Bosch aparcó en el estacionamiento de visitantes del Park La Brea Lifecare y bajó del Mustang. El lugar parecía oscuro; había pocas ventanas con la luz encendida en los pisos superiores. Miró el reloj —sólo eran las nueve y cincuenta— y se acercó a las puertas de cristal del vestíbulo.
Al acercarse sintió un nudo en la garganta. En su interior había sabido en cuanto terminó de leer el expediente del caso que su intuición estaba puesta en Conklin y que terminaría donde se encontraba en ese momento. Estaba a punto de confrontar al hombre del que creía que había matado a su madre y que después había utilizado su posición y a la gente que le rodeaba para salir impune. Para Bosch, Conklin era el símbolo de todo lo que nunca había tenido en su vida. Poder, una casa, satisfacción.
No importaba cuánta gente le había dicho por el camino que Conklin era un buen hombre. Bosch conocía el secreto que se ocultaba tras el buen hombre. Su rabia crecía con cada paso que daba.
En el interior había un vigilante uniformado sentado detrás de un escritorio, haciendo un crucigrama arrancado del Times Sunday Magazine. Tal vez llevaba haciéndolo desde el domingo. Miró a Bosch como si lo estuviera esperando.
—Soy Monte Kim —dijo Bosch—. Uno de los residentes me está esperando. Arno Conklin.
—Sí, ha llamado. —El vigilante consultó una tablilla con sujetapapeles y acto seguido se volvió y le dio el bolígrafo a Bosch—. Hacía mucho tiempo que no recibía visitas. Firme aquí, por favor. Está arriba, en la nueve cero siete.
Bosch firmó y dejó el bolígrafo en la tablilla.
—Es un poco tarde —dijo el vigilante—. Normalmente las visitas se terminan a las nueve.
—¿Qué significa eso? ¿Quiere que me vaya? De acuerdo. —Levantó el maletín—. El señor Conklin puede venir mañana a mi despacho en su silla de ruedas a buscar esto. Soy yo el que hago un viaje especial, colega. Por él. Si no me deja subir, a mí me da igual. Peor para él.
—Eh, eh, eh, alto ahí, socio. Sólo le estaba diciendo que es tarde y no me ha dejado terminar. Voy a dejarle subir. No hay problema. El señor Conklin me lo ha pedido específicamente y esto no es una prisión. Sólo le estoy diciendo que las visitas ya se han marchado. Hay gente durmiendo. Simplemente no haga mucho ruido, nada más. No hace falta que se ponga furioso.
—¿Ha dicho nueve cero siete?
—Exacto. Le llamaré y le diré que está subiendo.
—Gracias.
Bosch pasó junto al vigilante camino de los ascensores. No se disculpó. Lo había olvidado en cuanto lo perdió de vista. Sólo una cosa, una persona, ocupaba la mente de Bosch en ese momento.
El ascensor se movía con la misma lentitud que los habitantes del edificio. Cuando finalmente llegó a la novena planta, Bosch pasó junto a un puesto de enfermeras vacío; probablemente la enfermera del turno de noche estaba atendiendo las necesidades de un residente. Bosch se encaminó por la dirección errónea, después se corrigió a sí mismo y dio media vuelta. La pintura y el linóleo del pasillo eran nuevos, pero ni siquiera los lugares caros como aquél podían eliminar el olor a orina y desinfectante, ni la sensación de vidas cerradas detrás de puertas cerradas. Bosch encontró la puerta de la 907 y llamó una vez. Oyó una voz débil que lo invitaba a pasar. Era más un gimoteo que un susurro.
Bosch no estaba preparado para lo que le esperaba al abrir la puerta. Había una sola luz encendida en la habitación, la de una pequeña lámpara de lectura situada junto a la cama que dejaba la mayor parte de la estancia en penumbra. Vio un anciano sentado en la cama, apoyado en tres almohadas, con un libro en sus manos frágiles y lentes bifocales en el puente de la nariz. Lo que a Bosch le pareció sobrecogedor del retablo que tenía ante sí era que la ropa de cama estaba abultada en torno a la cintura del hombre, pero plana en el resto de la cama. La cama estaba plana. No había piernas. La silla de ruedas que permanecía a la derecha del lecho completaba la impresión. Había una manta sobre la silla, pero de debajo de ella salían dos piernas con pantalones negros y mocasines que se extendían hasta el reposapiés. Daba la sensación de que la mitad del hombre estaba en la cama, pero que éste había dejado la otra mitad en la silla. La cara de Bosch debió de mostrar su confusión.
—Son prótesis —dijo la voz con escofina desde el lecho—. Perdí mis piernas… Diabetes. Casi no queda nada de mí, salvo la vanidad de un anciano. Me hicieron esas piernas para mis apariciones públicas.
Bosch se acercó a la luz. La piel del hombre era como la parte de atrás del papel pintado arrancado de la pared. Amarillenta, pálida. Los ojos estaban hundidos en las sombras de un rostro esquelético y el pelo era apenas una insinuación en torno a las orejas. Tenía las manos finas ribeteadas de venas azules del tamaño de lombrices debajo de una piel moteada. Estaba muerto, Bosch lo supo. La muerte ciertamente lo tenía más agarrado que la vida.
Conklin dejó el libro en la mesa, junto a la lámpara. Llegar hasta la mesa le supuso un gran esfuerzo. Bosch vio el título: La lluvia de neón.
—Es de misterio —dijo Conklin, y se rió socarronamente—. Me concedo leer libros de misterio. He aprendido a apreciar la escritura. Nunca lo había hecho antes. Nunca me tomé el tiempo necesario. Vamos, Monte, no hace falta que me tenga miedo. Soy un anciano inofensivo.
Bosch se acercó hasta que la luz le iluminó el rostro. Vio que los ojos llorosos de Conklin lo examinaban y concluían que él no era Monte Kim. Había pasado mucho tiempo, pero Conklin parecía capaz de saberlo.
—He venido en lugar de Monte —susurró Bosch. Conklin giró ligeramente la cabeza y Bosch vio que sus ojos se posaban en el botón de emergencia que había en la mesita de noche. Debió de suponer que no tenía oportunidad ni fuerzas para estirarse de nuevo. Se volvió hacia Bosch.
—Entonces, ¿quién es usted?
—Yo también estoy trabajando en un misterio.
—¿Detective?
—Sí, me llamo Harry Bosch y quiero preguntarle por…
Bosch se detuvo al advertir un cambio en el rostro de Conklin. Bosch no sabía si era miedo o quizá reconocimiento, pero algo había cambiado. Conklin levantó la mirada hacia Bosch y éste se dio cuenta de que el anciano estaba sonriendo.
—Hieronymus Bosch —susurró—. Como el pintor.
Bosch asintió lentamente. Se dio cuenta de que estaba tan impresionado como el anciano.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque te conozco.
—¿Cómo?
—Por tu madre. Me habló de ti y de tu nombre especial. Yo amaba a tu madre.
Fue como ser golpeado en el pecho por un saco de arena. Bosch sintió que el aire se le escapaba y puso una mano en la cama para mantenerse en pie.
—Siéntate. Siéntate, por favor.
Conklin estiró una mano temblorosa para que Bosch se sentara en la cama. Asintió con la cabeza cuando Bosch hizo lo que le había dicho.
—¡No! —dijo Bosch en voz alta, al tiempo que se levantaba de la cama casi tan deprisa como se había sentado—. Usted la usó y la mató. Después pagó a gente para que lo encubrieran. Por eso estoy aquí. He venido a saber la verdad. Quiero que me la diga y no quiero ninguna mentira de que la amaba. Es un mentiroso.
Conklin tenía una expresión de súplica, pero apartó la mirada hacia la parte oscura de la habitación.
—No sé la verdad —dijo, con una voz como de hojarasca—. Yo asumí la responsabilidad y, por consiguiente, sí, puede decirse que la maté. La única verdad que sé es que la amaba. Puedes llamarme mentiroso, pero ésa es la verdad. Si me creyeras harías que este anciano se sintiera completo de nuevo.
Bosch no podía comprender lo que estaba ocurriendo, lo que se estaba diciendo.
—Ella estuvo con usted esa noche, en Hancock Park.
—Sí.
—¿Qué ocurrió? ¿Qué le hizo?
—La maté… con mis palabras, con mis acciones. Tardé muchos años en darme cuenta de eso.
Bosch se acercó hasta cernerse sobre el anciano. Quería sacudirlo para que dijera algo que tuviera sentido. Pero Arno Conklin era tan frágil que podría hacerse añicos.
—¿De qué está hablando? Míreme. ¿Qué está diciendo?
Conklin giró la cabeza sobre un cuello no más ancho que un vaso de leche. Miró a Bosch y asintió solemnemente.
—Verás, esa noche hicimos planes. Marjorie y yo. Yo me había enamorado de ella en contra de cualquier juicio y advertencia. Míos y de otros. Íbamos a casarnos. Lo habíamos decidido. Íbamos a sacarte de aquel orfanato. Teníamos muchos planes. Ésa fue la noche en que los hicimos. Los dos éramos tan felices que gritamos. Al día siguiente era sábado. Yo quería ir a Las Vegas. Coger el coche y conducir por la noche antes de que pudiéramos cambiar de opinión o de que nos convencieran. Ella aceptó y fue a casa a recoger sus cosas… Nunca volvió.
—¿Ésa es su versión? Espera que me…
—Verás, después de que ella se fue, hice una llamada. Pero con eso bastó. Llamé a mi mejor amigo para comunicarle la buena noticia y para pedirle que fuera mi padrino. Quería que nos acompañara a Las Vegas. ¿Sabes qué dijo? Declinó el honor de ser mi padrino. Dijo que si me casaba con esa…, con esa mujer, estaría acabado. Dijo que no me dejaría hacerlo. Dijo que tenía grandes planes para mí.
—Gordon Mittel.
Conklin asintió con tristeza.
—¿Está diciendo que Mittel la mató? ¿Usted no lo sabía?
—No lo sabía.
El anciano se miró las manos débiles y las cerró en minúsculos puños sobre la manta. Parecían completamente impotentes. Bosch se limitó a observar.
—Tardé años en darme cuenta. Pensar que lo había hecho él era inaceptable. Y además, por supuesto, debo admitir que entonces estaba pensando en mí. Era un cobarde que sólo buscaba una forma de huir.
Bosch no estaba siguiendo el hilo de lo que Conklin le estaba explicando, aunque tampoco parecía que le estuviera hablando a él. El anciano se estaba contando la historia a sí mismo. De repente se despertó de su ensueño y miró a Bosch.
—Sabía que vendrías un día.
—¿Cómo?
—Porque sabía que te preocuparías. Quizá nadie más, pero sabía que tú sí. Tenía que importarte. Eras su hijo.
—Cuénteme qué pasó esa noche. Todo.
—Necesito que me traigas un poco de agua. Para la garganta. Hay un vaso en el escritorio y una fuente en el pasillo. No dejes que corra mucho. Se enfría y me hace daño en los dientes.
Bosch miró el vaso del escritorio y después de nuevo a Conklin. Le acometió el temor de que si abandonaba la habitación aunque sólo fuera un minuto el anciano podría morir y llevarse la historia a la tumba.
—Vamos. No me pasará nada. No voy a irme a ninguna parte.
Bosch miró el botón de llamada. Una vez más Conklin adivinó sus pensamientos.
—Estoy más cerca del infierno que del cielo por lo que he hecho. Por mi silencio. Necesito contar mi historia. Creo que serás mejor confesor que ningún cura.
Cuando Bosch salió de la habitación con el vaso, vio la figura de un hombre que doblaba la esquina al final del pasillo y desaparecía. Le pareció que el hombre llevaba traje. No era el vigilante. Vio la fuente y llenó el vaso. Conklin sonrió débilmente al coger el vaso y murmuró su agradecimiento antes de beber. Cuando terminó, Bosch puso el vaso en la mesita de noche.
—Vale —dijo Bosch—, ha dicho que se fue esa noche y que nunca volvió. ¿Cómo descubrió qué fue lo que pasó?
—Al día siguiente tenía miedo de que hubiera ocurrido algo. Al final llamé a mi despacho e hice una comprobación de rutina para ver qué había entrado en los informes nocturnos. Una de las cosas que me dijeron era que había habido un homicidio en Hollywood. Tenían el nombre de la víctima. Era ella. Fue el día más horrible de mi vida.
—¿Qué ocurrió después?
Conklin se pasó una mano por la frente y continuó.
—Me enteré de que la habían descubierto esa mañana. Ella… Yo estaba en estado de shock. No podía creer que hubiera ocurrido. Le pedí a Mittel que hiciera algunas averiguaciones, pero no surgió nada útil. Entonces llamó el hombre que… me había presentado a Marjorie.
—Johnny Fox.
—Sí. Llamó y me dijo que había oído que lo buscaba la policía. Dijo que era inocente. Me amenazó. Me dijo que si no lo protegía le revelaría a la policía que Marjorie había estado conmigo esa última noche. Sería el final de mi carrera.
—Y usted lo protegió.
—Se lo encargué a Gordon. Él investigó la declaración de Fox y confirmó su coartada. No recuerdo ahora cuál era, pero se confirmó. Había estado en una timba o en algún lugar donde había muchos testigos. Como estaba seguro de que Fox no estaba implicado, llamé a los detectives asignados al caso y arreglamos que lo entrevistaran. Para proteger a Fox y protegerme a mí, Gordon y yo inventamos una historia según la cual dijimos a los detectives que Fox era un testigo clave en una investigación del jurado de acusación. El plan tuvo éxito. Los detectives se centraron en otras cosas. En un momento hablé con uno de ellos y me contó que creía que Marjorie había sido víctima de algún tipo de asesino sexual. Entonces eran bastante raros. El detective dijo que las perspectivas del caso no eran buenas. Me temo que yo nunca sospeché de Gordon. Hacerle algo tan horrible a una persona inocente… Estaba delante de mis ojos, pero durante mucho tiempo no lo vi. Fui un tonto. Una marioneta.
—Está diciendo que no fue usted ni tampoco Fox. Está diciendo que Mittel la mató para eliminar un riesgo a su carrera política. Pero que no se lo dijo. Fue sólo idea suya y simplemente lo hizo.
—Sí, eso es lo que digo. Se lo conté esa noche cuando llamé. Le dije que ella significaba más que todos los planes que él tenía para mí, más que los que tenía yo mismo. Dijo que supondría el final de mi carrera y yo lo acepté. Lo acepté siempre que empezara una nueva parte de mi vida con ella. Creo que esos momentos fueron los más pacíficos de mi vida. Estaba enamorado y había tomado una decisión. —Dio un suave puñetazo en la cama en un gesto de impotencia—. Le dije a Mittel que no me importaba cuál pensaba que sería el daño que causaría a mi carrera. Le expliqué que íbamos a mudarnos. No sabía adónde. La Jolla, San Diego, mencioné varios lugares. No sabía adónde íbamos a ir, pero estaba desafiante. Estaba furioso con él porque no compartía la alegría de nuestra decisión. Y al hacerlo lo provoqué. Ahora lo sé, y apresuré la muerte de tu madre.
Bosch lo examinó un largo momento. Su sufrimiento parecía sincero. Los ojos de Conklin parecían tan angustiados como los ojos de pez de un barco que se hunde. Sólo había oscuridad tras ellos.
—¿Mittel lo admitió alguna vez?
—No, pero yo lo sabía. Supongo que era un conocimiento inconsciente, pero algo que dijo años después lo hizo aflorar. Lo confirmó en mi mente. Y ése fue el final de nuestra relación.
—¿Qué dijo? ¿Cuándo?
—Muchos años después. Fue cuando me estaba preparando para ser fiscal general. ¿Te imaginas una charada igual? Yo, el mentiroso, el cobarde, el conspirador preparándome para el puesto más alto de la fiscalía del estado. Mittel se me acercó un día y me dijo que tenía que casarme antes del año de la elección. Fue así de franco al respecto. Dijo que había rumores que podían costarme votos. Yo le dije que eso era absurdo y que yo no iba a casarme sólo para calmar a algunos palurdos de Palmdale o del desierto. Entonces él hizo un comentario, sólo un comentario frívolo y brusco cuando estaba saliendo de mi despacho.
Se detuvo para alcanzar el vaso de agua. Bosch le ayudó y el anciano bebió lentamente. Bosch reparó en el olor medicamentoso que lo envolvía. Era horrible. Le recordó a los cadáveres del depósito. Harry cogió el vaso después de que Conklin hubo bebido y volvió a dejarlo en la mesita de noche.
—¿Cuál fue el comentario?
—Cuando estaba saliendo de mi despacho, dijo, y lo recuerdo palabra por palabra, dijo: «A veces lamento haberte salvado de aquel escándalo de la puta. Tal vez si no lo hubiera hecho ahora no tendríamos este problema. La gente sabría que no eres marica.» Ésas fueron sus palabras.
Bosch se lo quedó mirando un momento.
—Podría haber sido sólo una forma de hablar. Podría haber querido decir que le había salvado del escándalo de conocerla al dar los pasos para mantenerle alejado de eso. No es una prueba de que la matara u ordenara su asesinato. Usted era fiscal, sabe que no era suficiente. No era prueba directa de nada. ¿Nunca lo confrontó directamente?
—No. Nunca. Me intimidaba demasiado. Gordon se estaba convirtiendo en un hombre poderoso. Más poderoso que yo. Así que no le dije nada. Simplemente desmantelé mi campaña y plegué mi tienda. Dejé la vida pública y desde entonces no he vuelto a hablar con Gordon Mittel. Hace más de veinticinco años.
—Se pasó a la práctica privada.
—Sí. Acepté trabajo pro bono como pena autoimpuesta por mi responsabilidad. Ojalá pudiera decir que ayudó a suturar las heridas de mi alma, pero no lo hizo. Soy un hombre impotente, Hieronymus. Así que dime, ¿has venido a matarme? No dejes que mi historia te disuada de creer que me lo merezco.
La pregunta había sobresaltado a Bosch en el silencio. Finalmente, negó con la cabeza y habló.
—¿Qué sucedió con Johnny Fox? Le tenía encadenado desde aquella noche.
—Sí. Era un extorsionista de primera.
—¿Qué ocurrió con él?
—Me obligaron a contratarle como empleado de campaña, a pagarle quinientos dólares por semana por no hacer prácticamente nada. ¿Ves la farsa en la que se había convertido mi vida? Lo mataron en un atropello antes de recoger su primer cheque.
—¿Mittel?
—Supongo que él fue responsable, aunque debo admitir que él es un chivo expiatorio conveniente para todas las fechorías en las que me he visto envuelto.
—¿No creyó que era demasiada coincidencia que muriera?
—Las cosas son mucho más claras en retrospectiva. —Conklin sacudió la cabeza con tristeza—. En ese momento recuerdo que estaba fascinado con mi suerte. La única espina en mi costado había sido arrancada por casualidad. Tienes que recordar que en ese momento no tenía ningún pálpito de que la muerte de Marjorie estuviera conectada en modo alguno conmigo. Simplemente veía a Fox como un aprovechado. Cuando desapareció gracias a un accidente de automóvil me sentí satisfecho. Se hizo un trato con un periodista para silenciar el historial de Fox y no hubo más problema… Pero, por supuesto, no era así. Nunca lo fue. Gordon, genio que era, no contaba con que yo no pudiera superar la pérdida de Marjorie. Y todavía no he podido.
—¿Y McCage?
—¿Quién?
—McCage Incorporated. Sus pagos al poli. Claude Eno.
Conklin se quedó un momento en silencio mientras componía una respuesta.
—Por supuesto, conocía a Claude Eno. No me preocupaba y nunca le pagué ni un centavo.
—McCage está registrado en Nevada. Era la empresa de Eno. Tanto usted como Mittel constan como cargos de la corporación. Era una tapadera para pagar el chantaje. Eno recibía uno de los grandes de algún sitio. Usted y Mittel.
—¡No! —Conklin lo dijo con la máxima intensidad posible. La palabra salió como poco más que una tos—. No sé nada de McCage. Gordon pudo haberlo preparado, incluso haber firmado por mí o hacer que yo lo firmara sin darme cuenta. Como fiscal del distrito se ocupaba de mis asuntos. Yo firmaba cuando me decía que firmara.
Lo dijo mirando directamente a Bosch y Harry lo creyó. Conklin había admitido cosas mucho peores. ¿Por qué iba a negarlo si había sobornado a Eno?
—¿Qué hizo Mittel cuando usted le dijo que abandonaba?
—Por entonces ya era bastante poderoso. Políticamente. Su bufete representaba a la gente de más nivel de la ciudad y su trabajo político se estaba diversificando, estaba creciendo. Aun así, yo era el eje. El plan era conseguir el puesto de fiscal general y después la mansión del gobernador. Después, quién sabe. Así que Gordon… estaba decepcionado. Me negué a verlo, pero hablamos por teléfono. Cuando no logró convencerme de que cambiara de opinión, me amenazó.
—¿Cómo?
—Me dijo que si alguna vez trataba de manchar su reputación, conseguiría que me acusaran por la muerte de Marjorie. Y no tengo ninguna duda de que podría haberlo hecho.
—De mano derecha a máximo enemigo. ¿Cómo pudo liarse con él?
—Supongo que se deslizó por la puerta mientras no estaba mirando. No vi su verdadera cara hasta que fue demasiado tarde… No creo que en mi vida me haya encontrado con nadie tan astutamente centrado en su objetivo como Gordon. Era (es) un hombre peligroso. Lamento haber llevado a tu madre por su camino.
Bosch asintió con la cabeza. No tenía más preguntas y no sabía qué más decir. Al cabo de unos segundos en los que Conklin pareció perdido en sus pensamientos, el hombre habló.
—Joven, yo creo que sólo una vez en la vida te encuentras con una persona que encaja a la perfección contigo. Cuando encuentres a la que crees que encaja, agárrate a ella. Y no te importe lo que haya hecho en el pasado. Nada de eso importa. Agarrarse es lo único que importa.
Bosch asintió de nuevo. Fue lo único que se le ocurrió hacer.
—¿Dónde la conoció?
—Oh… La conocí en un baile. Me la presentaron y, por supuesto, ella era más joven que yo y no pensé que yo fuera a interesarle. Pero me equivoqué… Bailamos. Nos citamos. Y me enamoré.
—¿No conocía su pasado?
—En ese momento, no. Pero al final ella me lo dijo. Entonces ya no me importó.
—¿Y Fox?
—Sí, él era el vínculo. Él nos presentó. Yo tampoco sabía quién era él. Dijo que era un hombre de negocios. Verás, para él se trataba de un movimiento de negocios. Presentarle la chica al fiscal, retirarse y esperar a ver qué pasa. Yo nunca le pagué y ella nunca me pidió dinero. Mientras tanto nos enamoramos y Fox debió de sopesar sus opciones.
Bosch se preguntó si debería sacar del maletín la foto que le había dado Monte Kim y mostrársela a Conklin, pero decidió no tentar la memoria del anciano con la realidad de una foto. Conklin habló cuando Bosch todavía estaba cavilando la cuestión.
—Estoy muy cansado y no has contestado a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿Has venido a matarme?
Bosch miró el rostro y las manos inútiles del hombre y se dio cuenta de que sentía compasión.
—No sé lo que iba a hacer. Sólo sabía que iba a venir.
—¿Quieres que te hable de ella?
—¿De mi madre?
—Sí.
Bosch lo pensó. Sus propios recuerdos de su madre eran tenues y se apagaban cada vez más. Y tenía pocos recuerdos de ella procedentes de otras personas.
—¿Cómo era? —dijo.
Conklin pensó un momento.
—Para mí es difícil describirla. Sentía una gran atracción por su…, por su sonrisa torcida… Sabía que tenía secretos. Supongo que todo el mundo los tiene. Pero los suyos eran profundos. Y a pesar de todo eso, estaba llena de vida. Y, verás, creo que yo no lo estaba cuando nos conocimos. Ella me dio vitalidad.
Bebió otra vez y vació el vaso. Bosch se ofreció a ir a buscar más agua, pero Conklin rechazó la oferta.
—Había estado con otras mujeres y querían exhibirme como trofeo —dijo—. Tu madre no era así. Ella prefería quedarse en casa o llevarse una cesta de picnic a Griffith Park que ir a los clubes de Sunset Strip.
—¿Cómo descubrió… lo que hacía?
—Ella me lo contó. La noche que me habló de ti. Dijo que necesitaba contarme la verdad porque necesitaba mi ayuda. He de admitir… El impacto fue… Al principio pensé en mí. En protegerme. Pero admiré su valor al decírmelo y entonces yo estaba enamorado. No podía darme la vuelta.
—¿Cómo lo supo Mittel?
—Yo se lo dije. Nunca he dejado de lamentarlo.
—Si ella… Si ella era como usted la ha descrito, ¿por qué hacía lo que hacía? Yo nunca… nunca lo he entendido.
—Yo tampoco. Como te he dicho, ella tenía secretos. No me los contó todos.
Bosch desvió la vista y miró por la ventana, que daba al norte. Vio las luces de las colinas de Hollywood brillando entre la niebla de los cañones.
—Ella solía decirme que tú eras un chico muy fuerte —explicó Conklin desde detrás de él, con una voz casi ronca. Probablemente había hablado más que en varios meses—. Una vez me dijo que no importaba lo que le ocurriera a ella porque tú eras lo bastante fuerte para salir adelante.
Bosch no dijo nada, sólo miró por la ventana.
—¿Tenía razón? —preguntó el anciano.
La mirada de Bosch siguió el perfil de las colinas en dirección norte. En algún lugar de allí arriba, las luces brillaban desde la nave espacial de Mittel. Estaba esperando a Bosch. Éste se volvió hacia Conklin, que todavía estaba esperando una respuesta.
—Creo que el jurado sigue deliberando.