Bosch se despertó a las seis a la mañana siguiente y con vagos recuerdos de su sueño, que había sido interrumpido por una cena horrible y las visitas de enfermeras por la noche. Sentía la cabeza espesa. Se tocó con suavidad la herida y descubrió que ya no estaba tan tierna como el día anterior. Se levantó y caminó un poco por la habitación. Parecía haber recuperado el equilibrio.

En el espejo del baño sus ojos eran todavía un batiburrillo de colores, pero la dilatación de las pupilas se había reducido. Sabía que era el momento de irse. Se vistió y salió de la habitación con el maletín en la mano y la americana manchada echada sobre el brazo.

En la sala de enfermeras pulsó el botón del ascensor y esperó. Se fijó en que una de las auxiliares médicas de detrás del mostrador lo miraba. Aparentemente no lo había reconocido, especialmente vestido de calle.

—Disculpe, ¿puedo ayudarle?

—No, estoy bien.

—¿Es usted un paciente?

—Lo era. Me voy. Habitación cuatrocientos diecinueve. Bosch.

—Espere un momento, señor, ¿qué está haciendo?

—Me marcho. Me voy a casa.

—¿Qué?

—Envíeme la factura.

Las puertas del ascensor se abrieron y Bosch entró.

—No puede hacer eso —lo llamó la enfermera—. Deje que vaya a buscar al médico.

Bosch levantó la mano y le dijo adiós.

—¡Espere!

Las puertas se cerraron.

Bosch compró un periódico en el vestíbulo y cogió un taxi. Le dijo al conductor que lo llevara a Park La Brea. Por el camino, leyó el artículo de Keisha Russell. Estaba en la primera página y era un relato abreviado de lo que él le había contado el día anterior. Todo iba acompañado de la advertencia de que el caso seguía bajo investigación, pero fue grato leerlo.

Se mencionaba a Bosch como fuente y como protagonista del caso. A Irving también se lo mencionaba como fuente. Bosch supuso que al final el subdirector había decidido jugársela con la verdad o con una aproximación a ella, una vez que Bosch ya la había hecho correr. Era la opción más pragmática. De este modo daba la sensación de que mantenía el control de la situación. Irving era la voz de la razón conservadora en el relato.

Las afirmaciones de Bosch venían seguidas por las advertencias de Irving de que la investigación aún estaba en pañales y que no se había llegado a conclusiones.

La parte que más le gustó a Bosch fueron las afirmaciones de algunos estadistas, incluidos varios del ayuntamiento, que expresaban su consternación tanto por las muertes de Mittel y de Conklin como por su implicación en asesinatos o en su encubrimiento. El artículo mencionaba también que la policía buscaba al empleado de Mittel, Jonathan Vaughn, como sospechoso de asesinato.

El relato era más tenue en relación a Pounds. No mencionaba que se sospechara o se supiera que Bosch había usado el nombre del teniente ni que ese uso hubiera conducido a la muerte de Pounds. El artículo simplemente citaba a Irving explicando que la conexión entre Pounds y el caso seguía investigándose, pero que al parecer Pounds podría haber dado con la misma pista que había seguido Bosch.

Irving se había contenido al hablar con Russell incluso después de haber amenazado a Bosch. Harry interpretó que el deseo del subdirector era que la ropa sucia del departamento se lavara en casa. La verdad dañaría a Bosch, pero también al departamento. Si Irving iba a actuar contra él, lo haría en privado, en el seno del departamento.

El Mustang alquilado de Bosch seguía en el aparcamiento de la residencia de La Brea. Había tenido suerte: las llaves estaban en la cerradura de la puerta, donde las había puesto un momento antes de ser agredido por Vaughn. Pagó al taxista y se metió en el Mustang.

Bosch decidió pasar por Mount Olympus antes de ir al Mark Twain. Enchufó el móvil al cargador del coche y se dirigió a Laurel Canyon Boulevard.

En Hercules Drive, frenó ante la verja de la nave espacial en tierra de Mittel. La puerta estaba cerrada y todavía había una cinta policial amarilla colgada de ella. Bosch no vio coches en el sendero de entrada; el lugar permanecía en silencio y en paz. Y enseguida supo que no tardarían en erigir un cartel de «En venta» y que el siguiente genio se mudaría allí y pensaría que era el dueño de todo lo que abarcaba su vista.

Bosch siguió conduciendo. En cualquier caso, la mansión de Mittel no era lo que quería ver.

Al cabo de quince minutos, Bosch tomó el familiar giro a Woodrow Wilson, pero se encontró con un panorama desconocido. Su casa ya no estaba, su desaparición era tan cegadora en el paisaje como un diente que falta en una sonrisa.

Junto a la acera había dos enormes contenedores de construcción llenos de maderas rotas, metal destrozado, cristales hechos añicos… Los escombros de su hogar. Asimismo habían puesto un contenedor móvil junto al bordillo y Bosch asumió —esperó— que contuviera las propiedades salvables antes de que la casa fuera arrasada.

Aparcó y caminó hasta el sendero de losas que antes conducía a la puerta principal de su casa. Miró hacia abajo, pero lo único que quedaba allí eran seis pilares que asomaban de la ladera como lápidas. Podía reconstruir la casa a partir de esos pilares si se lo proponía.

Un movimiento en las acacias que había cerca de los pilares captó su atención. Vio un relámpago de marrón y después la cabeza de un coyote que se movía con lentitud entre los arbustos. El animal no llegó a oír a Bosch ni miró hacia arriba. Enseguida se marchó y Harry lo perdió de vista en los arbustos.

Pasó otros diez minutos allí, fumando un cigarrillo y esperando, pero no vio nada más. Pronunció un adiós silencioso a la casa. Tenía la sensación de que no iba a volver.