Bosch se apoyó en la pared de acero inoxidable del ascensor mientras descendía. Se dio cuenta de lo diferentes que eran sus sentimientos de los que albergaba cuando había subido en ese mismo ascensor. Había subido con el odio latiendo en su pecho como un gato en un saco de arpillera. Ni siquiera conocía al hombre al que tanto odiaba. Ahora miraba a aquel hombre como un personaje digno de lástima, medio hombre que yacía con sus manos frágiles en la manta, aguardando, tal vez con esperanza, que la muerte llegara y pusiera fin a su sufrimiento privado.

Bosch creía a Conklin. Había algo en su historia y en su dolor que parecía demasiado genuino para considerarlo una actuación. Conklin estaba más allá de posar. Se enfrentaba a una tumba. Se había llamado a sí mismo cobarde y marioneta, y a Bosch no se le ocurría nada más duro para que un hombre escribiera su propia lápida.

Al darse cuenta de que Conklin le había dicho la verdad, Bosch supo que ya se había encontrado cara a cara con el verdadero enemigo. Gordon Mittel. El estratega. El asesino. El hombre que manejaba los hilos de la marioneta. No tardarían en volver a encontrarse. Pero esta vez Bosch planeaba hacerla en sus propios términos.

Pulsó otra vez el botón de la planta baja como si eso fuera a convencer al ascensor de descender más deprisa. Sabía que era un gesto inútil, pero lo repitió.

Cuando el ascensor se abrió por fin, el vestíbulo parecía vacío y desolado. El vigilante continuaba detrás del escritorio, ocupado en su crucigrama. Ni siquiera se oía el ruido de una televisión lejana. Sólo el silencio de las vidas de los ancianos. Bosch le preguntó al vigilante si necesitaba que firmara la salida, y éste lo despidió con la mano.

—Mire, lamento haber sido tan imbécil antes —ofreció Bosch.

—No se preocupe, socio —replicó el vigilante—. Puede con el mejor de nosotros.

Bosch se preguntó a qué se refería, pero no dijo nada. Asintió con solemnidad, como si recibiera las mejores lecciones vitales de los vigilantes de seguridad. Empujó las puertas de cristal y bajó al aparcamiento. Empezaba a refrescar se subió el cuello de la chaqueta. Vio que el cielo era claro y la luna afilada como una hoz. Al acercarse al Mustang se fijó en que el maletero del coche de al lado estaba abierto y había un hombre inclinado sobre él, fijando un gato en el parachoques trasero. Bosch aceleró el paso y rogó por que no le pidieran ayuda. Hacía demasiado frío y estaba cansado de hablar con desconocidos.

Pasó junto al hombre agachado y, poco habituado a las llaves de los coches de alquiler, buscó a tientas mientras trataba de meter la llave adecuada en la cerradura del Mustang. Justo cuando introducía la llave en la cerradura, oyó el sonido de unos zapatos en el suelo detrás de él y una voz dijo:

—Disculpe, amigo.

Bosch se volvió, tratando de pensar rápidamente en una excusa por la cual no podía ayudar al hombre. Pero lo único que atisbó fue el brazo del otro hombre que descendía. Vio una explosión de rojo del color de la sangre.

Después todo lo que vio era negro.