Monte Kim vivía en Willis Avenue, en Sherman Oaks, en medio de una ciudad fantasma de edificios de apartamentos a los que habían asignado la etiqueta roja después del terremoto. El edificio de apartamentos de Kim era de color gris y blanco, estilo Cape Cod, y se hallaba entre otros dos que estaban vacíos. Al menos se suponía que debían estarlo. Al acercarse, Bosch vio que las luces se apagaban en uno de los edificios. Okupas, supuso. Como lo había sido Bosch, siempre alertas a la llegada del inspector de obras.
El edificio de Kim tenía aspecto de haber sido pasado por alto por el terremoto o de haber sido reparado ya por completo. Bosch dudaba que se tratara del segundo caso. Creía que el edificio era un testamento del azar de la violencia de la naturaleza, y quizá de un constructor que no había sido chapucero. El Cape Cod había permanecido en pie mientras los edificios de alrededor se resquebrajaban y se deslizaban.
Era un edificio rectangular común, con entradas a los apartamentos en cada uno de los lados. Pero para llegar a una de las puertas, tenían que abrirte una de las verjas de casi dos metros de altura. Los polis las llamaban verjas «siéntete bien» porque aunque lograban que los habitantes de las casas se sintieran mejor, eran inútiles. Lo único que hacían era establecer una barrera para los visitantes legítimos del edificio. Otros simplemente podían escalarla, y lo hacían en toda la ciudad. Las verjas «siéntete bien» estaban en todas partes.
Cuando la voz de Kim sonó en el interfono, Bosch sólo dijo que era la policía y le permitieron el paso. Sacó la cartera con la placa del bolsillo mientras se acercaba al apartamento ocho. Cuando Kim abrió, Bosch mostró la cartera de la placa por la puerta entreabierta. La sostuvo con el dedo en la placa a unos quince centímetros de la cara de Kim y ocultando las letras que ponían «teniente». Enseguida se la volvió a guardar.
—Lo siento. No he leído el nombre —dijo Kim, que todavía le bloqueaba el paso.
—Hyeronimus Bosch, pero me llaman Harry.
—Como el pintor.
—A veces me siento tan mayor que creo que a él lo llamaron así por mí. Ésta es una de esas noches. ¿Puedo entrar? No estaré mucho rato.
Kim lo condujo a la sala de estar con cara de desconcierto. Era una sala de buen tamaño y agradable, con un sofá, dos sillas y una chimenea de gas junto al televisor. Kim ocupó una de las sillas y Bosch se sentó en un extremo del sofá. Se fijó en un caniche blanco que estaba durmiendo en la alfombra, al lado de la silla de Kim. Éste era un hombre con sobrepeso y de rostro amplio y rubicundo. Llevaba gafas que le apretaban las sienes y lo que le quedaba de pelo estaba teñido de castaño. Vestía un cardigan rojo encima de una camisa blanca y unos pantalones de soldado. Bosch supuso que Kim apenas tenía sesenta. Había esperado un hombre mayor.
—Supongo que ahora es cuando yo pregunto «¿de qué se trata todo esto?»
—Sí, y supongo que ahora es cuando se lo digo. El problema es que no sé bien por dónde empezar. Estoy investigando dos homicidios. Probablemente pueda ayudarme. Pero me preguntaba si iba a permitirme que antes le haga unas preguntas de hace algún tiempo. Cuando hayamos terminado le explicaré por qué.
—No me parece usual, pero…
Kim levantó las dos manos e hizo ademán de que no tenía problemas. Hizo un movimiento en su silla para sentirse más cómodo. Se fijó en el perrito y entrecerró los ojos como si eso fuera a ayudarle a comprender y responder mejor a las preguntas. Bosch vio una película de sudor que se revelaba en el paisaje defoliado de su cuero cabelludo.
—Usted fue periodista del Times ¿durante cuánto tiempo?
—Oh, chico, eso fue sólo unos años a principios de los sesenta. ¿Cómo sabe eso?
—Señor Kim, deje que haga yo las preguntas primero. ¿Qué tipo de periodismo hacía?
—Era lo que llamaban un periodista novato. Estaba en sucesos delictivos.
—¿Qué hace ahora?
—En la actualidad trabajo desde casa. Soy relaciones públicas, tengo un despacho arriba, en el segundo dormitorio. Tenía un despacho en Reseda, pero el edificio fue condenado. Se veía la luz del día entre las rendijas.
Era como la mayoría de la gente en Los Angeles. No tenía que hacer un prefacio de sus comentarios diciendo que estaba hablando de los daños causados por el terremoto. Se entendía.
—Tengo varias pequeñas cuentas —continuó—. Fui portavoz local de la planta de General Motors en Van Nuys hasta que la cerraron. Después me establecí por mi cuenta.
—¿Por qué dejó el Times en los años sesenta?
—Me… ¿Soy sospechoso de algo?
—En absoluto, señor Kim. Sólo intento conocerle. Hágame el favor, ya llegaré a la cuestión. Me estaba diciendo por qué dejó el Times.
—Sí, bueno, conseguí un trabajo mejor. Me ofrecieron el puesto de portavoz de prensa para el fiscal del distrito de entonces, Arno Conklin. Lo acepté. Estaba mejor pagado y era más interesante que el periodismo de sucesos, y tenía un futuro más brillante.
—¿Qué significa un futuro más brillante?
—Bueno, lo cierto es que en eso me equivoqué. Cuando acepté el empleo pensaba que con Arno el límite era el cielo. Era un buen hombre. Suponía que a la larga (bueno, si me quedaba con él) lo acompañaría a la mansión del gobernador o quizá al Senado de Washington. Pero las cosas no resultaron. Terminé con un despacho en Reseda con una grieta en la pared por la cual sentía que entraba el viento. No entiendo por qué la policía podría estar interesada en…
—¿Qué ocurrió con Conklin? ¿Por qué las cosas no resultaron?
—Bueno, yo no soy el experto en eso. Lo único que sé es que en el sesenta y ocho iba a presentarse a fiscal general y el puesto casi lo estaba esperando. Entonces él… simplemente abandonó. Dejó la política y volvió a la práctica legal. Y no fue para cosechar los dólares de las grandes empresas como cuando esos tipos grandes se meten en la práctica privada. Abrió un bufete en solitario. Lo admiraba. Por lo que oí, el sesenta por ciento o más de su práctica era pro bono. Trabajaba gratis la mayor parte del tiempo.
—¿Como si estuviera cumpliendo una condena por algo?
—No lo sé, supongo.
—¿Por qué abandonó?
—No lo sé.
—¿No formaba parte del círculo íntimo?
—No. Él no tenía un círculo. Sólo tenía un hombre.
—Gordon Mittel.
—Exacto. Si quiere saber por qué no se presentó, pregúntele a Gordon. —Entonces Kim cayó en la cuenta de que Bosch había introducido el nombre de Mittel en la conversación—. ¿Se trata de Gordon Mittel?
—Deje que haga las preguntas primero. ¿Por qué cree que Conklin no se presentó? Tendrá alguna idea.
—En primer lugar no estaba oficialmente en la carrera por el cargo, así que no tuvo que hacer ninguna declaración pública cuando abandonó. Simplemente no se presentó. Aunque había muchos rumores.
—¿Como cuáles?
—Oh, muchas cosas. Como que era gay. Había otros. Problemas financieros. Supuestamente existía una amenaza de muerte por parte de la mafia si ganaba. Sólo cosas así. Nada de todo eso fue nunca nada más que cotilleos entre los políticos de la ciudad.
—¿Se casó alguna vez?
—No que yo sepa. Pero por lo de que era gay, yo nunca vi nada de eso.
Bosch se fijó en que la parte superior de la cabeza de Kim estaba resbaladiza de sudor. Ya hacía calor en la habitación, pero el hombre mantenía el cardigan puesto. Bosch hizo un rápido cambio de tema.
—Hábleme de la muerte de Johnny Fox.
Bosch vio que el fugaz brillo del reconocimiento pasaba por detrás de las gafas, pero enseguida desapareció. Pero había sido suficiente.
—Johnny Fox, ¿quién es?
—Vamos, Monte, es una vieja noticia. A nadie le importa lo que hizo. Sólo necesito saber la historia que hay detrás de la historia. A eso he venido.
—¿Está hablando de cuando yo era periodista? Escribí muchos artículos. Eso fue hace treinta y cinco años. Era un chaval. No puedo recordado todo.
—Pero recuerda a Johnny Fox. Era su billete a un futuro más brillante. El que no sucedió.
—Mire, ¿qué está haciendo aquí? Usted no es poli. ¿Le ha enviado Gordon? ¿Después de todos estos años creen que…? —Se detuvo.
—Yo soy poli, Monte. Y tiene suerte de que haya llegado aquí antes que Gordon. Algo se está desatando. Los fantasmas están volviendo. ¿Ha leído en el periódico de hoy que se encontró un poli en el maletero de su coche en Griffith Park?
—Lo vi en las noticias. Era teniente.
—Sí, era mi teniente. Estaba investigando un par de casos antiguos. El de Johnny Fox era uno de ellos. Después acabó en el maletero de su coche. Así que tiene que disculparme si me pongo un poco nervioso y prepotente, pero necesito saber de Johnny Fox. Y usted escribió el artículo. Después de que lo mataran escribió el artículo en el que aparecía como un ángel y acabó en el equipo de Conklin. No me importa lo que hizo, sólo necesito saber qué hizo.
—¿Estoy en peligro?
Bosch se encogió de hombros en su mejor gesto de «ni lo sé ni me importa».
—Si lo está, podemos protegerle. Si no nos ayuda, no podemos ayudarle. Ya sabe cómo funciona.
—Oh, Dios mío. Sabía que… ¿Qué otro caso?
—Una de las chicas de Johnny Fox que murió alrededor de un año antes que él. Se llamaba Marjorie Lowe.
Kim negó con la cabeza. No reconocía el nombre. Se pasó la mano por la calva, usándola como una escobilla para trasladar el sudor hacia la parte de la cabeza donde conservaba algo de pelo. Bosch vio que había preparado perfectamente al hombre obeso para que respondiera a las preguntas.
—¿Entonces qué hay de Fox? —preguntó Bosch—. No tengo toda la noche.
—Mire, no sé nada. Lo único que hice fue cambiar un favor por otro.
—Cuéntemelo.
Se calmó un momento antes de responder.
—Mire, ¿sabe quién era Jack Ruby?
—¿En Dallas?
—Sí, el tipo que mató a Oswald. Bueno, Johnny Fox era el Jack Ruby de Los Angeles. La misma época, la misma clase de individuo. Fox trabajaba con mujeres, era un jugador, sabía a qué polis podía untar y los untaba cuando era preciso. Por eso no pisó la cárcel. Era el clásico carroñero de Hollywood. Cuando vi en el registro de la División de Hollywood que había muerto, iba a pasar. Era escoria y nosotros no escribíamos sobre la escoria. Entonces una fuente que tenía en la poli me dijo que Johnny estaba a sueldo de Conklin.
—Eso sí era noticia.
—Sí. Así que llamé a Mittel, el director de campaña de Conklin, y lo intenté con él. Quería una respuesta. No sé cuánto sabe de aquella época, pero Conklin poseía una imagen impecable. Era el hombre que atacaba todos los vicios de la ciudad y allí tenía un matón del vicio en nómina. Era una gran historia. Aunque Fox no tenía antecedentes, no me importaba, había informes de inteligencia sobre él y yo tenía acceso a ellos. El artículo iba a hacer daño y Mittel lo sabía.
Se detuvo allí, al borde de la historia. Conocía el resto, pero para que la dijera en voz alta había que empujarlo al abismo.
—Mittel lo sabía —repitió Bosch—, así que le ofreció un trato. Le propuso ser el parachoques de Conklin si limpiaba la historia.
—No exactamente.
—¿Entonces qué? ¿Cuál era el trato?
—Estoy seguro de que cualquier delito ha prescrito…
—No se preocupe por eso. Dígamelo sólo a mí, y sólo lo sabremos usted, su perro y yo.
Kim respiró hondo y continuó.
—Estábamos a media campaña, así que Conklin ya tenía portavoz. Mittel me ofreció un puesto como ayudante del portavoz después de la elección. Trabajaría desde la oficina del tribunal de Van Nuys, y me ocuparía de lo relacionado con el valle de San Fernando.
—Si Conklin ganaba.
—Sí, pero eso estaba hecho. A no ser que la historia de Fox causara un problema. Pero yo me resistí, y presioné un poco. Le dije a Mittel que quería el puesto de portavoz principal después de la elección de Arno o que lo olvidara. Después contactó conmigo y aceptó.
—Después de hablar con Conklin.
—Supongo. El caso es que escribí un artículo que no mencionaba los datos del pasado de Fox.
—Lo leí.
—Eso fue lo único que hice. Conseguí el puesto. Y nunca se volvió a mencionar el asunto.
Bosch valoró a Kim durante un momento. Era débil. No veía que ser un periodista era una vocación como la de ser policía. Uno toma un juramento consigo mismo. Al parecer Kim no había tenido dificultades para romperlo. Bosch no podía imaginarse a alguien como Keisha Russell obrando del mismo modo ante las mismas circunstancias. Trató de disimular su desagrado y siguió adelante.
—Ahora recuerde. Es importante. Cuando llamó a Mittel y le habló del pasado de Fox, ¿tuvo la impresión de que ya lo conocía?
—Sí, lo conocía. No sé si los polis se lo habían contado ese día o si ya tenía conocimiento previo. Pero sabía que Fox estaba muerto y sabía quién era. Creo que le sorprendió bastante que yo lo supiera y se puso ansioso por hacer un trato para que la información no se publicara… Fue la primera vez que hice algo así. Ojalá no lo hubiera hecho.
Kim bajó la mirada hacia el perro y Bosch supo que era una pantalla en la que contempló cómo su vida divergió abruptamente en el momento en que aceptó el trato.
—En su artículo no mencionaba a ningún policía —dijo Bosch—. ¿Recuerda quién lo investigó?
—La verdad es que no. Fue hace mucho tiempo. Debieron de ser un par de tipos de la mesa de homicidios de Hollywood. Entonces se ocupaban de los accidentes mortales. Ahora hay una división para eso.
—¿Claude Eno?
—¿Eno? Lo recuerdo. Podría haber sido él. Creo que recuerdo que… Sí, fue él. Ahora lo recuerdo. Se ocupó él solo. A su compañero lo habían trasladado o se había retirado y Eno estaba trabajando solo, esperando a que le asignaran un nuevo compañero. Por eso le daban los casos de tráfico. Por lo general eran bastante sencillos, por lo que se refiere a la investigación.
—¿Cómo es que recuerda tanto de este caso?
Kim frunció los labios y buscó una respuesta.
—Supongo… Como he dicho, ojalá no hubiera hecho nunca lo que hice. Así que, no sé, he pensado mucho en eso. Lo recuerdo.
Bosch asintió con la cabeza. No tenía más preguntas y ya estaba pensando en las implicaciones de cómo la información de Kim encajaba con la que poseía previamente. Eno había trabajado ambos casos, el de Lowe y el de Fox, y después se retiró, dejando atrás una empresa fantasma en la que también figuraban Conklin y Mittel y cobrando mil dólares al mes durante veinticinco años. Se dio cuenta de que comparado con Eno, Kim había pactado por demasiado poco. Estaba a punto de levantarse cuando se le ocurrió algo.
—Ha dicho que Mittel no volvió a mencionar a Fox ni el trato que habían hecho.
—Eso es.
—¿Conklin los mencionó alguna vez?
—No, él tampoco dijo una palabra sobre eso.
—¿Cómo era su relación? ¿No lo trataba como a un estafador?
—No, porque yo no era un estafador —protestó Kim, pero la indignación de su voz era hueca—. Yo hice un trabajo para él y lo hice bien. Él siempre fue muy amable conmigo.
—Él aparecía en su artículo sobre Fox. No lo tengo aquí, pero decía que nunca había conocido a Fox.
—Sí, eso era mentira. Se me ocurrió a mí.
Bosch se quedó perplejo.
—¿Qué quiere decir? ¿Está diciendo que se lo inventó?
—Por si se echaban atrás con el trato. Puse a Conklin en el artículo diciendo que no conocía al tipo, porque tenía pruebas de que sí lo conocía. Ellos sabían que las tenía. De ese modo, si después de la elección renegaban del trato, yo podía volver a sacar a relucir el asunto y mostrar que Conklin había dicho que no conocía a Fox cuando de hecho sí que lo conocía. A partir de ahí podría haber establecido la inferencia de que también conocía el pasado de Fox cuando lo contrató. No habría servido de mucho, porque ya lo habrían elegido, pero habría causado cierto daño de relaciones públicas. Era mi pequeña póliza de seguros. ¿Entiende?
Bosch asintió.
—¿Qué pruebas tenía de que Conklin conocía a Fox?
—Tenía fotos.
—¿Qué fotos?
—Las había sacado el fotógrafo de sociedad para el Times en la logia masónica durante el baile del día de San Patricio, dos años antes de la elección. Había dos. Conklin y Fox estaban en una mesa. Eran descartes, pero un día podría…
—¿Qué quiere decir que eran descartes?
—Fotos que nunca se publicaron. Pero, verá, yo solía mirar el material de sociedad en el laboratorio fotográfico para saber quiénes eran los peces gordos en la ciudad y con quién salían. Era información útil. Un día vi esas fotos de Conklin y un tipo que me sonaba, pero no sabía de dónde. Era por el marco social. No era el terreno de Fox, por eso en su momento no lo reconocí. Más tarde, cuando mataron a Fox y me dijeron que trabajaba para Conklin, me acordé de las fotos y de quién era el otro hombre. Fox. Volví a los archivos de descartes y me las llevé.
—¿Estaban sentados juntos en el baile?
—¿En las fotos? Sí. Y estaban sonriendo. Se veía que se conocían. No eran fotos posadas. De hecho, por eso las descartaron. No eran buenas fotos para la página de sociedad.
—¿Había alguien más con ellos?
—Un par de mujeres.
—Vaya a buscar las fotos.
—Oh, ya no las tengo. Las tiré cuando dejé de necesitarlas.
—Kim, no me venga con hostias, ¿quiere? Nunca hubo un momento en que no las necesitara. Probablemente esas fotos son el motivo de que siga vivo. Ahora vaya a buscarlas o lo detendré por retención de pruebas y después conseguiré una orden de registro y destrozaré este sitio.
—¡Vale! ¡Joder! Espere un momento, tengo una.
Se levantó y subió la escalera. Bosch se limitó a mirar al perro, que llevaba un jersey a juego con el de Kim. Oyó que se abría una puerta corredera y a continuación un ruido sordo. Supuso que habían sacado del armario una caja y la habían tirado al suelo. Al cabo de unos segundos, oyó las pisadas de Kim en la escalera. Al pasar junto al sofá, éste le entregó a Bosch una foto en blanco y negro de veinte por veinticinco que tenía los bordes amarillentos. Bosch se la quedó mirando un buen rato.
—La otra la tengo en una caja de seguridad —dijo Kim—. Es una imagen más nítida de los dos hombres. Se reconoce a Fox.
Bosch no dijo nada. Seguía mirando la instantánea. Era una foto tomada con flash. Todos los rostros aparecían quemados por el exceso de luz. Conklin estaba sentado a una mesa enfrente del hombre que Bosch supuso que era Fox. Había media docena de vasos en la mesa. Conklin estaba sonriendo y con los ojos cerrados, probablemente por eso la foto se descartó. Fox estaba ligeramente girado respecto a la cámara, por lo que sus rasgos no eran distinguibles. Bosch suponía que tenías que saber quién era para reconocerlo. Ninguno de los dos parecía consciente de la presencia del fotógrafo. Probablemente las luces de flash se encendían en toda la sala.
Pero más que en los hombres, Bosch se fijó en las dos mujeres de la fotografía. De pie junto a Fox e inclinada para susurrarle al oído había una mujer con un vestido oscuro ajustado a la cintura. Tenía el pelo rizado. Era Meredith Roman. Y sentada al otro lado de la mesa, y junto a Conklin, parcialmente tapada por éste, estaba Marjorie Lowe. Bosch supuso que si no la conocías, no habría sido reconocible. Conklin estaba fumando y con la mano levantada, ocultando con el brazo la mitad del rostro de la madre de Bosch. Era casi como si ella estuviera mirando a la cámara asomándose desde detrás de una esquina.
Bosch giró la foto y vio un sello que decía: «Foto del Times. Boris Lugavere.» Estaba fechada el 17 de marzo de 1961, siete meses antes de la muerte de su madre.
—¿Llegó a enseñársela a Conklin o Mittel? —le preguntó Bosch al fin.
—Sí, cuando me propuse para ser portavoz principal. Le di una copia a Gordon y él vio que era una prueba de que el candidato conocía a Fox.
Bosch comprendió que Mittel también tuvo que ver que era la prueba de que el candidato conocía a una víctima de asesinato. Kim no sabía lo que tenía, pero no era de extrañar que obtuviera el puesto de portavoz. «Tienes suerte de estar vivo», pensó Bosch, pero no lo dijo.
—¿Mittel sabía que era sólo una copia?
—Ah, sí. Eso lo dejé claro. No era estúpido.
—¿Alguna vez se lo mencionó Conklin?
—A mí no. Pero supongo que Mittel se lo contó. Recuerde que le he dicho que tuvo que consultar antes de darme el trabajo. ¿Quién iba a tener que aprobarlo si él era director de campaña? Así que tuvo que hablar con Conklin.
—Voy a quedármela. —Bosch levantó la foto.
—Yo tengo la otra.
—¿Ha permanecido en contacto con Arno Conklin a lo largo de los años?
—No, no he hablado con él en, no sé, veinte años.
—Quiero que lo llame ahora y…
—Ni siquiera sé dónde está.
—Yo sí. Quiero que lo llame y le diga que quiere verlo esta noche. Dígale que tiene que ser esta noche. Dígale que se trata de Johnny Fox y Marjorie Lowe. Dígale que no le cuente a nadie que va avenir.
—No puedo hacerlo.
—Claro que puede. ¿Dónde está su teléfono? Le ayudaré.
—No, me refiero a que no puedo ir a verlo esta noche. Usted no puede…
—No va a verlo esta noche, Monte. Yo voy a ser usted. A ver, ¿dónde está el teléfono?