Bosch se despertó dolorido en la oscuridad y oyó gritos ahogados. Estaba tumbado sobre una superficie dura y al principio le costaba moverse. Finalmente, deslizó la mano por el suelo y determinó que era moqueta. Sabía que estaba tumbado en algún lugar cerrado. Al final de la extensión de oscuridad vio una pequeña línea de luz tenue. La miró durante un rato, utilizándola como punto focal, antes de darse cuenta de que era la línea de luz que se colaba por debajo de una puerta.

Se incorporó hasta sentarse y el movimiento hizo que su mundo interior se deslizara y se fundiera como una pintura de Dalí. Sintió una náusea y cerró los ojos y esperó varios segundos hasta que recuperó el equilibrio. Se llevó una mano a la sien, el foco del dolor, y descubrió que tenía el cabello apelmazado con una sustancia pegajosa. Por el olor supo que era sangre. Sus dedos rastrearon con cuidado el pelo hasta un corte profundo de cinco centímetros de longitud en el cuero cabelludo. Se lo tocó con cautela y verificó que por el momento la sangre había coagulado. La herida ya no sangraba.

No creía que fuera capaz de ponerse de pie, de manera que reptó hacia la luz. El sueño del coyote irrumpió en su mente y luego desapareció en un relámpago de dolor rojo.

La puerta estaba cerrada con llave. No le sorprendió. Pero el esfuerzo lo dejó exhausto. Se inclinó de nuevo hacia la pared y cerró los ojos. En su interior, el instinto de buscar una vía de escape y el deseo de quedarse tumbado y curarse lucharon por su atención. La batalla quedó interrumpida por la reaparición de las voces. Bosch sabia que no procedían de la habitación que estaba al otro lado de la puerta, sino de más lejos. Aun así, provenían de un lugar lo bastante cercano para que las palabras resultaran inteligibles.

—¡Imbécil!

—Mira, te repito que no habías dicho nada de ningún maletín. Tú…

—Tenía que haber uno. Usa el sentido común.

—Dijiste que trajera al tipo y te lo he traído. Si quieres vuelvo al coche y busco el maletín. Pero no dijiste nada de…

—No puedes volver, estúpido. El sitio estará lleno de polis. Probablemente ya habrán encontrado su coche y el maletín.

—Yo no vi ningún maletín, a lo mejor no llevaba.

—Y a lo mejor debería haber confiado en otro.

Bosch se dio cuenta de que estaban hablando de él. También reconoció que la voz enfadada pertenecía a Gordon Mittel. Tenía la expresión seca y la altivez del hombre que Bosch había conocido en la fiesta de recaudación de fondos. Bosch no reconoció la otra voz, pero tenía una buena idea de a quién pertenecía. Aunque defensiva y sumisa, era una voz áspera, cargada con el timbre de la violencia. Bosch supuso que era la del hombre que le había golpeado. Y suponía que era el hombre que había visto en el interior de la casa durante la fiesta.

Bosch tardó varios minutos en considerar el tema acerca del cual estaban discutiendo. Un maletín. Su maletín. Sabía que no estaba en el coche. Entonces cayó en la cuenta de que lo había olvidado en la habitación de Conklin. Lo había subido para mostrarle la foto que le había dado Monte Kim y los extractos bancarios del depósito de Eno, y confrontar al anciano con sus mentiras. Pero el anciano no le había mentido. No había negado a la madre de Bosch. Y por tanto la foto y los extractos bancarios no habían sido necesarios. El maletín había quedado olvidado al pie de la cama.

Pensó en la última conversación que había escuchado. Mittel le había dicho al otro tipo que no podía volver porque la policía estaría allí. Eso carecía de sentido. A no ser que alguien hubiera sido testigo de la agresión. Quizá el vigilante de seguridad. Eso le dio esperanza, pero ésta se desvaneció en cuanto se le ocurrió otra posibilidad. Mittel se estaba ocupando de todos los cabos sueltos y Conklin tenía que ser uno de ellos. Bosch se desplomó contra la pared. Sabía que ahora era el último cabo suelto. Se quedó sentado en silencio hasta que volvió a oír la voz de Mittel.

—Ve por él. Llévalo afuera.

Lo más deprisa que pudo, sin haber concebido un plan, Bosch reptó hacia atrás al lugar donde creía que se había despertado. Chocó contra algo duro y a tientas determinó que era una mesa de billar. Enseguida encontró la esquina y buscó en el bolsillo. Cerró la mano en torno a una bola de billar. La sacó, tratando de pensar en una forma de ocultarla. Al final, la tiró al interior de la chaqueta de manera que rodó por el interior de la manga izquierda hasta el hueco del codo. Había sitio más que suficiente. A Bosch le gustaban las americanas grandes porque le daban espacio suficiente para guardar su pistola. Eso hacía que las mangas fueran holgadas. Creía que si doblaba el brazo podría ocultar la pesada bola en los pliegues de la manga.

Cuando oyó que una llave tocaba el pomo, se movió hacia la derecha y se desparramó en la moqueta. Cerró lo ojos y aguardó. Confiaba en que estuviera en el mismo sitio donde lo habían arrojado sus captores, o al menos cerca. En cuestión de segundos, oyó que la puerta se abría y una luz le quemó a través de los párpados. Después no hubo nada, ningún sonido, ningún movimiento. Bosch esperó.

—Olvídalo, Bosch —dijo la voz—. Eso sólo funciona en las películas.

Bosch no se movió.

—Mira, tu sangre está en toda la moqueta. Está en el pomo.

Bosch se dio cuenta de que debía de haber dejado un rastro de ida y vuelta a la puerta. Su plan medio urdido de sorprender a su raptor y reducirlo ya no tenía ninguna posibilidad. Abrió los ojos. Había una luz en el techo, justo encima de él.

—Muy bien —dijo. ¿Qué quieres?

—Levántate. Vamos.

Bosch se levantó despacio. Apenas podía moverse, pero le añadió un toque de interpretación. Y cuando se hubo levantado por completo vio sangre en el fieltro verde de la mesa de billar. Rápidamente trastabilló y se agarró en aquel lugar como punto de apoyo. Esperaba que el hombre de la habitación no hubiera visto que la sangre ya estaba allí.

—Apártate de ahí, maldita sea. Es una mesa de cinco mil dólares. Mira la sangre… ¡joder!

—Lo siento, pagaré la limpieza.

—No donde vas a ir. Vámonos.

Bosch lo reconoció. Era el hombre que suponía que sería.

El hombre de Mittel de la fiesta. Y la cara, áspera, fuerte, concordaba con la voz. Tenía la tez rubicunda, marcada por dos ojos pequeños y castaños que no parecían parpadear nunca.

Esta vez no llevaba traje. Al menos Bosch no lo vio. Estaba vestido con un mono azul que parecía nuevo. Bosch sabía que los asesinos profesionales solían usarlos. Era fácil de limpiar después de un trabajo y no te estropeabas el traje. O si no, bastaba con desabrocharse el mono, tirarlo y ya estabas en camino.

Bosch se levantó por sí mismo y dio un paso, pero inmediatamente se dobló y cruzó los brazos en torno al estómago. Pensó que ésa sería la mejor forma de ocultar el arma que llevaba.

—Me has dado bien, tío. Me mareo. Creo que voy a vomitar.

—Si vomitas te lo haré limpiar con la lengua como si fueras un puto gato.

—Entonces supongo que no vomitaré.

—Muy gracioso. Vámonos.

El hombre retrocedió hacia la habitación. Después le indicó a Bosch que saliera. Por primera vez, Bosch vio que empuñaba un arma. Parecía una Beretta del veintidós y la sostenía a un costado.

—Sé lo que estás pensando —dijo—, que sólo es una veintidós. Crees que podría dispararte dos o tres veces y todavía llegarías a mí. Te equivocas. Llevo balas de expansión. Con un disparo estás muerto. Te hace un agujero del tamaño de un bol de sopa en la espalda. Recuérdalo. Camina delante de mí.

Bosch se fijó en que su captor estaba actuando con inteligencia, sin acercarse a menos de un metro y medio o dos a pesar de que llevaba el arma. Una vez que Bosch traspuso el umbral, el tipo le indicó el camino. Recorrieron un pasillo, a través de lo que parecía una sala de estar y después otra estancia que Bosch también habría calificado de sala de estar. Bosch la reconoció por las puertas cristaleras. Era la habitación que daba al jardín de la mansión de Mittel en Mount Olympus.

—Sal por esa puerta. Te está esperando allí.

—¿Con qué me has dado, tío?

—Con una llave de llantas. Espero que te haya hecho una esquirla en el cráneo, aunque supongo que no importa.

—Bueno, creo que sí. Enhorabuena.

Bosch se detuvo ante una de las puertas cristaleras como si esperara que la abrieran para él. En el exterior, el entoldado de la fiesta había desaparecido. Y cerca del borde del precipicio vio a Mittel, que estaba de pie dándole la espalda a la casa. Su silueta se recortaba por las luces de la ciudad que se extendían hasta el infinito.

—Ábrela.

—Lo siento, pensaba… No importa.

—Sí, no importa. Vamos, sal, no tenemos toda la noche.

En el césped, Mittel se volvió. Bosch vio que llevaba la cartera de la placa con su identificación en una mano y la placa de teniente en la otra. El sicario detuvo a Bosch poniéndole una mano en el hombro y retrocedió a una distancia de un metro y medio.

—Entonces, ¿se llama Bosch?

Bosch miró a Mittel. El antiguo fiscal convertido en político en la sombra sonrió.

—Sí, me llamo Bosch.

—Bueno, ¿qué tal está, señor Bosch?

—En realidad es detective.

—En realidad detective. Bueno, me lo estaba preguntando. Porque eso es lo que dice en la tarjeta de identificación, pero esta placa dice una cosa completamente diferente. Dice teniente. Y eso es curioso. ¿No hablaban de un teniente los periódicos? ¿El que encontraron muerto y sin su placa? Seguro que sí. ¿Y no se llamaba Harvey Pounds, el mismo nombre que usó usted cuando se presentó la otra noche? Otra vez creo que sí, pero corríjame si me equivoco, detective Bosch.

—Es una larga historia, Mittel, pero soy policía del Departamento de Policía de Los Angeles. Si quiere ahorrarse unos cuantos años en prisión, aparte de mí a este viejo cabrón con pistola y pídame una ambulancia. Como mínimo tengo una conmoción. Podría ser peor.

Antes de hablar, Mittel se guardó la placa en uno de los bolsillos de la chaqueta y la cartera con la identificación en otro.

—No, no creo que vayamos a hacer ninguna llamada en su nombre. Creo que las cosas han ido demasiado lejos para gestos humanitarios como ése. Hablando de la existencia humana, es una pena que su actuación del otro día le costara la vida a un hombre inocente.

—No. Es un crimen que usted matara a un hombre inocente.

—Bueno, yo estaba pensando que fue usted quien lo mató. Me refiero a que, por supuesto, usted es el responsable último.

—Parece un abogado pasando la pelota. Debería haberse ceñido a la ley y haberse mantenido alejado de la política, Gordie. Probablemente ahora tendría anuncios suyos en la tele.

Mittel sonrió.

—¿Y qué? ¿Renunciar a todo esto?

Extendió los brazos para abarcar la casa y la magnífica vista. Bosch siguió el arco de su brazo para mirar la mansión, pero lo que realmente quería era situar al otro hombre, al que empuñaba la pistola. Lo localizó de pie a un metro y medio de él, con el arma a un costado. Seguía estando demasiado lejos para que Bosch se arriesgara a hacer algún movimiento. Especialmente en su estado. Movió ligeramente el brazo y sintió la bola de billar anidada en el hueco del codo. Era reconfortante. Era lo único que tenía.

—La ley es para tontos, detective Bosch. Pero debo corregirle. No me considero un político. Me considero simplemente alguien que resuelve problemas. Resulta que los problemas políticos son mi especialidad. Pero ahora, verá, he de solucionar un problema que ni es político ni es de otra persona. Éste es mío. —Levantó las cejas como si apenas pudiera creerse a sí mismo—. Y por eso lo he invitado aquí. Por eso le he pedido a Jonathan que lo trajera. Verá, tenía la idea de que si vigilábamos a Arno Conklin, tarde o temprano aparecería nuestro colado misterioso en la fiesta de la otra noche. Y no me decepcionó.

—Es un hombre listo, Mittel.

Bosch giró ligeramente el cuello de manera que pudiera ver de reojo a Jonathan. Seguía fuera de su alcance. Bosch sabía que tenía que atraerlo para que se acercara.

—Tranquilo, Jonathan —dijo Mittel—. El señor Bosch no es alguien por quien debas preocuparte. Sólo es un inconveniente menor.

Bosch miró de nuevo a Mittel.

—Como Marjorie Lowe, ¿verdad? Era sólo un inconveniente menor. No contaba.

—Vaya, es un nombre interesante. ¿De ella se trata, detective Bosch?

Bosch lo miró, demasiado furioso para hablar.

—Bueno, la única cosa que admitiré —continuó Mittel— es que saqué provecho de su muerte. Podría decir que lo vi como una oportunidad.

—Lo sé todo, Mittel. La usó para controlar a Conklin. Pero al final incluso él vio a través de sus mentiras. Ahora se terminó. No importa lo que me haga aquí a mí, mi gente vendrá. Puede contar con eso.

—El viejo truco de «ríndete, estás rodeado». No lo creo. Este asunto de la placa… Algo me dice que esta vez podría haberse pasado de la raya. Creo que quizá esto es lo que llaman una investigación no oficial, y el hecho de que haya usado un nombre falso antes y llevara la placa de un difunto tiende a confirmármelo. No creo que venga nadie. ¿No?

Bosch trató de pensar, pero no se le ocurrió nada y permaneció en silencio.

—Creo que sólo es un extorsionista de poca monta que de alguna manera tropezó con algo y quiere un soborno para irse. Bueno, vamos a darle un incentivo, detective Bosch.

—Hay gente que también sabe lo que yo sé, Mittel —espetó Bosch—. ¿Qué va a hacer? ¿Matarlos a todos?

—Tomaré nota de ese consejo.

—¿Y Arno Conklin? Él conoce toda la historia. Si me ocurre algo, le garantizo que irá directo a la policía.

—De hecho, podría decir que Arno Conklin está ahora mismo con la policía, aunque no creo que esté diciéndoles gran cosa.

Bosch dejó caer la cabeza y se desplomó un poco. Había supuesto que Conklin estaba muerto, pero albergaba la esperanza de que estuviera equivocado. Sintió que la bola de billar se movía en su manga y volvió a cruzar los brazos para ocultarla.

—Sí. Aparentemente el antiguo fiscal del distrito se arrojó por la ventana después de su visita…

Mittel se hizo a un lado y señaló las luces de la ciudad. A lo lejos, Bosch veía el enjambre de edificios de Park La Brea. Y vio luces azules y rojas que centelleaban en la base de uno de los edificios. Era el edificio de Conklin.

—Ha tenido que ser un momento realmente traumático —continuó Mittel—. Escogió la muerte antes que rendirse a la extorsión. ¡Un hombre de principios hasta el final!

—¡Era un anciano! —gritó Bosch enfurecido—. ¿Por qué, maldita sea?

—Detective Bosch, no levante la voz o Jonathan tendrá que hacerle callar.

—Esta vez no se va a librar —dijo Bosch con voz más baja y controlada.

—Por lo que se refiere a Conklin, supongo que la conclusión final será suicidio. Estaba muy enfermo, ¿sabe?

—Sí, un tipo sin piernas camina hasta la ventana y decide saltar.

—Bueno, si las autoridades no creen eso, entonces quizá lleguen a un escenario alternativo cuando descubran sus huellas en la habitación. Estoy seguro de que habrá sido tan amable de dejar unas cuantas.

—Junto con mi maletín.

La respuesta golpeó a Mittel como un bofetón en la cara.

—Exacto. Lo dejé allí. Y contiene lo suficiente para que suban a esta montaña a verle, Mittel. ¡Vendrán a por usted!

Bosch le gritó la última frase a modo de prueba.

—¡Jan! —rugió Mittel.

Casi antes de que la palabra saliera de la boca de Mittel, Bosch fue golpeado desde atrás. El impacto le alcanzó en el lado derecho del cuello y Bosch cayó de rodillas, con cuidado de mantener el brazo doblado y la pesada bola en su lugar. Lentamente, más despacio de lo que necesitaba, se levantó. Puesto que había recibido el impacto en la derecha, supuso que Jonathan le había golpeado con la mano que empuñaba la pistola.

—Al decirme la localización del maletín, ha respondido a la pregunta más importante que tenía —dijo Mittel—. La otra, por supuesto, es qué había en el maletín y en qué me concernía. La cuestión es que sin el maletín ni la posibilidad de recuperarlo no tengo forma de comprobar la veracidad de lo que me diga aquí.

—Entonces supongo que está jodido.

—No, detective, creo que esa expresión se ajusta más a su situación. No obstante, tengo otra pregunta antes de acabar con usted. ¿Por qué, detective Bosch? ¿Por qué se ha molestado con algo tan antiguo y tan insignificante?

Bosch lo miró unos segundos antes de responder.

—Porque todo el mundo cuenta, Mittel. Todo el mundo.

Bosch vio que Mittel hacía una señal con la cabeza en la dirección de Jonathan. La reunión había terminado. Tenía que actuar.

—¡Socorro!

Bosch lo gritó con todas sus fuerzas. Y sabía que el pistolero haría su asalto hacia él de inmediato. Anticipando el mismo balanceo de la pistola a la derecha del cuello, Bosch giró hacia su derecha. Al moverse, estiró el brazo izquierdo y aprovechó la fuerza centrífuga para que la bola de billar rodara por la manga hasta su mano. Al continuar el movimiento, lanzó el brazo hacia arriba y hacia afuera. Y mientras volvía la cara vio a Jonathan detrás de él, a escasos centímetros, bajando la mano con los dedos enroscados en la Beretta. También vio la sorpresa en el rostro de Jonathan al darse cuenta de que su golpe seguramente fallaría y que su impulso le impedía corregir la trayectoria.

Después de que el brazo de Jonathan pasara sin hacerle daño y el sicario quedara en posición vulnerable, el brazo de Bosch se arqueó hacia abajo. Jonathan hizo una embestida hacia su izquierda en el último segundo, pero la bola de billar que estaba en el puño de Bosch le alcanzó de refilón en la sien derecha. La cabeza del gorila sonó como una bombilla al estallar y Jonathan cayó de bruces al suelo, con el cuerpo encima del arma.

Casi inmediatamente, el hombre trató de levantarse y Bosch le propinó una tremenda patada en las costillas. Jonathan perdió el control del arma y Bosch cayó con las rodillas sobre su cuerpo, golpeándolo dos veces con el puño en la parte posterior de la cabeza antes de darse cuenta de que todavía empuñaba la bola de billar y que ya había herido lo suficiente al hombre.

Respirando como si acabara de salir de bucear, Bosch miró alrededor y vio la pistola. Enseguida la levantó y buscó a Mittel. Pero éste se había ido.

El ligero sonido de pasos en la hierba captó la atención de Bosch, que atisbó a Mittel en el extremo norte del jardín, justo cuando éste desaparecía en la oscuridad, en el lugar donde el césped llano y perfectamente cuidado daba paso a la zona de matorral de la cima de la colina.

—¡Mittel!

Bosch se levantó de un salto y continuó. En el lugar donde había visto a Mittel por última vez, encontró un sendero gastado que llevaba a los matorrales. Se dio cuenta de que era el viejo rastro de un coyote que pies humanos habían ensanchado con el tiempo. Bajó corriendo por él, con el precipicio a medio metro a su derecha.

No vio señal de Mittel y siguió la pista a lo largo del borde del abismo hasta que la casa se perdió de vista detrás de él. Finalmente se detuvo al confirmar que nada indicaba que Mittel estuviera cerca o que alguna vez hubiera seguido ese camino.

Respirando pesadamente, con un latido en la sien en el lugar donde tenía la herida, Bosch llegó a un empinado risco que se alzaba a un lado del camino y vio que estaba rodeado de cascos de cerveza y otros desperdicios. El risco era un mirador popular. Se puso la pistola en la cintura y utilizó las manos para equilibrarse y tomar impulso en la escalada de tres metros. Hizo un lento giro de trescientos sesenta grados en lo alto, pero no vio nada. Escuchó, pero el siseo del tráfico de la ciudad impedía cualquier posibilidad de oír a Mittel moviéndose entre los matorrales. Decidió rendirse, regresar a la casa y llamar a una unidad aérea antes de que Mittel lograra escapar. Lo localizarían con el foco si el helicóptero despegaba lo bastante rápido.

Cuando volvía a resbalar con cuidado risco abajo, Mittel apareció de repente desde la zona oscura de la derecha. Había permanecido escondido detrás de una espesura de arbustos y cactus. Se lanzó al diafragma de Bosch, derribándolo y colocándose encima de él en el suelo. Bosch sintió que las manos del hombre buscaban la pistola que todavía tenía en la cintura. Pero él era más joven y más fuerte. El ataque por sorpresa era la última carta de Mittel. Bosch cerró los brazos en torno a él y rodó a su izquierda. De repente, el peso no estaba y Mittel había desparecido.

Bosch se incorporó y miró. Se asomó al borde del precipicio y saco la pistola de la cintura. Sólo había oscuridad cuando miró por la ladera de la colina escarpada. Vio los tejados rectangulares de las casas ciento cincuenta metros más abajo. Sabía que estaban construidas a lo largo de los sinuosos caminos que salían de Hollywood Boulevard y Fairfax Avenue. Dio otro giro completo y volvió a mirar hacia abajo. No vio a Mittel en ninguna parte.

Bosch examinó en su integridad la escena que se abría debajo de él hasta que vio que se encendían las luces del patio trasero de una de las casas que había justo debajo. Observó mientras un hombre salía de la casa empuñando lo que parecía un rifle. El hombre se acercó lentamente a una plataforma redonda apuntando con el rifle. El hombre se detuvo en el borde del jacuzzi y se estiró hacia lo que debía de ser la caja eléctrica exterior.

La luz del jacuzzi se encendió mostrando la silueta de un hombre que flotaba en un círculo azul. Incluso desde lo alto de la colina, Bosch distinguió los remolinos de sangre que escupía el cadáver de Mittel. Entonces la voz del hombre del rifle subió intacta por la colina.

—Linda, no salgas. Llama a la policía. Diles que hay un cadáver en el jacuzzi.

El hombre miró hacia la ladera de la colina y Bosch retrocedió del borde. Inmediatamente se preguntó por qué había tenido la reacción instintiva de esconderse.

Se levantó y lentamente retrocedió por el sendero hasta la casa de Mittel. Mientras caminaba miró hacia las luces de la ciudad que iluminaban la noche y pensó que era hermoso. Pensó en Conklin y en Pounds y después apartó la culpa de su mente con pensamientos de Mittel, acerca de cómo su muerte cerraba por fin el círculo que se había abierto hacía tanto tiempo. Pensó en la imagen de su madre en la foto de Monte Kim. Su forma de mirar con timidez por el borde del brazo de Conklin. Aguardó la llegada de la sensación de satisfacción y triunfo que sabía que supuestamente tenía que venir cuando se cumplía la venganza. Pero ésta no llegó. Sólo se sentía vacío y cansado.

Cuando llegó al césped perfectamente recortado de detrás de la mansión, el hombre llamado Jonathan ya no estaba.