El cielo era del color de una flor de ninhidrina sobre papel blanco. No había nubes y la tonalidad violeta se iba intensificando con el envejecimiento del ocaso. Bosch pensó en las puestas de sol de las que le había hablado a Jazz y se dio cuenta de que incluso eso era mentira. Todo era mentira.
Detuvo el Mustang enfrente de la casa de Katherine Register. Una mentira más. La mujer que vivía allí era Meredith Roman. Cambiarse el nombre no cambiaba nada de lo que había hecho, no la cambiaba a ella de culpable a inocente.
No había luces encendidas que pudieran verse desde la calle, ninguna señal de vida. Estaba preparado para esperar, pero no quería enfrentarse a las ideas que se entrometerían si se quedaba sentado solo en el coche. Salió, cruzó el parterre hasta el porche de la entrada y llamó a la puerta.
Mientras aguardaba, sacó un cigarrillo y lo estaba encendiendo cuando se detuvo de repente. Se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era su reflejo de fumar en las escenas de los crímenes donde los cadáveres no eran recientes. Su instinto había reaccionado antes de que registrara conscientemente el olor procedente de la casa. Al otro lado de la puerta era apenas perceptible, pero ahí estaba. Miró a la calle y no vio a nadie. Se volvió hacia la puerta y probó a abrir. El pomo giró. Al entrar, sintió una ráfaga de aire fresco y el olor salió a recibirlo.
La casa estaba tranquila, el único sonido era el zumbido del aire acondicionado en la ventana de la habitación de Meredith. Fue allí donde la encontró. Enseguida vio que la mujer llevaba varios días muerta. Su cadáver estaba en la cama, con las sábanas subidas hasta el cuello. Sólo era visible la cara, o lo que quedaba de ella. Los ojos de Bosch no se entretuvieron en la imagen. El deterioro había sido generalizado y supuso que tal vez llevaba muerta desde el día en que él la había visitado.
En la mesita de noche había dos vasos vacíos, una botella de vodka a medias y un frasco vacío de pastillas. Bosch se inclinó a leer la etiqueta y vio que la prescripción era para Katherine Register, una cada noche antes de acostarse. Pastillas para dormir.
Meredith se había enfrentado al pasado y se había administrado su propia condena. Suicidio. Bosch sabía que no le correspondía a él decidir, pero eso era lo que parecía. Se volvió hacia el escritorio porque recordó la caja de pañuelos de papel y quería usar uno para limpiar sus huellas. Pero allí encima, cerca de las fotos en marcos dorados había un sobre a su nombre.
Lo cogió, agarró algunos pañuelos y salió de la habitación. En la sala de estar, un poco más lejos de la fuente del terrible olor, pero no lo suficiente, dio la vuelta al sobre para abrirlo y se fijó en que la lengüeta estaba rota. Ya habían abierto el sobre. Supuso que quizá Meredith lo había reabierto para volver a leer lo que había escrito. Quizá había dudado sobre lo que estaba haciendo. Bosch desechó la cuestión y sacó la nota. Estaba fechada una semana antes. Miércoles. La había escrito el día siguiente a su visita.
Querido Harry:
Si estás leyendo esto, mis temores de que descubrirías la verdad estaban bien fundados. Si estás leyendo esto, la decisión que he tomado esta noche era la correcta y no me arrepiento. Verás, prefiero afrontar el juicio de la otra vida a que me mires conociendo la verdad.
Sé lo que te arrebaté. Lo he sabido toda mi vida. De nada sirve decir que lo siento ni tratar de explicarlo. Pero todavía me sorprende cómo puede cambiar para siempre una vida en unos momentos de rabia incontrolada. Estaba furiosa con Marjorie cuando llegó esa noche tan llena de esperanza y felicidad. Me estaba dejando. A cambio de una vida contigo. Con él. Por una vida que sólo habíamos soñado que fuera posible.
¿Qué son los celos sino un reflejo de tus propios fallos? Estaba celosa y furiosa, y arremetí contra ella. Después hice un débil intento de cubrir lo que había hecho. Lo siento, Harry, pero te la arrebaté y de esta forma te arrebaté cualquier posibilidad que tuviste. He cargado con la culpa todos los días de mi vida desde entonces y me la llevo conmigo ahora. Debería haber pagado por mi pecado hace mucho tiempo, pero alguien me convenció de que no lo hiciera y me ayudó a librarme. Ahora ya no queda nadie para convencerme.
No pido tu perdón, Harry. Eso sería un insulto. Supongo que lo único que quiero es que sepas cuánto lo lamento y que sepas que a veces la gente que cree que se libra no se libra. Yo no lo hice. Ni entonces, ni ahora.
Adiós,
MEREDITH
Bosch releyó la carta y se quedó allí de pie un buen rato, pensando. Finalmente, la dobló y volvió a ponerla en su sobre. Encendió el sobre con su Bic y lo tiró a la chimenea. Observó cómo el papel se retorcía y se consumía hasta que floreció como luna rosa negra y desapareció.
Fue a la cocina y levantó el auricular después de envolverse la mano con un pañuelo de papel. Lo puso en la encimera y marcó el número de urgencias. Mientras caminaba hacia la puerta de la calle, oyó la débil voz de la operadora de la policía de Santa Mónica preguntándole quién era y qué problema había.
Dejó la puerta sin cerrar y limpió el pomo exterior con el pañuelo después de salir al porche. Oyó una voz detrás de él.
—Bonita carta, ¿no?
Bosch se volvió. Vaughn estaba sentado en el confidente de ratán del porche. Empuñaba otra veintidós. Parecía otra Beretta. No tenía muy mal aspecto. No tenía los ojos a la funerala de Bosch, ni los puntos.
—Vaughn.
A Bosch no se le ocurrió otra cosa para decir. No podía imaginar cómo lo había encontrado. ¿Había sido Vaughn lo bastante osado para esperarlo en el Parker Center y seguirlo desde allí? Bosch miró a la calle y se preguntó cuánto tardaría la operadora de la policía en enviar un coche a la dirección que el ordenador diera para la llamada a urgencias. Aunque Bosch no hubiera dicho nada, sabía que al final enviarían una patrulla a comprobarlo. Quería que encontraran a Meredith. Si no se daban prisa, probablemente lo encontrarían también a él. Tenía que entretener a Vaughn todo lo posible.
—Sí, bonita nota —repitió el hombre que empuñaba la pistola—, pero olvidó algo, ¿no crees?
—¿Qué olvidó?
Vaughn parecía no haberlo escuchado.
—Es gracioso —dijo—. Sabía que tu madre tenía un hijo, pero nunca te conocí, nunca te vi. Te mantenía apartado de mí. Supongo que no era lo bastante bueno.
Bosch siguió mirando mientras la información comenzaba a encajar.
—Johnny Fox.
—En persona.
—No entiendo. Mittel…
—¿Mittel me mató? No, la verdad es que no. Creo que podríamos decir que me maté yo mismo. He leído el artículo del periódico de hoy, pero está equivocado. Al menos la mayor parte.
Bosch asintió. Ahora lo sabía.
—Meredith mató a tu madre, chico. Lo siento. Yo sólo la ayudé después del hecho.
—Y más tarde usaste su muerte para acceder a Conklin.
Bosch no necesitaba ninguna confirmación de Fox. Sólo trataba de ganar tiempo.
—Sí, ése era el plan, llegar a Conklin. También funcionó muy bien. Me sacó del arroyo. Sólo que enseguida descubrí que quien tenía el poder era Mittel. Lo sabía. Entre ellos dos, Mittel podía llegar al final. Así que me apunté al caballo ganador. Quería controlar mejor al chico de oro. Quería tener un as en la manga. Así que le ayudé.
—¿Matándote? No lo entiendo.
—Mittel me dijo que el poder supremo sobre una persona es el que ellos no saben que tienes hasta que necesitas usarlo. Ves, Bosch, Mittel siempre sospechó que Conklin era quien mató a tu madre.
Bosch asintió. Vio adónde iba a ir a parar la historia.
—Y nunca le dijiste a Mittel que Conklin no era el asesino.
—Exacto. Nunca le hablé de Meredith. Así que sabiendo eso, míralo desde su lado. Mittel suponía que si Conklin era el asesino y creía que yo estaba muerto, entonces creería que era libre. Ves, yo era el único cabo suelto, el único que podía implicarlo. Mittel quería que pensara que estaba a salvo, porque quería que Conklin estuviera tranquilo. No quería que perdiera impulso, su ambición. Conklin iba a llegar lejos y Mittel no quería que dudara siquiera. Pero también quería mantener un as en la manga, algo que siempre pudiera sacar a relucir si Conklin trataba de salirse de la línea. Ése era yo. Yo era el as. Así que Mittel y yo organizamos ese pequeño atropello. La cuestión es que Mittel nunca tuvo que usar el as con Conklin. Conklin le dio a Mittel muchos años buenos. Cuando se retiró en la carrera a fiscal general, Mittel ya se había diversificado. Por entonces tenía un congresista, un senador y la cuarta parte de los políticos locales en su lista de clientes. Podría decirse que entonces ya se había subido a hombros de Conklin para pasar a un nivel superior. Ya no necesitaba a Arno.
Bosch asintió una vez más y pensó un momento en el escenario. Todos esos años. Conklin creía que la había matado Mittel, y Mittel creía que había sido Conklin. No había sido ninguno de los dos.
—¿Entonces a quién atropellaste?
—Oh, a alguien. No importa. Podríamos decir que fue un voluntario. Lo cogí en Misión Street. Pensaba que estaba repartiendo volantes de Conklin. Dejé mi identificación en el fondo de la mochila que le di. Nunca supo qué le golpeó ni por qué.
—¿Cómo saliste airoso? —preguntó Bosch, aunque pensaba que también tenía la respuesta a eso.
—Mittel tenía a Eno. Lo organizamos para que ocurriera cuando él fuera el siguiente de la ronda. Eno se ocupó de todo y Mittel se ocupó de él.
Bosch vio que el montaje también le dio a Fox una porción de poder sobre Mittel. Y lo había acompañado desde entonces. Un poco de cirugía plástica, una ropa mejor, y era Jonathan Vaughn, ayudante del fabuloso estratega político y triunfador.
—¿Cómo sabías que aparecería aquí?
—La he controlado a lo largo de los años. Sabía que estaba aquí. Sola. Después de nuestra pequeña escapada en la colina la otra noche, vine aquí a esconderme y a dormir. Me diste un buen dolor de cabeza… ¿Con qué me golpeaste?
—Con la bola ocho.
—Supongo que tendría que haber pensado en eso cuando te metí allí. El caso es que la encontré así en la cama. Leí la nota y me enteré de quién eras. Supuse que volverías. Sobre todo después de que dejaras ese mensaje en el contestador ayer.
—¿Has estado aquí todo este tiempo con…?
—Te acostumbras. Puse el aire acondicionado a tope y cerré la puerta. Te acostumbras.
Bosch trató de imaginarlo. A veces pensaba que estaba habituado al olor, pero sabía que no lo estaba.
—¿Qué es lo que no dijo en la nota, Fox?
—La parte de que quería a Conklin para ella. Verás, primero lo intenté con ella. Pero Conklin no mordió el anzuelo. Después lo organicé con Marjorie y saltaron chispas. Aunque nadie esperaba que fuera a terminar dispuesto a casarse con ella. Y menos Meredith. Sólo había sitio en el caballo blanco para una princesa. Ésa era Marjorie. Meredith no lo soportó. Debió de ser una pelotera infernal.
Bosch no dijo nada. Pero la verdad le picó en la cara como una quemadura de sol. Al final todo se había reducido a eso, una pelea entre putas.
—Vamos a tu coche —dijo Fox.
—¿Por qué?
—Tenemos que ir a tu casa.
—¿Para qué?
Fox no llegó a responder. Un coche patrulla de Santa Mónica se detuvo delante de la casa justo cuando Bosch formulaba su pregunta. Dos agentes de policía empezaron a salir.
—Tranquilo, Bosch —dijo Fox con calma—. Tranquilo si quieres vivir un poco más.
Bosch vio que Fox giraba el cañón de su arma hacia los agentes que se aproximaban. No podían verlo porque lo tapaba la gruesa buganvilla que recorría la parte delantera del porche. Uno de ellos empezó a hablar.
—¿Alguien ha llamado a…?
Bosch dio dos pasos y se lanzó por encima de la barandilla al parterre. Al hacerlo gritó una advertencia.
—¡Tiene una pistola! ¡Tiene una pistola!
Desde el suelo, Bosch oyó que Fox echaba a correr por el porche. Supuso que trataba de alcanzar la puerta. Entonces sonó el primer disparo. Estaba seguro de que había surgido de detrás de él, de Fox. A continuación los dos policías abrieron fuego como si fuera el Cuatro de Julio. Bosch no pudo contar todos los disparos. Se quedó en el suelo con los brazos extendidos y las manos hacia arriba, esperando que no dispararan en aquella dirección.
En menos de ocho segundos había terminado. Cuando los ecos se apagaron y volvió el silencio, Bosch volvió a gritar.
—¡Estoy desarmado! ¡Soy agente de policía! ¡No soy una amenaza! ¡Soy un agente de policía desarmado!
Sintió la boca de un cañón caliente apretada en el cuello.
—¿Dónde está la identificación?
—En el bolsillo interior derecho de la chaqueta.
Entonces recordó que no la tenía. Las manos del poli lo agarraron por los hombros.
—Voy a darle vuelta.
—Espera un momento. No la llevo.
—¿Qué es esto? Dese la vuelta.
Bosch obedeció.
—No la llevo, pero llevo otra identificación. En el bolsillo interior izquierdo.
El poli empezó a registrar su chaqueta. Bosch estaba asustado.
—No voy a hacer nada malo.
—Cállese.
El poli sacó la billetera de Bosch y miró la licencia de conducir que estaba detrás de una ventanilla de plástico.
—¿Qué tienes, Jimmy? —gritó el otro poli. Bosch no podía verlo.
—Dice que es poli, no tiene placa. Tengo el carnet de conducir aquí.
A continuación se agachó y cacheó a Bosch en busca de armas.
—Estoy limpio.
—Muy bien, dese la vuelta otra vez.
Bosch lo hizo y le esposaron las manos a la espalda. Entonces oyó que el hombre que estaba encima de él pedía una ambulancia por radio.
—Muy bien, arriba.
Bosch hizo lo que le dijeron. Por primera vez vio el porche.
El otro poli estaba de pie, apuntando con su pistola el cuerpo de Fox, junto a la puerta principal. Bosch subió por la escalera hasta el porche. Vio que Fox seguía vivo. Su pecho subía y bajaba. Tenía heridas en ambas piernas y en el estómago y parecía que una bala le había atravesado ambas mejillas. La mandíbula le colgaba abierta. Pero los ojos parecían aún más abiertos mientras esperaba que la muerte pasara a buscarle.
—Sabía que dispararías, cabrón —le dijo Bosch—. Ahora muérete.
—¡Cállese! —le ordenó el policía al que habían llamado Jimmy—. Ahora.
El otro poli lo apartó de la puerta. En la calle, Bosch vio que los vecinos se juntaban en grupitos u observaban desde sus porches. Nada como los tiroteos en barrios residenciales para unir a la gente, pensó. El olor de la pólvora quemada en el aire era mejor que una barbacoa.
El joven policía se acercó al rostro de Bosch. Harry vio que su placa lo identificaba como D. Sparks.
—Muy bien, ¿qué coño ha pasado aquí? Si es poli, díganos qué ha pasado.
—Vosotros dos sois un par de héroes, eso es lo que ha pasado.
—Cuente la historia. No tengo tiempo para chorradas.
Bosch oía las sirenas que se aproximaban.
—Me llamo Bosch. Soy del Departamento de Policía de Los Angeles. Este hombre al que habéis abatido es sospechoso del asesinato de Arno Conklin, ex fiscal del distrito de este condado, y del teniente Harvey Pounds de la policía de Los Angeles. Estoy seguro de que has oído hablar de esos casos.
—Jim, ¿has oído eso? —Se volvió de nuevo hacia Bosch—. ¿Dónde está su placa?
—Robada. Puedo darte un número al que llamar. Subdirector Irvin Irving. Responderá por mí.
—No importa. ¿Qué hacía él aquí? —Señaló a Fox.
—Me dijo que se estaba escondiendo. Antes he recibido una llamada para venir a esta dirección y él me estaba esperando para tenderme una emboscada. Yo podía identificarle. Tenía que eliminarme.
El poli miró a Fox, preguntándose si debía creer una historia tan rocambolesca.
—Habéis llegado justo a tiempo —dijo Bosch—. Iba a matarme.
D. Sparks asintió con la cabeza. Empezaba a gustarle el sonido de la historia, pero enseguida arqueó una ceja en un gesto de preocupación.
—¿Quién ha llamado a urgencias? —preguntó.
—Yo —dijo Bosch—. Llegué aquí, encontré la puerta abierta y entré. Estaba llamando al novecientos once cuando saltó sobre mí. Solté el teléfono porque sabía que vendríais.
—¿Por qué llamó a urgencias si todavía no le había cogido?
—Por lo que hay en el dormitorio de atrás.
—¿Qué?
—Hay una mujer en la cama. Parece que lleva muerta una semana.
—¿Quién es?
Bosch miró a la cara al joven policía.
—No lo sé.