Cuando Bosch llegó al Mark Twain, la ciudad se estaba despertando. Desde su habitación oyó un camión de basura que se abría paso por el callejón, llevándose los desperdicios de una semana. Eso le hizo pensar otra vez en su casa, pulcramente metida en dos contenedores.
Por fortuna, lo distrajo el sonido de una sirena. La identificó como la de un coche patrulla y no la de un camión de bomberos. Sabía que oiría muchas sirenas con la comisaría al fondo de la calle. Paseó por sus dos habitaciones y se sintió inquieto y fuera de lugar, como si su vida pasara por delante mientras él estaba allí bloqueado. Preparó café en la cafetera que se había traído de casa, sin embargo, sólo le sirvió para ponerse más nervioso.
Volvió a intentar leer el periódico, pero no había nada que le interesara salvo el artículo que ya había leído en la primera página. Hojeó de todos modos la fina sección metropolitana y vio un artículo que contaba que las dependencias oficiales del condado estarían equipadas con cartapacios a prueba de balas que los empleados podrían levantar como escudo en el caso de que un maníaco entrara disparando. Tiró a un lado la sección metropolitana y volvió a coger la principal.
Bosch releyó el artículo acerca de su investigación y no pudo evitar una creciente sensación de que algo fallaba, de que faltaba algo o había algo incompleto. La narración de Keisha Russell era buena. Ése no era el problema. El problema estaba en ver la historia en palabras, impresa. No le pareció tan convincente como cuando la había recontado para ella o para Irving o incluso para sí mismo.
Dejó el periódico a un lado, se recostó en la cama y cerró los ojos. Rememoró la secuencia de acontecimientos una vez más y al hacerlo finalmente se dio cuenta de que el problema que le carcomía no estaba en el periódico, sino en lo que Mittel le había dicho. Bosch trató de recordar las palabras intercambiadas entre ellos en el césped pulcramente cuidado de detrás de la casa del millonario. ¿Qué se había dicho allí? ¿Qué había admitido Mittel?
Bosch sabía que en aquel momento Mittel se hallaba en una posición de aparente invulnerabilidad. Tenía a Bosch capturado, herido y condenado ante él. Su perro de presa, Vaughn, estaba preparado con un arma a la espalda de Bosch. En esa situación, Bosch creía que no había ninguna razón para que un hombre con el ego de Mittel se reservara. Y, de hecho, no se había reservado. Se había vanagloriado de su plan de controlar a Conklin y a otros. Había admitido libremente que, aunque de manera indirecta, había causado las muertes de Conklin y Pounds. Pero a pesar de esas confesiones, no había hecho lo mismo respecto al asesinato de Marjorie Lowe.
A través de las imágenes fragmentadas de esa noche, Bosch trató sin lograrlo de recordar las palabras exactas que se habían dicho. Su memoria visual era buena. Tenía a Mittel delante de él, ante el manto de luces. Pero las palabras se le escapaban. Mittel movía los labios, pero Bosch no podía desentrañar las palabras. Finalmente, después de intentarlo durante un rato, lo recordó. Oportunidad. Mittel había calificado la muerte de su madre de oportunidad. ¿Era eso un reconocimiento de culpabilidad? ¿Estaba diciendo que la había matado o que había ordenado su eliminación? ¿O simplemente estaba admitiendo que su muerte representó para él una oportunidad de la cual sacar partido?
Bosch no lo sabía, y el hecho de no saberlo era como una losa en su pecho. Trató de apartarlo de la cabeza y finalmente empezó a adormilarse. Los sonidos de la ciudad, incluso las sirenas, eran reconfortantes. Estaba en el umbral de la inconsciencia, casi dormido, cuando de repente abrió los ojos.
—Las huellas —dijo en voz alta.
Treinta minutos más tarde, afeitado, duchado y vestido con ropa limpia, Bosch se dirigía al centro de la ciudad. Llevaba puestas las gafas de sol y se miró en el espejo. Sus ojos maltrechos estaban ocultos. Se chupó los dedos y se aplastó el pelo rizado para cubrir mejor el lugar afeitado y los puntos en su cuero cabelludo.
En el Centro Médico del Condado y de la Universidad del Sur de California recorrió el aparcamiento de la parte posterior en busca de un lugar cercano a la oficina del forense del condado de Los Angeles.
Entró por la puerta del garaje y saludó con la mano al vigilante de seguridad, al que conocía de vista. Éste le devolvió el saludo. Se suponía que los investigadores no entraban por la parte de atrás, pero Bosch llevaba años haciéndolo y no iba a cambiar hasta que alguien convirtiera eso en un caso federal. El vigilante que cobraba un sueldo mínimo era un candidato improbable para denunciarlo.
Subió al salón de los investigadores en la segunda planta, con la esperanza de que hubiera allí no sólo alguien a quien conociera, sino también alguien con el que Bosch no se hubiera distanciado a lo largo de los años.
Abrió la puerta e inmediatamente lo recibió el aroma del café recién hecho. Sin embargo, la sala en sí era una mala noticia porque allí sólo estaba Larry Sakai, sentado a la mesa con los periódicos abiertos. Era un investigador del forense que nunca le había caído bien a Bosch y sabía que el sentimiento era mutuo.
—Harry Bosch —dijo Sakai después de levantar la mirada del periódico que tenía en las manos—. Hablando del rey de Roma, estaba leyendo un artículo que habla de ti. Dice que estás en el hospital.
—No, estoy bien, Sakai. ¿No me ves? ¿Están Hounchell o Lynch?
Hounchell y Lynch eran dos investigadores de los cuales Bosch sabía que le harían un favor sin pensárselo demasiado. Eran buena gente.
—No, están embolsando y etiquetando. Es una mañana atareada. La cosa vuelve a animarse.
Bosch había oído el rumor de que mientras se retiraban víctimas de uno de los edificios de apartamentos que se habían derrumbado tras el terremoto, Sakai había entrado con su propia cámara y había sacado fotos de personas muertas en sus camas, sobre las cuales se habían derrumbado los techos. Después vendió las fotos a los diarios sensacionalistas con nombre falso. Ése era el tipo de individuo que era Sakai.
—¿Hay alguien más?
—No, Bosch, sólo yo. ¿Qué quieres?
—Nada.
Bosch volvió hacia la puerta, pero dudó. Necesitaba hacer las comparaciones de huellas y no quería esperar. Volvió a mirar a Sakai.
—Mira, Sakai, necesito un favor. Si quieres ayudarme te deberé una.
Sakai se inclinó en su silla. Bosch vio la punta de un palillo que asomaba entre sus labios.
—No lo sé, Bosch, que tú me debas una es como que una puta con sida me diga que me regala un polvo si le pago por el primero. —Sakai se rió de su comparación.
—Vale, muy bien.
Bosch se volvió y empujó la puerta, conteniendo la rabia.
Había dado dos pasos en el pasillo cuando oyó que Sakai lo llamaba de nuevo. Justo como había esperado. Respiró hondo y volvió al salón.
—Vamos, Bosch, no he dicho que no fuera a ayudarte. Mira, he leído tu historia en el periódico y lo siento por lo que estás pasando, ¿vale?
Sí, claro, pensó Bosch, pero no lo dijo.
—Vale —dijo.
—¿Qué necesitas?
—Necesito conseguir un juego de huellas de uno de los clientes de la nevera.
—¿Cuál?
—Mittel.
Sakai señaló con la cabeza el periódico, que había vuelto a dejar en la mesa.
—Ese Mittel, ¿eh?
—Sólo conozco uno.
Sakai se quedó en silencio mientras sopesaba la petición.
—Sabes que entregamos las huellas a los agentes asignados a los homicidios.
—Corta el rollo, Sakai. Sabes que lo sé y sabes si has leído el diario que yo no soy el agente investigador. Pero aun así necesito las huellas. ¿Vas a conseguirlas para mí o estoy perdiendo el tiempo contigo?
Sakai se levantó. Sabía que si se retiraba después de haber dado un primer paso, Bosch ganaría una posición superior en el inframundo de interacción masculina y en todos los tratos que siguieran.
Si Sakai seguía adelante y obtenía las huellas, entonces la ventaja sería obviamente para él.
—Cálmate, Bosch. Voy a ir a buscar las huellas. ¿Por qué no te sirves una taza de café y te sientas? Sólo pon una moneda de veinticinco en la caja.
Bosch detestaba la idea de estar en deuda con Sakai por nada, pero sabía que merecía la pena. Las huellas eran la única forma que conocía para cerrar el caso. O para abrirlo de nuevo.
Bosch se tomó una taza de café y en quince minutos el investigador del forense había vuelto. Todavía sacudía la tarjeta para que la tinta se secara. Se la pasó a Bosch y fue al mostrador a servirse otra taza de café.
—¿Son de Gordon Mittel?
—Sí, eso ponía en la etiqueta del dedo gordo del pie. Y, tío, se pegó una buena caída.
—Me alegro de oírlo.
—¿Sabes? Me suena que esa historia del diario no es tan sólida como los tipos del departamento aseguráis si estás colándote aquí a buscar las huellas de ese tipo.
—Es sólida, Sakai, no te preocupes por eso. Y será mejor que no me llame ningún periodista preguntándome si he ido a buscar huellas. O volveré.
—No te canses, Bosch. Coge las huellas y lárgate. Nunca he conocido a nadie que se empeñe tanto en que la persona que acaba de hacerle un favor se sienta mal.
Bosch tiró su taza de café en una papelera y empezó a salir.
Se detuvo en la puerta.
—Gracias.
La palabra le quemó en la boca. El tipo era un capullo.
—Sólo recuerda que me debes una, Bosch.
Bosch miró de nuevo a Sakai, que estaba revolviendo la nata en la taza. Bosch volvió a entrar y metió la mano en el bolsillo. Cuando llegó a la mesa sacó una moneda de veinticinco centavos y la echó por la ranura en la caja de latón que era el fondo para el café.
—Te invito al café —dijo Bosch—. Ahora estamos en paz.
Salió y en el pasillo oyó que Sakai lo llamaba gilipollas.
Para Bosch era una señal de que todo podía ir bien en el mundo. Al menos en el suyo.
Cuando Bosch llegó al Parker Center al cabo de quince minutos, se dio cuenta de que tenía un problema. Irving no le había devuelto su tarjeta de identificación porque ésta formaba parte de las pruebas recuperadas de la chaqueta de Mittel en el jacuzzi. Así que Bosch deambuló ante la fachada del edificio hasta que vio a un grupo de detectives y administrativos caminando hacia la puerta del anexo al edificio del ayuntamiento. Cuando el grupo entró y rodeó el mostrador de entrada, Bosch se acercó a ellos y pasó inadvertido junto al agente de guardia.
Bosch encontró a Hirsch ante su ordenador en la unidad de huellas y le preguntó si todavía tenía las sacadas de la hebilla del cinturón.
—Sí, he estado esperando que pasara a recogerlas.
—Bueno, antes tengo unas huellas que quiero que compares con ellas.
Hirsch lo miró, pero vaciló sólo un segundo.
—Vamos a verlas.
Bosch sacó del maletín la tarjeta con las huellas que Sakai le había dado y se la pasó. Hirsch la miró un momento, girando la tarjeta para que reflejara mejor la luz cenital.
—Éstas son muy claras. No le hace falta la máquina, ¿no? Sólo quiere comparadas con las huellas que trajo antes.
—Eso es.
—Vale, puedo mirarlas ahora mismo si quiere esperar.
—Quiero esperar.
Hirsch sacó del escritorio la tarjeta con las huellas del cinturón y se llevó ésa y la tarjeta del forense a la mesa de trabajo, donde las miró a través de una lámpara lupa. Bosch vio que sus ojos iban de un lado a otro como si estuviera mirando un partido de tenis.
Se dio cuenta mientras observaba el trabajo de Hirsch que más que nada en el mundo quería que el técnico lo mirara y le dijera que las huellas de las dos tarjetas correspondían a la misma persona. Quería que todo terminara. Quería dejarlo a un lado.
Al cabo de cinco minutos de silencio, el partido de tenis terminó y Hirsch lo miró y le notificó el resultado.