de que tal vez no fuera suicidio?
—No lo sé. Yo no puedo sentarme con Irving como tú conmigo y preguntarle todo lo que se me pasa por la cabeza.
Bosch notó que estaba agotando la paciencia de Sheehan.
—Sólo un par de cosas más, Frankie. ¿Investigó Chastain el asunto del hielo negro?
—No. Cuando recibimos la carpeta ayer, se cagó en todo; creo que era la primera noticia que tenía. La verdad es que me hizo bastante gracia, aunque el resto de este asunto no tiene ninguna.
—Bueno, ahora puedes contarle lo que te he dicho yo.
—Ni en broma. Que conste; tú y yo no hemos mantenido esta conversación. Antes de poder contárselo a él, tengo que hacer ver que lo he descubierto yo.
Bosch pensaba a toda velocidad. ¿Qué más podía preguntar?
—¿Y la nota? Eso es lo que ahora no encaja. ¿Si no fue suicidio, quién la escribió?
—Sí, ése es el problema. Por eso le dimos tanto la paliza a la forense. O ya la tenía en el bolsillo o quienquiera que se lo cargó le obligó a escribirla. No lo sé.
—Sí. —Bosch meditó un momento—. ¿Escribirías tú una nota así si alguien estuviera a punto de matarte?
—No lo sé, tío. La gente hace cosas inexplicables cuando les apuntan con una pistola porque siempre tienen la esperanza de salvarse. Bueno, al menos así lo veo yo.
Bosch asintió, aunque no sabía si estaba de acuerdo o no.
—Tengo que irme —dijo Sheehan—. Ya me contarás lo que descubras.
Bosch volvió a asentir y Sheehan lo dejó solo con dos tazas de café en la mesa. Al cabo de unos momentos volvió.
—Nunca te lo había dicho, pero fue una pena lo que te pasó. Nos hace falta gente como tú aquí, Harry. Siempre lo he pensado.
Bosch levantó la vista.
—Gracias, Frankie.