Al principio, Bosch permaneció sentado en silencio junto a Jerry Toliver en el trayecto de vuelta a su casa. Tenía una cascada de ideas que le embotaban la mente y decidió simplemente hacer caso omiso del joven detective de asuntos internos. Toliver dejó el escáner de la policía encendido y la charla esporádica era lo más parecido a una conversación que había en el vehículo. Era la hora en que la gente salía del centro y avanzaba a un ritmo exasperante hacia el paso de Cahuenga.
A Bosch le dolían las tripas por las convulsiones de la náusea de una hora antes y mantuvo los brazos cruzados delante del cuerpo como si estuviera acunando un bebé. Sabía que tenía que compartimentar sus pensamientos. Por más que estuviera confundido y se sintiera intrigado por las alusiones que Brockman había hecho en relación a Jasmine, sabía que tenía que dejarlas de lado. Por el momento, lo que le había ocurrido a Pounds era más importante.
Trató de ordenar la cadena de acontecimientos y llegó a la conclusión obvia. Su entrada en la fiesta de Mittel y la entrega de la fotocopia del recorte del Times habían disparado una reacción que concluyó con el asesinato de Harvey Pounds, el hombre cuyo nombre él había utilizado. Aunque en la fiesta sólo le había dicho a Mittel el nombre, de algún modo lo habían rastreado hasta el Pounds real, que después fue torturado y asesinado.
Bosch supuso que habían sido las llamadas a Tráfico las que habían condenado a Pounds. Tras recibir el amenazador recorte en la fiesta, Mittel probablemente había estirado su largo brazo para descubrir quién era ese Harvey Pounds y qué se proponía. Mittel tenía contactos desde Los Angeles a Sacramento y Washington. Podía haber descubierto rápidamente que Harvey Pounds era policía. El trabajo de financiación de campañas de Mittel había puesto a un buen número de legisladores en escaños de Sacramento. Ciertamente tenía los contactos precisos en la capital del estado para descubrir quién estaba buscando información referida a él. Y si lo había hecho, había descubierto que Harvey Pounds, un teniente del Departamento de Policía de Los Angeles, no sólo había preguntado por él, sino también por otros cuatro hombres que podían ser igualmente de vital interés para él: Arno Conklin, Johnny Fox, Jake McKittrick y Claude Eno.
Era cierto que todos los nombres estaban implicados en un caso y una conspiración de hacía casi treinta y cinco años. Pero Mittel estaba en el centro de esa conspiración y, a juicio de Bosch, el fisgoneo de Pounds podía haber sido más que suficiente para que alguien de su posición tomara algún tipo de medida para descubrir qué estaba haciendo el teniente.
A causa del movimiento que el hombre que él creía que era Pounds había hecho en la fiesta, Mittel probablemente había concluido que se enfrentaba a un extorsionista. Y sabía cómo eliminar el problema. Como se había eliminado a Johnny Fox.
Bosch sabía que ésa era la razón de que Pounds hubiera sido torturado. Para que Mittel se asegurara de que el problema no iba más allá de Pounds, tenía que saber quién más sabía lo que sabía el teniente. El problema era que Pounds no sabía nada. No tenía nada que ofrecer y fue atormentado hasta que su corazón no aguantó más.
Una pregunta que permanecía sin respuesta en la mente de Bosch era qué sabía de todo ello Arno Conklin. Bosch todavía no había contactado con él. ¿Tenía conocimiento del hombre que se había acercado a Mittel? ¿Había ordenado él la acción sobre Pounds o había sido solamente la reacción de Mittel?
De pronto, Bosch vio un salto en su teoría que requería un refinamiento. Mittel había estado cara a cara con él en su papel de Harvey Pounds en la fiesta de recogida de fondos. El hecho de que Pounds fuera torturado antes de morir indicaba que Mittel no estaba presente en ese momento, o habría visto que estaban atormentando a otro hombre. Bosch se preguntó si habían comprendido que, de hecho, habían matado al hombre equivocado y ya estaban buscando al correcto.
Reflexionó acerca de este punto y vio que encajaba. Mittel no era el tipo de hombre que se manchaba las manos de sangre. No tenía problema en ordenar que se disparara, pero no quería presenciarlo. Bosch se dio cuenta de que el surfista con traje también lo había visto en la fiesta y, por tanto, tampoco podía haber estado directamente involucrado en el asesinato de Harvey Pounds. Eso dejaba sólo al hombre que Bosch había atisbado a través de la puerta cristalera de la casa. El hombre fornido y de cuello ancho al que Mittel le mostró el recorte de periódico. El hombre que había resbalado y caído cuando bajaba por el sendero hacia Bosch.
Bosch comprendió por qué poco no estaba donde Pounds se encontraba en ese momento. Buscó en el bolsillo de la chaqueta los cigarrillos y empezó a encender uno.
—¿Le importa no fumar? —preguntó Toliver, en lo que fueron sus primeras palabras en media hora de trayecto.
—Sí, me importa. —Bosch terminó de encender el pitillo y se guardó el Bic. Bajó la ventanilla—. ¿Estás contento? El humo de los tubos de escape es peor que el del cigarrillo.
—En este vehículo está prohibido fumar.
Toliver tocó con el dedo un imán plástico que estaba en la cubierta del cenicero que había en el salpicadero. Era uno de los chismes que se distribuyeron cuando el ayuntamiento aprobó una ley generalizada contra el tabaco que prohibió fumar en todos los edificios públicos y permitió que la mitad de los coches de la flota automovilística del departamento fueran declarados vehículos sin humo. El imán mostraba un cigarrillo en medio de un círculo rojo con una raya cruzada. Debajo del círculo decía: «Gracias por no fumar.» Bosch se estiró, arrancó el imán y lo tiró por la ventanilla. Vio cómo botaba en el pavimento y golpeaba en la puerta de un coche que circulaba por el carril de al lado.
—Ahora ya no. Ahora es un coche de fumadores.
—Bosch, está como una cabra, ¿sabe?
—Denúnciame, chico. Añádelo a la relación con un delincuente en la que está trabajando tu jefe. No me importa.
Quedaron unos momentos en silencio mientras el coche se iba alejando de Hollywood.
—Le está tomando el pelo, Bosch. Pensaba que lo sabía.
—¿Cómo es eso? —Estaba sorprendido de que Toliver se pusiera de su parte.
—Sólo está echándose un farol. Sigue cabreado por lo que le ha hecho en la mesa. Pero sabe que no funcionará. Es un caso antiguo. Homicidio sin premeditación. Un caso de violencia doméstica. Le cayeron cinco años de condicional. Lo único que ha de decir es que no lo sabía y se va a la mierda.
Bosch casi podía imaginar de qué trataba el caso. Jasmine prácticamente se lo había dicho en el juego de las confesiones. Estuvo demasiado tiempo con alguien. Eso era lo que ella había dicho. Pensó en el cuadro que había visto en su estudio. El retrato gris con los trazos rojos como la sangre. Trató de apartar la imagen de su mente.
—¿Por qué me estás diciendo esto, Toliver? ¿Por qué vas contra los tuyos?
—Porque no son los míos. Porque quiero saber a qué se refería con lo que me ha dicho en el pasillo.
Bosch ni siquiera podía recordar lo que había dicho.
—Me dijo que no era demasiado tarde. ¿Demasiado tarde para qué?
—Demasiado tarde para salir —dijo Bosch, recordando las palabras que había lanzado como una provocación—. Todavía eres joven. Será mejor que salgas de asuntos internos antes de que sea tarde. Si te quedas demasiado no saldrás nunca. ¿Es eso lo que quieres, pasar tu carrera hostigando a polis por comprar con droga a las putas?
—Mire, quiero trabajar en el Parker y no quiero esperar diez años como todos los demás. Para un blanco es la forma más fácil y más rápida de llegar.
—No vale la pena, eso es lo que te estoy diciendo. Los que se quedan en asuntos internos más de dos o tres años se quedan toda la vida, porque nadie más confía en ellos. Son leprosos. Mejor que te lo pienses. El Parker Center no es el único sitio del mundo para trabajar.
Pasaron unos segundos antes de que Toliver tratara de armar una defensa.
—Alguien ha de ser policía de la policía. Hay mucha gente que parece que no lo entiende.
—Es verdad. Pero en este departamento nadie controla a la policía de la policía. Piénsalo.
La conversación se vio interrumpida por el agudo tono que Bosch reconoció como el timbre de su móvil en el asiento trasero del coche, donde estaban las pertenencias que le habían requisado durante el registro de su casa. Irving había ordenado que se lo devolvieran todo. Entre ellas estaba su maletín y oyó que el teléfono sonaba en el interior de éste. Se estiró hacia atrás, abrió el maletín y cogió el móvil.
—Sí, soy Bosch.
—Bosch, soy Russell.
—Eh, todavía no tengo nada que decirte, Keisha. Sigo trabajando en ello.
—No, yo tengo algo que decirte. ¿Dónde estás?
—Estoy en el mogollón. En la ciento uno llegando a Barham, mi salida.
—Bueno, tengo que hablar contigo, Bosch. Estoy escribiendo un artículo para mañana. Creo que querrás comentarlo en tu defensa.
—¿Mi defensa?
Sintió ganas de decir «¿Qué pasa ahora?», pero encajó el golpe y mantuvo la calma.
—¿De qué estás hablando?
—¿Has leído mi artículo de hoy?
—No, no he tenido tiempo. ¿Qué…?
—Es sobre la muerte de Harvey Pounds. Hoy tengo una continuación… Se refiere a ti, Bosch.
Joder, pensó. Pero trató de mantener la calma. Sabía que si Russell detectaba pánico en su voz ella ganaría confianza en lo que fuera que estuviera a punto de escribir. Tenía que convencerla de que su información era equivocada. Tenía que minar esa confianza. Entonces se dio cuenta de que Toliver estaba sentado a su lado y oiría todo lo que dijera.
—Ahora no puedo hablar. ¿Cuándo es tu hora límite?
—Ahora. Hemos de hablar ahora.
Bosch miró el reloj. Eran las seis menos veinticinco.
—Puedes esperar hasta las seis, ¿verdad?
Había trabajado antes con periodistas y sabía que ésa era la hora límite para la primera edición del Times.
—No, no puedo esperar a las seis. Si quieres decir algo, dilo ahora.
—No puedo. Dame quince minutos y vuelve a llamarme. Ahora no puedo hablar.
Hubo una pausa hasta que ella dijo:
—Entonces no podré demorarlo más, será mejor que hables.
Estaban en la salida de Barham y llegarían a su casa en diez minutos.
—No te preocupes por eso. Mientras tanto, avisa a tu director de que podrías retirar el artículo.
—No lo haré.
—Mira, Keisha, ya sé qué vas a preguntarme. Es una trampa y está mal. Has de confiar en mí. Te lo explicaré dentro de quince minutos.
—¿Cómo sabes que es una trampa?
—Lo sé. Viene de Angel Brockman.
Cerró el teléfono y miró a Toliver.
—¿Ves, Toliver? ¿Es esto lo que quieres hacer con tu trabajo? ¿Con tu vida?
Toliver no dijo nada.
—Cuando vuelvas, dile a tu jefe que puede meterse la edición de mañana del Times por el culo. No habrá ningún artículo. Mira, ni siquiera los periodistas se fían de los tipos de asuntos internos. Lo único que he tenido que hacer ha sido mencionar a Brockman. Empezará a dar marcha atrás cuando le diga que sé lo que está pasando. Nadie se fía de vosotros, tíos. Jerry, déjalo.
—Ah, y todo el mundo se fía de usted, Bosch.
—No todo el mundo. Pero puedo dormir por la noche y llevo veinte años en el cuerpo. ¿Crees que tú podrás hacerlo? ¿Cuánto tiempo llevas? ¿Cinco, seis años? Te doy diez, Jerry. Es lo máximo para ti. Diez y adiós. Pero parecerás uno de esos tíos que lo dejan después de treinta.
La predicción de Bosch fue recibida con un silencio pétreo. Bosch no sabía por qué se preocupaba por alguien que formaba parte del equipo que trataba de hacerle morder el polvo, pero había algo en el rostro fresco del joven policía que le invitaba a darle el beneficio de la duda.
Tomaron la última curva a Woodrow Wilson y Bosch vio su casa. También vio un coche blanco con una matrícula amarilla aparcado enfrente de ella y un hombre que llevaba un casco de construcción y estaba de pie delante de una caja de herramientas. Era el inspector de obras municipal. Gowdy.
—Mierda —dijo Bosch—. ¿Esto también es uno de los trucos de asuntos internos?
—No lo… Si lo es, yo no sé nada.
—Sí, claro.
Sin decir una palabra más, Toliver se detuvo delante de la casa y Bosch bajó con sus pertenencias recuperadas. Gowdy lo reconoció e inmediatamente se acercó mientras Toliver se alejaba del bordillo.
—Escuche, ¿no estará viviendo en esta casa? —preguntó Gowdy—. Tiene etiqueta roja. Recibimos una llamada diciendo que alguien robaba electricidad.
—Yo también he recibido la llamada. ¿Ha visto a alguien? Venía a comprobarlo.
—No me mienta, señor Bosch. He visto que ha hecho algunas reparaciones. Tiene que saber una cosa: no puede reparar esta casa, ni siquiera puede entrar. Tiene una orden de demolición y ya ha vencido. Voy a emitir una orden de ejecución y buscaré un contratista municipal que la ejecute. Recibirá la factura. No hay motivo para esperar más. Ahora, debería salir de aquí porque voy a cortar la luz y voy a poner un candado.
Se dobló para dejar la caja de herramientas en el suelo y procedió a abrirla y sacar unos cerrojos de acero inoxidable que iba a colocar en las puertas.
—Mire, tengo un abogado —dijo Bosch—. Está tratando de solucionarlo con ustedes.
—No hay nada que solucionar. Lo siento. Si vuelve a entrar ahí será objeto de arresto. Si encuentro que se han manipulado esos cerrojos, también será objeto de arresto. Llamaré a la División de North Hollywood. Ya no estoy bromeando con usted.
Por primera vez se le ocurrió a Bosch que tal vez se trataba de un show y que el hombre sólo quería dinero. Probablemente ni siquiera sabía que Bosch era policía. La mayoría de los polis no podían permitirse vivir allí arriba y no querrían hacerlo aunque pudieran. La única razón por la que Bosch se lo podía permitir era que había comprado la propiedad con un puñado de dinero que había ganado años antes gracias a un telefilme basado en un caso que él había resuelto.
—Mire, Gowdy —dijo—, sólo dígamelo, ¿vale? Soy lento en estas cosas. Dígame lo que quiere y lo tendrá. Quiero salvar la casa, es lo único que me importa.
Gowdy lo miró unos segundos y Bosch se dio cuenta de que se había equivocado. Vio la indignación en los ojos del hombre.
—Si sigue por ese camino podría acabar en la cárcel, hijo. Le voy a decir lo que voy a hacer. Voy a olvidar lo que acaba de decir. Yo…
—Mire, lo siento… —Bosch miró a la casa por encima del hombro—. Es que, no sé, la casa es lo único que tengo.
—Tiene más que eso. Simplemente no lo ha pensado. Ahora voy a darle un respiro. Le doy cinco minutos para que entre y coja todo lo que necesita. Después, voy a poner los cerrojos. Lo lamento, pero es así. Si esa casa se cae colina abajo en el próximo quizá me lo agradecerá.
Bosch asintió con la cabeza.
—Adelante. Cinco minutos.
Bosch entró y cogió una maleta del estante superior del armario del pasillo. Primero puso allí su segunda pistola, después metió toda la ropa del armario del dormitorio que le cupo. Cargó la abultada maleta hasta la cochera y volvió a entrar para llevarse más cosas. Abrió los cajones del escritorio, los vació en la cama y lo envolvió todo con sábanas.
Se pasó del límite de los cinco minutos, pero Gowdy no entró a buscarlo. Bosch oía que trabajaba con un martillo en la puerta de la calle.
Al cabo de diez minutos, había formado una gran pila de pertenencias en la cochera, incluida una caja en la que guardaba sus recuerdos y sus fotos, una caja ignífuga que contenía sus documentos financieros y personales, una pila de correo sin abrir y facturas impagadas, el equipo de música y dos cajas que contenían su colección de elepés y cedés de jazz y blues. Al mirar la pila de sus pertenencias, se sintió triste. Era mucho para meterlo en un Mustang, pero sabía que no era demasiado después de haber pasado cuarenta y cinco años en el planeta.
—¿Ya está?
Bosch se volvió. Era Gowdy. Sostenía un martillo en una mano y un pestillo de acero en la otra. Bosch vio que enganchado en el cinturón también llevaba una cerradura.
—Sí —dijo Bosch—. Adelante.
Retrocedió y dejó que el inspector trabajara. El martilleo apenas había comenzado cuando sonó el teléfono. Se había olvidado de Keisha Russell.
—Sí, soy Bosch.
—Detective, soy la doctora Hinojos.
—Oh… Hola.
—¿Pasa algo?
—No, eh, sí, pensaba que era otra persona. Tengo que dejar esta línea libre unos minutos. Espero una llamada. ¿Puedo llamarla yo?
Bosch miró el reloj. Eran las seis menos cinco.
—Sí —dijo Hinojos—. Estaré en el despacho hasta las seis y media. Quiero hablar de algo con usted, y saber cómo le ha ido en la sexta planta después de que yo me fuera.
—Estoy bien, la llamaré luego.
En cuanto cerró el teléfono, éste volvió a sonarle en la mano.
—Bosch.
—Bosch, estoy entre la espada y la pared y no tengo tiempo para bromas. —Era Russell. Tampoco tenía tiempo para identificarse—. El artículo explica que la investigación sobre la muerte de Harvey Pounds se ha vuelto hacia adentro y que los detectives han pasado varias horas con usted hoy. Han registrado la casa y creen que usted es el principal sospechoso.
—¿Principal sospechoso? Ni siquiera usamos esas palabras, Keisha. Ahora estoy seguro de que has hablado con uno de esos estrábicos de asuntos internos. No sabrían cómo llevar una investigación de homicidios ni aunque el asesino les mordiera el trasero.
—No te andes por las ramas. Es muy sencillo. ¿Tienes que hacer algún comentario sobre el artículo que saldrá en el diario de mañana? Si quieres decir algo, tengo el tiempo justo para que salga en la primera edición.
—On the record no hay comentarios.
—¿Y off?
—Off the record, y sin que me lo atribuyas ni lo uses, puedo decirte que es todo mentira, Keisha. Tu artículo está equivocado. Simple y llanamente equivocado. Si lo publicas tal y como me lo acabas de resumir, tendrás que escribir otro mañana para corregirlo. Dirás que no soy sospechoso en absoluto. Después de eso tendrás que buscarte otra sección…
—¿Y eso por qué? —preguntó la periodista con altivez.
—Porque esto es una calumnia orquestada por asuntos internos. Es una trampa. Y cuando todos los demás del departamento lo lean mañana lo sabrán y sabrán que has picado. No se fiarán de ti. Pensarán que eres sólo una tapadera para gente como Brockman. Ninguna fuente que merezca la pena querrá tener esa relación contigo. Incluido yo. Te quedarás cubriendo la comisión de la policía y reescribiendo comunicados de prensa de la oficina de relaciones con los medios. Y, por supuesto, cada vez que Brockman quiera putear a alguien cogerá el teléfono y te llamará.
Se produjo un silencio en la línea. Bosch levantó la cabeza hacia el cielo y vio que se teñía de rosa con el inicio del crepúsculo. Miró el reloj. Faltaba un minuto para la hora de cierre.
—¿Estás ahí, Keisha?
—Bosch, me estás asustando.
—Deberías estar asustada. Tienes un minuto para tomar una gran decisión.
—Deja que te pregunte algo. ¿Agrediste a Pounds y lo lanzaste por la ventana hace dos semanas?
—¿On the record u off the record?
—No importa, necesito una respuesta. ¡Rápido!
—Off the record, eso es más o menos preciso.
—Bueno, eso parecería hacerte sospechoso de su muerte. No veo…
—Keisha, he estado fuera del estado tres días. He vuelto hoy. Brockman me llevó a comisaría y habló conmigo menos de media hora. Comprobaron mi coartada y me dejaron libre. No soy sospechoso. Estoy hablando desde delante de mi casa. ¿Oyes ese martilleo? Eso es mi casa. Tengo un carpintero aquí. ¿Crees que a los sospechosos principales los dejan ir a dormir a casa?
—¿Cómo puedo confirmar todo esto?
—¿Hoy? No puedes. Tienes que elegir. Brockman o yo. Mañana puedes llamar al subdirector Irving y él te lo confirmará… si quiere hablar contigo.
—¡Mierda! Bosch, no puedo creerlo. Si voy al jefe de redacción a la hora de cierre y le digo que un artículo para el que me ha reservado la primera página desde la reunión de las tres en punto no existe… Podría estar ante una nueva sección y un nuevo periódico para cubrirla.
—Hay otras noticias en el mundo, Keisha. Ya encontrarán algo para la primera página. A la larga será bueno para ti. Haré correr la voz.
Hubo un breve silencio mientras ella tomaba su decisión.
—No puedo hablar. He de entrar allí y cogerlo. Adiós, Bosch. Espero que todavía trabaje aquí la próxima vez que hablemos.
Había colgado antes de que él pudiera despedirse.
Bosch caminó calle arriba hasta el Mustang y condujo hasta su casa. Gowdy había terminado con los pestillos y ambas puertas tenían ya candados. El inspector estaba junto a su coche, usando el capó como mesa. Estaba escribiendo en una tablilla y Bosch supuso que trabajaba con lentitud porque quería asegurarse de que Bosch abandonaba la propiedad. Bosch empezó a cargar su pila de pertenencias en el Mustang. No sabía adónde iba a ir.
Dejó de lado la idea de que no tenía hogar y empezó a pensar en Keisha Russell. Se preguntó si sería capaz de detener la publicación del artículo tan tarde. Probablemente había cobrado vida propia, como un monstruo en el ordenador del periódico. Y ella, su doctora Frankenstein, tendría poco poder para detenerlo.
Cuando lo tuvo todo en el Mustang, le lanzó un saludo a Gowdy, entró y bajó por la colina hasta Cahuenga. Una vez allí, no sabía en qué dirección girar, porque todavía no sabía adónde debía ir. Hacia la derecha estaba Hollywood. A la izquierda, el valle de San Fernando. Entonces se acordó del Mark Twain. En Hollywood, a sólo unas manzanas de la comisaría de Wilcox, el Mark Twain era un viejo hotel residencia con apartamentos pequeños que por lo general eran agradables y limpios, mucho más que el barrio que lo rodeaba. Bosch lo sabía porque ocasionalmente había colocado testigos allí. Sabía asimismo que había un par de apartamentos que contaban con dos habitaciones y baño privado. Decidió que pediría una de ésas y dobló a la derecha. El teléfono sonó en cuanto hubo tomado la decisión. Era Keisha Russell.
—Me debes una, Bosch. Lo he parado.
Bosch sintió alivio e irritación al mismo tiempo. Era la manera de pensar típica de un periodista.
—¿De qué estás hablando? —contraatacó—. Tú me debes una por salvarte el culo.
—Bueno, eso ya lo veremos. Voy a comprobarlo mañana. Si cae del lado que tú dices, voy a ir a Irving para quejarme de Brockman. Lo voy a quemar.
—Acabas de hacerlo.
Russell se rió con una risa incómoda al darse cuenta de que acababa de confirmar que la fuente era Brockman.
—¿Qué dice el jefe de redacción?
—Cree que soy una idiota, pero le he dicho que hay más noticias en el mundo.
—Buena frase.
—Sí, me la voy a apuntar en el ordenador. ¿Entonces qué pasa? ¿Y qué ha ocurrido con esos recortes que te conseguí?
—Los recortes siguen haciendo su trabajo. Todavía no puedo hablar de nada.
—Lo suponía. No sé por qué te sigo ayudando, Bosch, pero allá va. ¿Recuerdas que me preguntaste por Monte Kim, el tipo que escribió ese primer recorte que te di?
—Sí, Monte Kim.
—He preguntado por él por aquí, y uno de los viejos correctores de estilo me ha dicho que sigue vivo. Resulta que después de irse del Times trabajó para la oficina del fiscal durante un tiempo. No sé a qué se dedica ahora, pero tengo su número y su dirección. Está en el valle de San Fernando.
—¿Me lo puedes dar?
—Supongo, porque estaba en la guía.
—Maldición, nunca pienso en eso.
—Puede que seas un buen detective, pero no te ganarías la vida de periodista.
Russell le dio a Bosch el número y la dirección, dijo que permanecerían en contacto y colgó. Bosch dejó el móvil en el asiento y pensó en esta última pieza de información mientras conducía hacia Hollywood. Monte Kim había trabajado para el fiscal del distrito. Bosch tenía una idea bastante formada de para cuál de ellos.